1.18 A. M.
El festín casi había empezado. La captura colgaba de un espetón de madera de Greenwood sobre el fuego. El hombre delgado tenía los labios fláccidos y húmedos. La había despellejado con su cuchillo y había apartado el hígado y los riñones mientras el otro hombre quitaba las hojas y las ramas de un álamo joven y luego le sacaba punta a un extremo. Juntos empujaron el asador para insertar la presa, le ataron los brazos y las piernas y la colocaron sobre el fuego. El sabroso aroma que emanaba les hizo sonreír. Se quedaron esperando mientras oían los huesos partirse y explotar, y el siseo de la grasa al derretirse.
Los niños habían hecho una buena hoguera. Se mantenían apartados del cadáver, satisfechos de sí mismos, y contemplaban cómo la niña mayor le daba vueltas al espetón. El bebé que llevaba en su seno se movió de repente, pero ella ni lo notó. A su espalda, dos de los más pequeños, un niño y una niña, metieron los dedos en la cubeta y lamieron la sangre fría. La pieza se estaba asando de forma uniforme cuando oyeron a los demás gritar desde detrás de la casa.
Levantaron la mirada y vieron que las luces se habían apagado. El hombre grande que estaba en la puerta delantera se sacó los cuchillos del cinturón y corrió hacia la parte de atrás. Los gritos continuaron, pero no sintieron miedo ni preocupación por aquellos sonidos, tan solo curiosidad. Los niños fueron los primeros en apartarse del fuego.
El hombre de la camisa roja les ordenó que se quedasen quietos y ellos lo obedecieron de inmediato. El hombre delgado ya se había puesto en marcha. Se metió un hacha en el cinturón y lo siguió. Buscó indicios de movimiento en la puerta principal y en las ventanas, pero no vio nada, así que echó a correr hacia la parte trasera de la casa.
Lo que vio cuando dobló la esquina fue a dos de los niños mayores de rodillas en el suelo, tapándose la cara con las manos. Las mujeres todavía estaban chillando. La más joven, a la que le gustaba follarse, se estaba arrancando la camisa. Se fijó en que la tela estaba húmeda y brillante. Dejó los pechos al descubierto, se dio cuenta de que se le habían quemado. No comprendió nada. Tampoco los otros hombres, que lo miraron en busca de una respuesta. Él se limitó a encogerse de hombros.
Vio que la ventana del dormitorio estaba tapada por una plancha de madera. No han pasado por ahí. Siguen dentro, pensó. Si no habían intentado escapar, ¿qué había ocurrido? Los dos niños que estaban indemnes miraban hacia arriba y señalaban un punto. El hombre se giró y vio que la ventana del desván estaba abierta. Luego vio el cazo en el suelo, al lado de una de las mujeres. Se inclinó y pasó el dedo por el borde. Todavía estaba tibio. Se llevó el dedo a la boca y lo lamió. «Grasa». Sonrió. Los de dentro no eran estúpidos. La caza iba a ser más divertida. Nick vio como los dos hombres desaparecían detrás de la casa justo cuando Dan apareció a trompicones al pie de la escalera. Marjie le puso una toalla en la mano y luego le pasó un cazo lleno de agua hirviendo. Nick sintió la garganta reseca y agarrotada.
—Los niños siguen ahí fuera —les dijo. Notó que Dan, que ya estaba a su lado, dudaba un momento—. La hemos jodido —añadió.
—Esto es lo que hay —le respondió Dan—. Que les den. Vamos.
Nick miró a Marjie. Ella tampoco parecía muy convencida.
—¡He dicho que vamos! —les siseó Dan.
Descorrió el cerrojo. Le dio la impresión de que el ritmo cardíaco y la respiración se le aceleraban de un modo alarmante. Tenía la piel fría y le pareció que los riñones estaban hinchados y a punto de reventarle. Abrió la puerta.
A su espalda, Dan sacó el atizador, con la punta al rojo vivo, y agarró a Laura del brazo para empujarla por delante de él.
—¡Deprisa! —dijo a los demás, y un instante después los cuatro salieron a la carrera.
Los coches estaban el uno al lado del otro. El de Carla estaba un poco más alejado, con las luces encendidas, a unos seis metros de la casa. El viejo Dodge de Nick estaba entre el coche de Carla y la entrada. Las distancias se transformaron de forma engañosa ante ellos. A lo lejos vieron el fuego. Estaba bastante apartado, pero en esos momentos parecía estar muy cerca. En cambio, los coches estaban a pocos metros, pero les dio la impresión de que se encontraban a mucha distancia. Para Nick, que tenía que ir primero al Dodge y luego al Pinto de Carla con la pistola y las balas, el espacio que separaba ambos vehículos era un abismo.
Vio a Marjie pasar a su lado corriendo y abrir una de las puertas traseras del Pinto para meterse dentro de inmediato. En ese mismo momento, él ya estaba delante del maletero del Dodge con la llave en la cerradura y su cazo de agua colocado sobre el capó. Abrió el portaequipajes con rapidez y facilidad. Tenía todos los sentidos alerta y agudizados hasta un punto increíble. Olió que estaban asando algo en el fuego. Oyó a los niños que corrían hacia ellos. Oyó a Laura forcejear y protestar mientras Dan la empujaba y tiraba de ella hacia el coche. Oyó a Marjie cerrar los pestillos. Oyó a Dan blasfemar.
Un momento después, tenía la bolsa de viaje abierta y la pistola en la mano. Abrió el tambor con un golpe de muñeca. Vacío.
Cogió torpemente la caja de munición. De repente, le saltó de las manos como si tuviera vida propia y cayó de nuevo dentro del maletero, que no tenía luz. «Dios». Metió una mano en la oscuridad y tanteó. El pánico se apoderó de él por un momento cuando notó el fondo roto de la caja. Las balas estaban esparcidas por todo el portaequipajes. Sintió que se le revolvían las entrañas. Se metió el revólver en el cinturón y rebuscó las balas con las dos manos. Dan blasfemó de nuevo y metió a Laura de un empujón en el coche antes de cerrar la puerta de golpe.
Los dedos se cerraron alrededor de un puñado de balas. Oyó a Dan intentar encender el coche y entonces supo con una clarividencia repentina que habían estropeado los cables de alguna manera. Lo supo incluso antes que Dan, con una intuición terrible que procedía no de saber mucho de coches, sino de reconocer el destino cuando hay que enfrentarse a él cara a cara. Un instante después, supo también lo que tenía que hacer y empezó a cargar el arma.
Ya había metido cinco balas en la cámara cuando lo atacaron.
El primero que apareció fue poco más que una sombra, a su derecha, al otro lado del capó del Pinto. Nick alargó una mano hacia el cazo y tiró el agua con un sencillo movimiento. El líquido dio de lleno al niño en la cara y en los hombros y le hizo caer al suelo aullando; soltó el cuchillo que llevaba en la mano. Un momento después, otros dos se habían colocado entre él y la casa, bloqueándole así la retirada al mismo tiempo que empezaban a avanzar en su dirección. Luego apareció una niña pequeña. Alzó la pistola.
Apretó el gatillo y vio que el pecho del primer crío se volvía negro. El impacto de la bala lo arrojó contra la casa, donde se estrelló de espaldas. Sintió un rugido espantoso e increíble en los oídos y recordó lo que Jim le había dicho sobre los tapones. Apretó el gatillo de nuevo y el percutor dio en una recámara vacía.
El maletero se cerró con fuerza detrás de él y se giró al sentir al niño que se le lanzaba al cuello por encima del coche. La hoja de su cuchillo pasó silbando y falló por unos pocos centímetros. Nick alzó el revólver de nuevo, pero antes de que tuviera tiempo de disparar, el crío lanzó un aullido y se desplomó en el suelo agarrándose el cuello. Vio a Dan detrás del chico, con el atizador humeante en la mano, y percibió el hedor a carne quemada en el aire. Luego sintió que algo se le clavaba profundamente en el muslo y chilló.
Se giró de nuevo y apuntó el arma directamente a la cara de una niña que apoyaba todo su peso en un cuchillo demasiado grande para ella, mientras lo retorcía dentro de su muslo. Sonreía con una expresión de alegría inhumana. Vio al mismo tiempo que otro niño que estaba a su lado alzaba un puñal para clavárselo. El revólver retumbó en su mano y la cabeza de la niña desapareció de repente. Nick quedó cubierto de trozos de cerebro y de huesos, y de salpicaduras de sangre. El cuchillo afilado del niño descendió hacia su pecho en ese preciso instante.
Marjie siguió agarrando a Laura por el cuello de la camisa hasta que la hizo atravesar aullando la puerta principal. Una vez dentro, se desplomó en el suelo y se quedó allí sollozando unos momentos antes de empezar a arrastrarse hacia la parte posterior de la casa. Marjie corrió en mitad de la oscuridad hacia la cocina, donde estaba el último cazo de agua hirviendo. Lo agarró por el mango, que le quemó la mano, pero no sintió dolor, tan solo un miedo tan intenso que le hizo apretar los dientes y quedarse en silencio, con expresión adusta. Permaneció en el umbral de la puerta, en una eternidad angustiosa, resistiendo con todas sus fuerzas el impulso de cerrar de un portazo y salir huyendo hacia el desván, resistiendo también otro impulso que la incitaba a salir corriendo y abrirse paso con aquel cuchillo pequeño y patético, en una especie de frenesí vengativo y suicida.
Vio a Nick disparar contra la niña y como el puñal del niño le abría un tajo en el pecho. Luego oyó el chasquido del metal al chocar contra el hueso cuando el atizador de Dan dio de lleno en el cráneo del crío. Le empezó a salir sangre de la boca y de los ojos mientras se desplomaba. Vio a Dan sacarle el hierro de la cabeza y empujar a Nick en dirección a la puerta. Marjie salió para ayudarlos, justo cuando Dan miró de repente a su izquierda y Nick cayó al suelo delante de ella. Dan abrió la boca para avisarla, pero ya era demasiado tarde. Algo golpeó por la espalda a Dan y el hombre grande apareció bramando.
El hombre la agarró por la muñeca. Ella lo miró a los ojos y vio que su rostro era horrible, con todos los dientes negros y podridos, y que su olor era el olor de la sangre. Sus dedos se le clavaron en la carne. Se imaginó esos dedos agarrando a Carla, e hizo girar el cazo.
El agua hirviendo pasó por detrás del hombre sin tocarlo, pero el cazo le dio de lleno en la oreja y le quemó, además de golpearle con fuerza. El hombre lanzó un aullido y la soltó, perdió el equilibrio y cayó. Nick avanzó tambaleándose hacia ella y Marjie lo metió de un tirón dentro de la casa. Se dio cuenta en un instante de que la herida del pecho era superficial. Le sacó el cuchillo del muslo y Nick se puso blanco antes de desplomarse.
Miró a su alrededor en busca de Dan con el cuchillo ensangrentado todavía en la mano. Le dio la impresión de que sus ojos lo localizaban de forma automática. Sintió que se le formaba un nudo en el estómago cuando lo vio al lado del coche, hasta donde lo habían arrastrado. Había perdido el atizador y lo tenían completamente rodeado. Estaba chillando.
Una mujer le había clavado profundamente los dientes en el cuello y lo tenía agarrado rodeándolo con los brazos, con los pechos pegados a su espalda, en una siniestra imitación del abrazo de una amante. Intentó quitársela de encima, pero los críos le estaban atacando en las piernas con cuchillos. Los vio cortar los tendones de la parte posterior de la pierna derecha, lo vio caer del mismo modo que los ciervos caen bajo los lobos, lo vio empezar a derrumbarse justo cuando el hombre de la camisa roja se puso delante de él y le pateó en el estómago. Se dobló por completo sobre sí mismo y vomitó en la hierba con la mujer todavía agarrada a su cuello. Lo mordió con mayor fuerza todavía y la sangre, de color rojo brillante, fluyó a borbotones.
Le arrancó de las manos el revólver a Nick y disparó. La primera bala falló y el hombre de la camisa roja tuvo tiempo de apartarse. Al oír el estampido, Dan se volvió hacia ella y por un momento cruzaron las miradas. Ella vio con claridad lo que él quería decirle y disparó de nuevo. La segunda bala atravesó el pulmón derecho de Dan y le perforó el estómago a la mujer. Los dos salieron despedidos de espaldas y acabaron formando un montón informe al lado del coche.
Marjie se quedó inmóvil, sin dejar de apuntar con el arma y parpadeando. «Dios mío, lo he matado». Se produjo un segundo de silencio absoluto, tan terrorífico y feroz como la propia lucha. La expresión de su rostro le quedó grabada para siempre en la memoria. Le pasó una y otra vez por delante de los ojos, como una película continua que en cada ocasión culminaba en una explosión y en un silencio que la dejaba temblando. Sentía el revólver enorme y caliente en la mano. Tenía los ojos repletos de lágrimas.
El hombre enorme empezó a ponerse en pie entre las sombras. Cerró la puerta de un portazo y corrió el cerrojo entre sollozos.
Los atacantes retrocedieron lentamente, aturdidos por los daños que habían sufrido. Aquella gente no eran cazadores, así que no se esperaba que tuvieran armas de ninguna clase. El hombre grande sintió en algún punto de la lobreguez primitiva de su mente cierto arrepentimiento por haber perdido el tiempo en ir a ver lo que les pasaba a las mujeres detrás de la casa. La mejor había muerto y tres de los niños también, y ellos a cambio solo tenían al hombre al que habían disparado y a la mujer en el espetón para aplacar a los espíritus de los suyos.
Pensó en los espíritus, furiosos, malévolos y poderosos, y un escalofrío parecido a las patas de cientos de cangrejos le recorrió todo el cuerpo.
La mujer herida y los niños empezaron a gemir, y él les ordenó con un gesto que volvieran al lado del fuego.
El cadáver estaba quemado casi por completo por un lado. Aquello también era malo. Era la carne de los muertos la que les daba poder. Señaló la pieza y lo entendieron. Empuñó el hacha y le cortó una de las piernas. Luego la sostuvo de manera que la grasa que caía no le salpicara y regresó a la casa.
El hombre delgado se limpió las lágrimas de rabia, le cortó la cabeza con su cuchillo y la partió golpeándola contra una roca cercana. Le sacó los sesos y siguió a su hermano con ellos en una mano y la cabeza en la otra. Uno por uno, los demás los imitaron y arrancaron tiras de carne de la espalda y del pecho y volvieron a ponerse delante de la casa. Se quedaron allí, a la espera de que el hombre de la camisa roja se reuniera con ellos, y sostuvieron la carne con los brazos en alto para que los de dentro supieran lo que habían hecho y los temieran.
El hombre de la camisa roja fue hasta el cuerpo que estaba tirado en el suelo al lado del coche y lo apartó del cadáver de su mujer. Arrastró al hombre hasta colocarlo delante de las luces del vehículo para que todos pudieran verlo y lo puso boca arriba. La herida de bala era larga y ancha. Abrió en canal el cadáver desde el ombligo hasta el esternón y se agachó hasta enterrarle la cabeza en el hígado. Levantó la mirada con el rostro cubierto de sangre y vio que los demás también habían empezado a comer.
Dejó el hígado cuando ya se había comido la mitad y sacó de un tirón el montón resbaladizo que era el intestino. Con una mano empujaba hacia abajo su contenido y con la otra se iba metiendo el largo tubo de color gris en la boca para ir masticándolo. Sonrió al oír los gritos dentro de la casa, porque significaba que lo habían visto devorando como un lobo a su amigo. El hombre delgado se le unió y abrió las perneras del pantalón de su presa desde el tobillo hasta la cintura, para empezar a devorarle la parte interior de los muslos. A su alrededor, la sangre oscura fue formando lentamente un charco cada vez más grande. El hombre delgado indicó con un gesto a la mujer mayor y a la chica preñada que se acercaran.
Abrió la navaja y cortó los testículos y el pene. Este se lo entregó a la chica y los testículos, a la mujer sin dientes. La chica lo devoró con movimientos rápidos, parecidos a los de un pájaro. Acercaba la cabeza a los dedos igual que un pájaro picotearía las semillas encontradas en el suelo.
Observó con detenimiento la puerta y la ventana en busca de alguna señal de movimiento o de la pistola, preparado para salir corriendo en cualquier momento. No vio nada. Tras un rato, se relajó. Solo llegó a sus oídos el gimoteo de alguien a través de aquella espesa neblina de placer y del sabroso regusto salado de la sangre.
Fue Marjie quien gritó al mirar por la ventana y ver lo que le habían hecho a su pareja y a su hermana. Oyó el aullido espectral de Laura mientras se acurrucaba en la parte posterior de la casa y se abrazaba a las rodillas como una cría. El aullido se transformó poco a poco en sollozos. No había visto nada y sabía solo lo que necesitaba saber. Para Marjie, aquello representó el final de algo y el comienzo de algo distinto. El comienzo de la aceptación, tanto física como mental, que incluía un cierto adormecimiento en los labios y un pitido en los oídos, que se debía solo en parte a los disparos. La aceptación de un hecho: que la muerte se había extendido a su alrededor como una plaga y que aquello tan espantoso que le había ocurrido a su hermana le podía suceder a ella en cualquier momento. Aquella sensación era fría y definitiva, un empujón a aguas heladas, pero le despejó la mente y le devolvió la cordura, al contrario de lo que le ocurría a Laura. Aquella sensación despertó la parte de su ser que amaba la vida y que no se amedrentaría ante la muerte, porque, en esos momentos, amedrentarse significaba morir.
Se dio cuenta de que Laura estaba condenada y sintió un sorprendente desprecio por ella. Carla había luchado, Dan había luchado. Si Laura no lo hacía, por ella se podía ir a la mierda. Se volvió hacia Nick, que estaba todavía en el suelo.
—¿Estás bien?
Nick sonrió. No fue muy convincente.
—Eso ya lo he oído antes. La última vez fue Dan quien me lo preguntó.
—Dan ha muerto.
—Lo sé.
—Le he disparado yo. No quería darle. Solo quería darle a la mujer.
Notó que volvía a ponerse a llorar.
—No pasa nada, Marjie.
—Lo estaban… despedazando. Como si fuera un animal.
—No pasa nada.
—¿Crees que podrás ponerte en pie?
—Creo que sí. Seguro. —Ella lo ayudó—. Menos mal que solo era una niña pequeña y no uno de los otros. —Cerró los ojos en un gesto de dolor mientras intentaba caminar a su lado—. ¿La has visto? ¿Le has visto la cara cuando…?
—La he visto.
—Tenemos que pensar en cómo salir de aquí. —Hablaba de un modo monótono, como ella. Marjie pensó que ambos se encontraban en el mismo estado. No era el más conveniente, pero quizá los ayudaría a sobrevivir—. ¿Cuántas veces has disparado? —quiso saber.
—Dos.
—Entonces solo queda un cartucho. Cargué cinco. —Sonrió sin alegría—. Ni siquiera hay suficiente como para que los dos…
—No tengo ninguna intención de hacerlo —le cortó ella.
Nick asintió.
—Yo tampoco. ¿Hay algo más en la casa?, ¿algo con lo que podamos hacerles daño?
—No mucho. La pala de la chimenea. Un par de cuchillos… No creo que nos sirvan de gran ayuda. Está el hacha de la leñera, pero no pienso salir a buscarla.
—¿No hay nada en el desván?
—No lo sé.
—Tienes las piernas mejor que yo. Ve y echa un vistazo, pero deja la pistola aquí, por si acaso.
Marjie subió los peldaños de dos en dos, se quedó en la entrada y encendió la luz. Nada. Algunas cajas de leche, unas cuantas revistas, un armario viejo y un colchón apolillado. Entonces vio la guadaña. Quizá eso serviría. Luego se le ocurrió algo más. Bajó corriendo las escaleras para decírselo a Nick, quien estaba mirando por un agujero. Tenía el rostro blanco.
—No son seres humanos. Ni por asomo.
Marjie lo ignoró.
—Escucha, creo que podemos atrincherarnos en el desván. La puerta no es tan resistente como estas, pero allí arriba hay un armario pesado y un colchón. Podemos clavar la hoja de la puerta al marco y después colocar el colchón y por último, el armario. ¿Qué te parece? Podríamos mantenerlos fuera. Al menos, durante un tiempo. Tarde o temprano alguien tiene que ver ese fuego.
—Enséñamelo.
Subieron las escaleras y Nick tuvo que apoyarse con fuerza en el pasamanos. En condiciones normales, aquella herida le hubiera dejado postrado en cama una semana. Cada vez que ponía el pie en el suelo sentía como si alguien le golpeara con un martillo pilón. Tenía que seguir moviéndose o la pierna acabaría quedándose rígida. En cualquier caso, lo cierto era que no podía quedarse quieto si quería sobrevivir.
Llegaron al rellano. Nick se dirigió al armario y le dio un empujón. Marjie tenía razón. Era una de aquellas maderas duras y pesadas, roble o algo así. El colchón era de matrimonio, y se preguntó qué haría allí arriba. No había camas de matrimonio abajo. La puerta del desván no parecía ser muy resistente, pero el armario y el colchón juntos formarían una buena defensa. Podrían lograrlo.
—Solo hay algo que no me gusta —dijo Nick—, y es acabar arrinconados así. Si al final consiguen entrar, la única salida será la ventana. Son casi cinco metros de caída, y ni siquiera sé si cabré por ahí. Abajo al menos tenemos dos puertas y muchas ventanas.
—Sí, pero es que precisamente ese es el problema. Tienen muchos sitios por los que entrar y solo somos dos para mantenerlos a raya en cuanto empiecen a intentarlo. Y lo intentarán. No duraríamos nada.
—Es probable que no.
—Solo nos queda un sitio donde atrincherarnos.
Nick se acercó a la ventana y miró hacia abajo.
—Joder, está muy alto para saltar.
—Es la única alternativa que nos queda. A menos que quieras intentar salir corriendo.
Nick frunció el entrecejo.
—Laura no puede correr.
—A la mierda Laura —soltó ella.
Esa respuesta fue como una bofetada en la cara. Por un momento, el cambio en Marjie le dejó sorprendido. ¿Esta era la misma chica que sufría cuando corrían con el coche?, ¿la que pedía un asiento de pasillo en el cine? La mujer dura era Carla. Marjie siempre había necesitado protección. Quizá en realidad ambas fueran fuertes. Después de todo, eran hermanas. Quizá en ese momento quien necesitara protección fuera él.
—Para serte sincero, no estoy muy seguro de que yo pueda echar a correr.
—Lo harás si no te queda más remedio.
Nick analizó la situación.
—No. No quiero hacerlo. Incluso si logramos dejarlos atrás, no tendríamos adonde ir.
—Al bosque.
—Ellos conocen el bosque, y nosotros no.
—Podríamos escondernos en algún sitio de ahí fuera. Podríamos separarnos si fuera necesario.
—No me gusta esa idea, aunque, claro, tampoco es que me guste la otra opción. Podrían quemarnos aquí arriba.
—También podrían quemarnos abajo.
—¡Sí, pero aquí solo tenemos un lugar por donde huir!
—Otra vez con eso.
—¡Sí, joder! Podrían incendiar la casa y esperar a que saliéramos volando por la ventana. Se quedarían allí abajo esperando para ver como nos partimos la espalda y luego se llevarían lo que quedara de nosotros a su casa para que los niños jugaran. En la planta baja al menos podemos…
Laura gritó en el piso de abajo. Salieron corriendo hacia las escaleras.
Oyeron golpes y aquel sonido les atravesó como una descarga de rayos seguida de un trueno interminable. Nick sintió que toda la casa retumbaba. Los escalones temblaron bajo sus pies. Se olvidó de la pierna herida y llegó abajo en un momento, pistola en mano, con Marjie a su espalda.
Fuera, parecían estar por todas partes.
Alguien estaba golpeando la puerta trasera con lo que probablemente era el hacha de la leñera. Había otros en las ventanas de los dormitorios. Daba la impresión de que la puerta principal iba a venirse abajo de un momento a otro por el empuje de algo grande y fuerte. El cerrojo resistía de momento, pero no creía que aguantara mucho más.
Uno de ellos estaba metiendo una barra o algo parecido por el agujero de la ventana de la cocina. El atizador. Era el atizador de Dan. Nick oyó el sonido de la madera al partirse a su espalda y se giró a tiempo de ver que la puerta trasera se estaba hundiendo bajo el ataque del hacha. No tardaría mucho en ceder.
Miró a su alrededor en mitad de aquella confusión en busca de algo que les pudiera servir para defenderse de algún modo, para ver si existía alguna manera de escapar que no fuese retirarse por las escaleras hacia el desván. La otra puerta crujió de nuevo y se estremeció bajo un impacto terrorífico. Algo le dijo que no soportaría otro más. Vio el destello de alguna cosa metálica a través de la grieta cada vez mayor de la puerta trasera y toda su indecisión desapareció.
—¡Coge a Laura! —gritó, y echó a correr hacia las escaleras—. ¡Deprisa!
Llegó al rellano superior, se agachó y se lanzó a por el colchón. Lo arrastró hasta colocarlo al lado de la entrada, pero con cuidado de dejar el espacio suficiente para poder cerrar la puerta. Luego empezó a mover el armario. Era una tarea para dos personas, pero en esos momentos sentía una energía imparable. En lo único que pensaba era en que no estaba dispuesto a permitir que lo mataran. Los músculos se le tensaron mientras empujaba, y las enormes patas del mueble chirriaron al arrastrarlas por el suelo desigual de madera. Lo dejó delante de la puerta, con el hueco suficiente para poder pasar. Si sus dos compañeras no lograban llegar hasta arriba, dejaría caer el armario sobre esos hijos de puta y partiría unas cuantas cabezas. Cogió la pistola del suelo y vio la guadaña apoyada en la pared. La empuñó también y salió a las escaleras.
Marjie ya había puesto en pie a Laura, y estaba tirando de ella para cruzar la sala de estar cuando la puerta de la cocina se derrumbó y se estrelló contra la mesa. El enorme hombre calvo cayó dentro de la casa. Los niños entraron correteando. La vieron antes incluso de que el hombre grande se hubiera puesto en pie. Se pusieron a gritar y a correr hacia ella.
Marjie llevaba a Laura agarrada de un brazo y del cabello corto mientras la arrastraba hacia las escaleras, pero iban demasiado despacio, demasiado despacio, y empezó a gritarle.
—¡Muévete! ¡Muévete, hija de puta!
Vio que los niños se le acercaban a la carrera, pero Laura no reaccionó y siguió mirando a su alrededor, con los ojos abiertos de par en par por el terror. De repente, los niños ya la rodeaban y le bloqueaban el camino. Recordó lo que les habían hecho a Dan y a Nick, y la pesadilla en la que la derribaban se hizo insoportablemente vívida. El hombre grande también se había incorporado y echaba a correr en su dirección con los brazos extendidos, mientras los demás entraban en tromba por la puerta abierta. Empuñaban cuchillos, sonreían, aullaban como animales salvajes y sonreían. Gritó, soltó a Laura y se lanzó hacia la escalera. «Pues muérete, zorra estúpida, pero que a mí no me pillen, Dios, por favor».
Se le torció el tobillo y tropezó. Unos dedos pequeños de uñas afiladas se le cerraron alrededor de la pierna, pero logró zafarse de una patada al mismo tiempo que la pistola tronaba por encima de su cabeza. Vio que el hombre grande trastabillaba y luego se quedaba mirando el muñón de la mano que el disparo afortunado de Nick le había arrancado. Un segundo después, Nick tiró de ella y la hizo subir hacia el desván.
El hombre grande retrocedió tambaleándose hacia la cocina mientras se sujetaba el brazo y la herida salpicaba de sangre las paredes y las molduras cada vez que agitaba, aturdido, el muñón. Finalmente cayó de rodillas con una exclamación y se tuvo que agarrar a la mesa para no desplomarse del todo. La sangre empezó a formar un charco cuyos límites se fueron expandiendo poco a poco hacia las paredes. Los niños subieron en tropel las escaleras. Marjie oyó como el revólver descargado de Nick golpeaba una pared, y se dio cuenta de que él todavía estaba en el rellano. ¡No! ¡No! ¡Entra de una vez!, pensó, pero no fue capaz de decirlo en voz alta. Se dio la vuelta y lo vio con la guadaña en las manos, lo vio blandirla una vez y luego contempló horrorizada un gran chorro de sangre que se elevaba para luego ir cayendo por las escaleras. La cabeza de un crío cayó rodando de modo grotesco.
Los oyó chillar por la sorpresa y por la rabia, y los niños perdieron el equilibrio al caerles encima el cuerpo del chico. Oyó a Laura gritar, con el alarido de los perdidos y los condenados. Nick se apresuró a entrar y arrojó a un rincón la guadaña ensangrentada. Luego echó el cerrojo y colocó el colchón sobre la puerta. Marjie se puso en pie para ayudarlo a empujar el armario hasta pegarlo al colchón y lograr así estar a salvo de nuevo.
Le dio la impresión de que la habitación se encogía. Fuera, empezaron a aporrear la puerta.
Laura, que se había quedado al pie de la escalera, se quedó mirando estupefacta lo que había bajado rodando hasta caer a su lado. Casi parecía su propio reflejo: la boca abierta, los ojos como platos, los labios manchados de sangre y espumarajos. Parpadeó y se hundió de nuevo en el sueño que la había estado protegiendo, salpicado de vez en cuando por sus propios gritos; un sueño irreal pero nunca amenazador. El salón ya no le era familiar. Jamás había visto esos escalones ni a la gente que se apresuraba a subir por ellos, personas que bramaban y embestían la puerta de arriba. Estaba a solas con un grupo de desconocidos enfrascados en alguna clase de persecución brutal e inexplicable y cuyo objetivo final no estaba claro. Sabía que no había nada detrás de aquella puerta. No llegaba a comprender cómo lo sabía, pero estaba segura de que era cierto. No había nada más que unas cuantas revistas y papeles viejos en un desván vacío y polvoriento.
La insólita marea humana que inundaba toda la casa acabaría desbordándose, expulsándolos a todos hacia el exterior, por el tejado, por la ventana diminuta, como el agua que sale a presión de una boca de incendios.
Se echó a reír. Aquello le recordaba un juego del instituto. Se llamaba «simulacro chino de incendios». Al parar delante de un semáforo en rojo, tenían que abrir las puertas del coche y correr a su alrededor una o incluso dos veces si podían antes de que se pusiera verde. Debían entrar por la misma puerta por la que habían salido y ponerse en marcha otra vez. Vio a aquella gente extraña y su interminable recorrido. Entraban por la puerta principal hasta la cocina para luego seguir por la sala de estar y subir por las escaleras del desván. Circulaban por todas partes formando un río de colores brillantes. No tardaron en convertirse en un rápido torrente que fluía en un círculo carmesí perfecto, por dentro y por fuera de la casa, mientras ella se encontraba a salvo fuera de la corriente. Los contempló con los ojos muy abiertos. Aunque era un sueño, también era un milagro. Era raro y, sobre todo, asombroso el modo en el que podían convertirse en un raudal y dejar de ser personas.
Se sentó en el suelo al lado de su reflejo y alargó con cuidado una mano hacia los ojos. Cuando le cerró los párpados con suavidad, sus propios párpados temblaron y se cerraron. En ese estado, fue capaz de imaginarse sentada a los pies de la escalera y, aunque todo estaba a oscuras, distinguió unas siluetas vivas que se deslizaban por delante de ella.
El flujo se hizo más lento, y se preguntó si sería seguro zambullirse en él. No era ni la mitad de emocionante que había sido minutos atrás cuando la corriente estaba…, bueno, desbordada, como si hubiera habido una tormenta tropical o una inundación repentina. Aun así, pensó que le sentaría bien meterse, que sería refrescante y agradable. Comparado con la potencia arrolladora de antes, no le daba ningún miedo. Lo intentaría.
Bajó la mano izquierda hasta tocarla. Las criaturas que allí vivían (eran peces, ¿verdad?), ¿le molestarían? No lo creía. Se deslizó hacia el interior y le sorprendió lo cálida que estaba. También le sorprendió lo bien que sabía en sus labios secos y cuarteados. Inspiró profundamente y abrió los ojos.
La cabeza del crío estaba boca arriba en su regazo.
Supo de inmediato que se trataba del niño y no de su reflejo, porque los ojos del reflejo hubieran estado abiertos como los suyos. Lo miró atentamente para asegurarse. Empezó a llorar. La corriente había desaparecido. Solo quedaba un caos atronador y el sabor salado que la marea le había dejado en la boca. Abrazó la cabeza y la acunó, pero fue incapaz de sentir el manantial de sangre negra que le fue empapando la camisa hasta caer por encima de su estómago como una herida purulenta.
Entre ella y la puerta abierta solo había dos niñas pequeñas y harapientas que la miraban de hito en hito, pero no se le ocurrió echar a correr y huir. En realidad, no era necesario. Cerró los ojos cuando las dos niñas se le acercaron e intentó contar los peces.
En las escaleras, los dos hombres se estrellaron contra la delgada puerta del desván y la partieron. Oyeron los gemidos del hombre grande mientras las mujeres le vendaban el muñón para detener la hemorragia. Los niños se agolpaban detrás, azuzándolos, impacientes por entrar. El hombre delgado metió el brazo por el agujero que habían hecho en la puerta y quitó el cerrojo. Luego le dio la vuelta al pomo y empujó. La puerta no se movió. Miró furioso a su hermano. Hicieron que los niños se apartaran y bajaron unos cuantos escalones para tomar impulso y lanzarse de nuevo contra la puerta. El hombre de la camisa roja procuró colocar todo su peso cerca del tirador. Sonrieron al ver que cedía tres o cuatro centímetros. Bajaron para probar de nuevo.
Dentro, Nick lanzó una maldición mientras sujetaba firmemente el armario. Le enfurecía darse cuenta de que se habían retrasado demasiado, de que no habían tenido tiempo de ir a buscar el martillo y los clavos para asegurar la puerta. Era culpa suya. Los oyó romper la tablazón. Ni siquiera con todos sus esfuerzos lograrían contenerlos más de unos pocos minutos. Tendrían que saltar.
Se preguntó si habrían entrado todos. ¿Qué pasaría si había algunos esperando fuera, debajo de la ventana? Sintió como el armario se movía un poco hacia ellos cuando los hombres se lanzaron de nuevo contra la puerta.
—No servirá de nada —dijo.
Marjie asintió. Estaba tan cerca de ella que podía oler perfectamente su sudor y sentir su aliento en la mejilla. Miró hacia la ventana.
—Tú primero —añadió.
Ella lo miró. Tenía el rostro enrojecido y estaba asustada.
—¿Cómo…?
—Tendrás el tejado justo encima. Sobresale unos treinta centímetros. Alarga los brazos hasta que lo puedas agarrar bien y después saca las piernas con cuidado, con lentitud, y déjate caer en línea recta hacia abajo. Intenta hacerlo de cualquier otra manera y te romperás el cuello. No te sueltes hasta que hayas dejado de balancearte, hasta que las piernas se hayan quedado quietas y estés colgando alejada de la casa. Procura mantener las rodillas un poco dobladas para amortiguar la caída.
Vio la expresión de desesperanza que cruzó su rostro. Nick sabía que quedaba otra posibilidad, pero no tenía sentido comentársela. Marjie no tenía suficiente fuerza. Además, de ese modo él tendría otra opción si al final la necesitaba.
—Marjie, hazlo. No tengas miedo. Puedes hacerlo. Te juro que puedes. Creo que todos están dentro. Cuando salgas, dirígete al bosque y espérame. Quédate escondida. Reúnete conmigo si puedes, y si no puedes, si me pasa cualquier cosa, corre como una bala. Recuerda mantener las rodillas dobladas cuando caigas. Por favor, nada de piernas rotas. —Marjie sonrió un poco. Eso estaba mejor—. Date prisa.
Se apartó y Nick sintió el fuerte impacto cuando embistieron de nuevo la puerta.
—Una última cosa —le dijo, y ella se dio la vuelta. Nick vio que estaba al borde del llanto. De repente, supo lo que iba a decirle, y ella también—. Tú eres lo único que me queda, y te quiero a rabiar. Desde siempre. A ti y a Carla, a las dos. Ten mucho cuidado, Marjie.
Notó el roce de sus labios contra los suyos.
Vio como, de espaldas a la ventana, sacaba primero la cabeza, después el hombro derecho y luego el brazo izquierdo. Alargó las manos hacia el borde del tejado. Sus delgados brazos se tensaron a medida que el cuerpo iba saliendo centímetro a centímetro. Primero descansó sobre las nalgas, luego sobre los muslos y por último, con un dolor intenso, sobre las pantorrillas, hasta que pasaron sus rodillas y pudo apoyar los pies en el alféizar. Se quedó quieta allí durante un momento. Nick vio como trasladaba el peso poco a poco de los talones a la punta de los dedos y a continuación los deslizaba hacia abajo lentamente, acariciando la pared. Él sonrió de un modo sombrío. Marjie se estaba comportando de un modo muy sensato, estaba manteniendo la calma. Era una mujer increíble. Si alguno de ellos merecía salir con vida de aquello, era ella.
Observó como se separaba de la casa y la oyó jadear por el tremendo esfuerzo de mantenerse allí colgada. El cuerpo dejó de balancearse y, de repente, desapareció.
A Marjie le pareció que la caída duraba una eternidad. Intentó respirar, pero le resultó imposible, como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Los pulmones exhalaron cuando ella les había ordenado inhalar. Sabía que no estaba cayendo bien, que había perdido un poco el equilibrio. Una serie de imágenes le pasaron por la mente con una violencia casi física: se estrellaba de espaldas y se oía un chasquido repulsivo, se estrellaba boca abajo con los brazos extendidos por delante, en un gesto ridículo e inútil; se estrellaba de cabeza contra un pavimento imaginario y quedaba convertida en un montón de carne ensangrentada.
Tuvo la sensación de que la casa se le iba acercando, como si fuera el propio edificio el que caía, y no ella. Como si se estuviera derrumbando al mismo tiempo que ella saltaba y fuera a caerle encima y a aplastarla en cuanto llegara al suelo. Vio a todos aquellos niños pequeños harapientos rodeando su cuerpo roto y mutilado.
¿Tenía las rodillas dobladas tal y como le había dicho Nick? Era difícil de saber. Pensó que cualquier movimiento que hiciera acabaría con su precario equilibrio. Sabía que había flexionado las piernas cuando se había soltado del techo. Tendría que confiar en que siguieran así. Vio en su imaginación como Nick se lanzaba detrás de ella y caía en el montón sanguinolento y resbaladizo que minutos antes había sido su cuerpo. Todo eso lo vio en menos de un segundo, antes de llegar al suelo.
Sintió un tremendo impacto en los tobillos y un dolor repentino en los dos pies. Las rodillas le golpearon con fuerza la barbilla y notó que le salía sangre de algún punto del interior de la boca. Un instante después, las nalgas aterrizaron contra el suelo con un ímpetu estremecedor y los pulmones soltaron todo el aire que contenían con un silbido, lo que la dejó resoplando en busca de oxígeno. Delante de sus ojos cayó un telón oscuro e impenetrable, salpicado de luces parpadeantes. Empezó a sentir un terrible dolor de cabeza. Pero estaba en el suelo. Estaba viva y sabía que no se había roto nada. La embargó una oleada de alivio y triunfo.
Cuando se le aclaró la vista, sintió a los niños a su alrededor.
Nick los había visto unos segundos antes de encaramarse al tejado, que se había convertido en su única vía de escape, tal y como había previsto. Lo más difícil había sido salir por la ventana. Creyó durante un angustioso segundo que no lograría hacer pasar el hombro derecho. Se llevó el codo hasta el estómago, bajó el hombro todo lo que pudo hasta encontrar el ángulo más ancho de la ventana y lo metió por allí. La herida de la pierna palpitaba con fuerza. Hizo caso omiso del dolor y se esforzó por alcanzar el borde del techo. Tiró de sí mismo hasta que se puso de pie sobre el alféizar. Luego subió hasta el tejado. Dio las gracias a Dios por aquellos ejercicios en las barras de aquel gimnasio de West Side. Lo había conseguido a duras penas. Seis meses atrás, no hubiera tenido ninguna oportunidad. Oyó por debajo de él como terminaban de derribar la puerta y de tirar el armario. Se pegó todo lo que pudo al tejado y miró por encima del borde. Marjie parecía indemne. Estaba de pie, girándose hacia todos lados buscando un hueco por el que huir. Nick vio que no había ninguno. Los niños la rodeaban por completo blandiendo palos y cuchillos. Sintió que el miedo se le extendía por las entrañas. Vio que uno de los hombres se asomaba por la ventana, miraba hacia abajo y metía la cabeza de nuevo. Luego los oyó bajar corriendo por las escaleras.
No tardaron en aparecer fuera con los otros niños y el hombre grande, al que le faltaba la mano izquierda gracias a él. Las otras dos mujeres llevaban a Laura. Le sorprendió ver que todavía estaba viva. Quizá todavía tenían alguna posibilidad. Quizá no las matarían. Quizá podría hacer algo.
Vio que Marjie miraba hacia la ventana y se arriesgó a ser descubierto, pero la saludó con la mano. Necesitaba que ella supiera que estaba vivo, que si podía la ayudaría. Vio que ella asentía una vez en su dirección y luego bajaba la mirada de nuevo. Si Marjie mantenía la serenidad, quizá encontraría la forma de rescatarla. Se deslizó unos cuantos centímetros hacia la oscuridad y esperó.
Era obvio que pensaban que se les había escapado. Oyó muchos gritos ininteligibles al principio y luego los dos hombres —los dos hombres completos, pensó con satisfacción— se adentraron lentamente entre los matorrales. Los oyó echar a correr y después pararse para quedarse a la escucha, correr de nuevo y desplegarse entre los arbustos. Se alegró mucho de no estar ahí. En el bosque, estaban en su elemento.
Los demás se quedaron esperando. Al cabo de un rato, uno de los hombres, el delgado con la barba desaliñada, regresó solo. Supuso que el otro se había quedado atrás para seguir buscándolo. Laura había caído de rodillas en una especie de estupor. El hombre delgado la levantó de un tirón, le dio la vuelta y después empujó a las dos mujeres en dirección al fuego de la colina. Nick llegó a la conclusión de que ya habían tenido más que suficiente por esa noche. Volvían a casa. Eso le proporcionaba algo de tiempo.
Sabía que sus dos amigas dependían de él. Sintió esa responsabilidad como un peso físico. Sin embargo, por un momento, no se le ocurrió qué podía hacer. Sin los coches y sin teléfono estaban completamente aislados. Para cuando encontrara otra casa, era muy posible que Marjie y Laura ya estuvieran muertas. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que las mataran? ¿Cuánto tiempo tenía?
No tenía la respuesta. Sintió que caía en la desesperación y la autocompasión. Lo habían atacado y casi habían acabado con él, igual que habían atacado a todas las mujeres a las que había amado. La que más había querido estaba allí abajo, desmembrada, y había sufrido horriblemente antes de morir. No podía permitir que eso le ocurriera a Marjie. Recordó con cierto asombro su resistencia alocada en las escaleras del desván y de inmediato supo que no lo permitiría. Se subió las gafas de la punta de la nariz y se quedó a la espera, inmóvil.
Notaba los sentidos agudizados y alerta. Apenas se giró para observarlos mientras caminaban junto al fuego, tan solo lo imprescindible para fijarse en la ruta que seguían desde la colina y determinar la dirección que tomaban. Oyó gritar a Marjie cuando pasó al lado del cadáver carbonizado de su hermana. Luego todo quedó en silencio.
Empezó a bajar del tejado por el lado opuesto a ellos cuando ya casi estaban fuera de su campo visual. Alcanzó el canalón de desagüe de aluminio y se deslizó en silencio hacia el suelo mientras intentaba soportar lo mejor que podía las oleadas de dolor que le atravesaban los músculos de las piernas y que le provocaban un espasmo en la mejilla. Se dirigió con cuidado hacia la parte delantera de la casa sin dejar de vigilar por si aparecía el hombre de la camisa roja, pero vio que, de momento, estaba solo. Entró en la casa.
Miró por encima de los restos de la batalla y buscó el revólver en el suelo. Rezó para que lo hubieran dejado allí. Esa arma lo significaba todo. La encontró en la sala de estar, al lado de las escaleras. Recordó lo furioso que se había sentido al pensar en lo inútil que era ya la pistola. La había tirado contra una de las mujeres mientras se maldecía a sí mismo por haber dejado caer las balas dentro del maletero. Pero eso era lo bueno de los artefactos mecánicos: siempre se los podía hacer funcionar de nuevo.
Abrió el tambor de los proyectiles y probó el gatillo. Parecía intacta, no le había afectado el golpe. Se la colocó en el cinturón y entró en silencio en la cocina. Con toda la suavidad que pudo, para no hacer ningún ruido, fue abriendo los cajones buscando una linterna. Encontró una y la probó. Apenas daba luz, pero serviría. Dejó los cajones abiertos y se dirigió de puntillas hacia la puerta. Miró a su alrededor. Estaba despejado.
Se sacó las llaves del bolsillo mientras caminaba hacia el coche y escogió la del maletero. Lo abrió con rapidez y encendió la linterna, pero la colocó cerca de la base del compartimento para que no se viera desde fuera. Recogió todas las balas que encontró, apagó la linterna y volvió a la casa, a las sombras. Cargó el revólver, guardó el resto de munición en uno de los bolsillos y metió las llaves en el otro.
Decidió tomar el camino más largo para rodear el fuego y mantenerse en la penumbra. Se había fijado esa misma tarde en que por allí atrás había un sendero que bajaba hasta el arroyo, y pensó que probablemente lo seguirían, al menos, un trecho. Además, caminarían con cierta lentitud, ya que Laura se encontraba en un estado semicomatoso que les retrasaría. «Gracias, Laura».
Calculaba que quedaban unos siete niños, dos mujeres y los tres hombres, aunque uno de ellos se había quedado en el bosque y otro estaba gravemente herido. Por lo que había podido ver en el salón, además de la mano izquierda, había perdido un par de litros de sangre. Podría acabar con los dos hombres, las dos mujeres y un par de niños si tenía suerte, era lo bastante rápido y acertaba en todos los disparos. Mientras no apareciera el tercer hombre para meterle un cuchillo por el culo, quizá podría lograrlo.
Por un momento deseó haberse llevado consigo el atizador o el hacha de la leñera, pero recordó que el hacha ya no estaba allí. Se la habían llevado. Lo tenían todo, todo menos esto, pensó mientras apoyaba una mano en el revólver. Los últimos cinco niños iban a ser un problema, eso estaba claro, pero si era hábil y rápido, podría cargárselos a todos. Y eso era lo que tenía pensado hacer.
El primero que matara sería en honor a Carla. Sacó la pistola del cinturón y se adentró en el bosque, casi invisible, envuelto por el sudario frío de la noche.