4.22 A. M.
El hombre de la camisa roja de cazador cruzó la orilla sumido en una especie de trance, sin darse cuenta de que lo estaban siguiendo. No solo había perdido a su presa, sino que no había encontrado rastro alguno de ella en el bosque. Eso solo podía significar una cosa: que todavía estaba escondida en algún lugar de la casa. El hombre no sabía cómo era posible, pero no se le ocurrió ninguna otra posibilidad.
Así que había regresado tan deprisa como había podido y, al llegar, había descubierto que la casa estaba abarrotada de gente. No había visto al hombre al que estaba persiguiendo, pero supuso que estaría entre los demás. Los otros tenían armas.
Sabía que tendrían que abandonar la cueva y trasladarse hacia el norte para adentrarse en los bosques. A él le correspondía decírselo a los demás, y eso le deprimía. Dirían que era culpa suya. Era el mayor y lo culparían por el fracaso de la cacería, por su fracaso a la hora de encontrar al hombre. Le enfurecía que pensaran eso de él. Esa furia le rodeaba como un velo y no le dejaba pensar en nada más. Le embotó los sentidos. Le impidió oír al hombre al que quería cazar, que lo seguía con movimientos torpes por detrás de unas rocas cercanas.
Que lo estaba cazando a él.