4.25 A. M.

No sabía si Laura todavía estaba viva. Sabía que no debería de estarlo. Se quedó mirando tanto rato como le fue posible, y aún respiraba cuando ya no pudo soportarlo más, cuando en su estómago ya no quedaba nada.

Había visto como el hombre le echaba un cubo de agua apestosa en la cara, como los ojos de Laura parpadeaban. Sacó otra tea de la hoguera para reemplazar a la que ya casi se había apagado y la dejó apoyada en la pared. Había observado con un horror aturdido como el hombre se inclinaba sobre ella y utilizaba la navaja para cortarle los vaqueros y quitarle también la camisa ensangrentada. Intentó no mirar a Laura, solo al hombre. Este le colocó el brazo a lo largo del suelo como si fuera un tronco, y fue un momento antes de que ocurriera cuando se dio cuenta de lo que planeaba hacerle. Para entonces, ya era demasiado tarde. Para entonces, el hacha ya le había cortado el brazo a la altura del codo.

Esa vez todavía pudo vomitar.

Oyó un fuerte siseo y un repugnante hedor a carne quemada llenó el lugar. Se giró temblorosa para mirarlo de nuevo y vio que había cauterizado el muñón con la antorcha para cerrar la herida. El hombre estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y estaba bebiéndose la sangre de Laura en un cuenco. Del suelo encharcado de sangre y de la herida negra y reluciente subía una leve neblina vaporosa. Puede que en aquel momento hubiera vomitado también, no se acordaba. Laura tenía los ojos abiertos y no dejaba de parpadear débilmente mientras lo miraba con un último y espantoso empuje de su fuerza de voluntad. Marjie pensó que quizá ya no sentía nada, que ya no se enteraba de nada debido al shock. Entonces el hombre dejó caer al suelo el cuenco y le extendió el otro brazo. En los ojos de Laura apareció una mirada de conocimiento y de terror, y Marjie supo que no había tenido la suerte de perder la conciencia.

Tuvo que apartar la mirada cuando el hacha cayó de nuevo. Se retiró hacia el fondo de la jaula y se acercó al muchacho. Se llevó las manos a los oídos para que no le llegaran los ruidos que hacía el hombre, ni los sonidos de chapoteo, ni el siseo del fuego. No quiso oír los débiles gemidos, el espeluznante chasquido del metal contra el hueso, los crujidos de roturas y los sonidos más líquidos, que eran los peores de todos.

La estaba manteniendo con vida todo el tiempo que podía, y Laura participaba en esa tortura con el irracional intento de su cuerpo por sobrevivir. ¿Es que no sabía que era mucho mejor morir de una vez? ¿Qué horripilante engaño era el que la impulsaba? Su deseo de vivir era tan cruel como el hombre. Marjie rezó para que, cuando llegara su momento, ella… Ella, ¿qué?

Abandonó aquella idea. Era maligna, estúpida. Comprendió que Laura no tenía elección alguna. Cuando llegara su hora, tampoco la tendría. Si llegaba, añadió mentalmente. Y allí estaba la prueba. Seguía sin creer que pudieran matarla. Aun reducida a cenizas, seguiría queriendo vivir. Pensó en su hermana.

Aquello pareció durar una eternidad. Luego, por fin, llegó el silencio, y se giró hacia ellos porque se lo debía a ella misma e incluso, hasta cierto punto, a Laura. Debía ver lo que le había hecho, contemplar el crimen. Sin embargo, le hizo falta todo su valor para conseguirlo. Cuando lo logró, cuando abrió los ojos de nuevo, le dio la impresión de que había utilizado todo el coraje que le quedaba, que había un tremendo agujero allí donde antes estaba su resistencia.

Un estremecimiento incontrolable se había apoderado de su cuerpo. No sabía cuándo había comenzado. Le pareció que la dejaba sin energías, como una batería gastada. Abrió los ojos y vio que a Laura le faltaban los dos brazos a la altura del codo, y las dos piernas a la altura de las rodillas. El hombre había apilado los miembros al lado del cuerpo como si fueran leños. Y Laura seguía viva. Sus ojos vidriosos seguían parpadeando y mirando, su pecho seguía alzándose y bajando con su respiración temblorosa e irregular.

Tenía la boca completamente abierta. El hombre le había clavado un anzuelo de pesca en la lengua, el miembro ofensivo con el que había estado gritando. Estaba tirando de ella con lentitud, con una sonrisa estúpida, mientras la sangre bajaba goteante por la barbilla de Laura y le caía entre los pechos.

Metió la mano en el bolsillo y vio que cogía la navaja de nuevo. Abrió el arma y sacó la lengua un poco más. Cortó con cuidado la lengua por la base y se la arrancó. La sostuvo colgando durante unos momentos, como si la estuviera admirando, luego abrió la boca y la sacó del anzuelo con los dientes. Se arrodilló delante de Laura para asegurarse de que ella lo pudiera ver, se metió la lengua en la boca con las dos manos y empezó a masticarla.

Fue entonces cuando Marjie juró que lo mataría.

Unos momentos más tarde, oyó la llave en la cerradura.

No le quedaba espacio para la ira. Su terror no dejaba hueco para nada más. Era profundo y voraz. Se agarró con tanta fuerza al brazo del muchacho que le hizo gritar. El joven intentó apartarse.

—¡No! ¡Tienes que quedarte, tienes que ayudarme!

Sabía en lo profundo de su mente que lo estaba confundiendo con Nick. Nick, que no había aparecido, que la había abandonado, que todavía estaba escondido en el tejado de la casa. «Por favor, ayúdame». Le estaba pidiendo ayuda a cualquiera, a todo el mundo… Pero solo estaba aquel muchacho de ojos indiferentes, muertos.

La puerta de la jaula se abrió. Registró con la mirada todo el lugar, pero no encontró nada que pudiera ayudarla, así que en realidad no vio nada. No vio a los niños, agolpados alrededor del fuego, ni a las dos mujeres, que estaban de pie, observándola. No vio que Laura había muerto por fin, con las entrañas desparramadas a su lado tras salirse de una profunda abertura en su costado. No vio que el hombre estaba cubierto de sangre. No era más que una sombra que alargaba la mano hacia ella desde una amplia extensión vacía, vacía porque no albergaba ninguna clase de ayuda, y una ayuda era lo único que ella quería ver.

Se agarró con fuerza al joven y deseó que el hombre se fuera. El deseo no se cumplió.

Sus largos dedos delgados se le cerraron alrededor del antebrazo y tiraron de ella poco a poco, casi con amabilidad, para sacarla de la jaula. Era una mano dura, callosa, pegajosa por la sangre oscura que la cubría. Intentó seguir aferrada al muchacho, pero este la obligó a soltarse con un gesto irritado, como si, de algún modo, lo hubiera interrumpido en algo. Luego el chico regresó a su lugar entre las sombras del fondo de la jaula. Marjie se cogió a los barrotes, pero no tenía fuerza en las manos, y el hombre hizo que se soltara como si fuera un niño agarrado a su cuna. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que resbalaron de inmediato por las mejillas, pero no emitió sonido alguno. Por un momento, la cueva estaba sumida en un silencio sobrenatural. Marjie recordó que Laura había gritado y se obligó a sí misma a mantenerse callada.

No te enfrentes a él, pensó. Ten mucho, mucho cuidado.

El hombre la puso de pie en la pared que estaba enfrente del cadáver destrozado de su antigua compañera. Ella siguió negándose a verlo. El hombre la miró de hito en hito. El silencio se hizo más profundo. El individuo bajó una mano hacia la entrepierna de Marjie, y ella alzó los ojos hacia el techo oscuro mientras se esforzaba por no sentirlo, por no sentir nada. A pesar de ello, notó que se le ponía la carne de gallina y se le endurecían los pezones. «Ten cuidado».

Paseó las manos por el cuerpo de Marjie y dejó a su paso un rastro repulsivo. Ella procuró mantenerse firme y no apartarse de su contacto, no darle ningún motivo para que le hiciera daño. El hombre le dio una ligera palmadita en la nuca.

Aquello la hizo sobresaltarse. A él le gustó. Se echó a reír y lo repitió. Marjie sintió que no podía evitarlo: la rabia empezó a regresar. «No, no. Tranquila, por favor. No te enfrentes a él».

Le dio una tercera palmada, y oyó a las dos mujeres reírse cuando se tambaleó en dirección al hombre. Él la empujó contra la pared apoyando las dos manos en sus pechos. Luego empezó a darle golpes con los dedos en las costillas y en el estómago. Marjie levantó las manos para protegerse, pero él las apartó con un manotazo y volvió a pegarle, pero con más fuerza esta vez. Marjie contuvo un grito de dolor. Oyó sus risas, parecidas a los graznidos de unas urracas, mientras se burlaban de ella.

El hombre dio un pequeño salto hacia atrás y aplaudió con alegría. Luego le soltó un bofetón y ella cerró los ojos al tiempo que se tambaleaba. Él le dio en los pechos y en el estómago. Luego le puso una mano entre las piernas y la acercó dolorosamente hacia él. La soltó y le propinó otra bofetada en toda la cara. Marjie cayó de espaldas contra la pared y, cuando abrió la boca para respirar, el hombre se puso a reír con un trueno de carcajadas enloquecidas. Algo en el interior de Marjie se rompió bajo aquella tensión y aquella burla. Su rabia creció de forma incontrolable.

Cerró la mano y le propinó un puñetazo.

Le pareció algo maravilloso.

No era una mujer muy grande, pero puso en el golpe toda la fuerza de su cuerpo. El puñetazo le alcanzó justo debajo de la oreja y le hizo trastabillar. Se la quedó mirando con gesto de incomprensión. Marjie oyó detrás de ellos como las mujeres y los niños aullaban entre risas, pero ya no se reían de ella. Dio un paso adelante y le propinó otro puñetazo, que esta vez sí dio en el blanco. El hombre empezó a aullar de dolor.

De repente, Marjie se sintió fuera de control. Empezó a propinarle golpes con furia. Su rostro mostraba una expresión firme y opaca, y sus ojos, una mirada fría y ardiente mientras seguía avanzando hacia él para impedirle la retirada. Le pegó en la cara y en la cabeza sin importarle el dolor que sentía en sus propias manos. No podía herirlo de gravedad, pero el ataque le confundió, le dejó anonadado, y alzó los brazos delante de la cara para protegerse. Eso hizo que las mujeres se burlaran más todavía. Marjie sintió una breve sensación de triunfo. «Mátalo, mata a ese hijo de puta». Feroz, feliz, casi agotada, siguió atacando. Los golpes continuaron cayendo. Pero también empezó a notar frustración, porque sintió el cansancio. No le había hecho daño de verdad. ¿Qué ocurriría cuando…?

El hombre se agachó para esquivar un golpe, dio un paso atrás y se metió la mano en el bolsillo sonriendo. Sacó la navaja.

Ni siquiera la había abierto todavía, pero, para Marjie, verla en su mano fue igual que ver a una serpiente enroscada y lista para atacar. Se quedó inmóvil y, al instante, una oleada de agotamiento le recorrió el cuerpo y casi le hizo caer sobre él. Se sintió mareada y débil de un modo vergonzoso y triste. Retrocedió lentamente.

—No, por favor. Haré lo que quieras. Lo que quieras. Lo siento. Te juro que lo siento. Por favor, lo que quieras. Por favor.

El hombre se le acercó. Marjie no podía saber lo que estaba pensando o lo que haría. Era incapaz de apartar la mirada del cuchillo. Sintió de nuevo la pared de la cueva en la espalda. Él siguió acercándose. Todavía no había abierto la navaja…

El hombre no estaba realmente enfadado. Le había divertido que hubiera intentado luchar contra él. A pesar de ello, tendría que darle una lección, darles una lección a todos: no debían mofarse de él. Se pegó a ella y le golpeó en la cabeza con el pesado mango de la navaja. La golpeó suavemente, pero sabía que le hacía daño de todas maneras. Se echó a reír. Se divertiría con ella un rato. Le dio unos cuantos golpecitos más en la parte superior de la cabeza.

Se pasó la navaja de una mano a otra varias veces para confundirla y que no supiera por dónde iba a llegar el siguiente golpe. De repente, le pegó con fuerza en la oreja, donde ella le había dado, y la oyó gritar. Un leve hilo de sangre le bajó por ese lado del cuello.

La empujó con fuerza contra la pared y sostuvo la navaja delante de su cara mientras la abría. Lo hizo con lentitud, dándole tiempo a su miedo para que creciera. Observó con placer como el terror le transformaba la expresión de la cara y le ablandaba la carne para él. Hizo girar con lentitud en la mano la hoja manchada de sangre, a pocos centímetros de su mejilla suave y blanca.

Se preguntó si debería hacerle un tajo…

Marjie quiso hablarle, calmarlo, pero le resultó imposible. Había perdido la voz en lo que le pareció un vendaval y en realidad era un esfuerzo continuo por respirar. Su cuerpo se estremecía de un modo incontrolable. El hombre sostuvo la navaja, la colocó apuntando directamente entre los dos ojos y comenzó a acercársela. Marjie apretó la cabeza contra la pared y observó con una fascinación irresistible como la hoja avanzaba hacia ella. Por favor, por favor, quiso decir, pero solo pudo cerrar los ojos cuando la punta le tocó el puente de la nariz. De repente, el hombre apartó el arma y abrió una estrecha y terrible línea de dolor a lo largo de su frente.

Luego observó el cuerpo de Marjie con atención. La sonrisa había desaparecido y su rostro mostraba una expresión seria y sombría. Le cogió la camisa y, de un solo tirón que volvió a lanzarla hacia atrás, se la abrió por completo. Los pechos quedaron al descubierto. Marjie se limpió la sangre de los ojos y vio que la punta de la navaja estaba a escasos centímetros de su estómago y que se aproximaba con el mismo paso lento y suave de antes.

Miró otra vez hacia arriba, hacia la oscuridad. Si tenía que morir de ese modo, no quería verlo. Cuando llegase el momento, no quería verlo y saber que la vida se le estaba escapando poco a poco, como le había sucedido a Laura. Se apretó todo lo que pudo contra la pared. Sintió la fría navaja presionarle levemente la piel, justo por encima del ombligo.

Se echó atrás, pegándose a la pared tanto como pudo, hasta que no le quedó más espacio para retroceder. Encogió el estómago cuando sintió de nuevo el acero, pero el arma siguió avanzando y apretando. Notó que la piel se le hundía bajo la lenta pero creciente presión y, un instante después, el impacto repentino del dolor cuando la punta de la navaja invadió la carne suave. Sintió la humedad sobre el cuerpo y supo que estaba sangrando. La navaja se detuvo, pero no se retiró, y la carne la abrazó.

Apenas se sentía las piernas. La boca se le llenó de bilis. La cabeza empezó a darle vueltas y los ojos comenzaron a parpadear de forma incontrolable. De súbito, se imaginó a sí misma lanzándose contra el cuchillo. ¡No te muevas!, gritó algo en su interior. ¡Por el amor de Dios, mantente en pie! Pero las piernas no le hacían caso. Estaban cediendo por momentos y comenzó a temblar por el esfuerzo de mantenerse erguida.

La navaja se apartó. Marjie se sobresaltó de nuevo y soltó otro gemido cuando la sintió pasar por los dos pezones, y ambos acabaron también empapados de sangre.

Un momento después, de repente, el hombre le puso la boca en el estómago y comenzó a chuparle la sangre de la herida al mismo tiempo que le bajaba los pantalones hasta el suelo. Estaba desnuda, desnuda y mancillada por sus labios. Sintió que era algo perverso estar desnuda delante de él, algo perverso, repugnante y terrorífico. La boca se apartó y el hombre le puso las manos en los hombros para obligarla a ponerse de rodillas. Estaba tan débil que se dejó caer encantada.

Notó el regusto de la sangre en los labios y la notó salir de la nariz cuando él empezó a abofetearla de nuevo. Súbitamente, se sintió increíblemente cansada. El odio que sentía por el hombre se mantuvo formando un nudo grueso en su interior, pero la entereza y el aguante desaparecieron. En su imaginación se dedicó a arrancarle todos los miembros uno por uno, pero, si hubiera tenido una pistola en la mano, habría carecido de la energía necesaria para apretar el gatillo. La rabia ardía de un modo apagado, amargo, inútil. Estaba a punto de morir, pero lo único que deseaba era disponer de un momento de suficiente poder como para matarlo. ¿Era así como se había sentido Laura? Un único momento. Intentó invocarlo de alguna manera.

El hombre le levantó la barbilla y le echó la cabeza hacia atrás para que Marjie tuviera que mirarlo. Ella vio en sus ojos el placer que sentía y la sonrisa ancha y obscena. Apretó la punta de la navaja contra los labios y Marjie abrió la boca para que no se los cortara. El acero chirrió al rozarle los dientes. No se había sentido tan indefensa en toda su vida. No le costó trabajo imaginarse que la punta del cuchillo saldría por la parte posterior de la garganta, el chorro repentino de sangre, que su cuerpo quedaría completamente fláccido, y sus ojos, vidriosos y muertos. Un solo empujón y…

La hoja de la navaja se paseó por el interior de la boca, pasó por encima de la lengua y describió un círculo helado.

Ella lo entendió de inmediato. Probó el sabor amargo del metal y el gusto salado de la sangre a medida que el cuchillo se movía más y más veces alrededor de la lengua. El hombre se rió y asintió, y no había posibilidad de error en lo que quería decir. Sacó la navaja y la soltó.

Así que esto es el fin, pensó Marjie. Vio como se bajaba los pantalones y como su miembro aparecía de repente. «Entonces, seré buena». No era solamente resignación.

El hombre se le acercó más y la agarró del cabello para echarle la cabeza hacia atrás con una lentitud exagerada, disfrutando de su indefensión. Ella abrió la boca y lo admitió en su interior.

Él estaba ansioso y preparado, y ella se comportó como se suponía que debía comportarse: como una amante, con toda su habilidad, con miedo y audacia en vez de con pasión, y le dio placer. No tardó mucho. Pocos minutos más tarde notó que el sudor empezaba a cubrirle el cuerpo, oyó su gemido ridículo y notó que el pene saltaba de entre sus labios.

Dos ideas empezaron a combinarse en su mente y se fundieron para formar un solo pensamiento. Una de ellas era el odio que sentía hacia él. Era algo profundo y reverberante. La otra era una vasta conciencia de su propia maldad, del lugar repugnante al que la habían arrastrado, donde no había ni amor ni ternura, tan solo unas muertes horribles y un apetito que jamás quedaba saciado, que se alimentaba de sí mismo y que llevaba a todos los que tropezaban con él al mismo círculo siniestro de autodestrucción. Rememoró una noche repleta de cadáveres, con la casa convertida en una especie de necrópolis con niños extraños, con amigos y con una hermana a la que había adorado. Aquella madriguera repugnante era el final del viaje de una vida. Lo que ella hiciera en esos momentos, pasara lo que pasase, ya no tendría importancia. Nick no la encontraría. Nadie lo haría. Lo que tenía que hacer en ese instante ya estaba dictado desde el principio, cuando había visto morir a su hermana. La verdad era que se trataba de algo muy sencillo.

Él empezó a correrse. Esperó hasta que sintió el primer chorro tibio en el fondo de la garganta. Si hubiera creído en un dios, se hubiera sentido agradecida en ese instante. Había rezado pidiendo un momento de poder sobre él y se lo había concedido. Cerró los ojos y sintió el odio cerrando la mandíbula como un puño. No es lo mismo que matarlo, pero me vale, pensó mientras apretaba la boca.

Se puso en pie un momento más tarde. Notó la sangre tibia del hombre salpicarle los tobillos y los muslos desnudos mientras aullaba tras soltarle los cabellos para intentar detener la sangre que salía a borbotones. Marjie echó un poco la cabeza hacia atrás y escupió el muñón apestoso. Él empezó a aullar como un animal mutilado. A ella le encantó ese sonido. Le encantó la sensación de la sangre al enfriársele en las piernas. Un instante después, echó a correr hacia la entrada de la cueva, con una sonrisa salvaje y furiosa, sin preocuparse por las mujeres, que parecían surgir de la nada para agarrarla, sin preocuparse siquiera por el enorme hombre calvo, herido, que sería incapaz de detenerla.

Los empujó a todos con una fuerza sobrenatural y lanzó a uno de los niños contra la pared con tanta violencia que oyó su cráneo partirse y abrirse como si fuera un melón. Se oyó a sí misma aullar con la alegría enloquecida de un guerrero al disfrutar de la muerte de sus enemigos. Y estaba disfrutando, disfrutando de haberle hecho daño por fin y de ser libre. Corrió hacia la entrada con los brazos abiertos, dejando atrás el fuego que le lamió los tobillos, más allá del vitriolo semihumano y de la inmundicia que yacía esparcida a su alrededor.

Vio la luz de la luna asomándose por la entrada y aceleró hacia el olor limpio del mar que le llegó de inmediato a través del fuerte hedor a humo y a podredumbre. ¡Lo he hecho! ¡Le he jodido!, gritó exultante en su fuero interno. Arrancó de un tirón la piel que tapaba la boca de la cueva y salió disparada hacia la noche.

El hombre de la camisa roja subía lentamente por el sendero que llevaba a la cueva cuando oyó los gritos procedentes del interior. No eran los gritos de los cautivos, del chico o de la mujer, sino de su gente. Los más fuertes, los peores, los que le dejaron inmóvil, eran los de su hermano. Jamás había oído a nadie gritar de ese modo, pero reconocía la voz de su hermano. Había espíritus furiosos en el aire. La caza había ido mal y todos pagarían por ello.

Dudó en seguir por miedo a lo que oía allí dentro, pero los gritos continuaron. Le empujaban, a pesar de su temor. La urgencia que mostraban aquellos gritos alcanzó las profundidades de su alma sin compasión y llegó a un legado común de sangre y violencia. Era una invocación a la que debía responder. Se puso en marcha de nuevo con gesto sombrío, en silencio.

Su ansia de libertad le impidió verlo. El aire limpio y fresco la envolvió por un momento como un amante dulce. Un instante después, sus manos la agarraban y ella luchaba contra su cuerpo masculino, tironeando con las uñas ensangrentadas la camisa roja que llevaba. Toda aquella fuerza renovada no conseguiría salvarla.

No podía saber que Nick, que lo seguía de cerca, los había visto a los dos, ni que estaba subiendo corriendo la empinada ladera. Para Marjie, todo se derrumbó en un segundo. La energía momentánea que había albergado su cuerpo había desaparecido para siempre. Se desplomó sobre él mientras la llevaba hasta el interior y la arrojaba al lado del fuego. Estaba perdida, destrozada, desvanecida. No podría recuperar el coraje que había conseguido reunir. La lucha había acabado. La lucha, pero no la pesadilla…

Al cabo de unos segundos, los niños se le echaron encima como moscas sobre un cadáver abierto. Empezó a gritar. Fue un chillido agudo que no era capaz de expresar ni siquiera una ínfima parte de su dolor y su desesperación. Un millar de terminales nerviosas se rasgaron y se partieron bajo su peso y bajo sus mandíbulas. Se lanzaron sobre ella como lobos y le arrancaron trozos de carne de las mejillas, de los brazos, de los hombros, le desgarraron brutalmente los pechos y los muslos. Vio con un asombro ausente como empezaban a devorarla viva. Les vio arrancarle un pezón, y todavía estaban sobre ella cuando oyó los disparos.

Era una escena que Nick jamás se habría atrevido a imaginar, pero sus ojos captaron todo el conjunto en un instante. Delante del fuego, el hombre de la camisa roja que se volvía hacia él. Las dos mujeres que le flanqueaban. La embarazada, de pie al lado de un niño manchado de sangre que tenía la cabeza inclinada hacia un lado en un ángulo antinatural. Más allá, detrás de ellos, el muchacho encerrado en la jaula que los miraba a todos con los ojos abiertos por la sorpresa, y el hombre delgado que estaba de rodillas mientras se agarraba los genitales y no dejaba de chillar. El tercer hombre, un individuo enorme, parecía desangrado, y alargaba la mano en busca de algo. Algún arma, pensó Nick. Por último, la jauría de niños diabólicos que se afanaban como bestias sobre algo que rodaba y manoteaba lleno de desesperación. «Marjie». Lo percibió todo en menos de un segundo y comenzó a matar de inmediato.

La primera bala salió desviada y rebotó de forma inofensiva en la pared que estaba detrás del hombre de la camisa roja. El disparo resonó con un estruendo tremendo en ese espacio tan cerrado. El hombre se sobresaltó y tardó en actuar ante la sorpresa de ver a Nick, armado, en la cueva. En el tiempo que necesitó para reaccionar, Nick ya había apuntado de nuevo. Disparó. La segunda bala le dio de lleno en el pecho y lo lanzó de espaldas hacia el fuego. Ya estaba muerto antes de caer entre las llamas. El aire se llenó de un humo negro y espeso y de chispas, mientras la camisa roja empezaba a arder. Los brazos y las piernas del hombre se movieron de forma espasmódica. La olla derramó su contenido por el suelo de tierra.

El chico grande silbó y se alejó corriendo hacia el interior de la cueva. Los demás niños lo siguieron. Nick apenas lograba ver nada debido al humo espeso. Vio a Marjie agitarse a sus pies y la oyó gemir. Todavía estaba viva, gracias a Dios.

Blandió la porra de madera para alejar a las mujeres que tenía a ambos lados. Divisó entre la humareda al individuo gigantesco y calvo, que se abalanzaba hacia él con una muñeca envuelta en pieles y blandiendo alguna clase de vara en la otra mano. Nick disparó y lo vio trastabillar. Se llevó de forma instintiva lo que le quedaba de la mano destrozada a la barriga. Se lanzó de nuevo hacia delante y Nick le disparó por segunda vez. La mitad del cuello le desapareció y una enorme columna de sangre parecida al chorro de una ballena lo salpicó todo cuando la cabeza cayó de lado sobre el hombro, como un árbol derribado. El hombre cayó de rodillas y luego se desplomó hacia delante. Lo que empuñaba rodó por encima de las ascuas del fuego y acabó a los pies de Nick. Vio lo que era en realidad: un brazo humano.

De repente, los niños aparecieron de entre el humo y se lanzaron contra él. Con su visión periférica, se dio cuenta de que las mujeres también lo atacaban. Se agachó un poco, se lanzó contra la que tenía más cerca, la gorda, y le metió un codazo en la carne blanda de la barriga. La oyó gruñir de dolor y después oyó el repiqueteo de algo metálico al caer al suelo: un cuchillo. Al mismo tiempo disparó contra los críos, pero el humo se le metía en los ojos, así que falló.

Los niños se le echaron encima. Sintió la mordedura de unos dientes pequeños en cada pierna, y otra en la cadera. Un cuarto niño le saltó a la espalda y comenzó a arañarle el cuello. El pánico le invadió por un instante. En ese momento, vio al chico grande abalanzarse sobre él. Giró el Magnum y le disparó. Le dio en mitad del salto, cuando ya tenía el cuchillo en alto para clavárselo. El impacto hizo que el muchacho saliera volando hacia atrás, igual que si hubieran tirado de él con una cuerda. El puñal salió disparado por los aires y le cayó a Nick en el pecho. Una niña le estaba arañando el cuello y tuvo que doblarse hacia delante para quitársela de encima.

Gritó por el intenso dolor que sintió cuando otra de las niñas le mordió en la herida de la pierna. La apuntó con el revólver. Apretó el gatillo, pero la recámara estaba vacía. Gritó de nuevo cuando la mujer embarazada le clavó los dientes en el brazo con el que sostenía el garrote de madera. Le propinó un fuerte codazo, pero ella no lo soltó. Entonces le golpeó en toda la cara con el cañón de la pistola. La mujer cayó hacia atrás sangrando por la boca y la nariz. La niña que le estaba atacando la pierna mordió con más fuerza y movió las mandíbulas de un lado a otro de un modo cruel en un intento por llegar hasta el hueso.

Blandió de nuevo la pistola y le golpeó dos veces en la cabeza con todas sus fuerzas. El segundo golpe le partió el cuello a la altura del hombro. De la boca le salió una burbuja de sangre oscura mientras se desplomaba en el suelo. Sin embargo, la pierna de Nick ya había sufrido demasiado, y cedió hasta que quedó sobre una rodilla.

El niño que se le había agarrado a la cadera le soltó con un rugido («¡El pirado cabrón me estaba mordiendo el cinturón!») y le echó un brazo al cuello mientras que con la otra mano le arañaba la cara con sus largas uñas sucias, en busca de los ojos. Nick le golpeó con la culata del revólver, pero el niño estaba trastornado por el sabroso olor a sangre y el golpe no le detuvo en absoluto. Le hirió en la mejilla. Nick le dio otro golpe y vio horrorizado como la sangre le cubría todo un lado de la cabeza, pero el niño se limitó a sacudirla como un perro mojado antes de lanzarse de nuevo a por él.

Nick se imaginó por un espantoso momento que tendría que matar al niño una y otra vez, que jamás lo detendría. Giró sobre sí mismo y le propinó un golpe tras otro con la porra de madera, en la cabeza y en los hombros, pero el niño siguió agarrado a él sin dejar de arañarlo. Nick se dio cuenta de que lo hacía a pesar de que el hueso de la clavícula le sobresalía por la parte posterior del cuello. Siguió golpeando a ciegas, ferozmente, hasta que el chico dejó de moverse, con la cabeza convertida en una masa de sangre y de sesos.

Y entonces todo quedó en silencio. Aquello le extrañó. Tenía que haber más. ¿A cuántos había matado?, ¿a cinco? Había más niños. Y otro hombre. Las dos mujeres. ¿Había matado a las mujeres? No lo creía. El silencio se apoderó de él como si fuera una red. Se frotó los ojos y miró más allá del fuego, donde vio a Marjie, que se estaba intentando levantar sobre un codo. Detrás de la cortina de humo también vio a un muchacho desnudo que estaba de pie delante de la puerta de la jaula. Sus ojos negros parecían mirar en dirección a Nick. ¿Quién era? Nick sabía que no podía ser uno de ellos.

Un momento después se percató de la presencia del hombre delgado, que estaba agarrado a la jaula para intentar ponerse en pie. Alguien le había herido. ¿Quién? ¿Cuándo? Se dio cuenta a través de la ferocidad de su propio dolor de que la herida del hombre debía de ser grave, de que pasaría bastante tiempo antes de que pudiera ser peligroso de nuevo. Pero ¿dónde estaban los demás?

Tenía roto el cristal derecho de las gafas. Le sorprendió que hubiera conseguido que no se le cayeran. Se las subió y giró la cabeza para mirar hacia atrás. Allí no había nada. Nadie. Miró el cuerpo del muchacho contra el que había disparado, que yacía retorcido de forma incongruente al lado de la hoguera; al hombre calvo y medio desnudo, que estaba desplomado a su lado; a los dos niños a los que había golpeado hasta matarlos; al cuerpo ennegrecido que chisporroteaba en el fuego. Muertos. Todos muertos. Y milagrosamente, los demás habían desaparecido. El suspiro de alivio que soltó le resonó en la garganta. Se volvió para atender a Marjie.

Le resultó difícil saber dónde o cómo tocarla. Tenía el cuerpo cubierto de sangre, y Nick se dio cuenta de que la mayor parte era suya. Todavía estaba intentando incorporarse.

—No —le dijo él—. Quédate ahí. Ya se ha acabado. Por favor, no te muevas. Encontraré algo con lo que cubrirte y luego veremos cómo te saco de aquí.

Su propia voz le sonó extrañamente aguda. Le castañeteaban los dientes y temblaba de un modo incontrolable.

Se puso en pie lentamente y descubrió que, si se movía con cuidado, la pierna era capaz de soportar el peso del cuerpo. Siguió empuñando la pistola y la madera, por si acaso. Se acercó hacia la jaula y vio lo que quedaba de Laura apoyado en una pared. Apartó la mirada antes de que los ojos con expresión de pez muerto y la boca abierta le hicieran vomitar.

El hombre herido todavía estaba intentando levantarse apoyándose donde podía. Nick sonrió implacable y le golpeó con saña en los nudillos con la madera. El hombre delgado soltó un alarido de dolor y se desplomó en el suelo.

Al verlo acercarse, el chico desnudo lo miró con expresión temerosa y se metió de nuevo en la jaula. Nick supuso que, en esos momentos, para él representaba la seguridad. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí y lo que habría tenido que ver. No se le ocurrió qué podía decir para hacerle comprender que todo había terminado. Encontró la camisa desgarrada y los vaqueros de Marjie, y pensó que estarían más limpios que cualquier otra cosa que pudiera encontrar allí. Sabía que tenía que cubrirla con algo para mantenerla caliente y evitar que entrara en estado de shock. Se fijó entonces en la entrada a la segunda estancia de la cueva. Aquello le preocupó. ¿Podría haber alguien más escondido allí dentro? Se dio cuenta de que era donde los niños se habían metido antes. ¿Era posible que hubieran vuelto a entrar?

Escudriñó el interior y oyó algo que correteaba en la oscuridad. Una sensación helada le recorrió la espina dorsal. Se quedó a la escucha un momento, pero no oyó nada más. Aparte de las ratas, el sitio estaba vacío. Recogió las ropas de Marjie y regresó cojeando a la entrada.

La contempló con atención un momento antes de comenzar a vestirla con cuidado. Las heridas que había sufrido eran muy graves. Costaría mucho sacarla de allí con vida. La trató con una ternura exquisita.

—Tranquila, Marjie. Tranquila, cariño.

Ella cerró los ojos. Nick se preguntó si Marjie ni siquiera se daba cuenta de quién era él.

Y entonces oyó los disparos.