1.15 A. M.

Veinte hombres apaleando matorrales durante cuatro horas y no habían encontrado nada de nada. Peters se lo esperaba. Se dirigió directamente hacia la cafetera y se sirvió una taza, solo, sin azúcar. No debería tomárselo. La maldita dieta iba a matarlo. Eso si el invierno no lo hacía antes. No era más que principio de septiembre y ya podía notarlo en el aire. Desde hacía tres años, cada invierno pillaba un resfriado que le duraba hasta febrero. El doctor Linden le había dicho que su sobrepeso era lo que le hacía tan vulnerable. El peso, la mala comida y las horas extras. Menuda sarta de estupideces. Los doctores sabían menos sobre el resfriado común que él sobre aquellos niños misteriosos.

El café le hizo entrar en calor. La comisaría iba a estar helada ese año también. Había sacado aquel calefactor del sótano y lo había colocado en su oficina; eso ayudaría un poco. Pasó por delante de las mesas y entró en su despacho, cerrado por paneles de cristal. Shearing lo estaba esperando con un hombre mayor. El anciano llevaba un anorak sucio de color azul y apestaba a whisky barato. Peters lo reconoció de inmediato.

—¿Danner o Donner? —le preguntó.

—Donner —le contestó Shearing—. Paul Michael Donner. Sesenta y dos años, uno setenta de altura. Pescador de profesión. Nivel de alcohol en sangre: mínimo. —Donner sonrió al oírlo e hizo un gesto de asentimiento a Peters—. El señor Donner dice que sabe el lugar exacto donde los vio —lo informó Shearing.

—¿Está seguro?

—Completamente, señor agente. —El hombre le hizo un guiño exagerado, o quizá se trataba de un tic—. No me olvidaría con facilidad de esa gente. Fue la cosa más jodida que he visto nunca, sobrio o borracho. Y esa noche estaba bastante sobrio, aunque no espero que me crean.

—Esta noche estamos dispuestos a creerle, señor Donner —le contestó Peters—. Y si nos equivocamos con usted en el pasado, lo sentimos mucho, ¿verdad, Sam?

—Somos humanos, señor Donner —añadió Shearing.

—Es cierto, hijo —dijo Donner—, y por eso estoy más que dispuesto a ayudarlos. Porque no tengo muy claro que esos otros lo sean. Por cierto, llámenme Paulie, ¿de acuerdo?

—Claro, Paulie. ¿Quieres una taza de café? —le ofreció Peters.

—Sí, por favor.

—Sam, ¿puedes traerle una taza de café a Paulie?

—Solo, sin azúcar —le dijo Donner.

—¿También estás a dieta, Paulie? —le preguntó Peters.

—Coño, no. Es que tengo un estómago sensible. No me sientan bien ni la leche ni el azúcar. El café solo se parece mucho al whisky, ¿sabe? Puro genio, sin adornos. Siempre me ha gustado que mis pecados sean puros, y tomármelos tal cual.

Peters sonrió. Donner era un viejo beodo, pero era agradable. Había algo curioso en los borrachos. Si solo estaban medio sobrios, eran más inteligentes que la mitad de los profesores de universidad, y mucho más amistosos. Sospechó que podría liarse de la información de Paulie, al menos en parte.

—Entonces, ¿dónde estabas esa noche, Paulie?

—Como ya les dije, un amigo y yo estuvimos bebiendo un poco en la orilla, algo más arriba de Dead River. Era una noche agradable, de verano, así que nos sentamos y mi colega se quedó dormido enseguida. Yo tardé unos cinco minutos más en acabarme la cerveza y, ya saben cómo va eso, empecé a preguntarme dónde podría conseguir más. Así que pensé en darme un paseo hasta… ¿Cómo se llama esa tienda de veinticuatro horas de Dead River?

—Banyan.

—Eso, Banyan. Supuse que estaría abierta, y atajé por la playa para llegar al camino del vertedero, que calculé que estaría a unos pocos metros. Allí tenía la camioneta. Pensaba conducir hasta Banyan, comprar y volver enseguida. Joder, mi colega ni siquiera se habría dado cuenta de que me había ido.

»Bueno, pues iba caminando tranquilamente cuando, de repente, oí unas risas delante de mí, agudas, ya saben, como las de las niñas. Me paré y miré a mi alrededor, y vi a un grupo de ellos armando jaleo en las dunas que quedaban a mi derecha. Había algo…, algo que no me gustaba. No sabía qué era, pero había algo en esas risas que no era normal. Así que me desvié un poquito y me escondí detrás de unas rocas para esperar durante unos minutos, porque pensé que no tardarían mucho en irse. Entonces vi lo que estaban haciendo.

»Tenían a un perro atado. Estaban tirando de la cuerda y dándole al pobre animal una paliza de muerte. No paraban de reírse, como si eso fuera tremendamente divertido. Supe que llevaban ya un rato así, porque el perro ya ni ladraba, ni se quejaba, ni gemía. El animal estaba destrozado por completo. Joder, me acuerdo de los tristes ojos del chucho mirándolos, como si solo quisiera tumbarse y morir allí mismo. Ojalá le hubieran dejado.

»Bueno, el caso es que yo no estaba dispuesto a hacer nada. Aquel perro tenía un tamaño más que respetable, y no quería que vinieran a por mí. ¡Joder, no!

El anciano se calló un momento y se lamió los labios. Shearing entró en ese momento y le dio la taza de café.

—¿Esto ya lo habías oído, Sam? —le preguntó Peters.

—Sí, claro.

—Sigue, Paulie.

—Bueno, pues me agazapé para esperar a que se marcharan. No pasó mucho tiempo antes de que no pudieran hacer nada para obligar al perro a ponerse en pie. Por el modo en que le habían estado dando patadas, le debieron de partir las patas o roto unas cuantas costillas. Uno de ellos, un chico mayor, lo cogió y se lo llevó hasta el agua para dejarlo flotando en el mar. Se acercó bastante a mí, y fue entonces cuando le pude ver con claridad.

—¿Qué aspecto tenía?

—Parecía loco. Me refiero a que tenía una expresión enloquecida, demente, salvaje. Y os juro que ese cabronazo llevaba algo colgado del cuello que estaba hecho de pieles de animales. Todos llevaban puestas pieles de alguna clase, de oso, de ciervo, de lo que fuera. Excepto uno de los niños pequeños, que iba vestido con un mono de trabajo demasiado grande para él. No había visto algo así en toda mi vida. Y el chiquillo que pasó a mi lado tenía una sonrisa en la cara que no quiero volver a ver jamás. Una sonrisa de adulto, perversa. Pasó junto a mí, y luego aparecieron las mujeres.

—¿Las mujeres?

—Sí. Eran dos. Vestidas con harapos. El tipo de ropa que otros tiran, ¿me explico? Nada combinaba con nada. ¡Joder, si una de ellas llevaba dos zapatos diferentes!

—Eres muy observador, Paulie.

—¿Has intentado alguna vez divisar un banco de peces desde la cubierta de un bote?

—Sigue, Paulie. ¿Qué hicieron las mujeres?

—Los condujeron a todos hacia los riscos. Recuerdo que les dieron unos pescozones a unos cuantos.

—¿Los riscos?

—Creo que viven allí. Creo que están en una cueva por algún lado. Como si fueran un puñado de salvajes.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, porque subieron y desaparecieron. Los vi trepar y, de repente, dejé de verlos. Tal que así.

—¿No podrían haberse metido tierra adentro?

—No entiendes lo que digo, hijo. No llegaron a la cima. Eso es lo que intento decir. Entraron en alguna clase de agujero del suelo, como un puñado de ratas, ¡y ya no se los volvió a ver!

Peters se recostó en la silla y respiró profundamente.

—Jesús.

—Sí, exacto —respondió Donner.

El estómago de Peters rugió. No supo si se debía al hambre o a la úlcera. En ese momento, se inclinaba más por la úlcera.

—De acuerdo, Paulie. Has sido de una ayuda tremenda. Supongo que, si te necesitamos para cualquier otra cosa, el sargento Shearing sabe dónde encontrarte.

Los ojos de Donner chispearon.

—Como casi todo el mundo.

—Gracias, entonces. ¿Así que todo eso ocurrió un poco al norte del principio del camino que lleva al vertedero, no es así?

—Ajá.

—¿Estás seguro?

—Bueno, digámoslo de otro modo. No he vuelto por allí desde entonces.

Peters sonrió.

—Gracias de nuevo, Paulie. Te debo una.

Donner se levantó para marcharse.

—Supongo que ya me pasaré algún día a cobrármela.

Luego se despidió con un gesto de asentimiento y cerró la puerta al salir.

Peters se quedó mirando a Shearing durante unos segundos. Aquello no era más que un punto de partida. Dejó que su mente trabajara y se concentró en la imagen de la costa cerca del camino del vertedero y de un puñado de locos andrajosos desapareciendo a media noche. Finalmente, se reclinó en la silla y dejó escapar un suspiro. Shearing seguía allí de pie, observándolo.

—Tú le crees, ¿verdad? —le preguntó Peters.

—Supongo que sí, George.

—Yo también, de cabo a rabo, y eso me hace pensar que deberíamos centrar un poco más la búsqueda.

—El comienzo del camino del vertedero, ¿no?

—Ajá. Aunque, claro, vamos a tener el mismo problema que Donner.

—¿Cuál?

—Va a ser difícil de narices encontrar nada en esos riscos en mitad de la noche.

—¿Crees que deberíamos esperar hasta mañana?

Peters frunció los labios y el entrecejo. Pensó en ello.

—Supongo que podemos esperar. De hecho, tendremos que hacerlo. Pero hay una cosa que quiero que hagas ahora mismo.

—Dime.

—Que Willis me traiga una lista con todos los residentes en la zona, tanto permanentes como de temporada. Que abarque unos, mmm, digamos doce kilómetros cuadrados. Que llame a King Realty e incluya a los que hayan alquilado alguna propiedad hace poco. Quiero que los coches patrulla vigilen esa área toda la noche. Que comprueben cada casa, pero sin alarmar a nadie o despertarlos si no es necesario. Asegúrate de que todo es normal. Nuestra mejor baza es la gente del pueblo, ellos saben quién es quién. Sácalos de la cama si hace falta, pero asegúrate de que son de por aquí, no de Portland o de Bangor. Si ven algo fuera de lo común, quiero que me llames. Me voy a casa a dormir un poco. Te sugiero que hagas lo mismo en cuanto llegue Burke.

—¿A qué hora empezamos mañana?

—¿A qué hora amanece?

—Creo que más o menos a las siete.

—Pues a las siete y media.

Shearing dejó escapar un gruñido de queja.

—¿Tan temprano?

—Sam, me parece que ya nos equivocamos al no tomarnos en serio a Donner y no comprobar su primera declaración. ¿Quieres equivocarte otra vez? No tenemos ni idea de en qué anda metida esa gente. No sabemos quiénes son ni de dónde vienen, pero a mí me da la impresión de que, si crían a unos hijos que se dedican a ahogar perros y mujeres, no deben de ser muy amistosos precisamente. Me gustaría encontrarlos lo más pronto posible, para evitar que nadie más tropiece con ellos. No sé si me entiendes…

Shearing asintió.

—¿Sabes lo que me preocupa?

—¿Qué, Sam?

—Que no vio a ningún hombre.

—Eso también me preocupa a mí, y mucho.

—¿Crees que hay más gente aparte de las dos mujeres y ese puñado de críos?

—Es posible.

—Entonces, ¿cuántos quieres que ponga en la lista de mañana?

Peters bostezó. Se levantó de la silla y se puso el sombrero y el abrigo. Se volvió hacia Shearing y frunció el entrecejo de nuevo.

—¿Cuántos tenemos? —le preguntó.