3.30 A. M.

El policía estatal Dale Willis salió del coche, plantó sus grandes pies en el suelo y se quedó apoyado contra la puerta. Encendió un cigarrillo. No se sentía cómodo sentado en el coche, nada cómodo. Fuera lo que fuese lo ocurrido allí, ya había terminado, o al menos eso parecía, y Peters estaba de camino acompañado de Sam Shearing. Pero ¡joder! El sitio era todo un espectáculo. Se sentía mejor de pie fuera. Nunca se sabía.

Aquello todavía se estaba quemando en el fuego. Era difícil creer que había sido un ser humano. Sabía muy bien que lo era, pero eso no lo hacía más fácil de aceptar. Algunas cosas estaban más allá de cualquier aceptación. La muerte era así, sobre todo una muerte como aquella. La muerte y los impuestos. Recordó un profesor de la escuela que solía ponerse muy pesado con aquello de la inevitabilidad de la muerte y de los impuestos. Lo que no eran capaces de enseñarte en la escuela hacía que la cagaras el resto de tu vida.

Una cosa estaba clara: para eso seguro que no estaban preparados. Miró de reojo el fuego.

«Come on, baby, light my fire…».

«Cabrón insensible».

Había sido el humo de la fogata lo que le había llevado hasta allí. Luego había visto los faros del coche y todas las luces de la casa encendidas, como si fuera un árbol de Navidad. Después vio todo lo demás. Se lo había perdido por poco más de media hora. Era increíble. No sabía quiénes eran los responsables…, pero no estaba dispuesto a que esos tipos lo encontraran encerrado dentro de un coche, eso lo tenía muy claro.

Willis ya había visto otros cadáveres en su vida. La autopista estaba llena de ellos, quemados, aplastados. Joder, hasta había visto una rama atravesar un parabrisas para acabar clavada en mitad de la frente del conductor. Pero un paseo por aquel lugar era igual que una breve visita al infierno: la carne quemada al fuego, un individuo con los intestinos esparcidos por el suelo, otro tipo completamente desnudo tendido en la cama y con la garganta rebanada, el puño de alguien tirado en un rincón.

Y los niños. Uno de ellos tenía la cabeza a unos cinco metros del cuerpo. A otro le había desaparecido. Probablemente se la habían volado con un proyectil de gran calibre. Algo parecido le había ocurrido a la mujer, si se podía llamar mujer a aquella criatura que apestaba como un cartón de leche caducada. Willis meneó la cabeza. Todo aquello parecía un jodido campo de batalla al lado de un búnker. Alguien de por aquellos alrededores estaba tan loco como una puta que pretendiera entrar en el Vaticano.

Le vino a la mente el viejo Parks. Habría soltado un bufido de incredulidad si alguien le hubiera contado que algo así había sucedido en una ciudad, en Nueva York o algún lugar parecido; imagina si le hubieran dicho que había ocurrido en su propio pueblo. Se alegró de que estuviera a salvo bajo tierra desde hacía diez años. Parks poseía una férrea rigidez moral. Había criado a Joe y a Hanna de un modo muy parecido a como su padre lo había educado a él: no se replicaba, no se bebía, no se pegaba a la mujer.

Claro que Hanna había recibido unos cuantos guantazos del individuo con el que se había casado, Bailey, pero, por lo que se sabía, nunca había respondido a los golpes. El viejo la hubiera matado si lo hubiera hecho. Hanna y Phil Bailey tuvieron un par de hijos, que se habían ido a vivir a Portland y no utilizaban nunca esa casa, solo la alquilaban cuando podían. Willis no pudo evitar pensar que eso había provocado de algún modo aquella matanza. Los nuevos tiempos. En tres generaciones se podían perder las enseñanzas del pasado con tanta facilidad como se bebía una Pepsi. Bueno, algunos podían. Los que tenían dinero. Tiró la colilla a un lado y encendió otro cigarrillo.

Vio los faros iluminar los árboles y oyó el rugido del pesado Chrysler de Peters mientras subía por el viejo camino de tierra. «El jefe va a cabrearse cuando vea esto. Será mejor que parezca que estoy ocupado». Se acercó al maletero abierto del Dodge y lo iluminó con la linterna. Mira pero no toques, se dijo a sí mismo. Si ponía un dedo encima de cualquier objeto, Peters haría que le rapasen la cabeza.

Willis levantó la vista cuando el coche entró en el sendero que llevaba a la casa. Apagó la linterna y se acercó al Chrysler. Sam Shearing estaba en el asiento del conductor, y parecía realmente cansado. Era curioso que Peters siempre estuviera lleno de energía. Era el clásico ejemplo de tipo de ciudad propenso a un ataque al corazón debido al sobrepeso —ya había sufrido un infarto leve, todo el mundo lo sabía—, pero el viejo cabrón no cedía nunca. Bueno, la verdad era que se alegraba por él. Le sonrió.

—Una mala noche, George. Mala de verdad. ¡Tienes que ver este sitio!

Peters se bajó del coche.

—¿Qué es lo que tenemos aquí, Dale? —le preguntó.

Willis lo miró con más detenimiento. Realmente tenía buena cara, y eso que era probable que lo hubieran sacado de la cama para contarle lo que habían descubierto.

—Joder, el sitio está lleno de cadáveres.

—¿Qué clase de cadáveres?

—De los que quieras, George. Tenemos de todo. Allí arriba estaban haciendo un asado de cojones. No es precisamente lo que querrías ver en el parque.

—¿Hay niños?

—Sí, creo que hemos encontrado algunos de esos niños que estabas buscando. Seguro que sí.

Se dirigieron hacia la casa con Willis en cabeza caminando con paso decidido. Peters se paró delante del Dodge negro y miró a su alrededor. Eran niños, sin duda. Uno de ellos tenía la cabeza abierta, mientras que a otro —¿él o ella?— se la habían arrancado casi del todo.

—Dios —musitó.

—Pues hay más dentro —le indicó Willis.

Peters se giró hacia Shearing, que parecía estar completamente despierto, aunque eso no mejoraba su aspecto.

—Sam, quiero que vengan otros dos coches —le dijo—. Y que también venga el forense. Willis, ¿queda alguien vivo ahí dentro?

La pregunta era retórica. Ya sabía la respuesta.

—Nadie en absoluto, pero quizá no vendría mal una ambulancia.

—¿Por qué?

—Hay alguien andando por ahí con una mano de menos. No sé dónde está el propietario, pero la mano está tirada en el suelo, y es fea de narices.

—Vale. Que venga también una ambulancia, Sam, y diles a los de la comisaría que averigüen de quién es esta casa y a quién se la han arrendado. Cuántos inquilinos, sus nombres, sus descripciones. Y rastréame estas matrículas. Este coche es de alquiler. Entérate de quién lo alquiló y cuándo. Y lo quiero todo para ayer, ¿entendido?

—Entendido —respondió Sam.

—Vamos a echar un vistazo —le dijo a Willis, y ambos entraron en la casa.

Terminaron veinte minutos más tarde. Para entonces, Peters ya había visto más que suficiente en el interior, así que Willis lo condujo hasta la fogata de la colina. En opinión de Peters, lo que había clavado en el asador era mucho peor que todo lo demás junto. Jamás había soportado demasiado bien las quemaduras, y eso era lo peor que había visto en su vida. De hecho, aquello no eran quemaduras, aquello era, en palabras del propio Willis, una barbacoa. Había huesos y trozos de carne a medio comer por todas partes delante de la casa y ahora veía de dónde habían salido. De aquel asado. No había forma alguna de determinar si había sido un hombre o una mujer, pero era suficiente con saber que había sido un ser humano. Los peores presentimientos que le habían asaltado sobre lo que le habían contado Donner y la señora Weinstein se habían confirmado, y además había averiguado otras cosas. En un principio había creído que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, que estaba viendo fantasmas y monstruos donde no había más que idiotas y dementes, la maldad humana habitual; pero allí estaba eso, repulsivo más allá de lo creíble. Se preguntó si en realidad no los habría subestimado.

En esos momentos ya sabía dos cosas que veinticuatro horas antes no sabía. Una le daba asco y la otra le atemorizaba. La primera era que mataban y luego devoraban a sus víctimas. La segunda era que había hombres en el grupo.

La mano del suelo pertenecía a un individuo caucásico de proporciones enormes. Estaba sucia y era la mano de un trabajador, llena de cicatrices en el dorso y de callos en la palma. No pertenecía a ninguna de las víctimas. Tanto el hombre de la cama con la garganta rebanada como el cadáver de delante de la puerta tenían las manos suaves. Manos de ciudad. La mano amputada estaba acostumbrada a la madera, a la piedra, a la tierra. Lo mismo que las manos de la mujer y, que Dios lo castigara si mentía, lo mismo que las manos de los niños.

Peters se quedó mirando cómo Willis echaba agua en las pocas ascuas que seguían encendidas. Dejaron el cadáver ensartado en el espetón tal y como se lo habían encontrado para que lo fotografiasen. Peters pensó que el fotógrafo tendría mucho trabajo esa noche.

—¿A cuánto está el mar de aquí, Willis?

—Oh, a unos cinco kilómetros. Si no recuerdo mal, hay uno o dos senderos que llegan hasta allí. Tienes este que conduce hasta el arroyo y luego hay otro un par de metros corriente abajo que lleva directamente a la orilla. Solíamos venir aquí a pescar cuando éramos niños y después nos acercábamos al mar para probar en los rompientes. Nunca tuvimos mucha suerte, la verdad.

—¿Hay cuevas o algo parecido por el camino?

—No me acuerdo, George. Es posible que sí.

Peters vio desde donde estaba, en la cima de la colina, las luces de unos faros a lo lejos. «Se han tomado su tiempo». Vio que Shearing se le acercaba a la carrera. Cayó en la cuenta de que su ayudante siempre estaba corriendo hacia algún lado. Por supuesto, en parte era culpa del propio Peters, pero pensó que eso le mantenía delgado. Envidió a Shearing por su vigor y su juventud.

—Creo que tengo lo que necesitamos —le comunicó Shearing.

—¿De qué se trata?

—En la comisaría dicen que la casa la alquiló King Realty. Despertamos a la señora King y nos ha dicho que se la alquilaron a una tal Carla Spencer, de Nueva York. Solo a ella. Nada de hombres. Pero la señora King nos ha dicho que está segura de que la señorita Spencer tenía una hermana, y que comentó algo sobre que vendría a visitarla. No supo decirme cuándo.

—Mierda. Es lo que me temía.

—¿El qué? —quiso saber Shearing.

—Matrícula de Nueva York en uno de los coches y de alquiler local en el otro. Tres víctimas, si contamos a esta de aquí. Dos de las víctimas son hombres. Esta puede ser hombre o mujer. Supongamos que es mujer. ¿Qué os sugiere eso?

—Me sugiere que hay otra mujer —respondió Shearing. Consultó sus notas—. El alquiler del Pinto está a nombre de Carla Spencer, de Nueva York. Eso significa que el Dodge negro es de las visitas. Probablemente la hermana, con un par de amigos. Lo que implica que hay al menos una chica más por ahí, en algún lugar. Quizá sea Carla Spencer, o quizá su hermana.

—Así que tenemos otra víctima potencial en algún sitio —comentó Willis—. Alguien que se llevaron para el camino. Mierda.

—Exacto —respondió Peters—. Al menos, una. Por lo que sabemos, pueden ser hasta media docena. En cuanto el forense y los refuerzos suban a la colina, volveremos a la casa para efectuar unas cuantas identificaciones. Eso nos permitirá hacernos una idea.

Se quedó mirando un par de faros que tomaban una curva. Debían de ser precisamente ellos. Frunció el entrecejo y dejó escapar un suspiro. Era el suspiro de alguien con demasiado peso, casi un jadeo.

—Tenemos un problema —añadió—. Seguimos sin saber cuántos de esos hijos de puta andan sueltos por ahí, ¿verdad? Sé que tengo que ir a por ellos, pero no sé si vamos a por unos cuantos patos o por unos buitres de cuidado, por así decirlo. —Se quedó pensativo unos momentos mientras contemplaba cómo se iban acercando las luces—. Así que quiero hacer una sugerencia. A ver qué os parece. Sugiero que nos llevemos un ejército allí abajo. Sugiero que hagamos venir a todos los coches patrulla que podamos.

—A mí me parece bien —respondió Willis—. Me parece cojonudo.

Shearing asintió.

—Estoy de acuerdo.

La sensación de alivio que apareció en el aire fue casi palpable. Los dos estaban asustados. Peters había visto los cuerpos y también tenía miedo. El problema era que tendría que atemorizarlos todavía un poco más.

—Aunque hay algo que no os va a gustar —añadió.

—¿Y qué es? —preguntó Willis.

—Tengo que ser duro en este asunto. Tenemos un rastro que se va a enfriar con mucha rapidez, así que os doy diez minutos para que lleguen esos coches. Si no están aquí dentro de diez minutos, digamos que llegan dentro de once, ninguno de vosotros estará aquí para darles la bienvenida. Yo voy a tener que sentarme en el coche a esperarlos y vosotros tendréis que empezar a seguir a esa gente solos. No tenemos tiempo que perder.

—¡Joder, George! —exclamó Shearing.

—En marcha —le contestó Peters. Tenía que enseñarle a ese muchacho a no quejarse. Eso era algo muy importante para un policía—. Moveos y metedles caña si hace falta, pero que esos coches vengan ya, y deprisa. —Por un momento, breve pero intenso, deseó una copa, y no de cerveza precisamente. Miró lo que había clavado en el asador—. Antes de que esa gente decida prepararse el desayuno.