5.20 P. M.
Finalmente llegaron al condado de Washington. Carla le había dicho que era el condado más deprimido de la nación, más todavía que los Apalaches, aunque a Marjie no le pareció mal. Habían pasado de la autopista 1 a la 89. Ahora tenían que cruzar un lago, girar a la izquierda en un semáforo de Palermo Road, pasar un par de remolques y luego un granero viejo y medio derruido antes de coger la carretera secundaria que llevaba a Dead River. Una vez entraran en ella, el camino de Carla era el primero de la derecha y su casa era la primera que se encontrarían. A Marjorie le alegraba que todavía quedara un poco de luz para cuando llegaran. No le apetecía buscar un desvío en un sendero de mala muerte en mitad de la oscuridad, sin nadie a quien preguntar una dirección en varios kilómetros a la redonda. Si seguían a ese ritmo, llegarían justo antes del anochecer; eso si Nick y Jim no se entretenían mucho comprando la cerveza.
En el cartel de la puerta delantera ponía HARMON’S GENERAL STORE. Era un establecimiento pequeño, con la pintura blanca desgastada y desconchada. Al otro lado de la puerta veía a Nick de pie enfrente de una estantería llena de Woodsman’s Dope, una loción para disimular el olor corporal, y de repelente para mosquitos. Hablaba con una mujer gorda de rostro rubicundo que estaba detrás del mostrador y que llevaba puesto un vestido de algodón estampado algo desvaído. Supuso que Jim estaría buscando las cervezas en la parte trasera de la tienda.
El paisaje había cambiado mucho a lo largo de la última hora. Todo parecía más pequeño: las casas, los graneros, las gasolineras. Supuso que era lo propio de una zona económicamente deprimida. Sin duda, parte del problema eran las pocas personas que vivían por allí. Habían pasado kilómetros enteros sin que se cruzaran con nadie, incluso sin ver una casa o un edificio de ninguna clase. Claro que estaban en temporada baja. Sin duda, en verano habría más gente. Si no fuera por las verdes colinas, habría creído que se encontraban en el Medio Oeste. A los dos lados de la carretera se extendían caminos embarrados, arroyos y marismas. No solo eran más pequeñas las casas, también los árboles, como si los vientos procedentes del mar los agostaran o como si la tierra no les proporcionara el sustento suficiente.
A pesar de todo, el paisaje era hermoso a su manera. Las colinas eran largas y onduladas, y Nick disfrutaba conduciendo. Se veía de vez en cuando un halcón que les sobrevolaba. Había grandes helechales, salpicados de cedros y de pinos, además de extensiones amplias de álamos plantados recientemente en una campaña de reforestación. Allá arriba, tan al norte, a la mayoría de los árboles ya les había cambiado el color de las hojas, y en el aire se notaba que el invierno no estaba muy lejos; incluso se les podía echar encima durante su estancia. Así de cerca estaba. De hecho, Laura ya estaba protestando porque la baqueta de cuero era la prenda más gruesa que llevaba.
Lo de la cerveza había sido idea de Dan. Lo cierto era que él y Nick eran los únicos que bebían, aunque Marjie estuvo de acuerdo en que sería relajante después del largo viaje. Dan no había hablado mucho desde la comida, excepto para quejarse de las coquinas que tenía apelotonadas en el estómago. Bueno, lo cierto era que todos habían comido demasiado.
Por lo que a ella se refería, había sido un almuerzo excelente. Las langostas que les sirvieron eran grandes y jugosas, y las coquinas estaban cocinadas al punto justo. Unos segundos más al fuego y habrían quedado duras y fibrosas. Una vez hubo acabado, se recostó contra el respaldo de la silla de mimbre, de aspecto no demasiado resistente. Sabía que había comido en exceso y se sentía incómoda. Contempló la mesa, abarrotada de pinzas machacadas, patas partidas y sorbidas, colas rotas, cáscaras vacías, todo encima de un mantel manchado de mantequilla. Llegó a la conclusión de que lo que había que hacer después de una comilona como aquella era limpiar la mesa deprisa y librarse de todo de inmediato.
Recordó un dibujo de George Grosz, un pintor alemán. Era un hombre grande y gordo de mejillas rojas que estaba sentado en la mesa de su comedor, cubierta de un extremo a otro de platos de pescado y de pollo, un par de botellas de vino y una sopera, y con restos de unos cinco platos distintos más. El individuo estaba mordisqueando con fruición un hueso de pollo. A sus pies había un perro royendo otro. El lugar era un desastre, todo estaba al servicio de la glotonería del individuo. Las sillas estaban manchadas de grasa, los cuadros (que recordó que representaban comida) estaban inclinados hacia un lado en unas paredes llenas de grietas y el suelo estaba cubierto de basura. Tanto el hombre como el perro tenían un aspecto avaricioso y sórdido. Solo había una puerta en la estancia, y estaba abierta. Al otro lado de la puerta se veía a un esqueleto sonriente: la Muerte, que había acudido a recoger a su víctima.
Su propia mesa tenía un aspecto parecido para cuando habían terminado. A menudo la vida recordaba la criatura tan desenfrenada y lujuriosa en la que podía convertirse una persona si se lo proponía.
A pesar de todo, decidió que se comería otra langosta fresca de Maine en cuanto tuviera la ocasión. Se preguntó qué habría preparado Carla para cenar. Había llegado a pensar en acompañar a Jim y a Nick a la tienda para comprar media docena de langostas y cocinarlas al día siguiente. Decidió no hacerlo. Era mucho mejor comprarlas frescas, y quizá Carla ya habría pensado en hacer otra cosa. Era mejor dejarlo. La cerveza sí que era buena idea. Tanto conducir la había cansado. Cuanto más pensaba en ello, más segura estaba de que disfrutaría al beber unas cuantas cervezas esa noche. Deseó que se dieran prisa.
Los hermanos Pincus llegaron a la tienda y lo primero en lo que se fijaron fue en el Dodge negro con matrícula de Nueva York y en las dos mujeres que iban dentro. No le prestaron atención al hombre que había en el asiento de atrás, y que parecía estar durmiendo. Joey se detuvo al lado y la camioneta Chevy crujió al pararse. Le sonrió a su hermano mientras se limpiaba las palmas de las manos en la camisa de franela.
—Mira lo que tenemos aquí —le dijo.
Se bajaron sin prisas de la camioneta y se dirigieron con paso tranquilo hacia el coche. Las dos ventanillas del lado del copiloto estaban abiertas. Joey se apoyó en una de ellas y le sonrió con gesto depredador a la rubia de pelo corto del asiento de atrás.
—Buenas tardes —los saludó.
Jim se inclinó y miró sonriendo a la morena delgada. Ella se apartó un poco y asintió con la cabeza.
A Marjorie no le gustaba nada el aspecto de ninguno de los dos. Iban a molestarla. De hecho, el simple hecho de que estuvieran allí pegados ya la fastidiaba. No le gustaban sus caras, y sus sonrisas no eran más que muecas burlonas. Tampoco le gustaban sus ojos de cuencas profundas, ni las mejillas hundidas y sin afeitar, ni las frentes despejadas y quemadas por el sol. Saltaba a la vista que eran hermanos. Tenían los mismos rasgos brutales y endogámicos. Al igual que las casas y los árboles, los habitantes del lugar tenían un aspecto raquítico, como si los siglos de inmovilidad social hubieran desgastado su semilla, como si la hubieran dejado seca. Había visto ese aspecto en la gente con la que se había cruzado en la carretera, en el rostro de la mujer gorda de la tienda. Para ella, que estaba acostumbrada a la diversidad, existía una uniformidad inquietante en todos ellos, algo que indicaba aislamiento, y que era de una crueldad opaca e instintiva.
—Por favor, déjennos en paz —les dijo.
Ellos se limitaron a seguir sonriendo y no se movieron.
Dan los había observado con detenimiento desde el asiento trasero. Abrió la puerta situada al otro lado de ellos, la cerró al salir y se dirigió lentamente hacia la tienda.
Jim Pincus se echó a reír y miró a su hermano.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Chicas, me parece que acabáis de perder a vuestro amigo!
Eso hizo sonreír a Joey.
—¡Vuestro amigo se ha largado, chicas! —les soltó.
Entonces, los dos se echaron a reír y Joey empezó a dar golpes en el maletero del coche. Marjorie subió la ventanilla de su asiento y Laura intentó hacer lo mismo, pero Joey dejó de reírse de repente y puso una mano sobre el cristal para impedir que siguiera subiendo.
—No queremos haceros daño —les dijo con una sonrisa—. Solo estamos siendo amables.
—Solo somos un par de simpáticos tipos locales —añadió Jim—. ¿De dónde sois vosotras, chicas?
—De… De Nueva York —respondió Laura en voz baja.
Joey chasqueó los dedos.
—Lo sabíamos. Nos hemos fijado en la matrícula. Yo y mi hermano Jim nos fijamos en esas cosas. También nos hemos fijado en lo bonitas que sois. Lo olíamos.
Se echaron a reír de nuevo. Joey empezó otra vez a dar palmadas en el coche con la mano, lo que permitió a Laura acabar de cerrar la ventanilla. Eso no les gustó nada de nada a los hermanos Pincus. Se acercaron más todavía y Joey dio con la palma en el cristal.
—¡Eh, joder! —gritó.
—¡Vosotros dos! ¿A qué habéis venido?
La mujer gorda del vestido de algodón estaba en el umbral de la puerta, que llenaba por completo. Jim, Nick y Dan estaban a su lado en el porche de entrada. La voz de la mujer era curiosamente aguda para una persona de su tamaño, pero detuvo en seco a los hermanos Pincus de todos modos. Se quedó allí, mirándolos con una ira apenas contenida y con las gruesas manos apoyadas en las caderas. Marjie se fijó en que las sobaqueras del vestido se habían descolorido hasta quedar blancas.
—A por cigarrillos —contestó Joey con voz conciliadora.
—Bueno, pues entrad a buscarlos —replicó ella al quedar establecida la tregua—. Dejad en paz a estas buenas gentes.
Les echaron una última mirada a las chicas del interior del coche y obedecieron.
—Te has tomado tu tiempo —le dijo Marjie a Dan después de bajar la ventanilla.
Él les sonrió mientras se subía al coche.
—Tenía que pagar la cerveza.
Marjie le propinó una palmada en la cabeza y las dos muchachas se echaron a reír, aliviadas.
Nick y Jim bajaron las dos cajas de cerveza por los peldaños del porche.
—¿Es que planeáis montar una fiesta a lo grande? —les preguntó Marjie asomándose por la ventanilla.
—En realidad, pensamos que para pasar una semana en el campo esto es quedarse corto —le respondió Jim con una sonrisa.
Marjie pensó que Jim era extraordinariamente atractivo cuando sonreía.
—No sabía que bebías.
—Solo cuando está tu hermana.
—¿Nos dais las llaves? —les gritó Nick—. Quiero meter de una vez esto en el maletero.
Dan se inclinó sobre el contacto y le tiró las llaves a Nick. Él y Jim abrieron el maletero y metieron las cajas de cerveza entre la rueda de repuesto y las bolsas de viaje. Lo bueno de aquel viejo Dodge era el espacio del portaequipajes. Jim le puso una mano en el hombro a Nick y se le acercó.
—Mira, quiero enseñarte algo.
Alargó la mano hacia una bolsa azul pequeña y sacó una caja que la ocupaba casi por entero.
Abrió la caja. En el interior había algo envuelto por una bolsita de paño cerrada con una cremallera. Nick distinguió la forma de una pistola.
—Échale un vistazo —le dijo Jim.
—¡Jesús!
—Me alegro de que esos tipos no nos dieran ningún problema después de todo. No me hubiera gustado nada tener que utilizar este cacharro.
La sacó de la caja y apartó la bolsa.
—¡Dios! —exclamó Nick—. ¿Qué haces con eso?
Era la pistola más grande que jamás hubiera visto.
Jim se la pasó. También era la más pesada.
—Una Magnum 44 —le explicó Jim—. La compré aquí hace unos cuantos años, cuando trabajaba en Portland. Lo cierto es que solo es legal en este estado. Como un pequeño recuerdo.
—Vaya recuerdo.
—Me la llevé a Nueva York porque… Bueno, porque nunca se sabe en Nueva York, joder. La verdad es que no he tenido la oportunidad de dispararla desde hace años. Pensé que, si la casa de Carla está tan apartada de todo como dice, podríamos practicar un poco de tiro al blanco. Quizá hasta matar una codorniz o dos.
—¿Con una pistola?
—A lo mejor tenemos suerte.
Nick la sopesó en la mano.
—Así que una Magnum, ¿eh?
—Exacto. Como la de Harry el Sucio. Suelta un estampido tremendo. Mira. —Rebuscó en el fondo de la bolsa de viaje y sacó una caja de balas y otra caja de plástico más pequeña—. Tapones para los oídos. —Se los enseñó—. Si disparas este trasto sin los tapones, te quedarás sordo una semana. Podemos limpiarla cuando lleguemos a la casa y te enseñaré cómo dispararla.
—Me parece bien. ¿Carla sabe que llevas esto?
—Claro que no. Solo tú. ¿Y crees que alguna de estas dos habría aceptado la idea de transportar algo ilegal a través de cinco estados? Aunque aquí sea legal. No se lo he dicho a nadie. Ya se lo contaré luego, cuando sea demasiado tarde como para que importe.
—Podrías habérmelo dicho a mí, ¿no crees? —le dijo Nick—. Es mi coche, mi responsabilidad.
—¿Me hubieras dejado traerla?
—Probablemente no.
—Pues ahí lo tienes.
Jim sonrió y se encogió de hombros, y Nick le respondió con otra sonrisa. Jim no era mala persona y a Nick no le importaba que le gastaran bromas, siempre y cuando eso no causara ningún problema. Se preguntó si Jim opinaría lo mismo, porque pensaba esperar hasta el último momento antes de volver a Nueva York para decirle que la pistola se quedaría en Maine. Era tan ilegal traerla como llevársela. Probablemente acabarían a gritos, así que esos tapones para los oídos quizá vendrían bien.
Oyeron a Laura, que los llamaba para que se dieran prisa. Nick cerró el maletero y se dirigieron a la parte delantera del coche.
—Estábamos comprobando la rueda de repuesto —les dijo Jim—. Carla dice que el camino se vuelve bastante malo antes de llegar. A mí me parece que está bien —dijo mirando a Nick, y sonrió.
—¿Qué cerveza habéis comprado? —les preguntó Dan.
—Budweiser, en botella —respondió Nick.
—¿De cuello largo?
—Claro.
—¡Bien hecho! —exclamó Dan—. Vamos a por Carla. Nunca he pillado una buena borrachera en el campo.