4.50 A. M.
Oyeron los primeros disparos del revólver de Nick justo cuando salían del sendero que llevaba a la playa. Peters les indicó con un gesto a sus hombres que se detuvieran, aunque no hubiera sido necesario. Los tiros los dejaron a todos helados. ¿Qué clase de follón hay montado ahí?, pensó Peters. No había posibilidad alguna de confundir el estampido de una Magnum. Armas de fuego. Ojalá Willis no estuviera muy lejos.
Otros dos disparos resonaron en el silencioso aire nocturno. «Eso no ha sido muy lejos».
—Vamos —le dijo a Shearing—. No es que pueda correr mucho, pero al trote me apaño.
—Creo que eso ha sido una Magnum —le indicó Shearing.
—Ya sé que lo era —le replicó Peters—. Y esa es una de las razones por las que vas a tener que esperar a que me retire. Soy demasiado bueno.
Se dirigieron hacia el lugar donde habían sonado los tiros. Para cuando oyeron el sexto disparo, Peters ya estaba jadeando. A sus hombres les costaba mantenerse detrás de él. Jóvenes impacientes, pensó. Pero los jóvenes siempre habían sido impacientes. Además, por supuesto, aquellos muchachos olían la sangre en el ambiente. A él le pasaba lo mismo. Armas de fuego. Aquello no le gustaba un pelo.
—Chicos, si veis que alguien os apunta con lo que sea, id a lo seguro y voladle los sesos. —Ya estaba resollando—. Ya averiguaremos el cómo y el porqué más tarde.
Intentó avanzar un poco más deprisa mientras se preguntaba dónde estaría Willis. Aquella carrera no le estaba sentando nada bien a su corazón, y Willis tenía quince años menos que él. Era Willis quien tendría que estar corriendo. Probablemente el sendero era peor de lo que recordaba.
—Sam, os estoy retrasando —le dijo a Shearing—. Ponte delante y deja que el viejo se encargue de la retaguardia. Pero ten cuidado, ¿de acuerdo?
—Vale —contestó Shearing.
No tuvo mucho tiempo para quedarse atrás. Apenas le habían sacado un poco de ventaja cuando vieron el humo, unos pocos metros arriba de los riscos que tenían por delante. Shearing fue el primero en verlo e hizo que los demás se pararan.
—Debe de ser ahí —dijo.
—Sí, ahí debe de ser —confirmó Peters.
Además, le llegó un cierto olor y supo de inmediato que aquel humo no lo provocaba solo la madera quemada. Le pareció inconcebible tener que sentir aquel hedor dos veces seguidas la misma noche, pero allí estaba. Pensó que eran gajes del oficio e intentó superar el asco que sentía.
—Ahora, con cuidado —advirtió en voz baja.
Siguieron avanzando por la orilla y cruzaron la fina arena blanca hasta llegar a la base de los riscos. La columna de humo salía de un punto encima de sus cabezas. Shearing oyó casi al instante una voz de hombre, un grito lejano de agonía.
—Yo también lo he oído —le dijo Peters—. Subamos de una puñetera vez.
—Buscad el camino. Dispersaos —ordenó Shearing.
Encendieron las linternas y fue Shearing quien lo encontró de inmediato.
—Aquí está.
Los hombres se agruparon a su alrededor. Peters pensó que sería más conveniente que su ayudante encabezara la marcha. Parecía una subida muy empinada, y probablemente era mejor tener a un hombre joven al frente. Un hombre joven. La misma mierda de siempre, pero no había forma alguna de evitarlo: ya no era tan veloz como antes. Además, Shearing era un buen hombre, aunque fuese demasiado flaco para su propio bien y a veces se pegase a él como un moscón en busca de una oportunidad para demostrarle su valía. Bueno, pues ahí tenía una. Peters pensó que Sam sería rápido y que tendría cuidado.
Al menos ya sabían que había alguien vivo allí arriba, o que al menos lo había hasta el momento en que oyeron ese grito. No quiso adivinar qué había provocado aquel alarido.
—Está en tus manos —le dijo a Shearing.
Shearing le sonrió. Peters recordaría esa sonrisa más tarde. Era una sonrisa llena de emoción, de las que pueden verse en el rostro de una buena persona cuando está a punto de demostrar que lo es. Empezaron a subir el risco.
Fue la mujer embarazada la que los condujo mientras bajaban por el sendero. La nariz todavía le goteaba sangre por el golpe del revólver de Nick. Habían huido de esa arma. Todos los hombres habían muerto, menos el que la mujer capturada había dejado inservible, y el intruso había luchado como una bestia salvaje, así que habían escapado. Cuando la mujer salió de la cueva, se encontró con que dos de los niños ya corrían por delante de ella. Les gritó para que se detuvieran. Se había convertido en la jefa y se le ocurrió una idea que fue madurando poco a poco: en algún momento tendrían que salir de la cueva.
Los esperarían allí abajo. Sabía que el hombre estaba herido y creía que la mujer estaba casi muerta. Los dos saldrían finalmente y morirían juntos en la playa. Eso estaba bien. Los sorprenderían. Cuando estuvieran bajando por el estrecho sendero, los críos los atacarían. El hombre no tendría tiempo de utilizar la pistola. Reunirían piedras y los aplastarían con ellas. Dormirían fuera esa noche y se alimentarían de la carne del hombre y de la mujer hasta que amaneciera. Luego regresarían a la cueva. El hombre y la mujer morirían bajo la luz de la luna; su arma no podría rugir ni atravesar las sombras.
Les fue susurrando el plan a la mujer gorda y a los niños mientras bajaban por el risco hacia la playa. La chiquilla embarazada rió, alegre ante la perspectiva de una cacería bien maquinada. La mayor tuvo que reprenderla para que parara de reír y a los niños para que dejaran de correr haciendo ruido. Era la líder. Les dijo que se mantuvieran callados o que los mandaría allá donde sus hermanos y hermanas habían muerto, descoyuntados y despellejados. Su plan era un buen plan. Era posible incluso que no matara al hombre. Era un individuo fuerte y sus propios hombres habían muerto, muchos de los niños habían muerto. Sabía el modo de conseguir que un hombre se la follara aunque la odiara. Lo decidiría cuando llegara el momento.
Peters supuso más tarde que la mujer se sorprendió tanto como ellos.
Si no hubiese sido una mujer ni hubiese tenido el aspecto que tenía, quizá habrían reaccionado una fracción de segundo antes. Shearing todavía no se había movido cuando se le lanzó encima. Ninguno de ellos había visto nunca nada parecido. Iba medio desnuda, cubierta de mugre y tierra, y estaba embarazada de unos ocho meses. Sangraba por la nariz y apestaba como una manada de ganado. Peters pensó que la había olido incluso antes de verla. Y supo con toda seguridad que ni siquiera había llegado a oírla. Ninguno de ellos supo decir de dónde había salido el cuchillo.
Era obvio que tenían un problema. El lugar en el que estaban, entre las rocas, era demasiado estrecho. No había espacio para moverse y la mujer era muy veloz. Peters vio el puñal y su mirada de bestia, e intentó dar un paso atrás para proporcionarles sitio a los demás y poder alzar el arma. Al hacerlo, tropezó con Daniels, que estaba justo a su espalda. Shearing ni siquiera tuvo tiempo de quitar el seguro. Ella le rebanó la garganta de oreja a oreja sin hacer un solo ruido.
Su cuerpo cayó hacia delante, hacia ella, en vez de hacia Peters, y este supo que al morir de ese modo Shearing le había salvado la vida. Le dio tiempo a mover la corredera de la escopeta y, antes de que ella diera un paso más, Peters le voló la cabeza. La mujer cayó como un blanco de cartón en una sala de tiro. Entonces pudo ver a todos los demás, que estaban justo detrás de ella.
Salieron disparados y empezaron a bajar por las paredes rocosas que llegaban hasta la arena. Por un momento, Peters se sintió como si estuvieran en una película alocada del Oeste, todos allí agrupados como los últimos supervivientes de la masacre de una caravana, con las escopetas apuntando en todas las direcciones mientras aquellos cabrones enloquecidos se lanzaban contra ellos como si fueran centenares en lugar de solo tres niños y una mujer contra doce hombres armados.
Peters jamás había visto nada tan rápido o tan audaz. No tienen ninguna posibilidad, pero no parecen darse cuenta, no parece importarles. Son como ratas, pero no están acorralados, se dijo. Podrían escapar por la playa, aunque los abatiré en un segundo si intentan huir. ¿Por qué no se rinden? ¿Por qué no abandonan? Todo aquello le pasó por la mente en un instante, y lo último que pensó antes de que la mujer gorda le clavara un cuchillo a Parsons en el hombro fue que jamás había imaginado que un humano pudiera reaccionar de esa manera y que jamás se había sentido tan aterrorizado.
Todo empezó y terminó en menos de tres minutos. De repente, el puñal se movió de arriba a abajo y Parsons gritó. Kunstler dio un paso adelante y acabó con la mujer de un tiro a quemarropa que casi la partió por la mitad. Para cuando alguien se quiso tomar en serio a la niña, ya se había lanzado sobre Caggiano y casi le había desgarrado la garganta por completo con los dientes. Peters fue el primero en reaccionar. Le colocó el cañón de la escopeta en el ojo izquierdo para no fallar y apretó el gatillo. Los dientes todavía estaban clavados en el cuello de Caggiano cuando retiraron el cuerpo. El resto de la cabeza había desaparecido.
Peters pensó más tarde que fue entonces cuando una especie de pánico furioso se apoderó de ellos, porque ya no había verdaderos motivos para matar a los demás. Quizá fue el hecho de ver lo que la niña le había hecho a Caggiano o quizá fue la locura del propio ataque (¡Dios, no eran más que niños!), pero les invadió algo brutal y traicionero, porque, de repente, todos cambiaron; de repente, no quedó ni una mente sensata entre todos ellos, ni siquiera la de Peters.
La chica, que quizá tenía unos once años y estaba embarazada, como la mujer, se agarró a la pierna de Charlie Daniels e intentó por todos los medios morderle. Daniels lanzó un chillido agudo y empezó a dar saltos para quitársela de encima, igual que si acabara de picarle un escorpión. Podrían haberla agarrado y separado, pero, en vez de eso, Sorenson le partió la espalda con la culata de la escopeta y luego la golpeó de nuevo cuando ya estaba boca abajo en la arena, para estar seguro de que no haría daño a nadie más.
Mientras tanto, el niño había rodeado con las piernas el torso de Beard y le estaba arrancando la camisa con la boca. Un momento después oyeron al policía lanzar un alarido cuando los dientes del niño atravesaron la tela y se le clavaron en el pecho. Probablemente también lo hubieran podido coger, pero aquello era demasiado…, Peters no sabía cómo expresarlo, repugnante. Daba la impresión de que el muchacho era una especie de sanguijuela gigante que le estaba chupando la sangre. El niño alargó los dedos pequeños y sucios hacia los ojos de Beard sin dejar de morderle. Lo que intentaba era dejarle ciego. Ver aquellas manos arañarlo una y otra vez era un espectáculo terrorífico. Parsons, que era amigo de Beard desde la infancia, perdió la cabeza. Agarró un brazo del niño y se lo retorció hacia atrás hasta que todos oyeron como se partía. El niño aulló de dolor y se apartó de Beard. Cuando Parsons lo tuvo retorciéndose en el suelo, le metió el cañón del arma en la boca y apretó el gatillo.
No se pararon a pensar en lo que les había ocurrido o en lo que habían hecho. Aquello había sido más una ejecución que una operación policial. Ninguno de ellos reflexionó, ni siquiera Peters. El pánico les había dominado por completo y les retorcía el interior. Echaron a correr colina arriba hacia la entrada de la cueva, por donde el humo seguía saliendo. Allí fue donde encontraron a los demás y a la chica.
¡Sabía que había hombres por algún lado!, fue lo que pensó Peters. No se le ocurrió que uno de ellos llevaba puestas unas gafas. Tampoco recordó que el grito que habían oído abajo era el de un hombre. Estaba demasiado ocupado con el horror y la matanza.
Nick se acuclilló al lado de Marjie. Había estado intentando que se pusiera en pie desde que había comenzado el tiroteo allí fuera, pero ella sentía demasiado dolor y, por mucho que lo intentara, cada vez que la movía le hacía más daño. Tenía la impresión de que tenía una pierna rota, porque la primera vez que la levantó se desmayó. Las lesiones de Nick le impedían llevarla a cuestas. Había conseguido despertarla de nuevo, pero llegó a la conclusión de que quizá sería mejor dejarla allí ahora que sabía que habían venido a ayudarlos. En ese momento pensaba que el hombre que estaba en el suelo al lado de la jaula ya no parecía tan inofensivo, pero creía que podría derrotarlo sin problemas. Acababa de dejar a Marjie con suavidad en el suelo cuando la policía entró.
Se giró en redondo cuando los oyó, porque pensó que eran «ellos» de nuevo, pero supo al instante que se había equivocado. Reconoció el miedo en sus rostros y vio que estaban dispuestos a disparar contra él, así que abrió las manos para mostrarles que estaba indefenso y tranquilizarlos. Vio los ojos del hombre gordo y abrió la boca para decirles que no era uno de ellos, pero las palabras no llegaron a salir de su garganta. Ni siquiera llegó a oír el estruendo del disparo.
Peters vio salir volando las gafas. No captó inmediatamente el significado de ese objeto, pero sí comprendió que algo no encajaba. El hombre se había vuelto hacia él con las manos por delante y no hacia arriba, en señal de rendición, y eso le confundió. Con el otro hombre sí que no hubo duda alguna. Parecía gravemente herido, pero se levantó de repente y echó a correr hacia ellos con un cuchillo en la mano.
Peters disparó en cuanto vio el arma. Sin embargo, le resultó extraño que, incluso antes de disparar, el hombre ya estuviera cubierto de líquido. Quizá fue que disparó contra la mancha de sangre, que ya estaba allí, entre las piernas del hombre. Todo ocurrió con demasiada rapidez como para comprenderlo. En cualquier caso, Peters acertó donde apuntaba. Voló hacia atrás, como si alguien hubiera tirado de la alfombra sobre la que estaba, y cayó boca abajo. Cuando le dieron la vuelta vieron que debajo del vientre no quedaba nada a excepción de un par de piernas y que todavía no estaba muerto del todo.
Más tarde, Peters se sentiría fatal por lo ocurrido con el joven, incluso peor que con lo que le pasó al hombre al que la chica llamó Nick. Pero lo cierto es que para entonces ya estaban totalmente desquiciados, y con razón. En cualquier caso, tenía que confesar que ya en ese momento le dio la impresión de que había algo extraño en el chico. La expresión de su mirada no cuadraba con el frenesí sediento de sangre que había visto en la playa.
A pesar de todo, Dios era testigo de que el joven era muy, muy raro. Caminó hacia ellos desnudo, con los brazos extendidos hacia delante, con paso lento, casi como si flotara en sueños. Cuando Peters le dijo que parara, no lo hizo. Ni siquiera titubeó, y ninguno de ellos estaba ya dispuesto a arriesgarse. Fue imposible saber quién lo mató. Seis escopetas dispararon a la vez, y lo que quedó de él no sería suficiente ni para llenar una bolsa de compra.
Peters se sintió mal, muy mal, por el joven. El recuerdo de lo sucedido le perseguiría mucho, mucho tiempo.
Willis y su grupo aparecieron a la carrera y a empujones cuando todo hubo acabado. Miró a su alrededor y soltó un silbido suave.
—¿Qué coño es todo esto? —preguntó.
—¿Esto? ¡Esto es el punto donde yo me bajo! —replicó Peters.
Y a Willis le pareció entender lo que quería decir.