2.15 P. M.

Nick se sentó en el asiento del conductor y tomó el volante.

Su coche, un Dodge negro del 69, se estremeció cuando los vehículos pasaron a toda velocidad a su lado por la autopista. Era un día soleado y nadie prestaba la más mínima atención al límite de velocidad. Metió la mano en un bolsillo y cogió las gafas. Oyó cerrarse la puerta del lado de Jim.

—¿Llevas gafas? —le preguntó Jim.

—Es más barato que comprarse un perro lazarillo.

Giró la llave de encendido y sacó el coche del arcén. Palmeó con suavidad el volante. Pensó que era un buen coche. «No me has dado ningún problema». Deseó que siguiera igual.

Laura, que estaba a su lado, parecía estar completamente ensimismada con el último número de la revista Master Detective. Vaya material de lectura que se habían llevado. En la parte trasera se estaban pasando un viejo cómic Zap. Le echó un vistazo a la portada de la revista de Laura: «El joven vecino agradable era un asesino sexual» era uno de los relatos. «Atraído a su propia muerte por un homosexual homicida» parecía ser el plato fuerte. Pero lo mejor estaba en letra pequeña en la parte inferior de la cubierta: «Una pregunta para los detectives de homicidios de Kentucky: ¿dónde están los brazos y las piernas de la enfermera?». Eso, ¿dónde estaban? Había un montaje fotográfico en la cubierta donde se veía a una mujer morena tendida en una moqueta barata que intentaba repeler el ataque de un hombre armado con una motosierra.

¡Dios! A Laura le encantaban esas cosas. Bueno, él no podía recriminárselo. Se dedicaba a hojear las páginas cuando ella había acabado. Le sonrió.

—¿Qué tal está la revista? —le preguntó.

—Cargada de mal gusto.

—¿Qué estás leyendo ahora?

—«¿Quién acechaba al carnicero asesino de la rubia?» —respondió.

—No está en la portada —le comentó él.

—Viene de regalo.

Laura lo miró e hizo estallar un globo de chicle antes de hacerle un mohín.

Él sonrió de nuevo, aunque un poco a su pesar. Aquello era el tipo de cosas que a veces le sacaban de quicio. A menudo Laura se comportaba como si tuviera doce años. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que a ella no le importaba dar esa impresión. Sin embargo, tenía treinta y tres años, así que era un poco mayor para aquellos gestos infantiles. Era una muchacha agradable, y le gustaba, pero su idea de una mujer fascinante no incluía el andar haciendo el payaso todo el rato. También le gustaba en la cama, pero eso no era lo único que él quería. Se preguntó qué era lo que quería en realidad, pero no encontró una respuesta clara. Antes lo que quería era Carla. También se preguntó cómo acabaría con Laura y pensó que probablemente no terminaría nada bien.

Se encendió un cigarrillo. El viejo Dodge negro avanzaba con ritmo pesado por el asfalto.

Decidieron tomar la 95 en vez de la carretera de Massachusetts. Se le había ocurrido a Marjorie, y se alegró de haber insistido. Era obvio que se trataba de la ruta más agradable. Seguía la línea costera de Connecticut hasta New London antes de girar hacia el norte para rodear Providence y Boston y luego volver a la costa en Brunswick, Maine. Después de eso, la autopista 1 les conduciría más allá de Bar Harbour, casi todo el camino hasta Dead River. Las carreteras serían buenas y se encontrarían pocos camiones, así que podría recostarse en el asiento y ver pasar los árboles salpicados de rojo y amarillo brillantes. Quizá podría dibujarlos una vez llegaran a la casa de Carla; eso si no se les hacía demasiado tarde.

Había calculado que el viaje sería mucho más corto. Lo que en el mapa parecían nueve horas iban a ser más bien doce. Después de ocho horas de camino, Dead River todavía estaba a mucha distancia por la costa. Probablemente llegarían justo antes de anochecer. Bueno, no importaba. Iban a estar casi una semana allí.

Empezó a sentirse incómoda. Nunca le habían gustado los espacios cerrados o la cercanía prolongada con otra gente.

Era una de esas personas que siempre quería un asiento en el pasillo en el cine o con ventana en un autobús, o que se sentaba en uno de los extremos de la mesa. Carla la llamaba excéntrica, pero ella sabía muy bien lo que necesitaba.

De momento, todo iba bien. Mantenía el buen humor y pensó que Carla hubiera estado orgullosa de ella. Su hermana siempre le decía que era una compañía insoportable en cualquier viaje largo, sobre todo porque a Carla le gustaba correr de vez en cuando, y eso era algo que Marjie odiaba. Su idea era llegar bien y con rapidez, pero llegar. Al menos, en ese sentido era mucho más sensata que Carla. Pero en ese viaje se estaba portando muy bien. Ni siquiera se había quejado cuando se habían encendido un porro en las afueras de Boston, aunque se trataba de algo bastante peligroso. El comienzo del otoño la emocionaba. El día era demasiado bonito como para estropearlo con ninguna queja.

Aunque no podría evitar protestar un poco por cosas sin importancia. Tenía que admitir que la compañía no era lo que se diría ideal. Nick estaba como siempre, estupendo: agradable, tranquilo, formal. Ni siquiera le había dado una calada al porro cuando Dan se lo había ofrecido. Sin embargo, aquella chica, Laura, era un incordio. Si no se hacía la tonta, se hacía la interesante y, si no, era distante. Se preguntó qué vería en ella Nick, alguien que había estado enamorado de su hermana, y no hacía tanto tiempo. ¿Qué tenía aquella falsa e irritante boba de una discográfica de Los Ángeles? Con ese pelo rapado, ese chicle, esa camiseta y esa chaqueta de cuero gastado, se comportaba como si tuviera diez años menos de los que tenía. La dejaba pasmada. Pero a los hombres no había quien los entendiera.

Sin embargo, podría convivir con ella. Tendría que hacerlo. Si no, iba a ser una semana muy larga. Quizá aquella pose, lo mismo que la ropa, no era más que un camuflaje protector. Joder, acababa de conocerla. Tenía que darle una oportunidad.

De todos modos, el verdadero problema era Jim. Había algo en aquel individuo que a Marjie no le gustaba nada de nada. Carla le había hablado de él y le había dicho que lo suyo era básicamente sexual. Marjie lo entendía, por supuesto. Era un tipo extremadamente atractivo. Sin embargo, ¡qué engreído! Todo era yo, yo, yo y yo: «Yo estuve en la prueba de esto y aquello, y me dijeron que yo era el más adecuado para el papel…».

Jamás había conocido a un actor que no fuera completamente idiota, y James Harney no era la excepción. Vale, podía hablar de teatro con conocimiento de causa, pero ¿a quién demonios le interesaba? A lo que realmente aspiraba era a estar en una comedia musical, daba igual cuál. También le valdría cualquier anuncio de televisión. O cualquier culebrón. A ella, cualquiera de aquellas opciones le parecía una inmensa pérdida de tiempo. ¿Era eso lo que se conseguía con ser tan guapo?, ¿egocentrismo y culebrones? Se alegró de ser simplemente atractiva.

Sabía que se estaba comportando de un modo un tanto pedante, ¿y qué? Era difícil no hacerlo. Aquel tipo estaba liado con Carla. Se sentía muy protectora respecto a su hermana y sabía que el sentimiento era mutuo. Si la situación fuera a la inversa, Carla habría tenido exactamente la misma reacción.

Se preguntó si a Carla le importaría saber que Jim había estado tonteando con ella todo el día, tocándola cada vez que podía y sonriéndole, coqueteando. Probablemente no, pero a Marjie sí le importaba. Eso no le gustaba nada en absoluto. Podía soportar a Laura, pero ni siquiera iba a intentar que le cayera bien Jim Harney.

Tenía que admitir que se sentía mucho más cómoda con Carla cuando tenía una relación seria con un hombre, como la que había tenido con Nick. Había sido triste que no funcionara, aunque era un alivio ver que todavía podían ser buenos amigos. Se preguntó cómo lo habían logrado. Se preguntaba también muchas cosas sobre su relación, pero jamás lo había comentado con su hermana. Había algo en la autosuficiencia de Carla en los últimos tiempos que atemorizaba a Marjie, que la alejaba de ella. Le daba la impresión de que Carla no quería que la molestaran, como si estuviera demasiado ocupada como para preocuparse por asuntos y problemas personales. Si hubieran podido hablar como hacían antes, quizá la habría ayudado en sus intentos de acercamiento a Dan. Le habría venido bien esa ayuda.

Lo miró. Estaba sentado a su lado. Miró aquellas cejas espesas, la frente despejada, las hermosas arrugas que indicaban que salía al campo de vez en cuando, los hombros anchos y fuertes. Era un hombre atractivo, y también muy agradable. Había momentos en los que sentía que quería aferrarse a él, comprometerse de verdad como él le había pedido. Pero le costaba mucho. Necesitaba hablar con alguien. Deseó que su hermana no estuviera tan hermética, tan proclive a quitarle importancia a las cosas. Tenía sus motivos para desearlo.

Si el problema de Carla era de exceso de confianza, tuvo que admitir que el suyo era de falta de ella. Muy poca seguridad para enfrentarse a cualquier trabajo demasiado exigente, muy poco sentido de la estabilidad para comprometerse con un hombre y solo con uno. Sin embargo, en aquellos momentos, estaba rompiendo con sus hábitos de toda la vida, los que le decían que los trabajos fáciles y las relaciones sin compromiso eran el único modo de ser libre. Se sentía bien por eso, pero no era fácil. Tenía la sensación de que, por cada paso que daba hacia Dan, retrocedía dos. Él lo había soportado todo.

Y se preguntó: «¿Quién demonios soy yo para mirar por encima del hombro a esta gente?».

Se recostó en el asiento al lado de Dan y se dedicó a pensar y a contemplar cómo pasaba el asfalto.

—¿Alguien tiene hambre? —preguntó Dan un rato más tarde.

—Yo —respondió Jim—. Son más de las dos y no hemos parado desde el desayuno. ¡Dios, a ver si encuentras un lugar!

—Hay algo de bollería en la bolsa —dijo Marjie.

—Sí, este lugar está lleno de bolleras —respondió Laura mientras pasaba una página.

—«Atraído a su propia muerte por un homosexual homicida», ¿no? —le preguntó Nick.

—Exacto —respondió Laura.

Dan tiró la colilla del cigarrillo por la ventana.

—Necesito algo sustancioso —comentó—. ¿Qué tal si no tardamos mucho en parar?

—A mí me parece bien.

A él también le apetecía algo suculento, sobre todo porque estaban en Maine y se podían conseguir buenas langostas baratas. Ojalá nadie insistiera en parar en uno de aquellos sitios de comida rápida para ahorrar tiempo. Llevaban viajando tiempo más que suficiente como para detenerse un buen rato y comer a gusto. Además, Carla no les esperaba a ninguna hora en concreto.

—¿Qué os parece un sitio donde sirvan pescado? —sugirió.

—Buena idea —se apuntó Dan.

Nick pasó por una salida, y luego por otra, antes de ver la señal de un cuchillo y un tenedor en la autopista. Salió en Kennebunk y rezó para que no resultaran ser restaurantes de franquicias, del tipo Howard Jonhson. No lo eran. Las dos aceras estaban repletas de restaurantes de pescado. Redujo la velocidad y avanzó con lentitud.

—Elegid —dijo.

—Ese de La Mesa del Capitán parece bueno.

—¿Y ese, El Ancla Dorada?

—Joder, cualquiera —exclamó Dan.

Nick señaló a su derecha.

—¿Y ese de ahí qué os parece? El Vikingo.

—Camareros vestidos con pieles y con cuernos —apuntó Laura—. Beberéis en odres y en cascos.

Marjie se echó a reír.

—Aquí no —le señaló.

—Es verdad —confirmó Dan—. Es en Nueva York donde te encuentras todas esas chorradas.

—Lo olvidaba —contestó Laura—. Estamos en el campo. Estamos en un puto lugar «civilizado».

Nick aparcó y paró el coche.