12.26 A. M.
Vieron como cruzaba el prado y pasaba por encima del murete de piedra para llegar al bosque que se extendía al otro lado. Parecía torpe. Sería fácil de atrapar.
Se tomaron su tiempo. Partieron las ramas de abedul y les arrancaron la corteza. Se la oía moverse entre los matorrales. Se miraron entre sí y sonrieron, pero no dijeron nada. Terminaron de arrancar la corteza y fueron a por ella.
Le dio las gracias a Dios por la luz de la luna. Casi no había visto el agujero de una antigua carbonera, y era profundo. Lo rodeó con cuidado y después siguió corriendo sobre la hierba larga y entre las espadañas. Dejó atrás los pinos blancos y negros, los abedules y los álamos. Sentía el musgo y el liquen bajo los pies. Olía a podrido y a hierba mojada. Los oyó caminar y caerse por el surco que ella había dejado a sus espaldas. Sus voces eran agudas y musicales. Eran niños que jugaban en la oscuridad. Recordó sus manos cuando la tocaron: ásperas, fuertes, manos pequeñas con uñas largas y afiladas que le rasgaron la piel cuando la agarraron. Se estremeció. Oyó sus risas, más cercanas ya. El bosque se hizo más espeso delante de ella.
Tuvo que avanzar con mayor lentitud. Costaba mucho ver. Las ramas largas le tiraban del cabello y le golpeaban con crueldad en los ojos. Cruzó los brazos desnudos para protegerse la cara, y las ramas le arañaron la piel y la hicieron sangrar. Notó a su espalda como los niños se paraban a escuchar. Empezó a llorar.
Estúpida, pensó. Era una estupidez empezar a llorar en un momento como ese. Los oyó ponerse de nuevo en movimiento cerca de ella. ¿La estarían viendo ya? Se lanzó a atravesar los matorrales espesos. Las pequeñas ramas secas se le clavaron a través del vestido fino de algodón como si estuviera desnuda, y le hicieron sangre en los brazos, las piernas y el vientre. El dolor no la detuvo; la acicateó. Dejó de intentar protegerse el rostro y apartó las ramas abriéndose paso a manotazos por la maleza en dirección al claro.
Inspiró profundamente y de inmediato le llegó el olor a mar. Ya no podía estar muy lejos. Echó a correr. Quizá allí podría encontrar alguna casa, la cabaña de algún pescador. A alguien. El prado era ancho y largo. No tardó en oír como rompían las olas y se quitó los zapatos a patadas para correr descalza hacia el sonido. Once cuerpos pequeños y pálidos surgieron de los últimos matorrales y la observaron bajo la luz de la luna.
No vio nada, ni casas ni luces. Tan solo una amplia llanura de hierbas altas. ¿Qué pasaría si delante no tuviera más que el mar? Quedaría acorralada, atrapada. No quiso pensar en ello. Deprisa, se dijo, corre más deprisa. Sintió frío en los pulmones y un dolor en su interior. El sonido le llegaba con más fuerza. El mar se encontraba muy cerca, en algún punto justo al otro lado de la pradera.
Oyó sus pisadas y supo que estaban muy cerca. Siguió corriendo con una energía que no sabía que tuviera. Les oyó reírse. Sus risas eran horribles, frías y crueles. Vio que algunos de ellos ya corrían a su lado, sin esfuerzo aparente, mirándola y sonriendo. Los ojos y los dientes al descubierto relucían bajo la luz de la luna.
Sabían que estaba indefensa. Estaban jugando con ella. Lo único que podía hacer era seguir corriendo y esperar, contra toda probabilidad, que se aburrieran del juego. No vio ninguna casa por allí cerca. Iba a morir sola. Oyó a uno de ellos soltar un pequeño grito parecido al de un perro y, de repente, notó como algo le azotaba las pantorrillas por detrás. El dolor fue tan agudo y tan intenso que casi la hizo caer. No iba a conseguirlo. La tenían rodeada. Era imposible. Sintió que se le vaciaba la vejiga, y supo que estaba cediendo al pánico.
Se maldijo a sí misma una vez más por haberse parado y por haber bajado del coche, por hacer de buena samaritana. Pero se había sorprendido al ver a una niña pequeña caminar tambaleándose por una carretera solitaria y oscura. Había doblado la curva y de repente, allí estaba, con el vestido desgarrado casi hasta la cintura. Vio bajo la luz de los focos que tenía las manos en la cara, como si estuviese llorando. No podía tener más de seis años.
Así que había parado el coche y se le había acercado pensando que se trataba de un accidente o de una violación. La niña había levantado la vista, la había mirado con aquellos ojos negros de expresión intensa que no mostraban ningún resto de lágrimas y había sonreído. Algo la hizo mirar a su alrededor y, luego, hacia su coche, y los vio, delante del vehículo, impidiendo que regresara a él. De repente, tuvo miedo. Les gritó que se apartaran, a sabiendas de que no lo harían. «¡Salid de ahí!», les chilló, pero se sintió indefensa y estúpida. Se echaron a reír y se abalanzaron sobre ella. Fue entonces cuando notó sus manos encima y supo que querían matarla.
Los que corrían a su lado empezaron a acercarse más. Los miró un momento. Sucios. Repugnantes. Eran cuatro en total, tres a su izquierda y uno a su derecha. El grupo de tres estaba formado solo por chicos, y la que corría sola era una niña. Se desvió hacia esta y la embistió. El golpe lanzó a la niña hacia un lado, y oyó un grito. Los demás soltaron grandes carcajadas. Sintió un dolor rápido y ardiente en la espalda y en los hombros, y, a continuación, dos latigazos muy seguidos le cruzaron las nalgas. Notó las piernas flojas y débiles. Sabía que estaba perdiendo fuerza a cada momento, pero el miedo que tenía a caerse era mayor que el dolor que sentía, mucho mayor. Si se caía, la apalearían hasta la muerte. Notó la humedad que le cubría los hombros y los muslos, y supo que le habían hecho sangre. El mar estaba ya tan cerca que casi podía saborearlo con la lengua, sentir la espuma de las olas sobre el cuerpo. Siguió corriendo.
Vio que a los que corrían a su izquierda se había unido un chico nuevo, uno mayor, que avanzaba con rapidez. ¡Dios! ¿Qué es lo que lleva puesto?, pensó. Parecía una piel, de animal. ¿Quién era aquella gente? Aparecieron otros dos críos a su derecha. No distinguió si se trataba de niños o de niñas. Atravesaban con facilidad las hierbas altas. Dejad de jugar conmigo, pensó, por favor, parad. El chico grande aceleró el ritmo de la carrera y se colocó justo delante de ella. Ya estaba rodeada por completo. El muchacho echó un breve vistazo hacia atrás por encima del hombro, y bajo la luz de la luna ella pudo ver que tenía el rostro cubierto de costras y de espinillas.
El miedo que sentía era frío y vacío. Los varetazos le abrieron cortes profundos en la espalda y en las piernas. No podía hacer otra cosa que seguir corriendo. Solo quedaba correr; correr y llegar al mar.
Miró fijamente a la espalda del muchacho e intentó concentrarse, concentrarse en mantener la fuerza y el coraje. De repente, el chico grande se giró y lo único que le dio tiempo a ver fue la sombra de la vara antes de que el rostro le estallara en una explosión de dolor. La nariz empezó a sangrarle, y sintió la cara en carne viva de una mejilla a otra. El sabor de la sangre en la boca. Le costaba respirar. Sabía que tendría que parar pronto. Le dio la impresión de que algo ya había muerto en su interior. Casi chocó con el muchacho cuando se paró delante de ella. Observó a izquierda y a derecha en busca de una escapatoria. No era capaz de mirarlo. No hasta que no le quedara más remedio.
Vio algo que destellaba bajo la luna a espaldas del muchacho. Allí estaba. El mar. Le hizo sentirse terriblemente cansada. No quedaba adónde ir. No había nadie que la pudiera ayudar. No había ninguna casa. Tan solo un tremendo salto por los acantilados de granito hasta la desconocida profundidad del océano. Solo la caída sería más que suficiente para matarla. No quedaba esperanza. Ninguna. Dejó de correr y se giró lentamente para encararse con los perseguidores que la rodeaban.
Por un momento no fueron más que niños de nuevo, y se quedó mirando sorprendida los harapos y los andrajos que llevaban puestos, las caras increíblemente sucias, los ojos brillantes por la cacería, los cuerpos pequeños y nervudos, y pensó que aquello no podía estar pasando, que ningún crío podía comportarse de esa manera. Que estaba inmersa en una pesadilla de sangre y dolor. Luego se fijó en que sus cuerpos se ponían tensos y se encorvaban un poco, que las ramas se alzaban de nuevo, que entrecerraban los ojos y apretaban los labios. Cerró los ojos para no verlo.
Un instante después se lanzaron sobre ella. Las uñas repugnantes le desgarraron la ropa y las ramas le golpearon con fuerza en la cabeza y en los hombros. Gritó. Eso solo provocó más risas. Sintió que sus bocas babeantes se le apretaban contra la piel, que se le erizó con la sensación pegajosa de la saliva y la sangre. Gritó de nuevo y la invadió una sensación de miedo que jamás había conocido y que estalló de un modo desesperado contra ellos. De repente, se sintió enorme y fuerte comparada con ellos, como un inmenso monstruo herido. Abrió los ojos y golpeó con ferocidad a su alrededor. Les propinó golpes en la frente y en la boca con sus pequeños puños, y empujó con fuerza sus cuerpos repugnantes y asquerosos. Por un momento pareció que iba a ser capaz de abrirse paso a través de ellos hacia el chico grande que tenía enfrente, pero se abalanzaron de nuevo sobre su cuerpo. Volvió a empujar y rodó dos veces sobre sí misma. Se los quitó de encima y un instante después había atravesado el círculo que la rodeaba, y tenía vía libre. El muchacho se dio cuenta de lo que intentaba y se apresuró a apartarse de su camino.
No había nada que considerar, ni tiempo para pensar o tener miedo. Pasó corriendo al lado del muchacho hacia el fresco aire nocturno. Saltó por encima del acantilado, sin aliento, en dirección a las olas furiosas y poderosas, hacia la oscuridad helada e inmensa. Y quedó limpia de sangre en el mar salado y frío.