9.30 P. M.

La contempló durante un largo rato a través de la ventana de la cocina. Estaba sentada a la mesa, dándole la espalda, y con un libro abierto delante. Estaba bastante quieta, pero a él le gustaba observarla de todas maneras, a sabiendas de que en aquella oscuridad ella ni siquiera sospecharía que estaba allí. Era paciente. Le gustaba ver cómo se agitaba en la silla. Observó con atención cómo movía las caderas. Ya casi era capaz de adivinar cuándo iba a pasar de página. También le gustó el modo en que se quitó la toalla de la cabeza y sacudió el largo cabello oscuro y húmedo. Era bonita. Le hubiera gustado hacer algún ruido y asustarla, ver cómo se sobresaltaba. Pero no.

Deslizó una de sus grandes manos por el mango del hacha y luego la volvió a subir.

En el interior de la casa, Carla oyó un chasquido suave. ¡La trampa! Dejó a un lado el libro, se acercó al armario, lo abrió y miró en el interior. La trampa no había saltado. Cerró el armario y abrió uno de los cajones. Tampoco esa. Abrió el cajón de al lado.

Allí estaba. Había sido una muerte limpia, gracias a Dios. Había un ratón pequeño y gris que tenía la espalda partida a la altura de los hombros, con los ojos abiertos de par en par y la boca todavía llena de queso Gouda. Tenía una pata extendida hacia delante y la otra apenas visible, oculta por su propio cuerpo. Bajo las patas traseras se había formado una charco de orina oscura. Se quedó un momento allí, delante de la ventana, fascinada e incómoda. Si tocaba el cuerpo, seguro que todavía estaría caliente.

No lo tocó. En vez de eso, agarró la trampa por un borde y la llevó hasta la puerta trasera. La abrió y se quedó contemplando la noche sin luna. Fuera de la ciudad existía una oscuridad profunda e increíble. Ni siquiera era capaz de ver el extremo del porche o la puerta de la leñera. Se alegró de haberse llevado los troncos antes.

Se quedó allí quieta disfrutando del momento, del lejano croar de las ranas, de los grillos, del aire fresco y húmedo sobre la piel. El cielo estaba cubierto de nubes. Tiró la trampa hacia el campo de flores de varas de oro y se preguntó qué clase de animal la encontraría allí. Un mapache, a lo mejor. Recordó que siempre había uno o dos mapaches rebuscando comida alrededor de las casas. Entró de nuevo y cerró la puerta.

Se quedó agazapado en el campo y esperó a que se preparara para irse a la cama. Ya no tardaría mucho. No había vuelto a abrir el libro. Estaba limpiando unos cuantos platos justo delante de su ventana. Sonrió. Estaba apenas a tres metros de ella y no podía verlo. La noche había convertido el rojo de la camisa en negro. Era divertido que fuera tan inútil y estúpida. Tirar la trampa de esa manera. Le dieron ganas de echarse a reír, pero tenía un control perfecto sobre sí mismo y no lo hizo. Tenía un control perfecto sobre sí mismo y solo le sonrió en la oscuridad.

Acabó de limpiar los platos, se fue al dormitorio y cogió el cepillo, que estaba encima de la mesita de noche. Se inclinó y dejó caer el cabello por delante para empezar a cepillárselo. Cien veces. Qué tontería. Aun así, lo hizo de todas maneras. El cuello del albornoz de felpa le entorpecía un poco, así que se irguió de nuevo, se lo quitó y volvió a inclinarse para seguir cepillándose el pelo. El fuego de la chimenea había calentado la casa lo suficiente como para que se sintiera cómoda desnuda. Dormiría así.

Cerró los ojos y se cepilló con fuerza, disfrutando del roce de las púas contra el cuero cabelludo limpio. El viento se había levantado de nuevo en el exterior. Oyó algo rozando la casa.

Cuando acabó, se irguió y se cepilló un poco hacia atrás y a un lado y otro. Luego lo dejó. Fue a la cocina para ponerse un vaso de agua. Apagó las luces. Volvió al dormitorio, se bebió el agua, dejó el vaso en la mesita y se metió en la cama. Estaba demasiado cansada como para leer nada. Apagó la lamparita.

Sintió la frescura de las sábanas contra el cuerpo desnudo. Oyó de nuevo el sonido en el exterior y se preguntó si ese viento significaba que llovería. Segundos después, ya estaba dormida.