4.17 A. M.

Nick siguió a una distancia prudencial al hombre a través de los grandes peñascos de granito. Había encontrado un arma, una buena: un trozo de madera de corteza suave, de un metro de largo y cinco centímetros de grosor aproximadamente. Más o menos del tamaño de la porra antidisturbios que casi le había partido la cabeza en aquella manifestación contra la guerra de Vietnam a la que asistió en Boston. Odiaba a los policías desde entonces, aunque en esos momentos deseaba con toda su alma que aparecieran. Estaba convencido de que el palo le haría falta. Solo tendría seis balas en el revólver cuando se enfrentara a ellos e incluso si acertaba con cada una de las balas seguiría quedándose corto. La idea lo aterrorizaba. No hacía más que repetirse: «No va a ser suficiente, no va a ser suficiente. No podré acabar con todos». Iba a tener que enfrentarse en una batalla cuerpo a cuerpo con una tribu de chiflados.

Pero tenía que intentarlo. Ya no era posible echarse atrás. Había visto lo que eran capaces de hacerle a una mujer, y dejar a Marjie en la estacada haría que se despreciara a sí mismo durante el resto de su vida. Le gustase o no, era incapaz de abandonarla. Se preguntó qué habría hecho si solo se hubieran llevado a Laura. ¿Los habría seguido? No lo sabía, pero lo dudaba. Se trataba de Marjie. Se sentía responsable de ella. Si su sentido de la responsabilidad siempre había sido muy fuerte, en esos momentos era inmenso. Se sentía alternativamente aterrorizado y eufórico. Iba a entrar en combate de nuevo. Había ganado la primera ronda o, al menos, no había perdido, y vencería de nuevo.

Recordó el día que había tenido un accidente de coche, unos cuantos años antes. Hacía sol, aunque el asfalto estaba resbaladizo por una breve tormenta. Un Volkswagen intentó adelantarlo y empezó a patinar. Le golpeó en la parte izquierda del parachoques delantero y lo lanzó por encima de un muro de contención. Hubo un momento que se había mantenido con toda claridad en sus recuerdos desde entonces, cuando estaba cayendo por el aire mientras el coche giraba sobre sí mismo antes de estrellarse con el techo contra el suelo. No pensó en las puertas reforzadas de acero, aunque fueron las que le salvaron el pellejo al impedir que acabase aplastado. En lo único que pensó fue en que, de algún modo, iba a salir indemne de aquella. Sabía que no le pasaría nada.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Salió del coche sin haber sufrido un solo rasguño. La gente a la que se lo contaba siempre decía que debió de tratarse de un milagro, pero él no lo creía. A él le parecía que había sido esa misma precognición la que le había salvado, la que le había permitido tranquilizarse y entrar en el mismo ritmo del accidente, la que había impedido la aparición de un pánico que quizá lo habría matado. En esos momentos tenía una sensación similar, una mezcla de miedo y emoción basada en el optimismo, una sensación de que, fueran cuales fuesen las probabilidades, todo saldría bien. Algo le dijo que no iba a morir esa noche. Esperaba que no fuera algo que todo el mundo sintiera cuando estaba al borde de un desastre, que realmente significara lo que parecía significar. Esperaba, por ejemplo, que John Kennedy no hubiera tenido ese mismo presentimiento camino del hospital, con la mitad del cerebro desparramado fuera del cráneo.

Observó al hombre mientras caminaba por la orilla delante de él. Sacudió el palo de madera unas cuantas veces para sopesarlo bien.

«Esto es para ti, cabrón babeante de ocho dedos. Tú vas a ser el primero si no hay nada que lo impida. Esto va por querer comerme, hijo de puta repugnante. Esto va por Carla».

Decidido y cauteloso, se mantuvo agazapado y avanzó a través de las rocas.