11.20 P. M.
Llovía en Manhattan. Marjorie vio a través de la ventana de su apartamento, en el segundo piso, como la lluvia caía inclinada y reluciente bajo la luz de una farola situada a media calle de allí. La oyó repiquetear contra el techo de un taxi aparcado debajo. Sabía, sin tener que mojarse, que aquella lluvia era helada. Un hombre con un chaquetón demasiado fino estaba de pie en un portal, a la espera de que alguien lo recogiera. Por una vez, la calle parecía limpia y resplandeciente. Se alegró de irse al campo.
Su madre le había enseñado una regla a la hora de hacer la maleta, y siempre la había seguido: empieza por los pies y acaba con el sombrero. Ella no utilizaba sombreros, pero era una buena regla de todos modos. Fue apuntando mentalmente lo que había metido en la maleta en el orden apropiado. Zapatos: dos pares, uno de vestir y otro más cómodo. Zapatillas de deporte. Calcetines y medias. Cinco bragas. Tampones (la regla le tocaba a finales de semana. «¡Mierda!»). Una combinación, una falda y dos pares de vaqueros. Un vestido de algodón sencillo. Blusas, camisetas. Un jersey, una chaqueta. Una bata. Una cuchilla para las axilas. Tenía la piel delicada y propensa a agrietarse, incluso a su edad, así que metió una pastilla de jabón Ivory y lo que le había recetado el dermatólogo. Por la mañana metería el cepillo de dientes, el gorro de ducha y el cepillo del pelo. Y con eso ya estaría todo.
Cerró la maleta y la colocó a los pies de la cama. Luego se dirigió a la mesa y se escribió a sí misma una nota para recordarse que debía regar las plantas por la mañana. Miró hacia fuera. El taxi ya se había marchado, lo mismo que el hombre que esperaba en el portal. La lluvia parecía caer con menos intensidad, casi convertida en una neblina pasajera. Según las noticias, la tormenta se disiparía a la mañana siguiente, por lo que, con suerte, tendrían un buen día para viajar. Se desvistió en el baño y se lavó la cara y las manos. Luego se puso la bata vieja, la que tenía un agujero en uno de los hombros. La verdad era que le gustaba ese agujero. Tenía buenos hombros.
¿Se le olvidaba algo? Caminó lentamente por la habitación, pero no se le ocurrió nada. Bueno, una nota más. Se acercó de nuevo a la mesa de escritorio: «Desenchúfalo todo». Eso lo dejaría para el final. Entró en la cocina y llenó un vaso de agua. Se lo bebió y llenó otro. Se lo llevó al dormitorio y al pasar apagó las luces del salón y de la entrada. Se metió en la cama con un ejemplar del Post que no había leído y el libro de Carla sobre Maine.
Primero el periódico. Tomó otro sorbo de agua y frunció los labios mientras se preguntaba de nuevo por qué compraba un periódico tan malo. Supuso que era para enterarse de lo que el Times no había incluido en sus páginas. Los escándalos. Los asesinatos.
Los asesinatos siempre la inquietaban. Leyó la sección, aunque sabía que no sería bueno para ella. Veneno para el cerebro. El titular era «Cinco muertos en la matanza del motín de Ryker». Se dio cuenta de la aliteración. Ese día había muchas noticias internacionales, pero esa era la historia de portada del Post. Normalmente ni siquiera se preocupaba por leer la noticia en sí. Con el titular ya tenía suficiente. Hojeó el periódico y las letras en negrita le informaron de las necrológicas del día: «Refugiados muertos…», «Pasajero de metro muerto…», «Mueren otros siete en Irán…», «Joven de diecisiete años violada y asesinada…».
Hubo dos noticias en concreto que sí leyó a pesar de todo. Eran tan extrañas que no pudo evitar que le llamaran la atención. En una de ellas se contaba que un jornalero de cuarenta y cinco años de Paramus había intentado prenderle fuego a su mujer. Salió al garaje después de discutir borracho con ella. Llenó un vaso de gasolina y se lo tiró por encima, pero, según informó la policía, estaba demasiado ebrio y no logró encender la cerilla. En la otra noticia, un hombre había colgado a su cachorro de sabueso del árbol de su patio trasero porque no le obedecía.
Marjie leyó las noticias con una fascinación morbosa. Nunca dejaba de asombrarle lo desesperada y desquiciada que podía llegar a estar la gente. Aquellas dos noticias eran tan extrañas que casi podían ser cómicas. Sin embargo, recordó que no eran simplemente noticias, que eran hechos reales que les habían sucedido a unos desconocidos, personas perturbadas, y que no eran divertidas en absoluto. «Las vidas repentinas de los desconocidos». ¿De dónde era eso? Su ánimo quedó ensombrecido y triste por un momento ante la imagen de un hombre que se alejaba de un cachorro agonizante. Tiró el periódico al suelo.
En Maine no podría conseguir el Post. Mejor.
Abrió el libro que Carla le había prestado, un ejemplar de lomo roto y muy usado que su hermana había encontrado en algún mercadillo de segunda mano. Breve historia de los bosques de Maine. Leyó sobre las leyendas indias relativas a las truchas y a los alces, y un relato sobre la construcción de la casa de verano de Roosevelt en Campobello Island, al otro lado del puente desde Lubec, cerca de la casa de Carla en Dead River. Su hermana le había señalado con lápiz rojo las fábulas locales de mayor interés. Marjie tomó un sorbo de agua y esperó que le llegara el sueño. El libro tenía un estilo pintoresco y algo pesado. No tardaría en quedarse dormida. Leyó el siguiente relato:
Barnet Light, en Catbird Island, se ve azotado por vientos con fuerza de galerna y mares enfurecidos, y es uno de los faros más aislados de la zona atlántica. Se encuentra sobre un peñasco inhóspito y escabroso que vigila desde lo alto Dead River, situado al otro lado de la bahía.
«Dead River» estaba subrayado en rojo. A Marjie le gustaba que su hermana se hubiera leído aquello antes. Le daba la sensación de que estaban leyendo una al lado de la otra.
Hoy día, Catbird Island es una reserva natural federal, y apenas recibe visitas de los turistas o de los habitantes de la región debido al peligro de un mar tan traicionero. El faro está abandonado desde 1892, cuando entró en funcionamiento el de West Quoddy Head para sustituirlo. Sin embargo, los inicios históricos de la isla son curiosos y merece la pena contarlos.
El faro se erigió por primera vez en la punta sur de la isla en 1827 y al principio no era más que una torre de madera en el extremo de una casa de piedra que solo era habitable con buen tiempo. Su luz fija se encontraba a unos veinticinco metros por encima del nivel de la marea alta. Sin embargo, cuando en 1855 se informó al Consejo de Faros de que la visibilidad era mucho menor a la requerida —treinta y cinco kilómetros—, y de que, además, se veía empeorada debido a que el faro permanecía envuelto por la niebla gran parte del año, se construyó una nueva torre, con una altura de treinta metros. También se llevó a cabo la reconstrucción de la casa del farero.
Ese mismo año se nombró a Daniel Cook farero de Catbird Island, adonde se trasladó con toda su familia: su esposa Catherine, su hijo Burgess, de doce años, y sus hijas Libby y Agnes, de trece y diez años respectivamente. Se alojaron en la casa de piedra de aquel lugar inhóspito, donde vivieron durante tres años sin incidente alguno.
Sin embargo, el 19 de enero de 1858, una tormenta terrible azotó la costa de Nueva Inglaterra y destrozó el dique de contención de la isla. El mar se adentró e inundó por completo la casa del farero, de modo que el único lugar en el que pudieron resguardarse fue la torre del faro. Por suerte, la construcción logró resistir la fuerza de la tormenta y tanto Daniel Cook como su familia sobrevivieron. Consiguieron salvar a todas las gallinas, excepto a una. Sin embargo, debido al mal tiempo, durante cinco semanas no se pudo acceder a Catbird Island.
Llegados a este punto, el relato se hace un poco confuso. Al parecer, Cook y su hijo partieron de la isla en la mañana del 29 o del 30 de enero al considerar que la tormenta había amainado lo suficiente como para que fuera posible navegar hasta tierra firme y conseguir provisiones, tanto comida como agua. Para entonces, ya se habían quedado sin gallinas. El bote era pequeño y la vela improvisada, y nunca más se supo de Cook o de su hijo. Mientras tanto, las raciones de la señora Cook y las niñas quedaron reducidas a un huevo y un plato de gachas al día, y esas raciones tampoco tardaron en desaparecer.
Finalmente, el capitán Warren de Booth Bay pudo viajar hasta allí el 23 de febrero. Solo encontró una superviviente, Libby, que para entonces estaba medio desquiciada y desfallecida por la falta de comida. Su sufrimiento había durado treinta y tres días. Por desgracia, la señora Cook había muerto el día anterior. Libby la había enterrado en una tumba poco profunda a unos pocos metros al norte del faro. Lo había hecho sola, ya que su hermana Agnes había desaparecido unos días antes. No se sabía si se había ahogado o se había perdido, pero ni Libby ni el capitán Warren y sus hombres hallaron rastro de ella.
El cadáver de la señora Cook fue exhumado y enterrado de nuevo en la Christ Church, en Lubec, pocos días más tarde. A Libby Cook la llevaron a la casa de una tía abuela, la señora White, también de Lubec. Vivió allí sola el resto de su vida después de que su tía muriera en 1864, aunque al parecer nunca se recuperó del todo de aquel suceso. Estaba convencida de que su hermana seguía viva en algún lugar de la isla, pero jamás se encontró rastro alguno de Agnes Cook.
Un mes después de aquel episodio se designó un nuevo farero para el faro Barnet, James Richards, de Dead River, quien se mantuvo en el puesto hasta principios del año siguiente, 1859, cuando renunció a favor de Lowell S. Dow, quien, al igual que Daniel Cook, se llevó con él a toda su familia: la esposa, una hija y un niño pequeño. La tragedia se abatió de nuevo sobre Catbird Island. En 1865, el hijo de Dow, que para entonces tenía siete años, desapareció. Se creyó que había sido arrastrado mar adentro mientras jugaba demasiado cerca de la orilla. Se inició otra búsqueda exhaustiva para encontrar al chico, pero sin ningún resultado. Aparte de aquella segunda tragedia, la solitaria isla permaneció habitada sin ningún otro incidente hasta que el faro fue abandonado veintisiete años más tarde.
Siempre es interesante destacar las conclusiones que los habitantes locales suelen sacar de estas desgracias. Como ya he comentado con anterioridad, los nativos de Maine son unos fabuladores natos. En este caso, la población local cuenta que Libby Cook tenía razón sobre su hermana Agnes. Según ellos, no había muerto en la isla, sino que se había vuelto salvaje tras enloquecer de hambre y se había escondido de su hermana y de su madre, ya moribunda, en una de las muchas cuevas de granito que salpicaban los acantilados septentrionales. La desaparición del hijo de Dow se le atribuyó a Agnes: un simple secuestro para aliviar la tremenda soledad que la consumía. Incluso hoy en día se dice que los dos niños fantasmas vagan entre las ruinas del viejo faro, rodeados de bandadas de charranes y de patos marinos, a la caza de jóvenes. Las madres más severas amenazan a sus hijos con el fantasma de Agnes Cook.
Marjie pensó que era el mejor párrafo en el que dejar de leer de noche: el final de un relato de fantasmas. Apagó la lámpara de la mesita. No tardó mucho en dormirse, con la comisura de los labios torcida hacia arriba con la sombra de una sonrisa. Fuera había dejado de llover y del río subió la niebla. El reloj siguió avanzando lentamente hacia la mañana.