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A la mañana siguiente llegó su padre en avión desde Texas. Yo esperaba a Gary Cooper y me encontré a un Lyndon Johnson salido de una prensa: bajo, rechoncho, grandes orejas con lóbulos de banjo, nariz de bebedor, mentón arrugado. El único nexo genético con Linda que pude advertir era un par de manos pequeñas y delicadas que mantenía pegadas a los costados. En sus ropas tampoco había nada propio de un ranger de Texas. Vestía una chaqueta deportiva azul gris, camisa amarilla de golf, pantalones a listas y zapatos de color castaño.

Me llamó señor un montón de veces, no muy seguro de quién era yo. Tampoco parecía estar muy seguro de quién era su hija. Cuando entró en la habitación del hospital, ella le recibió con una sonrisa desmayada y les dejé solos.

Se marchó con él al día siguiente por la mañana, prometiéndome que me llamaría en cuanto llegara a San Antonio. Y llamó aquella tarde. Pero esta vez la insegura pareció ella, como si alguien estuviera escuchando y no pudiera hablar con toda libertad.

Le dije que se concediera tiempo para restablecerse. Que iría a Hale para comprobar que los chicos estaban bien. Que me encontraba a su disposición cuando me necesitase. Me esforcé por resultar convincente, poniendo un poco de «tono terapéutico» en mi voz.

—Eso significa mucho para mí, Alex —dijo—. Sé que los chicos saldrán adelante. Quien me sustituye es realmente bueno. Fui a la escuela con él... hará un excelente trabajo.

—Me alegro.

—¿Puede llamarte? En caso de que necesite consejo...

—Pues claro.

—Gracias. Eres maravilloso.

—Mi cabeza se hincha, se hincha y se hincha.

—Hablo en serio. Lo eres. A propósito, Carla tiene un regalo... te lo compramos la semana pasada. Mark Twain. Las obras completas. Sé que te gustan los libros. Espero que te guste Twain.

—Me encanta Twain.

—Está encuadernado en cuero viejo. Es un juego realmente bonito. Yo misma lo busqué. Lo encontré en la tienda de antigüedades. Me gustaría estar allí para dártelo, pero Carla te lo enviará. A no ser que vayas tú a la escuela... Si es así, puedes recogerlo. Está en mi despacho, sobre la mesa.

—Iré. Gracias.

Pausa.

—Alex, sé que es pedirte mucho pero... ¿Crees que podrías venir aquí a pasar un tiempo conmigo? No ahora, pero quizás un poco más tarde.

—Suena estupendo.

—¡Magnífico! Te enseñaré esto. Verás qué bien lo pasas, te lo prometo. Tomarás sémola por segunda vez. Tan pronto como las cosas se calmen...

—Tengo muchas ganas de ir. Acordaos de El Álamo.

—Acuérdate de mí.

Robin se presentó aquel mismo día con bocadillos y vino barato, una bella sonrisa y un beso rápido y suave en los labios.

Nos sentamos frente a frente ante la mesa de caballetes de madera de fresno que Robin había tallado años atrás.

La primera vez en mucho tiempo que nos hallábamos en la misma habitación. Si lo hubiésemos convenido de antemano, habría pasado horas temiéndolo. Pero acabó bien. No hubo nada físico, no hubo nada disimulado, cálculos ni tensiones. No hurgamos en las viejas heridas ni abrimos la carne llagada. Sin rechazos. Simplemente ninguno de los dos parecíamos ver o sentir las cicatrices. O quizá fuese el vino.

Charlamos, comimos y bebimos; hablamos del lamentable estado del mundo, de los avatares de nuestros oficios y también de nuestras alegrías. Intercambiamos chistes malos. El espacio entre nosotros era terso y suave, tan suave como la piel de un bebé. Como si hubiésemos dado a luz algo sano.

Empecé a creer que la amistad era posible.

Cuando se marchó, mi soledad quedó templada por la placentera confusión de la esperanza. Y cuando se presentó Milo a recogerme, me encontraba de un talante sorprendentemente bueno.