6
La seguí hasta el lugar que había elegido. Estaba en Broadway con Santa Mónica y era uno de esos sitios donde puedes llenarte el plato con toda la ensalada que seas capaz de tragar: había verdura suficiente para abastecer una feria agrícola, mariscos a la plancha, montones de madera ahumada, ventiladores apáticos, reproducciones de Alphonse Mucha en las paredes y serrín en el suelo: nada realmente bueno ni realmente malo y precios moderados.
Construimos nuestras ensaladas y las llevamos a un reservado del fondo. Linda la devoró y repitió. Tras acabar su segundo cuenco se echó hacia atrás, se enjugó la boca y pareció un tanto avergonzada.
—Es bueno para el metabolismo —declaró.
—¿Hace usted mucho ejercicio?
—En absoluto. Y no le vendría mal a mis caderas.
Pensé que sus caderas estaban muy bien pero no dije nada.
—No sabe la suerte que tiene.
Llegó el plato fuerte y comimos sin hablar, en un cómodo silencio, como si fuéramos viejos amigos que aprovechan la pausa para relajarse.
—¿Qué piensa del hecho de que fuese una chica quien disparó? —me preguntó pasados unos minutos.
—Me sorprendió. A propósito, una de sus profesoras, la señora Ferguson, me dijo que la conocía y que le había dado clases en sexto curso.
—¿En Hale?
Asentí.
—Vaya con Esme... No me había dicho nada de eso, pero de haber alguien que lo recordase, tenía que ser ella. Lleva años y es de allí. Todos los demás llevamos poco tiempo trabajando en la escuela. Los intrusos, como nos llaman... ¿Qué más le dijo?
—Sencillamente, que era extraña y que su familia también lo era.
—¿En qué sentido?
—No lo aclaró. No quería hablar de eso.
—La Ferguson se deja impresionar fácilmente: es algo victoriana. Para ella, extraña puede ser cualquier cosa, hasta equivocarse de tenedor en la cena. Pero hablaré con ella y trataré de averiguar algo.
—¿Y los archivos? ¿Puede examinarlos?
—Lo intentaré, pero no creo que encontremos nada. Antes de que empezáramos a traer chicos del Este se hizo limpieza y la mayor parte de los archivos fueron trasladados al centro. Lo comprobaré mañana.
—¿Cuánto tiempo lleva en Hale?
—Desde el año pasado; me trajeron para encargarme del programa de autobuses; fue mi primer empleo tras el periodo de formación posdoctoral. Me parece que no les gusté, que querían deshacerse de mí cuanto antes y pensaron que lo conseguirían con unos cuantos meses en Hale.
—Pues vaya sitio para empezar.
Se sonrió.
—Pero se equivocaron y resistí. Era demasiado joven y demasiado tonta para saber lo que hacía.
—A mí me ocurrió lo mismo cuando empecé. Apenas concluidos mis estudios me ofrecieron un trabajo muy duro, con chicos cancerosos. A los veintisiete años dirigía un programa para dos mil pacientes y tenía a mis órdenes una docena de personas. Fue terrible, pero ahora me alegro de haberlo hecho.
—Cáncer... Qué deprimente.
—Lo era, a veces. Pero también tenía sus compensaciones. Se prolonga la vida de muchos. Algunos se curan y el número de curaciones va aumentando. Hicimos una gran tarea de rehabilitación: ayudar a las familias a enfrentarse con la situación, disminuir los dolores, orientar a los hermanos, investigación clínica que podría ser empleada casi inmediatamente... Eso era lo satisfactorio: ver cómo tus teorías se convertían en realidad. Ser útil a corto plazo. Tenía la sensación de estar haciendo algo bueno y de que cuanto hacía tenía un impacto sobre la realidad.
—Veintisiete años. Dios mío, ¿a qué edad se doctoró?
—A los veinticuatro.
Emitió un breve silbido.
—Un niño prodigio, ¿eh?
—No, simplemente un obsesivo. Empecé mis estudios superiores a los dieciséis y me desgasté los codos.
—Eso me suena a falsa modestia. La verdad es que yo también comencé a los dieciséis, pero en mi caso no se trataba de nada extraordinario. Era un pequeño centro texano donde podía destacar cualquiera que dominase el inglés y tuviera medio cerebro.
—¿En qué parte de Texas?
—San Antonio.
—Bonita ciudad. Estuve allí hace diez años haciendo un trabajo para la facultad de Medicina. Di un paseo por el río, probé por primera vez la sémola y me compré unas botas.
—Recordad El Álamo —dijo, levantando su taza de café.
Más frío. Hora de cambiar de rumbo.
—Así que aquí estamos, un par de chicos precoces que gozan de los frutos del éxito.
—Oh, sí —repuso, aún tensa—. Maravilloso, ¿verdad?
—¿Qué la empujó a dejar de enseñar y hacer el doctorado?
—Podría darle muchas explicaciones altisonantes, pero si he de ser sincera, no era muy buena profesora. Me faltaba paciencia. Me costaba mucho tratar con alumnos que no eran brillantes. Quiero decir que... Podía sentir una simpatía abstracta hacia ellos pero me rechinaban los dientes mientras esperaba que dieran la respuesta correcta. —Se encogió de hombros—. No le parezco una persona muy inclinada a la compasión, ¿eh?
—Lo suficiente para escoger otro camino.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Era eso o convertirme en una bruja; regresaba todos los días a casa odiándome a mí misma. Pero usted debe de tener toneladas de paciencia.
—Con los chicos, sí; con el resto del mundo... no siempre.
—¿Y cómo es que ya no se dedica a la terapia? El detective Sturgis me dijo que estaba retirado. Yo esperaba un anciano.
—Lo dejé hace unos años y aún no he vuelto. Es una larga historia.
—Me gustaría oírla.
Le proporcioné una versión abreviada de los últimos cinco años:
—Orfelinatos, muerte y degradación. Recibí una sobredosis de miseria humana y abandoné. Luego viví de las inversiones inmobiliarias realizadas en el boom californiano de finales de los setenta. Después la redención: echaba de menos las alegrías del altruismo pero no quería consagrarme a la terapia a largo plazo, por lo que llegué a una solución de compromiso y me dediqué a las consultas de tiempo limitado y los informes periciales para abogados y jueces.
—Y policías.
—Sólo uno. Milo y yo somos viejos amigos.
—Lo comprendo. Los dos poseen algo... calor. Intensidad. El deseo de hacer las cosas a conciencia. —Se echó a reír, nuevamente avergonzada—. ¿Qué le parece este psicoanálisis casero, doctor?
—Todos los elogios son bien recibidos.
Rió de nuevo.
—Conque inversiones inmobiliarias, ¿eh? Es usted un hombre afortunado. Yo no sé qué haría si no tuviese mi trabajo. Quiero decir, que a veces lo odio... Tal vez debería decidirme y trabajar a jornada completa en el Club Hed.
—Su vieja y pobre paciencia debe de sufrir bastante, ¿no?
—Cierto. Pero al menos puedo cerrar la puerta, desahogarme, gritar, tirar algo... Carla es tolerante. Lo que yo quería hacer era no perder el dominio de mí misma frente de los chicos y hacerles pagar mi intemperancia. Además, eso de que hablaba usted, la oportunidad de hacer algo, de ser eficaz en gran escala, resulta atrayente. Quiero decir que si consigo establecer algo sistemático, algo que de verdad funcione, influyo en cada ocasión en un par de centenares de chicos. Pero lo que realmente odio es saber lo que hay que hacer, saber cómo hacerlo y tropezar en el camino con todos los estúpidos obstáculos. —Meneó la cabeza y añadió—: Odio a los burócratas. Pero hay días en que me siento, observo toda la basura que hay sobre mi mesa y comprendo que soy una burócrata.
—¿Ha pensado en hacer alguna otra cosa?
—¿Qué? ¿Volver a la escuela? No, señor. Tengo veintinueve años. Llega un momento en que una ha de asentarse y echar raíces.
Me pasé la mano por la frente.
—¿Veintinueve? A punto de la mecedora en el porche.
—A veces creo que me vendría bien —dijo ella—. Pero miren quién está hablando. Usted no es mucho mayor.
—Ocho más.
—Caray, abuelo. Apriétese las correas del braguero y páseme el Geritol.
Llegó la camarera y nos preguntó si queríamos postre. Linda pidió una tartaleta de fresas y yo un helado de chocolate. Sabía a yeso y lo dejé a un lado.
—¿No está bueno? Pruebe algo de esto.
Entonces volvió a ruborizarse. Por la intensidad de su enrojecimiento parecía como si me hubiese ofrecido un seno desnudo. Recordé cómo rechazaba los cumplidos y pensé que debía de ser una persona muy desconfiada y celosa de su intimidad: quizá tuviera alguna herida psicológica por cicatrizar. Mi turno de practicar el psicoanálisis casero... Pero ¿por qué no iba a ser reticente? Apenas nos conocíamos.
Tomé algo de la tartaleta, más por no desairarla que porque tuviese hambre. Apartó la mayor parte de la nata batida, comió una fresa y dijo:
—Es fácil hablar con usted. ¿Cómo es que no se ha casado?
—Existe una mujer que podría responder a esa pregunta.
Alzó los ojos. Había una miga de la tartaleta en su labio inferior.
—Lo siento.
—No tiene por qué disculparse.
—No, realmente lo siento. No pretendía husmear... Bueno, sí, claro que pretendía hacerlo, ¿verdad? Pero no me di cuenta de que hurgaba en algo doloroso.
—En absoluto. Ya se curó. Todos tenemos nuestras pequeñas heridas.
No mordió el anzuelo.
—El divorcio es terrible. Es el pan de cada día, cierto, pero sigue siendo terrible.
—No hubo divorcio. No llegamos a casarnos, aunque era como si lo estuviéramos.
—¿Cuánto tiempo vivieron juntos?
—Poco más de cinco años.
—Lo siento.
—Tampoco hay razón para disculparse por eso.
Comprendí que mi tono se había endurecido: verme obligado a ser el único que confesaba cosas me había irritado.
Como un globo, la tensión llenó el espacio entre los dos. Nos concentramos en el postre a la espera de que se fuera deshinchando poco a poco.
Cuando concluimos insistió en hacer cuentas separadas y pagó la suya con dinero.
—Bien, doctor Alex Delaware —dijo mientras guardaba la cartera—, hablar con usted ha sido muy instructivo, pero tengo que volver a casa a ocuparme de algunos papeles. ¿Irá mañana a la escuela?
—A la misma hora en el mismo sitio.
Nos pusimos en pie. Tomó mi mano entre las suyas. El mismo contacto suave y sumiso, tan desacorde con todo el resto de su personalidad... Sus ojos parecían brasas.
—Quiero darle las gracias. Sí, de veras... Es usted muy amable y sé que no soy la persona más fácil de tratar.
—Yo tampoco soy todo dulzura.
Frente a frente. Silencio tenso. Deseé besarla pero me limité a acompañarla hasta su coche y a observar el movimiento de sus caderas y de sus piernas cuando entró en él.
Al separarnos comprendí que habíamos hablado mucho más de nosotros mismos que del tiroteo.
Pero cuando me encontré a solas dentro del Seville mi mente volvió al tiroteo en la escuela. Compré la última edición de un vespertino en el 7-Eleven que había más cerca de Barrington, conduje hasta Westwood y seguí hacia el norte a través de la localidad. En el semáforo rojo del cruce de Hilgard y Sunset eché un vistazo a la primera página.
Dos fotos: una del cobertizo, titulada EL CUBIL DE LA AGRESORA, y otra de Holly Lynn Burden compartían la parte superior central de la página. A la derecha un titular en cuerpo 64 gritaba: UNA MUJER ATENTA CONTRA LA ESCUELA Y ES ABATIDA POR AYUDANTE DE LATCH. PÁNICO ENTRE LOS NIÑOS QUE JUGABAN EN EL PATIO. AGRESORA ABATIDA POR MIEMBRO DEL EQUIPO DEL CONCEJAL.
La foto de Holly parecía proceder de un álbum escolar: un cuello blanco sobre un jersey oscuro, collar de perlas de una sola vuelta y expresión algo tensa. Era la misma cara que había visto en la fotocopia del permiso de conducir pero más joven, con algo de gordura infantil que suavizaba sus rasgos. Llevaba el cabello más largo, hasta los hombros, y tras sus gafas de montura negra asomaba la misma mirada embotada.
El semáforo se puso verde. Alguien hizo sonar su bocina. Dejé el periódico y me interné en la corriente cromada de Sunset. El tráfico era lento pero fluido. Cuando llegué a mi casa leí rápidamente el resumen inicial y, con más lentitud, la biografía de la agresora.
Holly Burden había vivido los diecinueve años de su vida en Paseo Jubilo con su padre, Mahlon Burden, de cincuenta y seis años, «viudo asesor técnico autónomo». No se había hecho público el contenido de las declaraciones del padre a la policía y él no había querido hablar con la prensa. Otro tanto había sucedido con un hermano de la agresora, Howard Burden, de treinta años, que vivía en Encino.
Gracias a los archivos del Consejo escolar, el periódico había descubierto que Holly estudió en Hale, pero no mencionaba a Esme Ferguson ni a ninguna otra persona que la recordase.
Después asistió a una escuela secundaria cercana y luego al instituto de Pacific Palisades, que abandonó cuando le faltaba un semestre para conseguir graduarse.
Los tutores escolares apenas la recordaban, pero un consejero de la escuela secundaria consiguió localizar su expediente académico, que la describía como una mala estudiante «que no participaba en aquellas actividades que no fuesen obligatorias». Los escasos profesores que se acordaban de ella la describieron como callada, discreta. Un profesor de lengua dijo que tenía «problemas de motivación, carecía de inclinación académica y no era competitiva», pero no había participado en programas de recuperación. No era una alumna de la que enorgullecerse pero nadie había detectado el más ligero indicio de perturbación mental seria o de violencia.
Los vecinos «de esa calle tranquila y arbolada de un distrito acomodado del Oeste» se mostraron mucho más explícitos. Sin querer revelar su identidad, describieron a los Burden, padre e hija, como «hoscos y reservados» y dijeron que «no se relacionaban con la comunidad, se mantenían aislados». De Mahlon Burden decían que se trataba de una «especie de inventor, algunos le consideraban un excéntrico»; opinaban que Holly era «una chica rara que se pasaba todo el día en casa, por lo general dentro; nunca tomaba el sol, estaba tan pálida como un fantasma». «Nadie sabía muy bien qué hacía; había dejado la escuela y no parecía dedicarse a ningún trabajo.» «Corrían rumores de que se hallaba enferma. Quizá fuera algo mental.»
El reportero empleaba ese quizá como un puente que le permitía llegar a la siguiente parte del reportaje: las suposiciones acerca del estado psíquico de Holly Burden, formuladas por el habitual manojo de expertos dispuestos a pontificar sin el beneficio de los datos. Entre estos amigos de las suposiciones destacaba el «doctor Lance L. Dobbs, psicólogo clínico y director de Cognitivo-Espiritual Asociados de Los Ángeles Oeste, una autoridad en el impacto psicológico de la tensión infantil, contratado por el Consejo escolar para tratar a los pequeños afectados de esa escuela».
Dobbs calificaba a la chica muerta como «una probable personalidad esquizoide antisocial y sociópata, el tipo de carácter aberrante adquirido, no innato», y luego arremetía contra la sociedad por «no atender las necesidades del desarrollo espiritual de sus jóvenes». Describía su plan de tratamiento en estos términos: «Es un programa general y sistemático de intervención en caso de crisis que incluye el empleo de terapeutas bilingües. Ya hemos empezado a trabajar con las víctimas y estamos haciendo grandes progresos. Sin embargo, basándonos en nuestra anterior experiencia, esperamos reacciones bastante graves en algunos pequeños que deberán ser tratados más intensamente».
Pura Tierra de Nunca-Jamás.
El reportaje concluía con una semblanza del héroe del día.
Darry Bud Ahlward, de cuarenta y dos años, era calificado de «primer ayudante administrativo» del concejal Gordon Latch. Algo más que un guardaespaldas, a no ser que ése fuera el modo que tenía Latch de incluir a su gorila en la nómina municipal, porque Ahlward no parecía otra cosa: ex instructor de marines, culturista y experto en artes marciales, todo lo cual encajaba con el individuo taciturno y bronco que conocí el día anterior.
Lo que no podía encajar era ese tipo de criptosoldado al servicio de alguien con los antecedentes políticos de Latch. Aparentemente, ya le habían hecho alguna pregunta a Latch sobre ese particular y él lo había explicado, citando una «conexión entre Bud y yo, sobre todo a propósito de las cuestiones ambientales».
Dejé el periódico sobre la mesa.
Una catarata de quiénes, qués y cómos.
Sin ningún porqué.
Llamé a mi servicio de mensajes. Todo eran llamadas rutinarias a excepción de una en que me decían que me pusiera en contacto con el despacho del parlamentario Samuel Massengil, acompañada de dos números telefónicos: uno era local, el otro tenía el código 916, correspondiente a Sacramento. Sentí curiosidad. Llamé al número de Los Ángeles y escuché un mensaje grabado en el que se expresaba la disposición del parlamentario Massengil para ponerse al servicio de sus electores; seguía una lista de oficinas y números en donde podían obtenerse muchos «servicios municipales y del condado», evitando así el contacto con el parlamentario Massengil.
Finalmente, un pitido. Dejé mi nombre y mi número y me acosté con la cabeza llena de interrogantes.