25
En la acera, Milo explicó:
—No tenía nada que hacer esta noche; así que fui a dar un paseo. Hacia las nueve y media vi que su coche describía muy lentamente una vuelta a la manzana y que reducía todavía más la marcha al pasar frente a la escuela. A la tercera vuelta decidí poner la luz en el techo de mi coche y detenerle. Llevaba la palanca en el asiento contiguo. Es un crío estúpido. Cuando me vio, casi se lo hizo en los pantalones.
—Ya oyó usted a la madre —dijo Linda—. Todos esos problemas escolares...
—Como en el caso de Holly —dije.
—Pero no se conocían —agregó Milo—. Le interrogue muy a fondo. Carece de antecedentes y no pertenece a ningún grupo o banda, así que al parecer ésta es la única fechoría que cometió... o la única por la que le han pillado.
Linda le daba la espalda. Milo alzó una ceja. Quería saber cuánto le había dicho a ella.
Negué disimuladamente con la cabeza.
—Quizás hayas acabado con toda una carrera delictiva en ciernes —le dije.
—Su carrera no habría durado mucho. Sólo atrapamos a los tontos. En cualquier caso, es tiempo de despedirme. Perdón por despertarla pero imaginé que querría saberlo.
—Sí, gracias —repuso Linda—. Me alegro de que llamase. ¿Cree que obré bien?
—Me parece una opción tan buena como cualquier otra. Cuando el sistema juvenil se hace cargo de algo así, el culpable recibe un sermón bastante duro. A veces, claro está... Con un juez difícil, podría pasar una semana en una granja penitenciaria y conocer algunos tipos a los que no debería conocer. Pero si le falla, hágamelo saber. Siempre puedo mover algunos hilos y dejarle realmente asustado.
—De acuerdo —dijo Linda—. Y gracias de nuevo.
—Bon soir —dijo Milo, y se alejó.
—Es un buen hombre —afirmó Linda.
—No seré yo quien te lo discuta.
Volvimos a mi casa y descubrimos que estábamos demasiado nerviosos para dormir. Encontré una baraja en un cajón de la cocina y jugamos distraídamente unas cuantas manos de gin-rummy. Finalmente, nos acostamos, apagamos la luz y nos quedamos dormidos el uno junto al otro.
Al día siguiente, la acompañé a su piso y subí con ella. Se puso un vestido lila, recogió su coche alquilado en el garaje subterráneo y se fue a la escuela. Yo hice otro tanto después de realizar algunas gestiones. De la verja todavía colgaban algunos gallardetes. Por lo demás, el recinto estaba silencioso, casi espectral: la depresión de la mañana siguiente.
Aguardé en el despacho de Linda mientras ella investigaba si habían surgido problemas de adaptación después del concierto. Algunos profesores dieron cuenta de cierta turbulencia pero se consideraron capaces de calmarla. A mediodía me reuní con ellos y me marché en cuanto estuve convencido de que todo iba bien.
A la una me llamó Mahlon Burden.
—¿Algún progreso, doctor Delaware?
—Ayer estuve con su hijo.
—Excelente. ¿Y?
—No me contó nada nuevo sobre Holly pero dice que usted le visitó hace cosa de un mes y que se sentía preocupado por ella.
Pausa.
—Sí, es cierto. Yo sabía que Howard había estado... husmeando en torno a esta casa a propósito de ella. Su mujer y él creían que lo ignoraba, pero desde luego lo supe. Como entonces se veían más, pensé que podría decirme cuál era la causa de su tristeza.
—¿Tristeza?
—Holly estaba retraída y encerrada en sí misma. Más de lo habitual.
—¿Cuándo empezó a verla así?
—Vamos a ver... A finales de septiembre o comienzos de octubre. Lo recuerdo porque acababa de salir mi catálogo de otoño. Perdóneme por no haberlo mencionado cuando estuvo aquí pero con todo lo que ha pasado, se me fue de la memoria. No funciono a toda mi capacidad.
—¿Sospechaba usted que sus contactos con Howard fuesen la causa del retraimiento?
—Yo no sospechaba nada, doctor. Simplemente trataba de desarrollar unas hipótesis. Claro está que usted me proporcionó una: la muerte del chico negro, y eso ocurrió a finales de septiembre. Holly y él habían intimado más de lo que creí. ¿Qué más sabe de él aparte de que fuese un drogadicto?
—Algunas personas que le conocieron dudan que fuese un drogadicto.
—¿Personas?
—Ted Dinwiddie.
—Ted Dinwiddie. —Burden lanzó una risita—. Ése no es exactamente un Einstein. Howard solía hacerle las tareas escolares. ¿Dónde mataron a Novato?
—En el sur de Los Ángeles.
—El sur de Los Ángeles... Antes de los disturbios lo llamaban Watts. Nunca podré comprender que unas personas quemen sus propias casas y ensucien sus propios nidos. ¿Mencionó su amigo detective a qué banda pertenecía?
—No hay pruebas de que perteneciese a ninguna banda.
—En esta ciudad drogas significa bandas. O al menos, eso dicen. ¿Qué más puede contarme de él?
—Eso es todo.
—De acuerdo. Entonces, ¿qué tenemos ahora en nuestra agenda?
—Señor Burden, no he averiguado nada que exculpe a Holly. Y, para ser sincero, no se me ocurre forma alguna de avanzar en esa dirección.
Pausa.
—Eso es muy decepcionante, doctor. —Pero no parecía decepcionado. Ni sorprendido—. ¿Ha pensado en hablar con miembros de la familia de Novato e investigar sus antecedentes?
—Procedía del Este. Aquí no tenía familia. Y, francamente, señor Burden, no veo que eso tenga ninguna utilidad en términos de lo que desea usted.
—¿Por qué, doctor?
—No parece que exista ninguna conexión con Holly.
Silencio al otro extremo de la línea.
—Lo siento —dije—. No veo nada que me permita realizar la evaluación que usted cree necesitar.
—Lamento que piense eso. ¿Por qué no viene otra vez? Juntos podríamos reflexionar y llegar a elaborar algunas hipótesis.
—Tal vez dentro de un tiempo. Ahora estoy muy ocupado.
—Ya veo. Pero no me estará cerrando la puerta, ¿verdad?
—No. La puerta no se ha cerrado.
—Bien. —Pausa—. Vaya barullo hubo ayer en la escuela. Los periódicos cuentan que el concejal Latch llevó allí a un cantante de rock para divertir a los niños. ¿Fue una maniobra política?
—A tambor batiente.
—¿Por qué no? Aprovecha el momento. Antes de que se dé cuenta, acabarán bailando sobre la tumba de mi hija.
Milo llamó una hora más tarde y le hablé de mi visita a Howard Burden. Le describí el deterioro mental que Howard había advertido en su hermana tras la muerte de Novato. Le conté que se apoderó de un fusil. Vansi dos.
—¿Dos qué?
—Ni idea.
—Hum —dijo—. ¿Qué opinarías de que quisiera ver muertas a dos personas? Massengil y otro más.
—¿Latch?
—Podría ser —dijo Milo—. Dos pájaros de un tiro. O quizá proyectaba matar a Massengil en la escuela y luego correr hacia la víctima número dos. No es infrecuente que estos chiflados tramen planes muy complejos... auténticas quimeras. Pero no hace falta que te lo recuerde, ¿verdad? En cualquier caso esto confirma la imagen del asesino solitario, y el que le echara mano al arma dos semanas antes del tiroteo revela premeditación. Para empezar, era una débil mental; la muerte de Novato debió de trastornarla y se pasó mes y medio incubando la rabia. Fue al armero y experimentó la sensación de empuñar un fusil. Y luego, bang. ¿Qué tal lo hago, psicológicamente hablando?
—Bastante bien.
—Pues no creo que le guste al papaíto.
—Acabo de hablar con él. Le puse en lista de espera.
—¿Hasta cuándo?
—Indefinidamente.
—¿Te faltó valor para despedirle?
—No tengo nada que ofrecerle. Pero por lo que sé, sus defensas están a punto de desplomarse. No quiero ser más duro.
—Creí que no te gustaba.
—Y sigue sin gustarme, pero eso no altera mis responsabilidades. Además, la situación de ese individuo es penosa. No tiene nada que se parezca ni de lejos a una familia. Su hijo le odia... Resulta obvio que quería que hablase con él porque no existe comunicación alguna entre los dos, así que decidí no ser demasiado duro.
—Interesante —comentó Milo.
—¿Qué?
—Tener un trabajo en el que debes vigilarte constantemente, preocuparte por los sentimientos de los demás.
—Eso también es parte de tu trabajo.
—A veces. Pero en general las personas de las que me ocupo están muertas. A propósito, llamé al Santa Monica College. Novato se matriculó para el curso de verano pero lo abandonó al cabo de una semana.
—Estuvo lo suficiente para que su nombre fuese inscrito en el Centro de Empleo.
—Eso es lo que yo pensé también. Probablemente fue la razón de que se matriculara. Sin documentos de identidad ni referencias, le habría sido difícil encontrar trabajo.
—A Dinwiddie probablemente le gustó que procediese de un centro educativo. Siente nostalgia de su época de estudiante.
—Lo que me pregunto es por qué quería Novato un puesto mal pagado si estaba vendiendo drogas —dijo Milo.
—¿Una tapadera? Smith dice que ahora se muestran muy cuidadosos con eso.
—Quizá. Pero fuera como fuese, no sé nada que valga la pena seguir investigando. Mi fuente en el Centro del Holocausto llega esta tarde en avión desde Chicago. Eso es lo último que haré en este asunto. Tengo cita con ella a las cinco. ¿Has estado allí alguna vez?
—No.
—Pues deberías verlo. En realidad, todo el mundo tendría que verlo.
—No tengo nada que hacer a esa hora.
—Tú conduces.
Varios andamios y una valla de madera marcaban el lugar de las obras cerca de un edificio de dos pisos de ladrillo blanco y mármol negro.
—El museo —indicó Milo—. La Casa de la Tolerancia. El mes pasado iniciaron las obras.
El tráfico estaba congestionado en un radio de media manzana en torno del lugar. Los motores gruñían, se alzaban espesas nubes de polvo y los martillos resonaban entre el zumbido de los vehículos detenidos. Un obrero con casco y chaqueta anaranjada dirigía la maniobra de una grúa que daba marcha atrás para penetrar en el bulevar. Una agente del tráfico provista de guantes blancos y silbato contenía el rebaño de coches.
Milo se inclinó hacia el centro del Seville y observó por el retrovisor. Un momento después volvió a mirar.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Sus ojos iban de un lado para otro.
—Vamos, Milo.
—No es nada. Hace un rato pensé que nos seguía alguien. Pero probablemente no es nada.
—¿Probablemente?
—No hagamos una montaña de un granito de arena. —Se retrepó en el asiento.
—¿En dónde le viste?
—Cerca de los estudios de la Fox. Tal vez sea cosa de mi imaginación. Ahora no parece haber nadie. Pero hay tantos coches que no puedo estar seguro.
—Tal vez no fuese tu imaginación. La semana pasada tuve esa misma sensación un par de veces.
—¿Sí?
—Y también lo atribuí a mi imaginación.
—Probablemente era eso.
—¿Probablemente?
—Alex, ya te he dicho que no debemos hacer una montaña de un granito de arena. Aun suponiendo que sea cierto, se tratará del Departamento.
—¿Por qué dices eso?
—Por el coche: un sedán Plymouth gris con ruedas negras y antena de radio. A excepción de los de la lucha contra el narcotráfico, que usan modelos caros confiscados, el Departamento todavía no ha descubierto los efectos especiales.
—¿Y por qué iba a seguirnos el Departamento?
—No nos siguen. Me siguen. Quizás he pisado a alguien. Tengo unos pies muy grandes.
Y sacudió sus zapatones.
—¿Frisk?
Se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Es el tipo de juego de Kenny, pero podría ser cualquiera. Nunca caigo demasiado bien.
—Pero ¿y los que me siguieron? ¿O es que soy culpable por asociación?
—¿Los? ¿Cuántos?
—Dos en ambas ocasiones. La primera era un Toyota pardo y luego algún tipo de sedán. Me parece que la segunda vez eran un hombre y una mujer.
—Demasiado imaginativo para el Departamento. ¿Cuándo y dónde sucedió?
—En las dos ocasiones, de noche. Al salir de restaurantes. La primera vez iba solo, en Santa Mónica. La segunda fue la noche del domingo, con Linda, en Melrose, cerca de La Brea.
—¿Cuánto tiempo te siguieron?
—No mucho.
Y entonces le conté cómo me metí en la estación de servicio para rehuir al Toyota pardo.
Sonrió.
—Espléndida maniobra. ¿Cómo reaccionaron?
—Se limitaron a seguir adelante.
—¿Y la segunda vez?
Meneé la cabeza.
—Me desvié hacia una calle lateral y desaparecieron.
—No es algo muy habitual —dijo—, y el caso de ahora es distinto. Un solo tipo: hombre, blanco, anodino... Y no se pegó a nosotros. Nos siguió a distancia, tal y como te enseñan en la academia de policía. Eso es lo que me llamó la atención, el espacio que dejó entre los dos coches. Profesionalidad. Un civil nos habría perdido. Hasta a mí se me podría haber pasado por alto. Incluso ahora no estoy seguro de que me siguieran. Si el Departamento se molestase en emplear a dos agentes para ir tras alguien, lo más probable es que el segundo estuviese en otro coche alternándose. Los tuyos, por otra parte, resultaban harto evidentes. Les viste, ¿no? Eso me induce a sospechar que no te seguían. Pese a todo, Alex, voto por la imaginación.
—¿O sea que lo tuyo es real y lo mío fantasía?
—Me limito a mantener una perspectiva sana, nada más. Probablemente lo mío también es fantasía.
Se retrepó, se esforzó por estirar las piernas y bostezó de un modo ostentoso. Por fin desapareció la grúa y avanzamos. Al girar, Milo observó los coches que nos adelantaban.
—Nada —dijo—. Olvídalo.
Nos detuvimos en el aparcamiento de visitantes, en la parte posterior del centro, al que dimos la vuelta a pie para entrar por la puerta principal. Tras pasar por un detector de metales, nos topamos con un vigilante de paisano. Pelo corto y negro, mandíbula prominente y mirada fría.
Milo se identificó.
—Venimos a ver a Judy Baumgartner.
—Esperen, por favor —dijo el agente con un cierto acento.
Retrocedió un tanto e hizo una llamada.
—Israelí —dijo Milo—. Desde lo de las esvásticas emplean a ex agentes del Servicio Secreto. Tipos muy duros... Resulta difícil tratar con ellos pero son muy eficaces.
El vigilante volvió al mostrador.
—Vendrá dentro de unos minutos. Pueden esperarla allá arriba.
Nos señaló un breve tramo de escalera. Al final había un descansillo con un mural en blanco y negro. Rostros de ojos desorbitados y expresiones aterradas. Me recordó las escenas de la televisión el día del tiroteo.
—¿Podemos echarle un vistazo a la exposición? —preguntó Milo.
El vigilante se encogió de hombros.
—Pues claro.
Bajamos por la escalera hasta el sótano. Un pasillo en penumbra, los sonidos de máquinas de escribir y los timbres de los teléfonos. Algunas personas pasaban por el corredor con ese aire de la gente atareada que tiene un propósito.
A la derecha de la escalera había una puerta negra con la palabra exposición en pequeñas letras de acero.
—Es temporal —me explicó Milo—, hasta que terminen el museo.
La puerta se abría a una sala de blancas paredes, moqueta gris y muy austera. Los muros estaban cubiertos de ampliaciones fotográficas.
Milo empezó a andar. Le seguí.
Primera fotografía: camisas pardas que golpeaban y pisoteaban a ancianos judíos en las calles de Munich.
La segunda: estólidos ciudadanos que avanzaban con pancartas:
RAUS MIT
EUCH DRECKIGE
JUDEN!
Me detuve, respiré hondo y proseguí.
Un soldado con gorra de plato y botas altas que no tendría más de diecinueve o veinte años cortando con unas tijeras la barba de un abuelo aterrado mientras otros soldados contemplaban la escena con cara de satisfacción.
Los comercios destrozados y saqueados de Berlín después de la Kristallnacht. Cruces gamadas. Pintadas en toscas letras góticas.
Edificios asolados. Caras humilladas.
Milo siguió adelante, pero un tríptico me obligó a detenerme ante el centro del primer muro. Escena invernal. Un bosque de coníferas monumentales sobre suaves dunas de nieve. En primer plano una fila de hombres y mujeres en cueros, agrupados ante unas fosas; algunos aún empuñaban palas. Docenas de rostros macilentos, pechos hundidos y genitales contraídos. Víctimas obscenamente desnudas en la helada belleza de un paisaje bávaro. Detrás de los prisioneros había una docena de SS armados con fusiles.
La foto siguiente: los SS con el arma al hombro. Un oficial alza una fusta. La mayor parte de los que cavaron las fosas les dan la espalda, pero una mujer ha vuelto la cara hacia los soldados. Su boca está abierta: grita. Ojos oscuros, cabellos negros, senos arrugados. Su vello púbico es una negra herida en la carne blanca.
Luego: cadáveres a montones, hasta rebosar las fosas, fundiéndose con la nieve. Un soldado que clava su bayoneta en un cuerpo.
Hice un esfuerzo por seguir adelante.
Primeros planos de una alambrada, colmillos de hierro. Un cartel en alemán. Un fragmento de algo colgando de los colmillos.
Perros gruñendo.
Ampliación de un documento. Columnas de números, márgenes rectos, una impresión perfecta, tan nítida como las anotaciones de un contable. Frente a cada columna, unas palabras manuscritas. Bergen-Belsen. Gotha. Buchenwald. Dachau. Dortmund. Auschwitz. Lands berg. Maidanek. Treblinka. Junto a cada nombre un número de clave. Contabilidad de cadáveres. Y muchas cifras. Una aritmética horrible...
Más imágenes blanquecinas: huesos descoloridos. Montones de huesos. Fémures, tibias y falanges tan blancos como las teclas de un piano. Pelvis peladas. Costillares bostezando al aire. Pedazos y fragmentos inidentificables.
Una montaña de huesos sobre polvo y grava.
Un incomprensible Everest de huesos festoneados por calaveras sin mandíbulas.
Mi estómago se agitó.
Otro documento ampliado: palabras alemanas de muchas sílabas. La traducción: MODO DE PROCEDER. La solución final.
Listas meticulosamente detalladas de los destinados al basurero.
Judíos. Gitanos. Subversivos. Homosexuales.
Miré a Milo. Estaba en el otro extremo de la sala y me daba la espalda. Manos en los bolsillos, encorvado, corpulento y predador como un oso de cacería nocturna.
Seguí andando sin dejar de mirar.
Una vitrina con latas de ZyklonB, el gas venenoso. Otra con jirones del uniforme a rayas de uno de los reclusos.
Niños pequeños con gorros y trenzas conducidos como ganado hacia unos trenes. Asustados, llorosos. Manitas que se extendían en demanda del amor de una madre. Caras agolpadas contra la ventanilla de un vagón.
Otro grupo de niños con uniformes impolutos, marchando bajo una bandera de la cruz gamada mientras saludaban brazo en alto.
Negras horcas bajo un cielo nuboso. Cadáveres que colgaban de las horcas y cuyos pies casi tocaban al suelo. Una leyenda que explicaba la construcción peculiar del patíbulo para que la caída fuese breve y lenta la muerte por estrangulamiento.
Torretas de vigilancia.
Más alambradas. Kilómetros de ellas.
Hornos de ladrillo.
Capas de algo abrasado y apelmazado.
Unos gatos gordos que lamían plácidamente un montón de aquella sustancia.
Laboratorios embaldosados que parecían las salas de un depósito de cadáveres. Piletas llenas de matraces. Cosas vagamente humanoides sobre las mesas.
Un párrafo que describía la ciencia del III Reich. Experimentos con agua helada. Experimentos sobre el color de los ojos. Experimentos de inseminación artificial. Experimentos de cruces de especies. Inyecciones de bencina para endurecer las arterias. «Cirugía» sin anestesia para apreciar los límites de la resistencia al dolor. Estudios sobre gemelos. Estudios sobre enanos. Hombres de aspecto eminente y de bata blanca que empuñaban escalpelos como si fueran armas.
Filas de tumbas ante un «sanatorio».
Milo y yo nos encontramos de cara. Cuando vi la humedad en sus ojos, comprendí que los míos también estaban húmedos.
Sentía la garganta como taponada con polvo. Quise decir algo pero la idea de hablar me provocaba un dolor en el pecho.
Se abrió la puerta de la sala. Apareció una mujer que, tras acercarse, dijo:
—Hola, Milo. Siento haberle hecho esperar.
Entre cuarenta y cinco y cincuenta años, alta, esbelta, con un largo cuello y una cara breve y ovalada. Cabellos cortos, grises y ahuecados. Llevaba un vestido de seda estampado en malva y azul y zapatos de gamuza azul. Su placa decía J. BAUMGARTNER, INVESTIGADORA SUPERIOR.
Milo estrechó su mano.
—Gracias por recibirme, habiéndola avisado con tan poca antelación, Judy.
—Por usted haría cualquier cosa, Milo. Si estoy muy horrible, échele la culpa a mis cuatro horas en O’Hare, a la espera del despegue. Ese lugar es un zoológico.
Tenía un aspecto excelente.
Milo nos presentó.
—Éste es el doctor Alex Delaware. Alex, Judy Baumgartner.
Me sonrió.
—Encantada de conocerle, Alex.
—Nunca había estado aquí —dijo Milo.
—Bien, entonces bienvenido especialmente. ¿Cuál es su impresión?
—Me alegra haberlo visto.
Mi voz era tensa. Asintió.
Abandonamos la sala y la seguimos por el pasillo hasta una pequeña estancia amueblada con cuatro mesas metálicas dispuestas en cuadro. Dos mujeres y un hombre, todos en edad universitaria, examinaban manuscritos y tomaban notas. Les saludó, ellos respondieron y volvieron a su trabajo. Las paredes estaban flanqueadas por estanterías del mismo metal gris. En la mesa libre había una caja de cartón.
—Hay una reunión en mi despacho, así que tendremos que quedarnos aquí —dijo Judy Baumgartner.
Se sentó detrás del escritorio con la caja. Milo y yo acercamos unas sillas.
Señaló la caja.
—Es lo de Ike. Hice que mi secretaria revisase el catálogo de las tarjetas de la biblioteca y sacase todo lo que había solicitado. Aquí está.
—Gracias —repuso Milo.
—He de decirle algo. Aún estoy bastante impresionada, Estaba en Chicago cuando recibí el mensaje de que quería verme y pensé que se trataba de algo relacionado con las agresiones antisemitas o quizás incluso de algún progreso en el asunto de Kaltenblud. Luego, al volver, Janie me explicó lo que deseaba y...
Agitó la cabeza.
—Era tan buen chico, Milo... Cordial, serio... realmente serio. Podías confiar en él. Por eso me extrañó tanto que dejara de presentarse a trabajar; constituyó una auténtica sorpresa. Traté de encontrar el número que me dio cuando se ofreció para trabajar pero había desaparecido. Lo tirarían. Hay tan poco espacio que constantemente hemos de desembarazarnos de papeles. Lo siento.
—¿Trabajó aquí? —inquirió Milo.
—Sí. ¿No se lo dijo Janie?
—No. Todo lo que sabía es que sacaba libros y que hacía algunas investigaciones.
—Para mí, Milo. Durante más de dos meses. Nunca faltó un solo día. Era de los más regulares. Su repentina desaparición me extrañó; no parecía cuadrar con su carácter. Le pregunté a los demás voluntarios si sabía qué había sido de él pero lo ignoraban. No había hecho amistades, era reservado. Por fin, tras un par de semanas de ausencia, lo atribuí a impetuosidad juvenil. Supuse que había sobrevalorado su madurez. No me esperaba... No sabía... ¿Cómo sucedió?
Milo le contó los detalles de su muerte y le dijo que tuvo lugar en una calleja frecuentada por drogadictos, pero omitió el informe de toxicología.
Frunció el ceño.
—Pues jamás me pareció un drogadicto. Si había un chico inteligente y recto, ése era Ike. Extraordinariamente recto, casi demasiado serio para su edad. Poseía una mente muy despierta. Claro que hay gente capaz de mantenerse así en tales circunstancias, ¿no es verdad?
—¿Cuándo empezó a desempeñar un trabajo voluntario?
—A finales de abril. Llegó de la calle y me anunció que deseaba ayudar. Era un chico de buena apariencia, con fuego en los ojos, con pasión. Me recordó cómo solían ser los estudiantes de los sesenta, y no es que le recibiera con los brazos abiertos. Quise asegurarme de su estabilidad, de que no era presa de algún súbito impulso. Y con franqueza, me sorprendió. No despertamos mucho interés entre los chicos no hebreos y con toda esa tensión reciente entre negros y judíos, lo último que me hubiera esperado sería un joven negro empeñado en investigar sobre el Holocausto. Pero era realmente sincero, además de listo. Es difícil encontrar a alguien como él. Los bien dotados suelen entregarse a sus carreras para enriquecerse pronto. Los que son como esos tres —y señaló a las restantes mesas—, constituyen la excepción.
—¿Conocieron a Ike?
—No. Acaban de empezar. Internos del otoño. El grupo de verano estaba formado por tres alumnos de la Universidad Yeshiva de Nueva York, otro de Brown, otro de la Universidad de Nueva York e Ike. Del Santa Monica College. Se fueron al comenzar el semestre de otoño. Ike no intimó con ninguno. En realidad, era un solitario.
—Usted dijo que era cordial.
—Sí. Es curioso, ¿verdad? Ahora que lo menciona... Era cordial, sonreía mucho y se mostraba cortés pero decididamente reservado. Cuando Janie me contó lo sucedido, pensé cuán poco me había contado durante la entrevista. Había llegado unos meses antes del Este, trabajaba y estudiaba. Dijo que le entusiasmaba la historia y que quería ser abogado o historiador. Mantuvo la conversación lejos de las cuestiones personales centrándola en lo que le importaba: la historia, la política y la inhumanidad del hombre con el hombre. Me atrajo tanto su ardor que le seguí la corriente y no formulé muchas preguntas de carácter personal. ¿Cree que ocultaba algo?
—Quién sabe —repuso Milo—. ¿No guarda su solicitud?
—No, lo siento. Tiramos toneladas de papel. Cualquier cosa para evitar que nos ahogue.
—Me gustaría poder permitirme ese lujo —dije—. Ya sueño en triplicado.
Sonrió.
—Agradezca no tener que tratar con el Gobierno federal. Al cabo de años de pugna, el Departamento de Justicia ha empezado a darnos nombres de antiguos nazis que aún viven aquí. Todos mintieron al solicitar el visado y ahora investigamos para darles su merecido; nos reunimos con fiscales en diversas ciudades y rellenamos montañas de impresos, tratando de convencerles para que actúen con mayor rapidez en la iniciación y ejecución de los trámites de deportación. Eso es lo que hacía yo en Chicago. Intentaba vérmelas con un amable vejete que tiene una tahona en el South Side con los mejores bollos de la ciudad, que regala a los chicos del barrio. El único problema es que hace cuarenta y cinco años ese vejete fue el responsable de que gasearan a mil ochocientos chicos.
El rostro de Milo se endureció.
—¿Le atraparon?
—Vamos a intentarlo. Ese caso concreto se presenta bien. Naturalmente, su familia y amigos armarán el escándalo habitual. Que nos hemos equivocado de individuo; que éste es un santo; que sería incapaz de matar a una mosca... Que le perseguimos sólo por su noble anticomunismo; Moscú está detrás de todo esto, fíjese. Como si los rusos nos dispensaran un trato de favor. Por no mencionar los lloriqueos de los estúpidos que no quieren conflictos y piensan que la naturaleza humana es básicamente pura y que lo pasado, pasado. Y claro está, la basura antisemita de quienes afirman que esto nunca pasó pero que si pasó, bien merecido se lo tenían. Los neobundistas básicos.
—¿Neo qué?
—Bundistas —sonrió—. Perdone, me refería a la Bund Germano-Americana. Fue un gran movimiento en este país antes de la Segunda Guerra Mundial. Se presentaba como una sociedad de fraternidad germano-americana, pero era simplemente una tapadera para el nazismo norteamericano. Los bundistas tuvieron una gran influencia en la corriente aislacionista, se manifestaron contra la intervención de Estados Unidos en la contienda y se ampararon en el movimiento «América primero», para solicitar nada menos que la esterilización obligatoria de todos los refugiados. Pero no era ningún grupo minúsculo y marginal. Celebraron mítines en el Madison Square Garden con miles de asistentes, banderas con la cruz gamada, marchas de los camisas pardas y el Horst Wessel. Montaron campamentos de instrucción paramilitar... dos docenas, con dormitorios para las «tropas de asalto». Su objetivo era establecer una colonia de habla alemana en el Estado de Nueva York, un nuevo país de los Sudetes: el primer paso hacia una América aria. Sus jefes eran agentes a sueldo del III Reich. Publicaban periódicos, disponían de un servicio de prensa y de una editorial llamada Flanders Hall. Obtuvieron ayuda de Charles Lindbergh y de Henry Ford; el Bundesführer, un individuo llamado Fritz Kun, era un químico de la Ford. También hubo muchos politicastros que les ayudaron. Se relacionaron con el padre Coughlin, con Gerald L.K. Smith y con muchos otros chiflados, pero después de Pearl Harbor sus líderes fueron perseguidos por espionaje y sedición y enviados a la cárcel. Aquello enfrió el movimiento pero no lo aniquiló. El extremismo es así. Un cáncer recurrente; siempre es preciso vigilarlo y cortar sus alas. Ahora son los cabezas rapadas, los revisionistas... el Holocausto jamás sucedió. Prosperan con las dificultades económicas; hace algunos años intentaron explotar los problemas de los agricultores. Lo más reciente es el odinismo, una especie de antigua religión nórdica. Rechazan el cristianismo como evolución de judaísmo. Luego existe otro grupo, el de quienes afirman ser los auténticos hebreos. Nosotros, los judíos, somos subhumanos, el linaje de Eva y la serpiente. Farrakhan3 dice el mismo tipo de cosas; los separatistas blancos se presentaron en uno de sus mítines y donaron dinero para la causa.
—Están chalados —dijo Milo.
—Pero son peligrosos. No les perdemos de vista ni un momento.
—¿Investigaba Novato a uno de esos grupos?
—No. Mantenemos a los voluntarios lejos de todo eso. Resulta demasiado arriesgado: recibo hasta dos amenazas de muerte a la semana. Él efectuaba tareas de bibliotecario: ordenaba libros y redactaba índices. En ocasiones le entregaba una lista de referencias y le encargaba que me las buscase. A veces le enviaba a otras bibliotecas, la de la Universidad de California en Los Ángeles o la del Colegio de la Unión Hebrea, o al edificio federal para recoger algunos documentos. Tenía una moto, lo que le facilitaba mucho la tarea. Fundamentalmente, lo que hacía era leer por su cuenta. Se quedaba en la biblioteca hasta la hora de cerrar y se llevaba libros a su casa.
Dirigió una mirada a la caja.
—Los he examinado. Al parecer, la mayoría se refieren a la historia del Holocausto, los orígenes y estructura del partido nazi y los grupos neonazis... Al menos, los que se llevaba. Disponemos de secciones muy amplias sobre derechos civiles y una enteramente dedicada a la esclavitud de los negros. Pero no sacó ningún libro de allí. Me sorprendió. Lo que me recuerda lo fácil que es caer en los estereotipos... es preciso combatirlos constantemente. Aun así, éste es el único caso que conozco de un chico negro concentrado exclusivamente en el Holocausto. Existía algo en él, Milo. Una ingenuidad, una sinceridad optimista, que resultaba de verdad emocionante. Supuse que en un par de años se desilusionaría y las perdería en buena parte, si no por completo, pero mientras tanto, era maravilloso contemplarlas. ¿Por qué querría matarle alguien? —Se interrumpió—. Vaya pregunta tan tonta, viniendo de mí.
—Siempre es una buena pregunta —observó Milo—. Lo que apesta son las respuestas. ¿Aludió alguna vez a su familia o a amigos suyos?
—No. La única vez que se refirió a algo remotamente personal fue hacia el final de su... Tuvo que ser al principio de septiembre. Acudió a mi despacho para entregar algunos libros y tras dejarlos se quedó por allí. De momento ni siquiera lo advertí, yo estaba muy atareada. Por fin me di cuenta de que seguía en la habitación y le observé. Parecía nervioso, como trastornado por algo. Le pregunté en qué estaba pensando. Empezó hablándome de unas fotografías que había visto mientras catalogaba: bebés muertos de los crematorios, los experimentos de Mengele... Se encontraba realmente afectado. A veces eso impresiona de repente, aunque se hayan visto miles de fotos semejantes. Le animé a que hablara y se desahogase. Comenzó a preguntarse cómo era posible que, si existía un Dios, permitiera tales cosas y por qué le sucedían a personas excelentes. ¿Por qué la gente no podía ser buena con su prójimo? ¿Por qué los hombres se traicionaban los unos a los otros y sometían a los demás a sus brutalidades?
»Cuando concluyó, le dije que ésas eran preguntas que la humanidad se había formulado desde el comienzo de los tiempos y que no había respuestas para ellas, pero que el hecho de que se las hiciera era señal de que se encontraba un tanto por encima de los demás, que no era tan superficial como la mayoría... La sabiduría de preguntarse. Que la clave para lograr que el mundo fuese un sitio mejor consistía en interrogarse constantemente y en no aceptar jamás la brutalidad. Entonces dijo algo extraño. Afirmó que el pueblo judío siempre está haciéndose preguntas, que los judíos no son superficiales. Lo declaró casi con voz anhelante, con reverencia. Le di las gracias por el cumplido, pero le advertí que los judíos no tenemos el monopolio del sufrimiento ni el de la penetración. Le dije que habíamos padecido más persecuciones de lo habitual y que esas circunstancias conducen a la introspección; pero que a la hora de personalizar, los judíos eran como los demás, buenos y malos, algunos profundos y otros superficiales. Me escuchó y a su rostro asomó una extraña sonrisa, un tanto melancólica y soñadora. Como si estuviese pensando en otra cosa... Entonces me preguntó si le gustaría más si fuese judío.
»Aquello me dejó realmente desconcertada. Le dije que me parecía muy bien tal y como era. Pero la cosa no acabó ahí. Deseaba saber qué pensaría de él si fuese judío. Le repliqué que siempre podríamos utilizar otro talento en la tribu. ¿Estaba pensando en convertirse? Me obsequió con otra de sus sonrisas enigmáticas y añadió que debería ser más flexible en mis criterios. Entonces se marchó. Jamás volvimos a hablar de eso.
—¿Qué entendía por «criterios»?
—Lo único que se me ocurre es que pensaba en una conversión reformada o conservadora. Yo soy ortodoxa. Él lo sabía y los ortodoxos tenemos criterios más estrictos; así que quizá solicitaba mi aprobación, pidiéndome que fuese flexible en mis criterios respecto a la conversión. Fue una charla extraña, Milo. Me propuse proseguirla en otra ocasión para tratar de conocerle mejor. Pero había tanto trabajo pendiente que jamás tuve la oportunidad de hacerlo. Inmediatamente después dejó de presentarse. Por un tiempo me pregunté si había estado acertada con mis palabras, si no le fallé en algo.
Se calló y entrelazó las manos. Abrió un cajón y extrajo un paquete de cigarrillos. Encendió uno y lo chupó con fuerza.
—Y pensaba dejarlo... Toda una semana sin fumar. Hablar de estas cosas no mejora mi fuerza de voluntad. Desde que recibí su mensaje no he dejado de pensar si necesitaba algo que no le di, si había alguna forma en que yo hubiera podido...
—Vamos, Judy, por ese camino no se llega a ninguna parte.
Extendió el brazo que sostenía el cigarrillo.
—Sí, lo sé.
Milo cogió el cigarrillo y lo aplastó contra el cenicero.
—¿Ha hablado con mi marido?
—Es mi trabajo. Proteger y servir. Tengo algunas preguntas más que hacerle sobre los grupos de fanáticos. ¿Algo nuevo en la escena local?
—Nada especial, los marginales de siempre. Quizás un ligero incremento en los incidentes que parece relacionado con la situación en Israel; gran parte del material impreso que hemos examinado recientemente insiste en la retórica antisionista. Los judíos son opresores, defensa de los derechos de los palestinos. Desde que la ONU aprobó lo de que el sionismo es una forma de racismo han vuelto a animarse. Básicamente, es un medio de revitalizar su mensaje. Y algunos de los fondos para la promoción de la peor literatura antisemita proceden de Arabia Saudí, Kuwait y Siria, así que estoy segura de que deberemos hacer algo al respecto.
—¿Y los que irrumpen en las casas y pintan consignas antisemitas en las paredes?
—Eso parece de adolescentes. ¿Por qué? ¿Hay mucho de eso? Si lo sabe, debería decírmelo.
—Sólo un incidente. En donde vivía Ike y en la casa inmediata. Su patrona era judía y el vecino es un rabino, así que probablemente no tenga nada que ver con Ike.
—Milo, ¿cree que le mataron por culpa de su trabajo aquí?
—Nada apunta a eso, Judy.
—Pero no lo descarta. Y está aquí porque tiene al menos la sospecha de que pueden haberle matado por eso.
—No, Judy, ni muchísimo menos.
—Kennedy —dije en voz baja.
Era la primera vez que intervenía desde que entramos en la estancia. Ambos se miraron.
—Sí —dijo Milo—. Hay algo más. Aparte de las frases antisemitas, escribieron «¡Acordaos de Kennedy!» ¿Tiene eso algún sentido para usted?
—Podría tenerlo —replicó—. Según de qué Kennedy se trate...
—¿Qué quiere decir?
—Si garrapatearon John F. Kennedy, no tendría mucha lógica. Pero hubo otro John Kennedy, un ex combatiente de la Confederación. Vivía en Pulaski, Tennessee, y fundó un club social para otros veteranos, llamado el Ku Klux Klan.
—¿Gamberros versados en Historia? —observé.
Milo no dijo nada.
Salimos de ahí con la caja de libros que Ike Novato había manejado.
—¿Qué te parece? —pregunté.
—Quién demonios lo sabe —repuso Milo.
—Pues creo que esto empieza a oler a política más que a drogas. Tanto Novato como la Gruenberg estaban muy interesados en los nazis. Los dos están muertos. Alguien entró en su casa y la llenó de pintadas racistas.
Milo frunció el ceño y se pasó una mano por la cara. Entonces empezó a sonar su buscapersonas.
—¿Quieres que busquemos un teléfono? —le pregunté.
—No. Llamaré desde tu casa.
Lo hizo. Cuando terminó, declaró:
—Tengo que marcharme. Una nueva muerte. Pero no te preocupes, no tiene nada que ver con tus nazis. Un parapléjico de una residencia de ancianos de Palm. Aparentemente, de causas naturales.
—¿Y cómo es que el DJ interviene en algo así?
—Uno de los empleados llevó aparte a mi subordinado y le dijo que el parapléjico estaba muy bien el día anterior y que ésta no era la primera muerte anómala que se producía en el lugar. El sitio rebosa violaciones de código sanitario: pacientes apaleados, sentados en su propia mierda, sin recibir sus medicinas... El propietario de la residencia tiene conexiones políticas. Mi chico se puso nervioso. Quería saber cuál era el procedimiento adecuado. El procedimiento consiste en que yo vaya allí y le sirva de niñera.
Se dirigió hacia la puerta.
—¿Planes para esta noche?
—Ninguno.
Señaló la caja de libros.
—¿Tendrás tiempo de echarles un vistazo?
—Pues claro.
—Es mucho material. Mejor será que busques primero anotaciones al margen, subrayados... ese género de cosas. Aparte de que incluso dentro de la clase de libros que eligió es posible que exista una subtendencia, un esquema más específico que el simple interés por los nazis... Si lo de Palm no se complica demasiado trataré de volver esta noche para ver si has conseguido algo.
—¿Vas a calificarme?
—No; es apto/no apto. Como en la vida real.