26
Mahlon Burden había dejado un mensaje a las cuatro.
—Me encargó que le dijese que está en libertad de seguir en donde ustedes dos lo dejaron —me dijo la operadora del servicio de avisos—. En cualquier momento.
—Gracias.
—Parecía un poco nervioso —me dijo—. Burden... ¿De qué me suena ese nombre?
Le respondí que no tenía idea, colgué, concluí un informe que hubiera debido terminar mucho antes y a las siete me senté ante la caja de los libros.
El primer volumen que tomé era una traducción inglesa de Mein Kampf. Pasé las páginas sin encontrar notas al margen ni pasajes subrayados.
El segundo volumen llevaba por título Esto no debe volver a ocurrir: el libro negro del horror fascista, de Clark Kinnaird. Tipo de letra grande, editorial pequeña, editado en 1945.
Al hojearlo encontré una nota en el margen de la página 23. Decía así:
Las atrocidades de los alemanes resultarán incomprensibles si no se comprende que, tal y como hicieron con la guerra, los alemanes supieron volverlas lucrativas.
Lo que seguía era una descripción de los beneficios económicos obtenidos por los nazis a través de las leyes raciales, que les permitieron la confiscación de propiedades judías. Al lado, alguien había escrito muy claramente a lápiz: «La misma historia de siempre: poder y dinero en cualquier grupo político».
Pasé más páginas sin hallar otras notas. No era más que una muy detallada cronología de la Segunda Guerra Mundial con muchísimas fotografías similares a las que había visto en la Exposición. Me enfrasqué en los horrores y aún seguía leyendo a las nueve y cuarto cuando volvió Milo.
—¿Algo? —me preguntó.
—Todavía no. ¿Qué tal te fue en la residencia de ancianos?
—Nada manifiestamente sospechoso. Pese a lo que dijo el empleado, el paciente tenía todo un historial de problemas respiratorios. Habrá que esperar que el forense dé con la causa específica de la muerte.
Me lanzó una mirada de disgusto.
—Una auténtica Disneylandia... todas aquellas miradas vacías. Recuérdame que modifique mi testamento: a los primeros signos de enfermedad, que me lleven al desierto y me peguen un tiro. ¿Tienes hambre?
—La verdad es que no —y alcé el libro.
—Pues si sólo nos alimentáramos cuando la vida nos sonríe, yo me habría muerto de inanición.
Fuimos en coche a un bar sushi en Wilshire cerca de Yale. Hacía tiempo que no iba por allí y el lugar había experimentado una transformación. La barra de pino, los biombos shoji y la música de samisen habían sido reemplazados por tabiques de terciopelo púrpura y negro, espejos ahumados, posters de rock estilo arte-láser y un sistema de sonido del que se habría enorgullecido DeJon Jonson. Había los mismos chefs pero llevaban otro uniforme: pijamas negros y cintas en la cabeza. Blandían cuchillos y saludaban a gritos al recién llegado sobre el fondo de la música de discoteca.
—Me recuerdan a los cabrones del Vietcong —dijo Milo observándolos.
—¿Quieres que probemos en otro sitio?
Examinó el pescado crudo dispuesto sobre la barra.
—Los comestibles aún parecen buenos. Estoy demasiado cansado para ir de caza.
Nos sentamos tan lejos del ruido como nos fue posible y pedimos sake caliente, agua helada y montones de comida. Milo terminó enseguida, llamó a la camarera y encargó más camarones y roncador.
—Mierda —dijo justo cuando llegaban.
—¿Qué pasa?
—El buscapersonas acaba de ponerse en marcha.
—Pues no lo he oído.
—Es que no suena. Lo tengo puesto en Silencio/Vibración. Puedo sentir cómo zumba en mi bolsillo. Rick insistió en que tuviera uno igual al suyo para que cuando vayamos al teatro no molestemos a los demás espectadores. Claro que la última vez que visitamos un teatro fue en 1985.
—Parece un artículo del catálogo de Burden —dije yo—. Una tecnología muy a la última para el Departamento.
—¿Qué Departamento? Me lo compró Rick: un regalo por mi ascenso. —Se limpió la boca y se levantó—. Volveré en un segundo. No toques mis camarones.
Pero tardó bastante más de un segundo y cuando volvió su semblante estaba muy hosco.
—¿Ocurre algo?
—Dos muertos más. Doble homicidio. —Devoró el contenido del plato, lanzó el dinero sobre la mesa y se marchó precipitadamente.
Le alcancé.
—¿A qué viene tanta prisa? —le pregunté—. Creí que estabas libre de servicio.
—Para éstos, no.
Ya habíamos llegado a la acera. Apretó el paso. Los transeúntes nos observaban.
—¿Qué pasa, Milo? ¿Tienes que volver a hacerles de niñera a tus subordinados?
—Oh, sí —repuso—. Y bien que lo necesitan. Uno de los muertos se llama Samuel Massengil.
La dirección correspondía a Sherbourne, justo al sur de Olympic, a una manzana de Beverly Hills. Era una calle bordeada de arces, dúplex de una cierta edad y apartamentos de lujo, más recientes; un barrio tranquilo de clase media desahogada. El parpadeo de las luces de los coches patrulla era visible a una manzana de distancia, una intrusión vulgar en la elegancia.
El carnet de Milo nos permitió llegar con rapidez. Un agente de uniforme nos encaminó a uno de los dúplex en la acera occidental de la calle: blanco, estilo español, verja de hierro forjado, jardín cuidado con gusto. Un Fiat Spider amarillo se hallaba aparcado en el callejón bajo una puerta cochera de arco. Tenía matrículas reflectantes en las que se leía CHERRY P. La entrada que había bajo el arco de mampostería había sido acordonada por la policía. Junto al arco se alzaba una adelfa en plena floración.
De la casa salió un joven agente negro de cara huesuda. Cuando vio a Milo se llevó la mano a la gorra.
—Burdette, señor —dijo—. Soy el que habló con usted.
—¿Qué es lo que sabemos, Burdette?
Burdette me miró. Sus ojos estaban cargados de preguntas pero se las guardó.
—Dos cadáveres en la parte posterior: varones, blancos, posiblemente alcanzados por balas en la cabeza. No cabía duda de que estaban muertos, pero de cualquier modo llamamos a la ambulancia, sin escándalo y sin sirenas, como usted dijo. Uno es el parlamentario. No conozco al otro. Puede que tenga documentos de identidad en los bolsillos pero no le hemos tocado.
—Así que disparos, ¿eh?
—Eso es lo que parece. Allí no hay mucha luz y no quisimos acercarnos demasiado para no echar a perder los rastros. Hay mucha sangre en torno a las dos cabezas. Y la persona que fue testigo... quien nos llamó, oyó disparos.
—¿Estás seguro de que es él?
—Sí, señor. Reconocería su cara en cualquier parte y la persona que llamó lo confirmó.
—¿Dónde se encuentra esa persona?
—Dentro, en la planta baja.
—¿Nombre?
Burdette extrajo un pequeño bloc y encendió una linterna.
—El nombre del permiso de conducir es Cheryl Jane Nuveen, negra, mestiza, metro sesenta y siete, nacida el 4 de agosto del 53, esta misma dirección. Sin antecedentes ni órdenes de búsqueda y captura. Pero puede que una parte de eso o todo sea falso.
—¿Por qué?
—Es una profesional.
—¿Una puta?
Burdette asintió.
—De las caras, pero le parecerá lógico en cuanto vea la casa. Está bastante impresionada, pero sabe lo que se hace. Respondió a las primeras preguntas y confirmó que era él, y luego se negó a decir nada más hasta no haber hablado con su abogado.
—¿Le ha llamado ya?
—Aún no. Le dije que esperara, que deseábamos actuar con la mayor discreción posible, tal y como ordenó usted. Le leímos sus derechos pero no la presionamos.
—Bien. ¿Sacó algo en limpio de ella antes de que se cerrase en banda?
—Llamó al 911. Dijo que creía haber oído disparos en su patio posterior, que creía haber visto a dos hombres en el suelo. El operador nos pasó el mensaje diciendo que podía ser un homicidio. Disparos, Prioridad Dos... Esperábamos toparnos con un merodeador, pero cuando llegamos...
—¿Quiénes?
—Ziegler y yo.
Burdette señaló con un dedo al corpulento agente blanco que montaba guardia en la acera.
—¿A qué hora se produjo la llamada?
—A las diez y cuatro minutos. Nos encontrábamos en el cruce de Patricia y Pico, esperando la aparición de una banda. Lo dejamos y llegamos aquí a las diez y doce. Realizamos una cuidadosa inspección, vimos quién era uno de los muertos y la indumentaria de los dos... Estaba claro que no había sido ningún merodeador. Cuando entramos vimos el decorado y su forma de comportarse y enseguida sumamos dos y dos. Además, el hecho de que el coche del parlamentario estuviese aparcado detrás y el de ella en el callejón significaba que probablemente se trataba de una visita. Supuse que él no quería correr el riesgo de que alguien reconociese su vehículo. Al preguntarle, ella reconoció que había estado aquí, que era un cliente. Fue entonces cuando decidió callar y me pidió que le permitiese cambiarse de ropa. No se lo permitimos, queríamos dejarlo todo como estaba.
—¿Por qué quería cambiarse?
—Todo lo que lleva es una bata... con nada debajo probablemente.
—¿Y por qué no se cambió antes de que llegasen ustedes?
—Buena pregunta, señor. Tal vez se encontraba demasiado trastornada... La verdad es que lo parecía.
—Pese a que sabe lo que se hace, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Vive alguien más con ella?
—No, señor. Es propietaria de la casa. El piso de arriba está alquilado a un artista pero dijo que se encontraba en Europa.
—Prostituta y casera —comentó Milo—. Un sitio de lujo. No estará tan acostumbrada a ver sangre como las que trabajan en la calle. De acuerdo, me imagino que estará bastante trastornada. ¿Algo más?
—Le leímos sus derechos, como ya le he explicado, le llamamos y luego pedimos ayuda para cerrar el recinto como usted nos advirtió. Usamos una frecuencia restringida para no llamar la atención y no mencionamos la identidad de uno de los muertos. Código Cinco-Seis con el Ocho-L... son Martínez y Pelletier. Pelletier está dentro con ella. Supusimos que una mujer lograría que estuviese más tranquila. Nos librábamos de la posibilidad de ser denunciados por acoso sexual y quizá pudiera sacarle algo más, pero acordamos que nadie la interrogaría hasta que llegase usted. Ocho-Veintitrés llegó hace unos minutos. Son los que vio cerrando la calle.
—¿Algún indicio de que hiciera algo más que denunciar los homicidios?
—No, señor, nada obvio.
—¿Alguna intuición al respecto?
—¿Intuición? —Burdette casi masticó la palabra—. Bueno, señor... Llamó inmediatamente. Los cuerpos aún estaban calientes cuando llegamos, así que si ella fue la homicida no es demasiado lista. No vimos ningún arma en la casa, pero en realidad no hemos practicado un registro a fondo. Supongo que todo es posible.
—¿Qué tal se encuentra?
—Yo diría que bastante nerviosa, señor. Muy asustada. No se muestra evasiva ni... culpable, si es eso a lo que se refiere.
—Han actuado bien —dijo Milo—. ¿Técnicos y atestado?
—En camino.
—De acuerdo. Vamos a echar un vistazo allí atrás.
Burdette volvió a mirarme.
—Éste es el doctor Delaware —dijo Milo—. Psicólogo asesor del Departamento... El tiroteo en el patio de la escuela. Estábamos reunidos cuando nos llamó. Su coche se halla ahí enfrente. ¿Puede hacer que alguien se lo lleve a un lugar menos llamativo? —Se volvió hacia mí—. Dele sus llaves, doctor, y venga conmigo.
Le entregué las llaves a Burdette.
—Directamente más allá del coche y por el callejón —nos dijo—. Hemos acordonado un trecho.
—Deme su linterna —dijo Milo.
Burdette se la pasó y se alejó, agitando mi llavero. Cruzamos bajo el arco y entramos en el patio posterior, que era pequeño y cuadrado y concluía en un garaje para dos coches, con techo plano. La mayor parte de la superficie estaba recubierta de cemento. Por el lado septentrional se extendía una estrecha faja de césped, donde se alzaban un melocotonero y un poste metálico en T para sostener la cuerda de secar la ropa. No había iluminación exterior pero la que se filtraba por la persiana de una ventana posterior y la de un foco en el tejado del dúplex próximo bastaban para bañar en una tonalidad amarilla la parte meridional de la finca. Parte de esa luz caía sobre un Chrysler New Yorker último modelo.
Cerca del coche había dos cadáveres tendidos boca arriba, con los miembros extendidos y las cabezas torcidas hacia un lado, rodeados por un cordón. Habían caído muy juntos sobre el cemento, tal vez un poco más de medio metro uno de otro. Sus piernas se superponían, creando una V humana; la suya era la postura desmadejada pero contorsionada que sólo adoptan los cadáveres muy poco antes del rigor mortis y las muñecas de trapo. Ambos iban de traje, uno gris, otro que parecía tostado bajo aquella luz. La pernera izquierda del traje tostado se había subido revelando una blanca pantorrilla que relucía como marfil pulido. La sangre que había brotado de las dos cabezas formaba manchas parecidas a las de un test Roschard.
Manteniéndose a distancia, Milo barrió el patio con la linterna hasta detenerse en los rostros.
—Es él, no cabe duda. Hinchado por la hemorragia... probablemente la bala ha bailado lo suyo por ahí dentro. Parece que penetró por la nuca y fue directa a la médula oblonga. Seguramente fue muy rápido. El mismo tiro en el otro, un poco más alto y también limpio. Alguien surgió de allí, de detrás del coche, por la parte del garaje, les sorprendió y bang bang. A quemarropa, muy profesional. Eh, Alex. Fíjate en éste. ¿Quién crees que es?
El haz de su linterna se había inmovilizado en el rostro del hombre del traje tostado. Corpulento, barba blanca, mejillas sebosas aplastadas contra el cemento. Papá Noel con ojos turbios y ciegos bajo unos párpados hinchados.
—Dobbs —dije.
—Bueno, ya me figuraba algún tipo de relación extraprofesional. Ahora tenemos cierta idea de en qué consistía.
Apartó el haz luminoso de la linterna meneando la cabeza.
—Para que aprendas a quejarte de las visitas a domicilio que te exige tu oficio.
Manteniendo la distancia, Milo trazó bocetos, tomó notas, midió, buscó huellas y pisadas y creyó ver alguna al otro lado del Chrysler, cerca del extremo septentrional del garaje.
—Por allí hay hierba húmeda —dijo—, y tierra. Una valla baja de separación del patio próximo. Una vía de escape fácil. Quizá podamos sacar un molde.
—También es un buen escondrijo —añadí.
Milo asintió.
—Como un maldito tiro al blanco... La luz de la puerta vecina no llega tan lejos. Salieron camino del coche, alegres y contentos. Pop pop.
Siguió examinando el patio. El servicio de atestados, la ambulancia y el furgón de los técnicos de homicidios se presentaron con intervalos de segundos y el área fue escenario de una frenética actividad. Me retiré a la puerta cochera y aguardé mientras Milo daba órdenes, formulaba preguntas, señalaba y anotaba.
Cuando finalmente se retiró del lugar me acerqué a él.
Me miró como si se hubiera olvidado de mi presencia allí.
—He enviado agentes de paisano a los despachos de los dos para asegurarme de que esto no guarda relación con ninguna especie de Watergate. Ahora voy a hablar con la Nuveen. ¿Por qué no vuelves a tu casa? Después haré que alguien me lleve hasta allí.
—La prensa aparecerá muy pronto —dije yo—. ¿No crees que llamaré menos la atención si me quedo contigo?
—Si te vas ahora mismo, no llamarás la atención.
—Prometo portarme bien, señor policía —le dije.
Titubeó.
—De acuerdo, ven conmigo. Y mientras estés ahí, abre bien los ojos y trata de resultar útil.
El cuarto de estar tenía muros barnizados en un tono castaño, molduras de color crema que imitaban el mármol, vigas negras en el techo y el termostato puesto a 26° C. La decoración correspondía a un safari africano adaptado a la idea que alguien se había hecho de un salón de París: pieles de cebra y de tigre colocados sobre un parquet de madera dura y reluciente, la inevitable mesa de patas de elefante, muchísimo cristal tallado, porcelana y esmaltes, mullidos asientos tapizados en chintz negro y pardo con motivos florales, un par de colmillos tallados que se repartían el espacio disponible sobre una larguísima mesita de café en la que había un montón de libros de arte, lámparas art nouveau con pantallas de cuentas, pesados cortinajes de brocado con fimbria dorada sobre postigos de madera negra, una repisa de chimenea de mármol verde que sostenía una colección de pisapapeles floreados y tallados, y por todas partes olor a almizcle.
Ocupaba uno de los asientos y parecía más joven de lo que indicaba su permiso de conducir; yo le hubiese echado algo menos de treinta años. Su piel era del color del helado de café y el sombreado de sus ojos, del azul iridiscente del pavo real. Eran grandes y vivos. Tenía las piernas largas y bien torneadas, con pies estrechos que concluían en uñas de un rosa perlado; labios gruesos pintados en un rosa suave, una mandíbula firme y cabellos lacios de la tonalidad de la arcilla roja que caían hasta más abajo de sus paletillas. Su kimono, muy breve y ceñido por un cinturón verde, era de seda tailandesa en morado intenso con dragones verde jade. Por mucho que se lo sujetara, el cinturón siempre acababa por aflojarse y revelar un pecho de un sano color café. Cruzaba y descruzaba las piernas con frecuencia, fumaba un Sherman superlargo, teñido como para hacer juego con la bata, y se esforzaba por contener sus temblores.
—De acuerdo, Cheri —dijo Milo, entregándole un teléfono de imitación de malaquita—. Adelante, llama a tu abogado. Dile que puede reunirse contigo en el centro de detención.
Se mordió un labio, dio una chupada y miró al suelo.
—Hace muchísimo tiempo que no voy por allí —repuso con voz suave y ligeramente nasal.
—Claro, Cheri. Has recorrido un largo camino desde la Imperial Highway. ¿O era la esquina de Sunset y Western?
No respondió.
—Debo admitir que tienes una cara increíble —dijo Milo—. Una mujer que se ha hecho a sí misma, ¿eh?
Dejó el teléfono sobre la mesa y tomó una figurita de Lladró. Una dama victoriana con sombrilla.
Hizo girar la sombrilla.
—España, ¿eh? —le preguntó.
Ella le miró por primera vez. Con miedo, preguntándose cuánto tiempo podría sobrevivir algo tan delicado entre aquellos dedos tan gruesos.
Milo dejó la figurita en su sitio.
—¿Quién es su decorador?
—Yo. Lo hice yo misma.
El desafío y el orgullo hicieron que se irguiera un poco en su asiento.
—Eres muy creativa, Cheri.
Cheri señaló los libros de arte.
—Leo mucho sobre esos temas. Architectural Digest.
Milo volvió a coger el teléfono y se lo alargó. Cheri no hizo señal de aceptarlo.
—Llámale, Cheri. Después te llevaremos a la central. Oye, te tiemblan las manos. Te explicaré lo que haremos; dime el número y yo marcaré. ¿Qué te parece eso como servicio personal?
Inhaló con fuerza el humo de su cigarrillo púrpura.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué me presiona y habla de llevarme al centro?
—Hablo en serio, Cheri. Esto es real.
—Real. —Inhaló de nuevo, tosió, se tocó el seno, tiró del cinturón—. Eso es lo que saco en limpio por cumplir con mi deber cívico. Llamé en cuanto lo vi.
—Y te lo agradecemos —dijo Milo—, pero ahora, en vez de actuar con civismo te cierras en banda y exiges ver a tu abogado, lo que ya no parece tan inocente. Por eso me pregunto qué es lo que ocultas y tengo que llevarte al centro y ser muy cuidadoso para cubrirme las espaldas.
Cheri se abrazó, se meció, fumó y cruzó las piernas.
—Me trataron como a una verdadera sospechosa. Me leyeron mis derechos.
—Eso es por tu bien, Cheri.
—Sí, todo el mundo quiere hacerme un favor.
Agitó el cigarrillo creando sinuosas corrientes de humo.
Milo atravesó una de las volutas con el dedo.
—Fumas Sherman. Por lo general solemos encontrarlo en las bolsas de las pruebas. Fortalecido con cocaína.
—No soy aficionada a eso —dijo ella—. Llevo una vida sana.
—Claro que sí —dijo Milo—, pero déjame que te pregunte una cosa: ¿qué probabilidad hay de que encontremos algo cuando empecemos a registrar esta casa? Y no te quepa duda de que vamos a registrarla. Cucarachas bajo la cama, un poquito de hierba, quizá tranquilizantes o estupefacientes para amenizar una fiesta... Algo que se le cayó accidentalmente a uno de tus invitados y que pasó por alto la asistenta. ¿Tienes asistenta?
—Dos veces por semana —dijo ella.
—¿Dos veces por semana? Pues las cosas se acumulan mucho entre dos limpiezas.
—Oiga, sólo encontrará píldoras. Valium legal, con receta... De hecho, no me iría mal tomarme uno.
—Ahora no, Cheri. Te necesitamos lúcida... despejada.
—Sé lo que significa lúcida. No me tome por una imbécil.
—Dios no lo permita. Las imbéciles no suelen acabar siendo propietarias de una casa.
Jugueteó con el teléfono. El auricular golpeó el timbre y produjo un sonido sordo.
—Si encuentra algo raro en esta casa, puede tener la seguridad de que yo no sé nada al respecto.
—Es responsabilidad tuya, Cheri. Eres la dueña de toda la casa.
Masculló algo.
—¿Qué decías?
No obtuvo respuesta.
—Vamos, haz la llamada o dame el número para que yo la haga.
Cheri siguió en silencio.
—En cualquier caso, la droga que vamos a encontrar puede mantenerte encerrada por un tiempo, pero ése es el menor de tus problemas. No olvidemos a esos dos caballeros de ahí atrás.
Meneó la cabeza.
—Nanay. No sé nada sobre ellos ni sobre lo que les ha ocurrido.
—Les conocías.
—Profesionalmente, eso es todo.
—Profesionalmente —dijo Milo.
Cogió una tarjeta satinada de una cajita de esmalte.
—Cheryl Jane Nuveen. Asesora recreativa. Hum. Recreativa, ¿eh? Ni que trabajases en un crucero turístico.
El cigarrillo que colgaba de sus dedos dejó caer un poco de ceniza sobre la pieza de cebra.
—Basta de charla —dijo Milo—. ¿Cuál es el número del abogado? Empieza por cinco-cinco, ¿acierto? Beverly Hills o Century City. Doscientos, doscientos cincuenta dólares a la hora, y supongo que los honorarios iniciales llegarán a tres mil, quizás a cuatro mil como mínimo. Y eso sólo por rellenar impresos, porque cuando te empapelemos, el taxímetro empezará a correr...
—¿Empapelarme por qué? ¿Por llamar al 911?
—... y a esos tipos les gustan los anticipos, ¿verdad? Tienen que pagar el Mercedes y mantener abierta su cuenta en Morton’s. Y entretanto, tú no tendrás a nadie a quien aconsejar y deberás hacer frente a tus propios pagos. ¿Cuánto supone la hipoteca de esta casa? ¿Un par de miles de dólares al mes? Y estarás encerrada con tus antiguas vecinas. Les encantará ver a alguien que hizo carrera y llegó a ser propietaria de una casa. Eso hará que te traten muy bien.
—¿Por qué va a empapelarme? —preguntó ella alzando la voz.
—Yo soy el que hace las preguntas. Tú, o te callas, o las respondes.
Cheri aplastó su cigarrillo en un cenicero de cristal y siguió aplastándolo después de que el ascua se hubiera apagado.
—No tengo que responder a ninguna pregunta.
—¿Dos cadáveres en tu patio trasero y no tienes que responder a ninguna pregunta?
Cheri puso los ojos en blanco.
—Ya le he dicho que no sé nada de eso.
—Les conocías.
—Profesionalmente.
—¿Quién más sabía que iban a venir esta noche a jugar, aparte de ti?
—Nadie.
—¿Nadie?
—Claro. Soy discreta. Mi negocio se basa en eso.
—Nadie menos el tipo al que llamaste esta noche para que se los cargara.
Se quedó boquiabierta.
—Oh, no... oh, no... no puede...
—Muy bien montado, Cheri. Le das tiempo para escapar y luego llamas al 911 y juegas a hacerte la buena ciudadana; crees que ha habido un tiroteo. Crees que quizás haya dos tipos, dos merodeadores muertos en el patio trasero.
—¡Ésa es la verdad! Quiero decir que no sabía si estaban muertos. ¿Cómo iba a saber si estaban muertos o no lo estaban? ¿Cree que iba a salir para tomarles el pulso?
—Pero diste a entender que eran desconocidos.
—¿Cuál es la diferencia? Llamé, ¿verdad?
—Cheri, ¿quién más sabía que estaban aquí?
—Nadie. Ya le dije que...
—Lástima. Los agentes Burdette y Pelletier me dijeron que no cooperarías, pero decidí darte una oportunidad... Parece que...
—¿Burdette? ¿Ese negrazo arrogante? Ese tipo fue grosero conmigo, me lanzaba unas miradas... que...
—¿Condescendientes?
—Sí. Condescendientes. Extremadamente condescendientes. Al máximo. Vaya manera de comportarse... Como si fuese el rey Salomón y yo una hermanita descarriada a la que tuviera que azotar. Y la otra no es más que una lesbiana... Contemplaba mis atributos siempre que tenía la oportunidad. No deberían dar placas a los pervertidos.
—¿Tus atributos? —inquirió Milo.
—Sí.
Se inclinó para ilustrar sus palabras y echó hacia atrás los hombros, súbitamente segura de sí misma de nuevo. Le sonrió a Milo, recibió a cambio una mirada vacía y entonces desvió su atención hacia mí.
Su sonrisa era incitante y aunque sabía que se trataba de un artificio tuve que apartar los ojos para no corresponder a ella. Cuando lo hice, maldijo por lo bajo.
—De acuerdo, pues te llevaremos al centro. Llamarás desde allí. Prepárate para un poco de nostalgia, Cheri. Respirarás la atmósfera del sida en una jaula llena de furcias de a cinco dólares mientras examinan tus atributos.
Me miró de nuevo y abrió las piernas ligeramente mientras las mantenía cruzadas por los tobillos. Pude confirmar la suposición de Burdette sobre lo que había o no había bajo el kimono.
Volví a desviar la mirada.
—De acuerdo —dijo Cheri—. A la mierda el abogado. No hice nada malo y no tengo por qué comprarle otro Mercedes. Póngame ante uno de esos detectores de mentiras. No tengo nada que ocultar.
—Los detectores de mentiras no sirven de nada con los delincuentes serenos. Aprueban a cualquiera acostumbrado a mentir.
La ira moteó su cara como un sarpullido.
—Entonces, ¿qué coño quiere?
—Sólo una charla franca, Cheri. Y en primer lugar, saber cómo ligaste con Massengil y Dobbs. Cuánto tiempo duraba esa relación, todo lo que hacías y cualquier cosa relacionada con lo que sucedió esta noche.
Su sonrisa logró atravesar la capa de ira que cubría su rostro.
—Todo, ¿eh? ¿Está seguro de que su corazoncito de policía podrá resistirlo?
Milo me señaló con un dedo.
—Si no puedo, él sabe dar masajes cardíacos.
—De acuerdo —dijo, cruzando las piernas—. Usted lanza, yo bateo.
—A ver si nos entendemos —dijo Milo—. ¿Estás diciéndome que quieres hablar de los acontecimientos de esta noche, el 6 de diciembre de 1988? ¿Que vas a declarar por tu libre voluntad y sin que esté presente un abogado?
—Ajá.
Nos obsequió con una ancha sonrisa llena de dientes grandes, perfectos y blancos como la leche. Pasó la lengua por entre ellos, se enderezó y se tocó el seno.
—Sí. Oh, sí. Claro que hablaré. Con usted. Porque usted es el rey Salomón. El auténtico jefe, seguro. Y a Cheri no le gustan las imitaciones.