12
Reflexioné sobre el ofrecimiento de Burden sin llegar a ninguna conclusión. Desperté el viernes por la mañana pensando todavía en eso. Lo dejé a un lado y me dirigí a la escuela para ocuparme de aquellos de quienes estaba seguro que eran «los buenos».
Percibí el progreso. Los niños parecían aburridos y gran parte de cada sesión se invirtió en juego libre. Pasé una buena parte de la tarde trabajando individualmente con los niños de mayor riesgo. Algunos aún tenían dificultades para conciliar el sueño, pero incluso éstos parecían más calmados.
Se comportaban de modo satisfactorio.
Pero ¿cuáles serían los efectos a largo plazo?
A las cuatro me hallaba sentado en una de las aulas, reflexionando en ese problema. Comprendía lo poco que mi formación me había preparado para el trabajo que realizaba y cuán pocos datos podía brindar la psicología convencional sobre los efectos que en los niños tiene la violencia traumática. Tal vez mis experiencias pudieran ser útiles a otras víctimas y a otros facultativos. Dado el progresivo enloquecimiento del mundo estaba seguro de que esas víctimas y esos facultativos no tardarían en materializarse.
Decidí efectuar minuciosas anotaciones clínicas y aún seguía escribiendo a las cinco cuando una asistenta armada de fregona y cubo asomó la cabeza y me preguntó cuánto tiempo pensaba estar allí. Recogí mis cosas y abandoné la estancia, camino de la oficina de Linda. El antedespacho de Carla estaba a oscuras, pero había luz dentro.
Llamé.
—Adelante.
Estaba ante su mesa, leyendo, un tanto inclinada, concentrada en los papeles.
—¿Prepara un examen?
Dejó el libro, giró el sillón y me hizo una seña para que tomara asiento en el sofá en forma de L. Llevaba un vestido crema de punto, una cadenilla de oro, medias blancas con un sutil dibujo ondulado y zapatos blancos de medio tacón.
—Me preguntaba si aparecería por aquí. He oído que ayer tuvimos visitantes.
—Oh, sí. Un verdadero baño de amabilidad.
—Señor. Y no paran de venir...
Se volvió hacia la mesa y sacó algo de un cajón: una casete blanca.
—Esta mañana llegaron tres cajas más de esto por correo certificado. Carla no sabía lo que era y firmó el acuse de recibo de toda esa porquería.
—¿Sólo cintas, no personas?
—Sólo cintas. Pero la oficina de Dobbs llamó para cerciorarse de que habían llegado. Carla estaba repartiendo circulares por las aulas y yo atendí la llamada.
—Lo han hecho para cubrirse las espaldas —dije—. El correo certificado servirá ante cualquier auditoría oficial como prueba de que ha cumplido con su contrato y de que estaba autorizado a cobrar hasta el último céntimo de lo que pagase Massengil.
—Eso es lo que pensé. Pedí hablar con él y me pusieron. El rufián fue todo dulzura y cordialidad. Se interesó por los pequeños y me aseguró que en caso de emergencia estaba disponible las veinticuatro horas del día. Dormiré mucho mejor sabiéndolo.
—Y sin duda la llamada sería considerada una consulta profesional y cobrada como tal.
—Me explicó que usted y él habían mantenido un intercambio de opiniones y que los dos opinaban lo mismo con respecto a las cuestiones clínicas. Apruebo sus métodos, doctor. ¿No le hace feliz saber eso?
—Parece como si desease llegar a una solución de compromiso. Nosotros guardamos silencio sobre sus chanchullos, dejamos que se gane unos dólares con las cintas y él se mantiene al margen.
—¿Qué le parece eso?
Reflexioné.
—Puedo aceptarlo si significa que no va a entrometerse.
—Eso mismo pienso yo. ¿En qué nos convierte?
—En realistas.
—Uf. —Movió la mano—. Me niego a perder más tiempo en estas sutilezas... ¿Qué opina de los chicos?
—Creo que están muy bien. De veras.
Le di un informe de los progresos logrados. Asintió.
—Lo mismo que me han dicho los padres con quienes hablé por teléfono. No cabe duda de que hay menos ansiedad. Eso me ayudó a convencer a unos cuantos de que volviesen a enviar a sus chicos; así que ha hecho una buena tarea.
—Me alegro.
—Admito que al principio sentía un cierto escepticismo. No entendía muy bien qué estaban haciendo... esos dibujos de la agresora que luego rompían entre gritos. Siempre existe el impulso de protegerles, de controlar la situación, para que no se desmanden, pero los resultados son concluyentes. He conseguido que un mínimo de dos docenas de madres se comprometan a asistir a la reunión del lunes.
—Hay algo más que debiera saber. Otra visita.
Y le conté la de Mahlon Burden.
—Qué extraño que apareciese así...
—Lo es, pero se encuentra sometido a una gran tensión. Está convencido de que Holly es inocente y quiere que lleve a cabo una autopsia psicológica que revele al mundo lo que la impulsó. Algo que conduzca a probar su inocencia...
—Pues creo que debería hacerlo —dijo ella sin vacilar—. Es una gran oportunidad.
—¿Para qué?
—Para conocer la verdad. Para saber lo que sucedió, lo que la empujó.
—Linda, no estoy seguro de que logre encontrar algo significativo.
—Sea como fuere, será más de lo que tenemos ahora ¿no? Y cuanto más pienso en ello, ahora que va quedando atrás el shock, más extraño me parece todo. Una chica, Alex... ¿Qué pudo inducirla a hacer tal cosa? ¿Contra quién disparaba? Básicamente, los medios de comunicación han abandonado el asunto. La policía no nos ha dicho una palabra. Si su padre está dispuesto a hablar con usted, ¿por qué no aceptarlo? Tal vez pueda averiguar algo sobre ella... No sé, una señal, una advertencia que impida la repetición de una acción semejante.
—Linda, la tozudez de él sobre el asunto de la autopsia psicológica está influida por una enérgica negativa a aceptar lo ocurrido. Es probable que cambie de opinión cuando se quiebren sus defensas. Si empiezo a desenterrar un material que no le guste, quizá decida que no debo seguir adelante.
—¿Sí? Pero mientras tanto tal vez consiga usted enterarse de algo.
No contesté.
—¿Dónde está el problema? —me preguntó.
—Mi primera obligación es hacia los niños. No quiero que me vean como alguien relacionado con los malos.
—No debe preocuparse por eso. A sus ojos ya ha hecho méritos suficientes.
—Milo... El detective Sturgis tiene sus reservas al respecto.
—Es lógico. Resulta típico en un polizonte. Mentalidad de búnker.
—El oficio les empuja a eso, ¿verdad?
—Bueno, que los demás piensen lo que les parezca. En última instancia usted es quien debe decidir. Haga lo que considere más oportuno.
Apartó la mirada, guardó la cinta y empezó a ordenar los papeles de su mesa.
El frío...
—Me inclino por responder afirmativamente. Le contestaré después del fin de semana.
—Ah, el fin de semana —comentó, todavía tensa—. No puedo creer que esta semana vaya a acabar algún día.
—¿Muy ocupada?
—Sólo rutina. Las cosas a las que hay que prestar atención, pase lo que pase.
—¿Y qué le parece olvidarse por un rato?
Arqueó las cejas pero no me miró.
—Permítame que sea más explícito. Cenar temprano, digamos que dentro de media hora, en algún sitio tranquilo con una bodega bien provista. Prohibidas las conversaciones profesionales. Introduzcamos un poco de diversión en nuestras monótonas existencias.
Bajó los ojos hacia su vestido y se tocó una rodilla.
—No estoy lo que se dice vestida para la ocasión.
—Pues claro que sí. Páseme el teléfono y ahora mismo reservaré una mesa.
—El arco de sus cejas se hizo un poco más pronunciado. Dejé escapar una breve carcajada y me miró.
—Un chico al que le gusta encargarse de todo, ¿eh?
—Cuando hay algo de lo que vale la pena encargarse, sí. —No me quedó demasiado bien. Parecía una de esas frases hechas que la gente usa para ligar—. Eh, oye, ¿de qué signo eres?
Rió con más fuerza y me entregó el teléfono.
Necesitó un tiempo para poner en orden sus papeles y escribir notas y avisos. Pasé al antedespacho de Carla y empleé ese rato en recoger los mensajes telefónicos. Aquí estábamos: dos personas que empezaron sus estudios superiores a los dieciséis años y que no lograban olvidar su eterno papel de chicos buenos...
Finalmente abandonamos el edificio. Aún parecía tensa pero me cogió del brazo.
El portero tenía muchas ganas de cerrar el recinto escolar y empezar su fin de semana, así que Linda sacó el Escort a la calle y lo aparcó junto a la entrada. Subimos al Seville y nos dirigimos hacia el oeste. El restaurante que había elegido se encontraba en una zona populosa de Ocean Avenue, al otro lado de los riscos que dominan el nacimiento de la autopista de la costa del Pacífico. Era un local estilo francés pero bastante acogedor, decorado en blanco, con una terraza protegida por un toldo y un murete para cenar al aire libre, separados del ajetreo de la acera. Llegamos a las siete menos diez. Varios vagabundos competían por las propinas con los empleados del aparcamiento. Les di unos dólares y me gané algunas miradas de odio de los empleados.
Estuvimos sentados en el bar unos veinte minutos, hasta que nos escoltaron a un lugar bajo la lona. Hacia las ocho y media llegarían los tipos el Gran-Negocio-En-Ciernes, con Mercedes alquilados y jeeps de un diseño tan sofisticado que habrían intimidado a Patton, pero a esa hora éramos los primeros.
Al otro lado de la calle, sobre los riscos, se alzaban unas palmeras. Entre los troncos esgrafiados de los grandes árboles, el cielo se descomponía en trapezoides de un color rojo sangre surcados por trazos acuosos, que cerca del horizonte se diluían en cobre batido. Mientras tomábamos las copas se fue volviendo color añil. Contemplé el juego de luces y sombras en la cara de Linda. Se recogió el pelo hacia arriba. Unos cuantos cabellos rubios ondeaban libres junto a la nuca. Reflejaban el último resplandor del día y brillaban como filamentos eléctricos.
—Esto es mejor que el trabajo de todos los días ¿no? —le pregunté.
Asintió apoyando su barbilla en una mano mientras observaba el ocaso. Tenía un cuello largo y elegante: perfil de Grace Kelly.
Apareció el camarero, encendió la vela de la mesa y nos recitó las especialidades del día. La cocina debía de haberse excedido por sus compras de conejos porque se deshizo en elogios a un guisado de liebre a la provenzal.
—Lo siento —le dijo Linda sonriendo—, pero sería incapaz de comerme a Bugs Bunny.
Escogió la perca a la parrilla. Yo pedí un bistec a la pimienta y una botella de Beaujolais joven.
Bebimos sin decirnos gran cosa. Tardaron mucho tiempo en servirnos. Cuando llegaron los platos comió con el mismo entusiasmo que la primera vez.
La primera vez... Nuestra segunda cena. Pese a eso y a las charlas en su despacho sabía muy poco de ella.
Nuestras miradas se cruzaron y sonreí. Linda me devolvió la sonrisa pero parecía preocupada.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Espero que no esté pensando en el trabajo.
—No, no, en absoluto. Es encantador.
—Pero hay algo que sigue preocupándola, ¿no?
Pasó un dedo por el pie de la copa.
—Supongo que intento decidir si esto es una cita.
—¿Quiere que lo sea?
Me amenazó con el dedo.
—Acaba de hablar como un auténtico psiquiatra.
—De acuerdo —repuse, enderezándome mientras carraspeaba—. Vuelvo a ser el chico que se encarga de todo. Es una cita, muñeca. Y ahora sea buena chica y cómase su pescado.
Me hizo un saludo militar y dejó una mano sobre la mesa. Dedos largos y bellos que cubrí con los míos...
Respiró hondo. Incluso a una luz tan tenue pude advertir que su tez cobraba más color.
—Estoy llena. ¿Y si nos saltáramos el postre?
El tiempo había transcurrido deprisa; eran casi las nueve cuando regresamos al coche. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y extendió las piernas. Luego, más silencio.
—¿Y si damos una vuelta? —le dije.
Asintió y nos encaminamos hacia el norte por Ocean y luego fuimos por el acceso que lleva a la autopista de la costa del Pacífico. Puse una cinta de Pat Metheny y por el carril más lento nos dirigimos hacia Malibu Oeste, franqueando el límite del condado de Ventura. Montañas a un lado, el océano al otro, más allá del cañón de Decker, y escasos rastros de la intrusión humana. Llegué a Punta Mugu antes de que comenzara a sentirme adormecido. Me volví a mirar a Linda. La luz del salpicadero apenas permitía distinguir sus rasgos pero vi que había cerrado los ojos y que su cara mostraba la sonrisa de una niña satisfecha.
El reloj del coche me dijo que eran las diez y cuarto. El indicador de la autopista señalaba que estábamos cerca de Oxnard. Recordé la última vez que había pasado por allí camino de Santa Bárbara, con Robin. Di la vuelta, saqué la cinta de Metheny y puse una de Sonny Robins; de regreso a Los Ángeles, escuché cómo su saxo mágico convertía Sólo una vez en algo trascendental.
Cuando me detuve ante el semáforo de Sunset Beach, Linda se removió y parpadeó.
—Buenos días —le dije.
Se irguió en el asiento.
—¡Dios mío! ¿Me he quedado dormida?
—Como un bebé.
—Qué grosería. Lo siento.
—No hay por qué. Creo que ha logrado contagiarme algo de serenidad.
—¿Qué hora es?
—Las once y diez.
—Inaudito. He perdido dos horas... —Se arregló el pelo—. No puedo creer que haya dormido tanto.
Le di una palmadita en la muñeca.
—No se preocupe. Me limitaré a esperar más animación la próxima vez.
Linda salió del paso soltando una risita neutra.
—Supongo que será mejor que me lleve hasta mi coche —dijo.
El semáforo se puso verde. Llegué a las pulcras magnolias manicuradas de Ocean Heights justo antes de la medianoche.
Había caído la niebla. A esas horas, Esperanza era una avenida silenciosa envuelta en una espesa capa de oscuridad. No había ni un alma. De puro negras, las ventanas romboidales de las casas estilo rancho parecían obsidiana; el resplandor de bajo voltaje de las luces que adornaban el paisaje urbano creaba turbias manchas de ámbar. Sólo unos cuantos timbres iluminados lograban perforar la oscuridad, discos anaranjados que nos seguían: un batallón de ojitos de cíclopes.
Los cristales se empañaron y puse en marcha el limpiaparabrisas. Las varillas iniciaron un perezoso bamboleo y sentí el peso de los párpados.
—Nunca he estado aquí a esta hora —dijo Linda—. Verlo tan vacío... resulta fantasmagórico.
—Un típico paisaje de Los Ángeles, aunque un poco exagerado —dije yo.
Me dirigí lentamente hacia la escuela. Cuando nos acercábamos al lugar en donde había dejado su coche, vi algo: dos ojos más de iris rojizo. Luces traseras. Otro vehículo, detenido en el centro de la calle.
La niebla era ahora más densa. No se veía a más de tres metros. Aumenté la rapidez del limpiaparabrisas pero la humedad siguió deslizándose por el cristal y empezó a empañarlo. Reduje la velocidad; me aproximé y vi algo que se agitaba entre la niebla: un movimiento confuso y frenético atrapado por mis faros. Luego oí una música agria: una percusión sorda seguida por un solo de cristales hechos añicos.
—Eh —dijo Linda—. ¿Qué...? ¡Es mi coche!
Más golpes, más cristales rotos. El impacto y el chirrido de metal contra metal.
Aceleré. Movimiento, más claro pero no lo suficiente. Movimiento humano. El sonido de unos pasos imponiéndose al ir y venir del limpiaparabrisas. Las revoluciones de otro motor. Bajé el cristal de la ventanilla.
—¿Qué diablos está pasando ahí? —grité.
Un chirriar de neumáticos y las luces menguaron hasta convertirse en unos puntitos luminosos antes de desaparecer en la niebla.
Detuve el Seville e inspiré hondo. Oí la respiración de Linda, más rápida que la mía. Parecía aterrada pero intentó salir. La cogí por la muñeca.
—Espere —le dije.
Detuve el limpiaparabrisas. Esperamos un terrible minuto y luego otro más. Cuando me cercioré de que estábamos solos, salí del coche.
Calle fría y muda. La bruma olía a ozono.
Cuentas de cristal jalonaban el asfalto, una alfombra vítrea sobre el húmedo piso.
Miré hacia uno y otro lado de Esperanza. Mis ojos recorrieron las oscuras casas estilo rancho.
El silencio se prolongó hasta volverse absurdo. Ni un atisbo de movimiento, ni una sola ventana que amarillease, ni el más leve crujido de curiosidad...
Pese al estruendo, Ocean Heights dormía profundamente. O lo fingía.
Linda salió del Seville. Examinamos su Escort. Habían destrozado el parabrisas y las ventanillas delanteras. La capota estaba abombada hacia dentro y llena de fisuras por las que asomaba el metal desnudo. Partículas de cristal cubrían su superficie y se amontonaban sobre los huecos.
—Oh, no —dijo, cogiéndome del brazo mientras señalaba.
Otro tipo de agresión: el techo, que había sido blanco, era un remolino de garabatos rojos y negros.
Arte abstracto: un complejo y enredado retrato del odio.
Abstracto, a excepción de un símbolo muy claro.
Cubriendo la puerta del conductor, subrayada una y otra vez con el aerosol para darle más énfasis, había una esvástica negra: su angulosa crueldad era inconfundible incluso entre la niebla.