17

El contestador automático de Mahlon Burden emitía diez segundos de música de cámara seguidos de un seco «Transmita su mensaje» y tres pitidos cortos.

—Aquí Alex Dela... —dije.

Clic.

—Hola doctor. ¿Qué ha decidido?

—Estoy dispuesto a explorar las posibilidades, señor Burden.

—¿Cuándo?

—Hoy tengo tiempo.

—Lo único que me sobra es tiempo. Diga el sitio y la hora.

—Dentro de una hora. En su casa.

—Perfecto.

Extraña palabra considerando sus circunstancias...

Me dio la dirección, que ya conocía, y después añadió unas indicaciones muy detalladas.

Ni el más mínimo orgullo de propietario, desde luego. Había esperado que el 1723 de Júbilo me ofreciera alguna flagrante desviación de las normas... hasta un claro caso de abandono. Pero a primera vista la casa era como las demás de la manzana: estilo rancho y un solo piso, con paredes recubiertas de aluminio para lograr la apariencia de madera y pintadas con el verde grisáceo de un mar borrascoso. Los marcos de las ventanas y la puerta principal mostraban el mismo gris. Ah, ahí estaba el primer signo de desviación: una formulación monocromática si se la comparaba con las casas vecinas, cuyos colores contrastaban cuidadosamente.

Al detenerme comencé a advertir otras transgresiones. El pequeño espacio de césped estaba bien cortado y definido pero era un medio tono más pálido que el esmeralda de los otros jardines del bloque, dotados de aspersores automáticos, y había algunas calvas que amenazaban con elevar la transgresión a la categoría de delito.

No había macizos de flores, sólo una faja de juníperos trepadores que separaban el césped de la casa. Tampoco tenía árboles, como los naranjos enanos, los aguacates y los diminutos abedules al tresbolillo de los demás jardines de la manzana.

El conjunto resultaba austero pero no tenía nada de hosco. Ocean Heights se había ofendido con demasiada facilidad.

La puerta principal estaba entornada pero llamé al timbre, aguardé y acabé entrando en un minúsculo vestíbulo, apenas suficiente para que una sola persona se mantuviera de pie, alfombrado con un disco de alfombra de imitación persa. Ante mí tenía un cuarto de estar reducido y cuadrado de paredes blancas y techo plano bordeado por una moldura en relieve. La alfombra era de lana verde, inmaculada pero tenue como el césped y parecía tener unos treinta años. El mobiliario era de una época semejante, Ethan Allen o algo por el estilo: madera pardo rojiza, sillas y sofás tapizados con un estampado de crisantemos que gritaban primavera, enfundados en un plástico claro como el de los condones.

Todo encajaba, cada mueble estaba dispuesto con la precisión de un escaparate. Un conjunto. Tuve la certeza de que todo había sido comprado de una sola vez.

Aclaré mi garganta. No obtuve respuesta. Aguardé y fantaseé. Una pareja joven que acude el domingo a la sucursal suburbana de algunos grandes almacenes, Sears o su equivalente. El olor de las rosetas de maíz, el tintineo de los ascensores... Puede que acompañados por un niño precoz e inquieto. Padres anhelantes muy conscientes de sus posibilidades pero decididos a comprar: muebles, utensilios, blandos rollos de moqueta, baterías de cocina, platos... todas las optimistas palabras comerciales que servían para llenar un hogar de clase media en los años cincuenta. Pyrex, acero inoxidable, vinilo, formica, rayón, nailon. Manojos de facturas. Garantías. Más promesas. Una orgía comercial como la del ganador de un concurso de televisión...

Todos aquellos sueños reducidos a un conjunto tan estático como pieza de museo.

—¿Hola? —dije.

La chimenea estaba enmarcada por unos ladrillos pintados de un blanco demasiado puro para que se hubiese empleado alguna vez. No había guardafuegos ni morillos. La repisa de la chimenea se hallaba tan desnuda como las paredes. Las paredes blancas parecían las gigantescas hojas de un bloc impoluto.

El enfoque tabula rasa de la vida doméstica...

Tras el cuarto de estar había un comedor de dos tercios de su tamaño. Molduras festoneadas, más moqueta verde, más paredes de bloc de notas, un armarito de acabado de pecana para las porcelanas pegado a una pared de enfrente; haciendo juego, un aparador achaparrado. Un par de platos «Recuerdo de» en un estante del armarito: la presa de Grand Coulee, Disneylandia. Los demás estantes estaban vacíos. Una mesa ovalada, rodeada por ocho sillas de respaldo recto envueltas en plástico y tapizadas en un tono pardo. Tras la cabecera de la mesa se abrían unas puertas correderas de madera que permitían ver la cocina amarilla.

Entré en una puerta que conducía a la parte posterior de la casa. Y en la puerta una nota clavada.

Dr. D.: por detrás, M. B.

Más allá de la nota había un pasillo oscuro flanqueado por puertas cerradas, espacios blancos que se volvían grises. Al avanzar percibí el sonido de la música. Un cuarteto de cuerda: Haydn.

Fui hacia allá, doblé a la derecha y llegué a la última puerta. La música era lo bastante fuerte y limpia para estar interpretada en vivo.

Giré un pomo y entré en una gran estancia de picudo techo cuyas paredes y vigas estaban pintadas de blanco con un suelo de madera oscura. Tres de las paredes eran de madera de abedul. La cuarta estaba ocupada por unas puertas correderas de cristal que daban a un patio trasero, apenas un callejón de piso de cemento. Frente a la puerta de chapa ondulada del garaje había un Honda gris plateado.

El cristal hacía que la distancia pareciera un exterior sin dejar de formar parte de la casa. Era lo que los agentes inmobiliarios solían llamar un «lanai» en los tiempos en que vendían sueños tropicales, y lo que en esta era de transitoriedad y matrimonios rotos ha acabado convirtiéndose en la sala de estar.

La sala de Burden era grande y fría y se hallaba desprovista de muebles. De hecho, estaba desprovista de casi todo a excepción de un equipo estereofónico de precio superior a cien mil dólares, dispuesto contra una de las paredes de abedul. Aparatos en negro mate, paneles de instrumentos en cristal ahumado. Diales e indicadores digitales en verde, amarillo, rojo y azul de llama. Ondas osciloscópicas. Columnas fluctuantes de laser líquido. Centelleos de luces saltarinas.

Amperímetros y preamperímetros, sintonizadores, ecualizadores gráficos, elevadores de tensión de los bajos, clarificadores de los sobreagudos, filtros, un magnetófono para grabación de larga duración, dos reproductores de casetes, un par de platos, un reproductor de compactos, un reproductor de discos láser... Todo conectado por una maraña de cables a unas columnas sonoras alzadas como las piedras de Stonehenge, negras y de fachada de tela. Ocho obeliscos esparcidos por la sala, lo suficientemente grandes para lanzarle los sonidos de un conjunto de rock a las gradas de un estadio de béisbol.

Tres cuartas partes de un cuarteto: los dos violines y la viola.

En el centro de la sala, sobre una banqueta, Mahlon Burden acunaba un violoncelo. Tocaba de oído, los ojos cerrados, moviéndose al ritmo, sus delgados labios fruncidos como para un beso. Vestía camisa blanca, pantalones oscuros, calcetines negros y calzaba unas zapatillas blancas de tenis. Se había arremangado descuidadamente la camisa hasta los codos. Pelos grises moteaban su barbilla y estaba despeinado.

Seguía tocando como si no se hubiera dado cuenta de mi presencia. Sus dedos se movían sobre el ébano, bajando y estremeciéndose con cada vibrato. Llevaba el arco sobre las cuerdas con una precisión minuciosa y controlaba el volumen con tal perfección que el violoncelo se fundía sin fisuras con los sonidos grabados que regurgitaban los altavoces.

Hombre y máquina. El hombre como máquina.

Me pareció que era un músico excelente, de calidad sinfónica o muy cerca de alcanzarla. Pero me desagradaba la teatralidad estéril de todo aquello.

Estaba aquí para hacer una exhumación, no para que me obsequiasen con una serenata. Pero seguí escuchándola a la espera de que cometiese un error, un fallo en el tempo o un sonido desacorde que justificase una intrusión.

Tocaba a las mil maravillas. Soporté todo un movimiento. Cuando concluyó, mantuvo los ojos cerrados pero dobló el brazo del arco y respiró hondo.

Antes de que pudiera decirle algo, el siguiente movimiento empezó con un solo de arpegios a cargo del primer violín. Burden sonrió como si acabara de encontrarse con un viejo amigo y preparó el arco para seguir tocando.

—Señor Burden.

Abrió los ojos.

—Muy bonito.

Me dirigió una mirada ausente y su rostro se contrajo. Entró el segundo violín. Y luego la viola. Volvió la vista hacia las columnas de sonido, como si el establecer contacto visual con sus rostros de tela pudiera prevenir lo inevitable, lo que él había iniciado.

Llegó un momento para la entrada del violoncelo. La música siguió fluyendo exquisita pero incompleta. Vagamente inquietante... Como una mujer bella pero sin conciencia.

Burden me lanzó una última mirada de pesar, se levantó, guardó el violoncelo en su estuche y luego el arco. De un bolsillo de su pantalón sacó un diminuto mando a distancia de color negro.

La presión de un solo botón.

El silencio vació la sala de algo más que de música. Advertí por primera vez que los paneles de abedul eran en realidad contrachapado con una especie de fotoimpresión. Las asperezas del suelo de madera destacaban como cicatrices. Hacía tiempo que nadie había limpiado los cristales de las puertas correderas. La vista del cemento y de la hierba a través de sus turbiedades resultaba deprimente.

Sala de estar para familias sin ninguna familia que la ocupara.

—No dejo pasar un solo día sin tocar, y me concentro en las piezas que plantean un reto desde el punto de vista técnico.

—Toca usted muy bien.

Asentimiento.

—Hubo un tiempo en que ambicioné ganarme la vida así, pero se necesita mucha suerte o de lo contrario lo pasas bastante mal. Nunca me he fiado de la suerte.

Habló con más orgullo que amargura. Se acercó al equipo estereofónico.

—Creo que es preciso hacer las cosas sistemáticamente, doctor Delaware. En realidad, ése es mi talento principal. No soy gran cosa como innovador pero sé cómo encajar las cosas. Sé crear sistemas y emplearlos de la mejor manera posible.

Acarició su equipo y luego empezó a darme una conferencia sobre cada una de sus partes. Uno de mis talentos consistía en aguardar el final de las tácticas de demora. Me limité a quedarme callado y esperé.

—... y se preguntará usted, ¿por qué dos reproductores de casetes? Éste —señaló— es para una cinta magnetofónica convencional pero éste otro es digital. Los inventores esperan competir con el convencional, aunque aún no estoy muy convencido de que lo consigan. De todas formas, la calidad del sonido es impresionante. Conseguí un prototipo: todavía falta un año para que salga al mercado. Se acopla muy bien con el resto del sistema. A veces eso constituye un problema. Me refiero a los elementos que cumplen con cada una de las especificaciones pero que no se integran perfectamente con los otros miembros del sistema, como un instrumento afinado en solitario sin preocuparse del resto de la orquesta. Eso es aceptable sólo en un contexto muy limitado. La clave está en abordar la vida con perspectiva de un director de orquesta. El todo es más grande que la suma de sus partes.

Movió la mano como si empuñara una batuta.

Le proporcioné una dosis de silencio de terapeuta.

Frotó un cristal negro y dijo:

—Supongo que deseará conocer nuestros orígenes... los orígenes de Holly.

—Ésa sería una buena manera de empezar.

—Venga conmigo.

Fuimos por el pasillo. Abrió la primera puerta y entramos en una habitación de paredes blancas con una sola ventana oculta tras cortinas grises.

La luz procedía de una lámpara halógena de finos tubos cromados que había en un rincón. La moqueta era prolongación de la alfombra verde que había visto en el cuarto de estar.

Por su superficie juzgué que antaño fue el dormitorio principal. Lo había convertido en su oficina. Había una pared de armarios cerrados por puertas correderas de cristal y, contra las otras tres, módulos de formica blanca dispuestos en U, estantes arriba, armarios abajo y en el centro un espacio de formica negra para trabajar. Los estantes se hallaban atestados de cajas con disquetes, manuales de ordenadores, manuales de programas, unidades de discos duros, papelería, artículos de escritorio y libros, sobre todo obras de referencia. Una pared entera estaba reservada a las guías telefónicas, centenares de ellas: guías normales, sólo comerciales, algo llamado Cole Reverse, compendios de códigos postales y un volumen en cuyo lomo, escrito a mano, se leía: CÓDIGOS POSTALES: SUBANÁLISIS.

Las paredes que había detrás de los módulos estaban forradas de tomas de corriente, una tira continua de enchufes eléctricos, cada uno conectado a algo por un robusto cable negro; había tres ordenadores, batería complementaria, impresora láser y un módem telefónico. Vi diez líneas telefónicas más, de las que cinco se hallaban conectadas a otros módems y a unos fax, y las restantes a contestadores automáticos; un trío de marcadores automáticos; una enorme fotocopiadora Xerox hundida en uno de los módulos y de la que sólo se veía la mitad superior de su enorme mole; una fotocopiadora de mesa, más pequeña, una facturadora automática y una franqueadora electrónica. Había otros aparatos que no pude identificar.

La sala bullía, zumbaba, parpadeaba. Los teléfonos sonaban dos veces antes de que los contestadores automáticos se pusieran en marcha. De vez en cuando las máquinas de fax emitían hojas de papel que caían exactamente en sus receptáculos. Las pantallas de los ordenadores mostraban filas ambarinas de letras y números en grupos de cuatro o cinco, una serie incomprensible de claves alfanuméricas que se desplazaban a saltitos como coches en un embotellamiento.

Una espasmódica cinesis electromagnética que se esforzaba en simular la vida.

Burden parecía tan orgulloso como un padre. Su atuendo hacía juego con la estancia: un camuflaje en blanco y negro.

Éste era el lugar al que acudía para esconderse del mundo.

—Mi centro nervioso —explicó—. El eje de mis empresas.

—¿Listas postales?

Asintió.

—Así como consultas de márketing para muchas empresas y localización demográfica. Deme su código postal y le diré a usted muchísimo acerca de su persona. Deme una dirección e iré mucho más allá, hasta predecir tendencias. Eso fue lo que me llevó a esto.

Otro floreo de director de orquesta cuando abrió un cajón, extrajo un folleto y me lo entregó.

Papel cuché. Un título en brillantes letras amarillas de impresora, Tecnologías Nuevas Fronteras, escrito en una banda azabache.

Bajo el título había un hombre de pelo negro, exageradamente musculoso, desnudo de cintura para arriba y con pantalones Spandex amarillos, montado a caballo sobre una máquina gimnástica rebosante de diales. Del equipo partían cables que iban a parar a su cinturón amarillo y a la banda que rodeaba su cabeza a la altura de la frente. Deltoides, pectorales y bíceps eran relieves de carne hipertrofiada. Tenía las venas hinchadas como si se le hubieran metido gusanos bajo la piel; cada gota de sudor relucía como un vítreo bajorrelieve. Sonrisa y esfuerzo al máximo... Detrás de él había una rubia espectacular, de las mismas hechuras, vestida con un body amarillo. Lucía un conjunto de cables similar y creaba un torbellino maratoniano sobre una máquina esquiadora a campo través, no muy diferente de la que yo tenía en casa. Los cables y la banda en la frente les hacía parecer candidatos a la electrocución.

Pasé la página. Era un catálogo de venta por correspondencia, uno de esos folletos orientados a los yuppies que llegan en el correo del día. Me pareció recordar que había arrojado uno a la papelera.

Usted figuraba en la lista de especialistas en salud mental.

Compré mi máquina en un catálogo. Pero no de éste...

Burden me observaba, más orgulloso que nunca. Aguardaba. Yo sabía lo que se esperaba de mí. ¿Por qué no? Era parte de mi trabajo.

Examiné el catálogo.

Tras la portada había una carta de dos párrafos sobre la foto en color de un individuo apuesto y de anchos hombros, mediada la treintena. Tenía el pelo ondulado, un espeso bigote de guías retorcidas y una barba recortada: el hombre de Schweppes en sus mejores años. Vestía una camisa rosa abotonada de cuello perfecto, pañuelo azul y anchos tirantes de cuero. Estaba posando en una atmósfera de club: sala con revestimiento de caoba, sillón de alto respaldo de cuero y juego de escritorio en cordobán. Sobre la mesa había un antiguo reloj de arena, instrumentos náuticos de latón, una lámpara azul estilo banquero y un tintero de cristal tallado. Al fondo colgaban señoriales retratos al óleo. Casi pude oler el lacre.

Bajo la carta había una firma rebuscada e ilegible hecha con estilográfica. El pie de foto le identificaba como el caballero Gregory Graff, primer consejero de Tecnología Nuevas Fronteras S.L. con sede en Greenwich, Connecticut. La carta era concisa pero cordial en su sermoneo. Exaltaba las virtudes de las vitaminas, el ejercicio, la nutrición equilibrada, la autodefensa y la relajación meditativa, lo que Graff denominaba el «estilo de vida Nueva Era para el hombre y la mujer que triunfan». En el segundo párrafo se echaba el anzuelo para los Nuevos Productos del Mes, ofrecidos con un descuento especial a aquellas personas que antes los encargaran. A la vuelta figuraba la hoja de pedido completa con el prefijo telefónico 800 delante de un número y la seguridad de que «especialistas en compras» estaban preparados para recibir llamadas las veinticuatro horas del día.

El catálogo se hallaba dividido en secciones marcadas por hojas azules tipo tarjeta que destacaban de las demás. Pasé a la primera. «Cuerpo y Alma.» Toda una variedad de artefactos de pesas de los que se habría enorgullecido la Inquisición, exhibidos por la pareja escultural de la portada. Seguían eficacísimos nirvanas para recobrarse de la postración: aceites para el masaje, purificadores de aire, máquinas de olas, simuladores de sonido blanco, cajitas negras que prometían cambiar la atmósfera de cualquier casa para estimular la «meditación de ondas alfa», una «Campana Tibetana de la Armonía eléctrica inspirada en las que se usaba hace siglos en el Himalaya para captar las armonías y las tonalidades de las corrientes de viento de las grandes alturas».

La segunda sección era la de «Belleza y Equilibrio». Cosméticos orgánicos; caramelos y dulces abundantes en fibras; frasquitos amarillos de polvo de betacaroteno; cápsulas de lecitina; polen de abejas; comprimidos de cinc; cristales para purificar el agua; combinaciones de aminoácidos; algo nuevo llamado «La mañana siguiente 100», que afirmaba reparar el daño fisiológico producido por «la contaminación, las copas y las fiestas»... Píldoras para dormir profundamente, para despertarse alegre, para elevar el «poder personal en reuniones de negocios y almuerzos de trabajo», un brebaje mineral del que se aseguraba «restaura la homeostasis psicofisiológica y mejora la estabilidad individual» y que supuse estaría destinado a usarse cuando hacías una pausa para ir al baño.

Después venía «Estilo y Sustancia». Prendas y accesorios en pieles exóticas y acero bruñido, un «Portafolios con Cerebro» de presentación seudoantigua, programable con cierre y apertura automática, «concebido para el siglo XXI y más allá aún», cazadoras de aviador de los años veinte predesgastadas; trajes para hacer ejercicios «Sauna Mega-Sudor Personal»... una sinfonía de nailon, látex, reflon, napa y cachemir.

La cuarta sección era «Llegar y Triunfar», que parecía referirse a unas chucherías sin las que el mundo había vivido perfectamente hasta entonces. Arranque de coche activado por la voz, guantes de cocina autoenfriables, cortadoras eléctricas de tortas duras, forros de ante para microondas... todo con el correspondiente monograma por un módico recargo. Pasé las páginas deprisa y estaba a punto de cerrar el catálogo cuando me llamó la atención el título de la última sección: «Vida y Limbo»

Era un auténtico estudio sobre la paranoia tamaño elefante: chismes para espiar, grabadoras disimuladas, detectores de pinchazos telefónicos, cámaras y prismáticos de infrarrojos para «hacer de la noche del adversario el día de usted», cerraduras de intimidad para teléfonos convencionales, teléfonos directos en línea especial («Controle a Bell. Hable sólo cuando quiera y con quien quiera»); medidores poligráficos de la tensión camuflados como radios de transistores que prometían «desentrañar y digitalizar los dobles y múltiples significados en las conversaciones de otras personas»; modificadores de la voz; grabaciones de pisadas de un perro al ataque («puede escoger entre 345D, doberman, 345S, pastor alsaciano o 345R, rottweiler»), ultradesmenuzadores de papel que cabían en un portafolios, cámaras que parecían estilográficas, radios que parecían plumas estilográficas, paquetes de productos deshidratados de la «Cocina de la Supervivencia», más cristales purificadores del agua... Cuando llegué al cuchillo Nueva Era del Ejército Suizo con Mango de Grafito y Miniequipo Quirúrgico, cerré el catálogo.

—Muy interesante.

Alargué la mano para devolvérselo.

Meneó la cabeza.

—Quédeselo, doctor. Le felicito. Lleva cinco meses recibiéndolo, pero aún no ha solicitado nada. Puede que un examen más atento le haga cambiar de opinión.

Me guardé el catálogo en un bolsillo de la chaqueta.

—Una colección de productos realmente ecléctica —observé.

Me respondió con toda la vacilación de un toro bravo cuando sale a la plaza.

—Es la niña de mis ojos. Estuve en el ejército justo después de Corea. Criptografía, descifrado y tecnología informática... La infancia de la Era del Ordenador. Tras volver a la vida civil fui a Washington D.C. y trabajé en la oficina del Censo. Estaban empezando a informatizarla: los viejos tiempos de los aparatos enormes y las tarjetas IBM. Allí conocí a la que sería mi esposa. Era una mujer muy brillante, doctora en matemáticas. Yo aprendí por mi cuenta y ni tan siquiera terminé la secundaria, pero acabé siendo su mentor. Después de pasarnos todos esos años trabajando con estadísticas y esquemas demográficos, llegamos a tener una buena idea de los desplazamientos de masas de población, las tendencias y el modo en que difieren los hábitos adquisitivos de las personas en regiones y estratos sociales distintos. El poder de predicción de las variables residenciales... La creación de los códigos postales fue maravillosa: lo simplificó todo de tal manera... Y ahora con los nuevos subcódigos es todavía más sencillo.

Se sentó ante uno de los asientos anatómicos, dio media vuelta y volvió al punto de origen.

—Verá, doctor, lo maravilloso de esta época informática es que todo puede hacerse de una forma muy simple. Cuando abandoné el servicio público, adapté mis conocimientos al mundo de los negocios. Mi destreza como mecanógrafo sumada a mi capacidad para programar me permite ser una empresa en mí mismo. Ni tan siquiera necesito una secretaria: me basta con unas cuantas líneas telefónicas gratuitas, varios agentes que trabajan por su cuenta en sus casas y contratos con diversas imprentas del país. Me relaciono con todos ellos a través del módem. Sin costes de inventario ni costes de almacenamiento porque ni tan siquiera hay inventario... El consumidor recibe el catálogo y elige. Los agentes reciben el encargo y se lo comunican inmediatamente al fabricante, quien envía el producto directamente al consumidor. En cuanto la entrega ha sido confirmada le facturo al fabricante en concepto de venta al por menor: son mis honorarios por haber hecho posible la venta.

—Un intermediario electrónico.

—Sí, exactamente. El avanzado estado de mi tecnología me permite ser extremadamente flexible. Basándome en el rendimiento de las ventas puedo agregar o eliminar artículos, alterar el catálogo y lograr listas muy específicas de destinatarios en veinticuatro horas. He empezado a experimentar un sistema automatizado de agentes con mensajes previamente grabados y combinados con pausas provocadas por la voz: la cinta aguarda a que el consumidor acabe de hablar y entonces se expresa en un inglés perfectamente modulado y gramatical exento de regionalismos. Quizá llegue el día en que no necesite empleados. Será la palabra final en industrias caseras.

—¿Quién es Graff?

—Un modelo. Lo conseguí a través de una agencia de Nueva York. Advertirá que se le califica de primer consejero, título que carece de todo significado desde el punto de vista legal. Yo soy el presidente y el director gerente. Examiné centenares de fotos antes de elegirle. Mi investigación de márketing me indicó qué debía buscar: vitalidad juvenil combinada con autoridad. Una barba funciona muy bien para lo último a condición de que sea poco abundante y esté bien recortada. El bigote implica generosidad. El apellido Graff fue escogido porque sugiere en los consumidores algo teutónico y lo teutón es considerado eficaz, inteligente y fiable. Pero no hay que exagerar, claro. Un nombre como Helmut o Wilhelm no habría funcionado. Demasiado alemán. Demasiado extranjero. «Gregory» se cotiza alto en la escala del agrado. Norteamericano puro: Greg. Uno de nosotros con antepasados teutones, ¿comprende? Un gran atleta, el más listo del grupo pero capaz de suscitar simpatía... Mi investigación revela que muchas personas dan por supuesto que tiene un título universitario, normalmente Derecho o Ciencias Empresariales. La camisa abotonada comunica estabilidad; el pañuelo, opulencia; y los tirantes proporcionan un atisbo de sagacidad y creatividad. Greg es un hombre en el que usted cree de forma instintiva, alguien emprendedor y orientado hacia un objetivo no hostil, sólido pero no pesado y que se interesa por las personas. Un humanista. El humanismo es muy importante para los consumidores que busco: necesitan sentirse caritativos. Dos veces al año doy opción de donar un porcentaje de su compra total a una selección de obras benéficas. Gregory es un excelente promotor de donaciones. La gente se vacía los bolsillos. Estoy pensando en ofrecerlo en régimen de concesión.

—Parece algo muy bien concebido.

—Oh, sí, lo es. Y muy lucrativo.

Recalcó la última palabra para darme a entender que se refería a dinero en grande: era todo un magnate de la industria casera.

Aquello no encajaba mucho con la moqueta desgastada, los muebles de treinta años atrás y el Honda sucio, pero he conocido a otros millonarios a quienes no les interesa demostrar que lo son, o a quienes les asusta revelarlo y se ocultan bajo la fachada de un individuo como los demás.

Ahora mismo estaba ocultándome algo.

—Hablemos de Holly —dije.

Pareció sorprendido.

—Holly... Desde luego. ¿Hay algo más que necesite saber de mí?

Su descarado narcisismo me desconcertó. Había creído que hablar de sí mismo era un medio de retrasar el momento de las preguntas dolorosas, pero ya no estaba muy seguro.

—Pienso formularle muchísimas preguntas, señor Burden. Preguntas sobre los miembros de su familia... Pero por ahora me gustaría empezar viendo la habitación de Holly.

—Su habitación... Pues claro, no faltaba más.

Salimos de la oficina. Abrió una puerta al otro lado del pasillo.

Más paredes como hojas de bloc. Dos ventanas con persianas venecianas. En el suelo había un colchón muy delgado paralelo a una cama baja de madera. El colchón estaba desgarrado en varios puntos, apartando el terliz y sacando puñados de goma espuma. En un rincón se veía una enorme pelota de sábanas arrugadas. Cerca había una almohada, también despanzurrada, entre un montón de goma espuma. El único mueble era un tocador de tres cajones contrachapado bajo un espejo ovalado. La luna tenía huellas de dedos. Los cajones estaban abiertos. Parte de su contenido, prendas interiores de algodón y blusas baratas, había quedado dentro. Otras ropas habían sido retiradas y amontonadas en el suelo. Sobre el tocador vi un radio-reloj de plástico del que habían desmontado la tapa posterior para extraer sus piezas, que ahora estaban desperdigadas sobre el mueble.

—Obsequio de la policía —declaró Burden.

Hice caso omiso de aquel desorden y vi la desnudez que había precedido a cualquier intrusión de los agentes.

—¿Qué se llevaron?

—Nada en absoluto. Buscaban un diario o cualquier tipo de notas pero ella no tenía nada semejante. Se lo repetí una y mil veces, pero se limitaron a entrar y ponerlo todo patas arriba.

—¿Le autorizaron a limpiarlo?

Jugueteó con sus gafas.

—No lo sé. Supongo que sí.

Se inclinó y cogió del suelo un poco de gomaespuma. La apelotonó entre sus dedos y se enderezó.

—Holly solía encargarse de casi toda la limpieza. Dos veces al año yo traía a un equipo profesional pero ella limpiaba el resto del tiempo. Le gustaba, lo hacía muy bien. Imagino que todavía espero que... aparezca con un trapo y empiece a arreglar la casa.

Se le quebró la voz y fue rápidamente hacia la puerta.

—Por favor, excúseme. Quédese aquí el tiempo que quiera.

Le dejé ir y concentré toda mi atención en la estancia, tratando de verla como era en vida de Holly.

No había mucho con qué operar. Aquellas paredes blancas... ni un clavo, ningún aplique, ni tan siquiera un agujero o un cuadrado ennegrecido. Las chicas usan sus paredes como si fueran cuadernos de notas hechos con yeso. Holly jamás había clavado un cuadro, ni colgado un gallardete, ni endulzado su vida con la rebelión de un póster de rock o imágenes de calendario.

¿En qué soñaba?

Seguí buscando algo que indicara una huella personal pero no encontré nada. La habitación era como una celda, árida.

¿Comprendía su padre que aquello no era normal?

Pensé en la habitación donde le encontré, desierta a excepción de sus juguetes.

El mismo lugar en que se refugiaba era tan frío como un glaciar.

¿El vacío como estilo familiar de vida?

¿Una hija como criada, la doncella del gran empresario de la industria doméstica?

La habitación empezó a resultarme asfixiante. ¿Había experimentado también ella esa sensación viviendo aquí, durmiendo aquí mientras veía pasar su vida?

Ike o cualquiera que se hubiese interesado por ella y le hubiera dedicado su tiempo podría haber aparecido a sus ojos como un príncipe azul.

¿Qué significó para la muchacha la muerte de él?

Lo sentí por ella, pese a lo que llegó a ser, lo que hizo.

Escuché la voz de Milo en el fondo de mi mente. ¿Te vuelves sentimental?

Pero quise creer que si Milo conociera este lugar, también sentiría algo semejante.

La puerta del armario estaba entreabierta. La abrí y eché un vistazo. El perfume venenoso del alcanfor. Más prendas, aunque no muchas y casi todas corrientes: camisetas, jerseys, un par de chaquetas. Bolsillos rasgados y forros arrancados. Colores marchitos y desvaídos.

Más montones de ropa en el suelo.

Calidad de saldo. La hija de un gran empresario.

Sobre la barra de la que colgaban las prendas había dos cajones. El inferior tenía dos juegos. El País de los Caramelos. Sube y Baja.

Diversiones preescolares. ¿Dejó de jugar a los seis años? Aparte de eso, nada. Ni libros, ni revistas sobre alguna afición, ni animales de trapo ni tazas con frases fatuas, ni tan siquiera esas bolas de plástico transparente que provocan nevadas al invertirlas.

Cerré la puerta del armario y volví a concentrar mi atención en la estancia devastada, intentando verla tal y como era hasta la llegada de la policía. El daño hecho parecía haberla vuelto más humana.

Una cama y un tocador. Paredes blancas. Una radio.

La palabra celda seguía parpadeando en mi mente.

Pero había visto celdas que parecían más atractivas.

Ésta era peor. Una celda de castigo.

Incomunicada.

Sentí que necesitaba escapar de allí.