35

Se adelantó, iluminado por la luz anaranjada del incendio. Vestía un chaquetón oscuro y empuñaba un fusil automático que parecía demasiado grande para él. El arma disponía de una compleja mira telescópica. El viento agitaba sus ralos cabellos. En torno de él caían ascuas. Parecía muy contento de sí mismo.

—Señor Burden... —dije.

—Mahlon —dijo él—. Creo que ya hemos alcanzado el grado oportuno de familiaridad. ¿No le parece, Alex?

Sonrisa.

Vi cómo Milo se tensaba. Permanecí tan inmóvil como si hubiese echado raíces en el suelo.

—No tema —dijo Burden—. Soy amigo, no enemigo.

Contempló el almacén que ardía a mi espalda con la expresión satisfecha del boy scout que acaba de frotar con éxito dos palos. Todavía se oían gritos entre el bramido y los chasquidos. Las cenizas caían sobre mi rostro sudoroso como un encaje de copos malolientes.

—No tiene buen aspecto, detective Sturgis —dijo Burden—. Vamos a llevarle a un hospital.

Milo se esforzaba por respirar. A la luz fluctuante del incendio, sus magulladuras tenían un aspecto horrible, tan congeladas y lívidas como si fueran resultado de unos efectos especiales mal aplicados.

—Vamos, detective —dijo Burden.

—Olvídelo —repuso Milo. Agitó la cabeza y extendió sus brazos en busca de equilibrio—. Linda Overstreet... Enviaron a alguien a su casa. Hay que conseguir un teléfono, tenemos que avisar a la policía.

Dio varios pasos inseguros.

—Puedo ofrecerle una solución mejor, detective —dijo Burden.

Chasqueó los dedos. De la oscuridad surgió otra cara. Treinta y pocos años, bien parecido, un espeso bigote de guías retorcidas sobre una barba recortada.

—Doctor, usted ya conocía fotográficamente a Gregory Graff. Aquí le tiene en carne y hueso. Gregory, ayúdame con el detective Sturgis.

Graff se adelantó. Era muy alto y corpulento. De su hombro colgaba un fusil semejante al de Burden. Vestía prendas de camuflaje impecablemente planchadas. Su talante era serio, pura concentración, como el de un cirujano a punto de ligar un capilar.

Pasó un brazo por el hombro de Milo y el otro por el codo. Empequeñeciéndole. Por lo menos medía metro noventa y cinco.

Tomé a Milo por el otro brazo.

Milo intentó librarse de nosotros.

—Estoy bien, maldita sea. ¡Lo que quiero es un teléfono!

—Por aquí —dijo Burden.

Le dio la espalda a aquella visión infernal y comenzó a andar deprisa.

Le seguimos fuera del aparcamiento. El hollín nos cegaba. Milo insistió en caminar sin ayuda pero temblaba y todavía respiraba con dificultad. Graff y yo nos mantuvimos a un lado. Seguí observando a mi amigo. Por fin su respiración se hizo más regular. Pese a la paliza recibida, no parecía estar demasiado mal.

¿Cómo se encontraría Linda? Intenté no pensar en eso pero no podía pensar en nada más.

Alguien que sabe sacar el mejor partido de una mujer...

Mi propia respiración se quebró. Traté de mantener la compostura. Avanzamos por entre la oscuridad. Luego se alzó tras nosotros un bramido aún más terrible, como el de unos monstruos a la hora de la comida, y todo quedó iluminado por aquella luz sangrienta.

Seguimos andando. Miré hacia atrás. Las llamas se habían abierto paso a través del tejado y saltaban al cielo, ensangrentándolo.

Unas cuantas personas habían conseguido llegar hasta el muelle envueltos en llamas, agitando los brazos y despidiendo chispas. Uno de ellos se desplomó y rodó por el suelo.

Burden se volvió despreocupadamente, se llevó el fusil al hombro y disparó otra ráfaga parecida a un croar de rana.

—Olvídese de eso, maldita sea —dijo Milo—. ¡Siga!

—Cubro nuestras huellas —repuso Burden—. Siempre es buena estrategia en este tipo de misiones.

Pero bajó el fusil y reanudó su carrera.

Milo maldijo e intentó acelerar su marcha. Sus piernas cedieron. Graff le alzó, se lo echó al hombro como si fuese un muñeco de paja y prosiguió sin detenerse.

Milo protestó y maldijo. Graff no le hizo caso.

—Y aquí estamos —declaró Burden.

Una palanca mantenía abierta la puerta metálica. Al otro lado, aparcada junto a la acera, había una furgoneta pintada de un color gris oscuro, con una ventanilla ahumada a cada lado y el techo cubierto de antenas. El reflejo de las lejanas lenguas de fuego creaba la ilusión de un mural en la chapa del costado. Un mural danzante... el infierno sobre ruedas...

Oí un lejano gemir de sirenas. Me recordó algo... Un callejón de drogadictos... Comenzaron a aullar unos perros.

Burden sacó algo de su bolsillo y oprimió un botón. Un clic metálico. Se abrieron las puertas traseras de la furgoneta.

Milo observó las antenas.

—Tiene teléfono. ¡Déjeme en el suelo y deme el jodido chisme!

—Gregory, acomoda al detective en la parte de atrás —ordenó Burden.

Graff alzó a Milo como si fuese una novia en el umbral de la alcoba y le deslizó furgoneta adentro.

Aferré a Burden por un hombro.

—¡Deje de jugar y consígame un teléfono!

Burden sonrió y apartó de sí mis dedos.

—No estoy jugando, doctor. Creo que he desempeñado un buen trabajo: les he salvado la vida. Lo menos que puede hacer es confiar en mí.

Dio la vuelta al vehículo y dijo:

—Arriba.

Abrí la portezuela de la derecha. Dos asientos Recaro de competición; entre ellos había una consola con un miniordenador y un módem telefónico. Ocupé el asiento del pasajero y alcé el teléfono. No daba señal.

Burden ya estaba al volante.

—¡Conéctelo, maldita sea!

Burden no se inmutó. Le entregó su fusil a Graff, instalado a su espalda e introdujo la llave del contacto. Volví la cabeza. Milo estaba tendido en el suelo junto a varias cajas metálicas y un equipo electrónico que no pude identificar. Graff se arrodillaba junto a él; su enorme cabeza rozaba el techo. Un bastidor de armas ocupaba uno de los costados de la furgoneta. Semiautomáticas, fusiles, algo parecido a una Uzi.

Milo hizo un esfuerzo y se aferró al asiento de Burden.

—¡Sádico gilipollas!

Graff lo apartó y le sujetó por la muñeca.

Milo maldijo.

—Vaya gratitud —observó Burden.

Hizo girar la llave del contacto. El motor cobró vida y el salpicadero se convirtió en todo un espectáculo; indicadores, diales, pantallas, agujas, pilotos. En el techo, paralela al parabrisas, había otra fila de diales circulares y en la consola, a ambos lados del ordenador y alrededor del teléfono, había todavía más diales. Tenía un equipo suficiente para llenar la cabina de un 747.

—Bienvenidos al laboratorio oficial móvil de pruebas de Nuevas Fronteras S.L. —dijo Burden—. Los accesorios van y vienen. Recibo muestras continuamente y me quedo sólo con los mejores.

Pensé en Linda. Ahora su narcisismo era mortífero. Reprimiendo el deseo de estrangularle, le dije:

—Por favor. Es una cuestión de vida o muerte.

Tocó un espacio oscuro a la derecha del volante. Apareció una pantalla cuadrada, amarilla, del tamaño de un reposavasos. Relucieron unas cifras negras: una combinación de dos dígitos seguida por siete números más que cambiaban constantemente. Bajo la pantalla había un teclado. Su luz reveló dos teléfonos más, montados en el salpicadero y de bolones amarillo plátano.

—Detector de la policía —explicó Burden, tecleando con cuatro dedos—. Programable para cualquier región del mundo, lo que en sí no tiene nada de particular. Pero éste ha sido modificado. Permite la conexión con el sistema policial de transmisión y hacer llamadas.

Sonrisa. Atracándose de poder.

—Es totalmente ilegal. Por favor, detective Sturgis, no me delate.

—¡Por el amor de Dios, llame! —y le grité la dirección de Linda.

—Conozco la dirección —dijo—. ¿Quiere que hable o prefiere llamar usted mismo...?

—¡Llame!

Chasqueó la lengua, oprimió otro botón que inmovilizó los números del detector y cogió uno de los teléfonos del salpicadero.

—A todas las unidades del Oeste de Los Ángeles —dijo con una voz que no era la suya—. A todas las unidades del Oeste de Los Ángeles...

Echó un vistazo.

—Ocho-A-veintinueve. Alarma de homicidio, posible intento de Uno-ocho-siete. —Dio la dirección de Linda—. Clave Tres. Repito...

La radio respondió por un altavoz colocado en el techo. La voz de un patrullero que confirmaba la recepción. Al cabo de unos segundos respondieron dos unidades más en Clave Seis... ayuda.

—Bien —dijo Burden, oprimiendo un botón que hizo oscurecerse el salpicadero—, supongo que con eso todo queda solucionado.

—Vamos hacia allá, gilipollas —le apremió Milo.

—¿Y qué me dice de sus lesiones, detective Sturgis?

—Hacia allá, coño.

Burden hizo girar su asiento y miró hacia atrás.

—¿Gregory?

Graff alzó uno de los brazos de Milo y lo flexionó con precaución.

—Quítame las manos de encima, Paul Bunyan —dijo Milo—. Conduzca, Burden, o le empapelaré por algo.

—No parece que tenga nada roto, señor Burden —dijo Graff.

Tenía una voz de bajo que cuadraba con su corpulencia. Excelente declamación. Inflexiones de Nueva Inglaterra.

Las sirenas cobraron intensidad.

—Lo último que deseo es ser acusado de negligencia médica —dijo Burden—. Especialmente con un agente de la ley.

—Muévete, maldito cabrón —replicó Milo.

A la luz del salpicadero el rostro de Burden tomó un aspecto pétreo.

—Atribuyo lo que ha dicho al shock, detective.

Milo maldijo de nuevo.

El rostro de Burden se endureció todavía más.

—Mire, ha sido una noche dura para todos —dije—. Le agradecemos lo que ha hecho al rescatarnos. Pero hagámoslo perfecto intentando salvar también a Linda.

Me miró.

—¿Perfecto? No. No lo creo así.

Continuó inmóvil con las manos en el volante mientras el ruido de las sirenas se volvía ensordecedor. Finalmente se ajustó el cinturón de seguridad, puso en marcha el vehículo y se apartó de la acera. Cuando salíamos de aquel tortuoso callejón llegaban a toda velocidad los coches de los bomberos.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En Van Nuys —repuso Burden—. Aquella luz roja corresponde a Victory Boulevard.

—Sáltesela —dijo Milo.

—Es usted una mala influencia, detective —dijo Burden. Pero cruzó a toda velocidad la oscura intersección.

—¿Y si pusiera en marcha el detector para ver lo que sucede? —sugerí.

Agitó la cabeza.

—No es necesario. Tenga un poco de fe, doctor.

Al principio pensé que no era más que otra exhibición de su poder pero una manzana más tarde agregó:

—Sin duda querrán saber cómo se hizo. Me refiero a su liberación.

—Ah, el jodido final del chiste —comentó Milo desde atrás.

Empezó a toser.

—Beba un poco de agua —le dijo Graff.

—¿Seguro que no es más que agua, Paul?

—Nada más —murmuró Graff con la paciencia de una niñera.

—Detective Sturgis, es usted un hombre hostil y grosero —dijo Burden—. ¿Demasiados años en la calle?

El terapeuta que soy hubiera querido replicarle.

—Cristo —dijo Milo.

Le oí tragar, volví la cabeza y vi que Graff sostenía una cantimplora ante sus labios.

—Es agua —explicó Burden—. Agua pura del Estado de Washington, extraída de pozos artesianos. Agua con una composición mineral que se corresponde milagrosamente con las propias necesidades electroquímicas del cuerpo. ¿Qué página, Gregory?

Redujo la marcha de la camioneta mientras hablaba. Las calles estaban solitarias, despejadas. Sentí deseos de poner el pie en el acelerador.

—Siete, sección dos —dijo Graff.

—Belleza y Equilibrio —añadí.

—Muy bien, Alex —observó Burden.

Otra luz roja. Riverside. Esta vez se detuvo.

—Vamos a ver, la autovía o la autopista... A esta hora, yo diría que la autovía.

Se encaminó hacia el Oeste.

—Pues claro que quiero saberlo —dije—. ¿Cómo lo hizo?

—¿Tiene alguna hipótesis?

—Unas cuantas.

—Oigámoslas.

—Para empezar, pinchó mi teléfono cuando estuvo en mi casa. Mi hogar. Me pidió permiso para utilizar el cuarto de baño y poder estar un rato a solas en la parte posterior. Lloriqueó y derramó el café para disponer de un rato a solas en el cuarto de estar. Y el doctor, que era todo comprensión, le proporcionó aún más tiempo, aguardando en la cocina a que se recobrase...

—Muy bien —dijo—. Pero la verdad es que fui más allá de los teléfonos. Instalé micrófonos en varios sitios tanto dentro como fuera de la casa... bajo los muebles y las camas. Cerca de la puerta. La tecnología actual proporciona una facilidad increíble para su instalación. Poseo equipos no mayores que un grano de arroz, aunque los que empleé eran más grandes. Del tamaño de una lenteja. Autoadhesivos. Para larga distancia, extremado poder de definición, regulables...

—Sección cinco —dije—. Vida e Integridad Física.

—Halagándole mientras comprendía todo lo que había escuchado. Conversaciones telefónicas. Charlas de almohada. La violación de...

Era mi salvador, pero seguía sin gustarme.

Ser salvado por él era como descubrir que Dios existía pero que tenía una personalidad bastante desagradable.

—La verdad es que esos aparatos aún no figuran en el catálogo —dijo—, así que usted ha tenido una especie de exhibición particular. Me gustaría dejarlos instalados y mostrarle cómo emplearlos en beneficio propio.

—No, gracias.

—Estoy seguro de que tiene la sensación de que he violado su intimidad, pero tenía que captar lo que se le decía y lo que usted contaba. Era mi conducto informativo. Respecto de la escuela, de la policía... de todos. Nadie quería ayudarme. Todo el mundo me trató como si fuese un paria. Y yo necesitaba buenos datos... tenía derecho a conseguirlos. Sabía que debía ser concienzudo. Presintonicé las unidades con receptores instalados en mi casa. También monté receptores similares en esta furgoneta. Nadie más pudo recibir las transmisiones, así que no tiene por qué preocuparse. Además, las cintas serán destruidas muy pronto.

—Se lo agradezco.

No logré evitar el sarcasmo en mi voz. Pero no lo advirtió o lo pasó por alto.

Estábamos en la división de Sherman Oaks y el norte de Hollywood, acercándonos a Coldwater. Había unos cuantos coches en la calle: gente que había cenado tarde y regresaba a sus casas. Más luces y luego la entrada a la calle 134 Oeste.

—Por extraño que parezca, las lentejas se fabrican en Polonia, aunque supongo que su investigación y desarrollo tuvieron lugar en la antigua Unión Soviética —dijo—. La glasnost y la perestroika han sido algo fabuloso para quienes estamos interesados en el libre intercambio de tecnología avanzada. El distribuidor de Hong Kong me envió una caja de estos diablejos haciéndome un gran descuento con la esperanza de que los incluyera en el próximo catálogo. Pero no lo haré, ¿verdad, Gregory?

—No, señor Burden. Son demasiado caros para la clientela a la que nos dirigimos.

—Muy caros, incluso con descuento. Pero en su caso, doctor Delaware... sólo lo mejor. Porque le respeto. Estimo su tenacidad. Tenía grandes esperanzas en cuanto a la calidad de la información que sería capaz de proporcionarme. Y acerté, ¿verdad? Por eso creo que las lentejas merecieron el precio. Como los trazadores que coloqué en su Seville y en el Matador y el Fiat del detective Sturgis... Por desgracia, no pude llegar al Ford que cambió por el Matador; pero a esas alturas ya poseía los datos suficientes para averiguar dónde le encerrarían.

—Qué tipo —comentó Milo.

Su voz ya no era ronca sino clara y serena. Y rabiosa.

Sabía lo que estaba pensando. Burden le había dejado soportar el interrogatorio. Esperando, mientras escuchaba.

—Howard también le sirvió de conducto —observé—. Usted se presentó en su despacho y estuvo allí el tiempo suficiente para instalar las lentejas.

—Y escuchó todas las odiosas palabras que había proferido su hijo.

—Pues claro —dijo, un poco despreocupadamente—. La conducta de Holly resultaba extraña; parecía distante, inquieta. Sus problemas de comunicación hacían que me fuese imposible sacarle nada. Sabía que iba subrepticiamente a casa de Howard; los dos creían que yo ignoraba su pequeña tentativa de consolidar unas relaciones. Pensé que ya que los dos se comunicaban, Howard podría arrojar alguna luz sobre el cambio experimentado por su hermana.

—Pero no podía limitarse a preguntarle a Howard sobre la cuestión puesto que también existía un problema de comunicación entre ustedes dos.

—Exacto.

Recordé el odio que rebosaba el despacho de Howard. ¿Cómo podía un padre hacerle frente y soportarlo?

Le observé. Plácido. Impávido. El narcisismo al servicio del alma.

Se desvió hacia la izquierda en la autovía. Los seis carriles estaban tan vacíos como Indianápolis al día siguiente de la carrera.

—Howard es un muchacho brillante —prosiguió—, pero tiene muchísimos problemas. Puntos oscuros... Ya vio lo obeso y nervioso que es y cómo suda. También sufre eczemas, perturbaciones gástricas e insomnio: claros síntomas de infelicidad. Además de esta debilidad constitucional, su actitud hacia la vida es deficiente. Si me lo hubiera permitido podría haberle ayudado. Tal vez un día me lo permita. Mientras tanto, no podía consentir que su flaqueza lo echase todo a perder.

—Por eso mostró tantos deseos de que le viese. Esperaba que se sincerara conmigo y grabar cuanto dijese.

Sonrió.

—Era algo más que una esperanza: era una predicción basada en datos. La conversación entre los dos acabó siendo una transmisión muy útil.

—Wannsee Dos —dije—. Howard me describió los balbuceos de Holly el día en que se presentó su cuñada. Decidí averiguar lo que significaba. Usted escuchó, grabó y siguió adelante.

—No, no —declaró, molesto—. No le necesitaba para eso. Yo iba un paso por delante. Conozco la suficiente historia para saber exactamente qué era Wannsee. Naturalmente, la pronunciación correcta es Vansey... Gregory también está informado sobre Wannsee, aunque pertenezca a su generación porque buena parte de la familia de Gregory fue eliminada por los nazis, de modo que cuando le llamé y le dije que estábamos tratando con Wannsee Dos se mostró más que dispuesto a intervenir en la tarea. ¿No fue así, Gregory?

—Exactamente, señor B.

—Un excelente ejemplo de ventriloquia —intervino Milo—. ¿Dónde encontró un muñeco tan grande?

Graff soltó una risotada.

—No es lo que cree —repuso Burden—. Gregory posee conocimientos de electrónica y biofísica, pasó un año en la facultad de Medicina de una de las mejores universidades del Este, se graduó en Derecho por el mismo centro y ha cursado allí estudios de ciencias empresariales para posgraduados.

Orgullo. Orgullo paterno.

Su auténtico hijo.

—Parece un verdadero hombre del Renacimiento —comenté.

Una parte de mi cerebro pensaba en Linda y funcionaba a un ritmo desenfrenado. Otra parte charlaba intentando conseguir información de aquel hombre amedrentador y extraño que conducía.

—Apuesto a que también ha recibido adiestramiento militar —dije—. Ex oficial de información, como usted... Así le encontró, ¿cierto? No fue en ninguna agencia de modelos. Cuando llegó el momento de reclutar un socio, sabía exactamente dónde hallarle.

—No soy un socio —repuso Graff—. No soy más que un figurón.

Más risas.

Burden rió también. A la derecha surgió la entrada a la 405. La tomó hacia el sur y se desplazó al carril central, manteniendo una velocidad media de 110 km por hora.

—¿Y qué le parecería ir un poco más deprisa? —inquirí.

No me replicó, pero el velocímetro saltó a 120.

Yo habría querido 160 pero sabía que eso era lo más que podía conseguir.

—He aquí otra hipótesis —dije—. Gracias a ustedes dos, Nuevas Fronteras tiene acceso a ordenadores militares. Ahlward poseía antecedentes en ese terreno. Usted los examinó.

—Antecedentes —dijo Graff con una risotada de oso.

Burden no le coreó.

—Él fue el primero a quien investigué antes de contactar con usted. La prensa le describía como una especie de héroe. Quería saber algo sobre el que apretó el gatillo. El héroe que mató a mi hija... Lo que averigüé olía muy mal. Mintió en lo de que había sido militar.

Su tono indicaba que era el peor de todos los delitos imaginables.

—Lo único que tenía en su haber eran unos meses en Infantería de Marina, de abril del sesenta y siete a noviembre del sesenta y ocho. Buena parte de ese tiempo lo pasó en chirona antes de ser expulsado deshonrosamente por depravación moral. Todo estaba en un expediente reservado al que conseguí llegar. Dos incidentes distintos: acoso sexual a una chica de dieciséis años, una chica negra; y tentativas de organizar una banda racista entre otros nuevos reclutas. Eso último fue lo que me hizo llevar un poco más lejos las investigaciones. Tras la expulsión disfrutó de breves estancias en cárceles locales por hurtos, robos y conducta desordenada. Decidí que era un indeseable y busqué su historial familiar. Su progenitor fue un criminal de guerra bundista. Dirigió uno de los campamentos de verano, Schweiben. Ahlward padre fue encarcelado por sedición en 1944 y liberado en 1947, sólo para morir de cirrosis un año después. Un indeseable alcohólico... Varias generaciones de indeseables seguidas. Lo que me llevó a otra pregunta: ¿por qué un concejal supuestamente progresista contrató a alguien como él? Así que investigué también al concejal. No encontré más que un montón de borra que se hacía pasar por hombre. Buena familia, todos los privilegios, ni un rastro de problemas en sus antecedentes... y ni la más mínima huella de carácter tampoco. Adicción al camino más fácil. No hace falta decir que encontró su camino hacia la letrina que conocemos como política.

Palabras airadas pero dichas en tono sereno.

—Observé el cuartel general del estimado señor Latch. Fue coser y cantar, ¿verdad, Gregory? Pero aquello no me enseñó gran cosa. El personal de Latch se mostraba razonablemente disciplinado y tendía a ser circunspecto en el teléfono. Pero usted estuvo espléndido como conducto y lo hizo encajar todo: Novato, la vieja, ese desecho patético llamado Crevolin... Por un momento pensé que la agresión al coche de la señorita... excúseme, de la doctora Overstreet guardaba relación con todo. Pero el detective Sturgis me demostró que estaba equivocado. Mis felicitaciones, detective.

—Conduzca, coño.

—Sin embargo, el resto probó lo que yo había sabido desde el primer momento: que mi hija fue una víctima. La manipularon. Lo comprendí todo antes que ninguno de ustedes. Y en respuesta a la pregunta que le formuló a Howard, he de decirle que mis opiniones políticas son antagónicas del fascismo. Creo en la libertad de empresa ilimitada y en un control mínimo del Gobierno. Vive y deja vivir... A condición de que la otra parte sepa comportarse.

—Muere y deja morir —agregó Graff—. Nunca otra vez.

—A Gregory y a mí no nos costó trabajo creer en Wannsee Dos debido a nuestros antecedentes militares y a haber tenido acceso a datos confidenciales. Conocíamos lo que ocurrió en varias bases del ejército durante los años sesenta: células racistas que las fuerzas armadas desarticularon rápidamente, pero al precio de lanzar a los fascistas al mundo civil y débil, donde no era posible hacer frente con eficacia a tales irregularidades. Esos datos y mi experiencia me dieron ventaja. Por el cuidadoso comportamiento de la gente de Latch al teléfono deduje que debía de existir otro lugar donde hiciesen su trabajo sucio, una sede secreta donde los cerdos hablaran con libertad. Pero no logré averiguar nada a través de mis observaciones. Entonces pensé en la esposa de Latch. Comencé a examinar las propiedades que figuraban a su nombre y excavé entre los montones de sociedades tras las que se ocultaba. Traspasar esa especie de capullo resulta increíblemente fácil si uno sabe cómo proceder. Pronto tuve ante mí varias posibilidades, pese al hecho de que se trataba de una dama muy bien situada. Me disponía a reducir aún más la lista cuando usted me facilitó la tarea al llamar anoche al detective Sturgis y dejarle el mensaje acerca de que le seguían. Aquella matrícula... Mis capacidades de rastreo son superiores a las de la mayoría de los departamentos de policía: tengo millones de matrículas en mi banco de datos. Su número correspondía a una de mis posibilidades, una empresa relacionada como imprenta. Gregory y yo nos presentamos justo después de que anocheciese. Vi descargar al detective Sturgis. Escuchamos. Enséñaselo, Gregory.

Graff alzó algo del suelo de la furgoneta. Un cono de vidrio con un micrófono en el centro.

—Esto es un micrófono parabólico Stevens 25 X de largo alcance —explicó Burden—. Llega a tres kilómetros.

—¿Otro ejemplo de la creatividad oriental? —pregunté.

—Ni muchísimo menos. Éste es cien por cien americano.

—Nacido en Estados Unidos —añadió Graff.

Burden prosiguió:

—Cuando llegó maniatado y empaquetado, detective Sturgis, estábamos esperando. Lo soportó muy bien. Su propia formación militar sin duda... muy impresionante. Tenga la seguridad de que si hubiese corrido peligro le habríamos salvado, pero por nuestra escucha anterior sabíamos que proyectaban dejarle con vida y terminar luego con el doctor y con usted de un modo sexualmente sugerente. Claro está que usted no tenía manera de saberlo y se portó muy bien.

—Qué emoción —repuso Milo.

—Yo le sugeriría que reservase su ira para aquellos que se la merecen —dijo Burden—. Por ejemplo, ¿por qué cree que se presentaron haciéndose pasar por el FBI?

Silencio en la parte posterior.

—¿Lo ignora verdaderamente, detective? ¿O es que simplemente no quiere decirlo?

Sin respuesta.

—Su propia gente le vendió —dijo Graff—. De un modo extremadamente feo.

—Frisk —dije.

Burden asintió.

—Otro montón de borra. Cuando acudió a interrogarme el día del tiroteo llegó a instalar un micrófono en mi cuarto de estar. Basura, algo muy primitivo... No hace falta decir que lo dejé donde estaba. Hablé y toqué el violoncelo ante ese chisme para conducir a Frisk exactamente a donde quería: a moverse en círculos. Es un estúpido y enseguida advertí que sería inútil trabajar con él. Cuando fui a su despacho le devolví el favor, así que tengo una imagen clara de sus andanzas. Y si estuviera en su lugar yo no las toleraría, detective Sturgis.

—Conque lentejas polacas en Park Center, ¿eh? —dijo Milo.

—Nuestra tan elogiada División Antiterrorista... Si no fuese triste, tanta incompetencia resultaría cómica. Fíjese, Latch y compañía estuvieron bajo sospecha durante cierto tiempo. Pero no por los motivos justos. Frisk no tenía ni una pista sobre Wannsee Dos, ni la más leve sospecha... Sospecha que Latch es un comunista subversivo y un izquierdista recalcitrante... porque los enemigos políticos de Latch le habían dado pábulo para creerlo.

—¿Massengil? —pregunté.

—Entre otros. El difunto parlamentario era la principal fuente de desinformación sobre Latch porque sabía que éste había hecho planes para conseguir su escaño. El doctor Dobbs le ayudó a crear falsos informes sobre las supuestas actividades subversivas de Latch. Dobbs hizo varias llamadas a Frisk utilizando un alias: Papá Noel. Le llamaba desde teléfonos públicos. Todo muy malicioso y pueril... Tonterías sacadas de una mala película de misterio. Pero nuestro teniente Frisk se lo tomó muy en serio. Abrió un expediente de Latch, un expediente secreto.

Risitas. A las que hizo eco Graff.

—¿Por qué no actuó contra Latch? —inquirí.

—Lo pensó. Tengo grabaciones de él, hablando al dictáfono; reflexionaba en voz alta, consideraba sus opciones. Contrastaba cada posibilidad con las demás, rumiando interminablemente. A Frisk le daba miedo enfrentarse con Latch sin pruebas. Pero no fue capaz de conseguirlas porque, A, no sabía cómo y, B, toda su investigación se basaba en mentiras y falsedades. Ese hombre es increíblemente estúpido... Por eso se mostró tan ansioso por ocuparse del asesinato de Massengil. Sospechaba que Latch podía estar detrás; ésa habría sido su gran oportunidad. Y tenía razón.

—Pero erraba en los motivos.

—El muy idiota... Creía de verdad que podía llegar a ser nombrado subdirector. A usted, detective Sturgis, le consideraba una amenaza para esa ambición. Existía la posibilidad de que usted pudiera resolver el caso por su cuenta. Usted era una amenaza porque Frisk sabe muy bien que usted es un investigador competente y él no. Y también hay otro nivel, desde luego... Creo que por lo general se refiere a usted llamándole «despreciable bastardo maricón». Si quiere, puedo ponerle las grabaciones.

Milo callaba.

Burden salió de la autovía en Pico y se dirigió hacia el este, a Westwood.

—Durante el curso de mi breve observación, el Departamento de Policía no me ha dejado muy impresionado —dijo—. Demasiado tiempo invertido en averiguar lo que los agentes hacen en la cama, con quién lo hacen, sus opiniones religiosas y otras cuestiones irrelevantes. Ésa no es manera de ganar una guerra. Tiene que ser una terrible tensión para usted, detective Sturgis.

—Gracias por la simpatía, madre Teresa —respondió Milo.

Pero estaba seguro de que digería lo que le había dicho Burden. Ahora conducía con tranquila rapidez.

—Frisk le explotó como corresponde a un verdadero político. Llamó a Latch. En tono aparentemente confidencial le dijo que era usted quien sospechaba de él. Disculpándose. Usted era la vergüenza del Departamento, un polizonte deshonesto, maricón y alcoholizado. El Departamento le mantenía en nómina para evitar un proceso y un escándalo político. Sólo era cuestión de tiempo hasta que consiguieran echarle. Frisk le contó a Latch que usted había estado haciendo preguntas sobre él, que era un individuo inestable y proclive a la violencia. Quería advertir de ello al buen concejal. Mientras tanto, Frisk seguía a Latch. Usted era su señuelo. De haber muerto esta noche, puede que hubiese llegado a tropezar con una solución y quizás incluso con la gloria y su ascenso. Subdirector Frisk. ¿No le parece encantador?

Milo reflexionó en voz alta.

—No me ha seguido esta noche.

—No, esta noche no. Dile por qué, Gregory.

—Su equipo y él celebran un seminario —repuso Graff—. En el lago Arrowhead.

Burden aclaró:

—Para compartir sentimientos y esbozar una estrategia de gestión. Frisk es un policía moderno. Lee sus libros de texto y se sabe al dedillo los manuales de operaciones.

—Esto parece algo sacado del libro de los trucos de Dobbs —observé.

—Todos son iguales —afirmó Burden—. Unos chupatintas... En cualquier caso, detective, ¿no le parece que tengo toda la razón? En lo de enfocar adecuadamente su ira, quiero decir.

Dos manzanas de silencio.

Nos acercamos a Sepúlveda.

—¿Quieren saber lo que empleamos para demoler el edificio?

En el borde de mi asiento. Linda, Linda...

—Pues claro.

—Pequeñas cantidades de plástico selectivamente aplicadas. Nada de Semtex. Algo mejor. Nuevo.

—Basta con muy poco —añadió Graff.

—Poquísimo —remachó Burden—. Junto con una diminuta célula detonante en el medio. No nos vieron porque toda la fachada del almacén carecía de ventanas. Era su idea de la seguridad, pero acabó redundando en su propio perjuicio. Gregory colocó el plástico, luego nos retiramos a la furgoneta en donde descansamos, comimos unos bocadillos y escuchamos. Usted se portó muy bien, doctor. Intentó enfrentarles mientras mantenía la calma... Luego, cuando llegó el momento, oprimimos los botones.

—Buum —dijo Graff.

—Yo diría que fue justicia poética —agregó Burden—. ¿No le parece? Lástima que el señor Latch no estuviese en disposición de verlo. ¿Qué fue exactamente lo que le pasó? Oímos una especie de alboroto.

Aguardé a que respondiese Milo. Como siguió callado, me expliqué:

—Cayó sobre el cuchillo de Ahlward. Le atravesó el cuello.

—Espléndido. —Una amplia sonrisa—. Literalmente caído en su propia trampa. Qué imagen tan deliciosa... Lo que lamento es no haber estado allí para contemplarlo. En resumen, ha sido una aventura muy productiva, ¿no te parece, Gregory?

—De primera, señor B.

—Han muerto muchas personas —observé—. Habrá preguntas.

—Cuantas más preguntas mejor. Comisiones municipales y estatales, subcomisiones senatoriales, nuestra amada prensa... Que vengan. Adoro Washington en invierno. Sobre el paseo del Capitolio desciende una atmósfera lúgubre y fría que hace juego con el espíritu mezquino y rastrero de quienes trabajan allí. Lo que más me gusta es ir allá cuando tengo algo que negociar.

—¿El desenmascaramiento de los criptonazis restantes de Ahlward?

—Sería toda una revelación —dijo—. Le garantizo que en cuanto les haya proporcionado sus nombres seré todo un héroe. La revista People. Noche del Espectáculo, El asunto del día... Seré lo suficientemente popular para presentarme a unas elecciones y ganarlas, si tuviera el mal gusto de albergar semejantes ambiciones... Pero optaré por rehuir las candilejas y la mayor parte de mi fama se esfumará muy pronto; así es la época en que vivimos. El público no tiene paciencia, ansia constantemente novedades. Mientras tanto, Gregory y yo trazaremos una estrategia para canalizar lo bueno que hayamos conseguido en Washington. Con fines comerciales, claro. De cualquier modo, llevo cierto tiempo pensando en ampliar mi división de armamento.

—Lógico —comenté—. Vida e Integridad Física. Cómprele su AK47 al hombre que más sabe del negocio.

—Muy acertado, Alex. ¿Ha pensado alguna vez en aplicar sus conocimientos psicológicos al mercado?

—No este año.

Ya se veía Westwood Boulevard y, al fondo, la masa sombría del Pavilion. Giramos a la derecha.

—Parece como si lo tuviera todo planeado.

—En eso consiste mi negocio, en anticiparse. Advertir tendencias, en trazar esquemas de conducta... —Pausa—. Y no es que me compense de lo que he perdido.

Le miré.

—Se llevaron lo que era mío —dijo—. Cometieron un error fatal.