10

Después de que se marchó escuché la casete. No contenía nada que pudiera resultarle interesante a un escolar: música sintetizada de arpa que sonaba como si hubiera sido grabada bajo el agua y la voz pegajosa de Dobbs, que hablaba con ese tono condescendiente que emplean con los chicos aquéllos a quienes en realidad no les agradan.

La clave del mensaje era hacer el avestruz, lavarte el cerebro y ocultar la realidad para conseguir que desapareciera: psicología popular en toda su gloria superficial. Freud se habría removido en su tumba. B. F. Skinner2 no habría presionado el botón de la gratificación.

Apagué la grabadora, saqué la casete y me anoté dos puntos encestándola en la papelera más próxima. Me pregunté cuánto habría cobrado Dobbs por cada cinta y cuántas le habría colocado al Estado a través de la cuenta de gastos de Massengil.

—Piola, Alex, soy yo.

—Hola, Robin.

—He trabajado hasta tarde, esperando a que se secara el barniz. Sólo quería saber qué tal te iban las cosas.

—Pues bien, ¿y a ti?

Oigamos una brillante respuesta.

—También.

—¿Trabajando hasta altas horas de la madrugada?

—Los Irish Spinners van a dar un concierto en McCabes. Gran parte de su instrumental se estropeó durante el viaje en avión y yo me encargo de las reparaciones.

—Uf —dije, imaginándome mi vieja guitarra hecha astillas—. Cirugía de emergencia.

—Me siento como un cirujano. Los pobres chicos estaban desconsolados y vagaban por el taller observando por encima de mi hombro, hasta que acabé echándoles. Ahora esperan en el aparcamiento paseando de un lado para otro y retorciéndose las manos como unos parientes a la espera del diagnóstico.

—¿Y cuál va a ser?

—Bastará con un poco de cola caliente y un ajuste habilidoso. ¿Qué es de ti? ¿A qué te dedicas?

—Pues también me dedico a las reparaciones.

Le expliqué lo del tiroteo y mis sesiones de terapia con los niños.

—Oh, esos pobres chicos... ¿Cómo se recuperan?

—Sorprendentemente bien.

—No es extraño. Están en buenas manos. Pero ¿no había otro psicólogo, ese que habló por televisión?

—Es lo único que ha hecho. Y, pensándolo bien, creo que es lo mejor para todos.

—A mí tampoco me causó buena impresión. Demasiada charla... Es una suerte para los chicos que tú te encargues de ellos.

—De hecho, la razón por la que se recobran relativamente bien es que han crecido entre la violencia y han visto muchísimo odio en sus breves vidas.

—Qué triste... Bueno, pues me alegro de que estés ayudándoles y de que utilices tu talento.

—Es mi trabajo.

Silencio.

—Alex, sigo pensando mucho en ti.

—Igual que yo en ti.

El mínimo posible...

—Yo... Me preguntaba si... ¿Crees que hemos llegado a un punto en el que todavía podemos hacer algo juntos? ¿Crees que aún podemos hablar como amigos?

—No lo sé.

—Comprendo que te parezca muy extraño lo que te digo. Es que pensaba en lo rara que es la amistad entre hombres y mujeres. Parte de lo que había entre nosotros era amistad, y de la mejor. ¿Por qué hemos de perderla? ¿Por qué no conservar esa parte?

—Lógico. Intelectualmente hablando, claro.

—¿Pero no emocionalmente?

—No lo sé.

Un nuevo silencio.

—Alex, no te entretengo más. Tú... cuídate. ¿De acuerdo?

—Tú también —dije, y añadí—: Ya hablaremos.

—¿De verdad?

—Pues claro —respondí sin saber si era sincero.

Le deseó buena suerte a los chicos de Hale y colgó.

Me quedé despierto viendo películas horrendas hasta que algún tiempo después de la medianoche el sueño hizo presa en mí.

Los vientos de Santa Ana llegaron en la oscuridad. Desperté en el sofá y les oí aullar a través del valle, absorbiendo la humedad de la noche. Sentía los ojos llenos de arena y mis ropas estaban arrugadas. Fui al dormitorio sin tomarme la molestia de quitármelas, me deslicé entre las sábanas y me dormí.

El alba trajo consigo una espléndida mañana de jueves, de cielos lavados y pulidos con el azul perfecto de la porcelana de Delft y árboles y matorrales barnizados de un luminoso verde navideño. Pero el paisaje visible a través de las puertas acristaladas tenía la perfección vibrante y fría de un lienzo pintado por un ordenador. Me sentía torpe, como drogado por los residuos del sueño. Confusas imágenes hiperactivas se habían clavado en mi subconsciente como anzuelos. Arrancármelas resultaría demasiado doloroso: era el momento de hacer el avestruz.

Me arrastré hasta la ducha. Milo llamó mientras me secaba.

—Busqué la matrícula del Honda. El coche es de 1983, registrado a nombre de Tecnología Nuevas Fronteras S.L. Tienen un apartado de correos en Westwood. ¿Te dice algo eso?

—Nuevas Fronteras... No. Eso me suena a algo relacionado con tecnología avanzada, lo que tendría sentido si el conductor fuese del barrio.

—Tanto da. Mientras tanto, por si te interesa saberlo, tengo una cita con la señora Esme Ferguson. En su residencia. Té y simpatía, también para mariquitas.

—Creí que Frisk se encargaba de todas las entrevistas.

—Al principio la reclamó como suya pero no llegó a llamarla. Está a punto de cerrar el caso. Al parecer no ha surgido nada sobre la Burden en los expedientes de nadie: no hay antecedentes penales, ni tan siquiera una multa por estacionamiento indebido... Tampoco hay llamadas extrañas hechas desde su casa cuyo rastro pueda seguirse, ni un trabajo con Massengil y con Latch. Por lo tanto, creen que estaba chiflada y están dispuestos a dar el caso por cerrado. ¿A que es maravilloso?

Regresé a Hale a las diez. Hora del recreo. En el patio varias docenas de niños corrían, trepaban o jugaban al escondite. El asfalto brillaba como granito bajo el sol que iluminaba un cielo sin nubes.

Acabé mis sesiones de grupo hacia las doce, reservándome el resto del día para evaluaciones individuales de los niños a los que había considerado en situación peligrosa. Cuando llevaba dos horas de evaluación llegué a la conclusión de que cinco de ellos estaban bien. Los demás tendrían que ser sometidos a un tratamiento individualizado.

Le dediqué dos horas más a la terapia de juegos, la orientación y el adiestramiento de la relajación y después me dirigí al despacho de Linda. Carla se afanaba con un montón de impresos. Había envuelto su cabellera con un pañuelo azul y su cabeza parecía la esfera de un reloj.

—La doctora Overstreet está en una reunión en el centro.

—Pobre doctora Overstreet.

Su sonrisa parecía menos despreocupada que de costumbre.

—¿Han estado por aquí algunos de los ayudantes del doctor Dobbs?

—No, pero ha venido otra persona.

Se llevó un dedo a los labios e hizo un gesto de amordazamiento.

—¿Quién?

Me lo dijo.

—¿Dónde está?

—Probablemente en alguna clase. Sé tanto como usted, doctor Delaware.

No me costó mucho averiguarlo. Oí la música cuando iba por el pasillo: torpes tentativas de compases de blues tocadas con una armónica.

Abrí la puerta de la clase y contemplé a cosa de una docena de chicos de quinto curso más quietos de lo que nunca les había visto.

Gordon Latch estaba sentado sobre la mesa con las piernas cruzadas al estilo yoga, sin chaqueta, aflojada la corbata y las mangas de la camisa enrolladas. Con una mano sostenía la armónica, con la otra acariciaba la mata gris parda de sus cabellos. Bud Ahlward estaba de pie detrás de él, dándole la espalda a la pizarra. Vestía un traje de color antracita y cruzaba los brazos en torno de su amplio pecho con expresión impasible.

Él fue el primero en advertir mi presencia. Latch se volvió y sonrió.

—¡Doctor Delaware! —exclamó—. Venga y únase a la fiesta.

La profesora estaba sentada al fondo del aula fingiendo calificar trabajos. Era una de las más jóvenes, recién salida del periodo de formación, callada y con inclinaciones a la sumisión. Alzó los ojos y se encogió de hombros. El aula había quedado en silencio. Los chicos me observaban.

—Eh, muchachos... —dijo Latch.

Se llevó la armónica a los labios y tocó algunos compases de Oh, Susana. Ahlward taconeó con uno de sus zapatos de lengüeta, concentrándose como si hiciera falta un gran esfuerzo para seguir el ritmo. Latch cerró los ojos y sopló con fuerza. Luego se detuvo y obsequió a los chicos con una sonrisa. Algunos se revolvieron nerviosos.

Me acerqué a la mesa.

Latch bajó su armónica y declaró:

—Bud y yo pensamos que resultaría útil pasar por aquí y darles a estos muchachos la oportunidad de hacer preguntas. —Y, medio guiñándome un ojo, añadió en voz más baja—: A propósito de lo que hablamos.

—Ya veo.

—También me traje a L. D. —declaró, sopesando su armónica.

Se volvió hacia los chicos y movió la armónica como si ésta fuera un bastón y él una animadora que hace fiorituras durante el intermedio de un partido.

Agitación en los asientos. Murmullos infantiles.

—Exactamente, Little Dylan.

Acorde de armónica, inhalación, nuevo acorde.

—La tengo desde mis tiempos de Berkeley. Es una universidad que está por el norte de San Francisco. ¿Hay alguno que sepa dónde cae San Francisco?

Nadie.

—Pues allí hubo hace tiempo un terrible terremoto —dijo Latch—. Y también un gran incendio. Tienen un barrio chino inmenso y el puente del Golden Gate. ¿Alguien ha oído hablar del puente del Golden Gate?

No hubo voluntarios.

—En cualquier caso, esta vieja armónica es mi pequeña y fiel amiga musical. Me ayudó a soportar días bastante duros, días con muchísimos deberes que hacer en casa. ¿Sabéis lo que es eso?

Unos cuantos gestos de asentimiento.

Ahlward levantó un pie y se inspeccionó la suela del zapato.

—Bueno, ¿qué queréis escuchar? —preguntó Latch.

Silencio.

Ahlward descruzó los brazos y los dejó colgando a los costados.

—¿Nada de nada?

Vivir de la oración —dijo un chico del fondo.

Latch chasqueó la lengua un par de veces, probó unas cuantas notas en la armónica, y luego la apartó de sus labios, meneando la cabeza.

—Lo siento, amigo, no forma parte de mi repertorio.

—Concejal, ¿podría hablar con usted un momento? A solas.

—A solas, ¿eh? —Le hizo una mueca a los chicos y bajó la voz hasta que no fue más que un murmullo—. Eso suena a misterio.

Unos cuantos niños reaccionaron con sonrisas inseguras. La mayoría permaneció inmutable. Ahlward volvió a cruzarse de brazos y sus ojos fueron de lo que se veía por las ventanas a un punto del muro de enfrente pasando sobre las cabezas de los niños. Aburrido y vigilante al mismo tiempo...

Carraspeé.

Latch le echó un vistazo a su reloj y deslizó la armónica en el bolsillo de su camisa.

—Pues claro, doctor Delaware, hablemos. —Un guiño—. No os mováis de aquí, chicos.

Bajó de la mesa, se echó la chaqueta sobre un hombro y me siguió. Le sostuve la puerta hasta que salió al corredor. Ahlward nos siguió en silencio pero se quedó junto a la entrada de la clase. Latch hizo un breve signo de asentimiento y el pelirrojo cerró la puerta y volvió a cruzar los brazos, en la típica posición del agente del Servicio Secreto, mirando hacia uno y otro lado del pasillo como un sabueso meditabundo.

Latch apoyó la espalda contra el muro y flexionó una pierna. La armónica deformaba su bolsillo. Los cristales de sus gafas eran incoloros y los ojos que asomaban detrás parecían algo inquietos.

—Un buen grupo de chicos —afirmó.

—Sí, lo son.

—Parecen haber soportado muy bien la situación.

—Sí, así es.

—Aunque tengo la impresión de que sufren cierta carencia de estímulos... eso de no saber dónde está San Francisco, el puente del Golden Gate... El sistema no sabe cómo tratarlos: todavía debemos recorrer un largo camino para que les sea útil.

No dije nada.

—¿Qué opina, Alex?

—Con todo el respeto hacia sus intenciones, concejal, sería mejor que me advirtiera de antemano la próxima vez que pensase pasar por aquí.

Pareció sorprendido.

—¿Por qué es tan importante para usted?

—No para mí. Para ellos. Para lograr que las cosas resulten previsibles.

—¿Y eso?

—Necesitan consistencia. Precisan reforzar la sensación de dominio sobre su entorno para que no les caigan encima más sorpresas.

Alzó las gafas con una mano y se frotó el puente de la nariz con la otra. Advertí que la piel bajo las pecas era rojiza, bronceada: había tomado algo el sol desde el tiroteo.

—Quizá nos entendimos mal, Alex —dijo, cuando las gafas volvieron a quedar en su sitio—, pero pensé que eso era exactamente lo que quería. Exactamente lo que usted dijo que deseaba la primera vez que nos vimos... Información concreta y de primera mano sin pasar por la burocracia. Bud y yo ya hemos sido autorizados por la policía para decir cuanto queramos, así que pensé, ¿por qué no?

—Yo pensaba en algo más organizado.

Sonrió:

—¿Y encauzado?

—Eso no siempre es malo.

—No, Alex, claro que no. Lo que ocurre es que esto no fue realmente planeado. Lo crea o no, los servidores públicos somos espontáneos de vez en cuando.

Otra sonrisa. Aguardó a que yo se la devolviera.

—Verá, Bud y yo pasábamos por aquí. Sí, se lo aseguro... Salimos de una reunión en Palisades y nos metimos por Sunset. Hay que pararle los pies a los promotores, ya sabe. Si les diesen rienda suelta, esos chicos sólo necesitarían un mes para convertir toda la costa en un supermercado. Fueron dos horas terribles, pero cuando salimos nos sentíamos mejor que cuando entramos y yo estaba satisfecho de mi tarea, lo cual no siempre ocurre, así que cuando Bud me dijo que nos acercábamos a Ocean Heights, pensé: «¿Por qué no?». La idea de volver me había estado rondando por la cabeza desde que la policía nos autorizó a hablar, pero estaba abrumado por el trabajo pendiente, ya que la atención dedicada a la investigación retrasó mi agenda un par de días. Tenía montañas de asuntos acumulados pero me remordía el no haber cumplido con mi palabra, así que le dije que se desviase para utilizar de un modo beneficioso el tiempo de que disponíamos.

—Lo entiendo, concejal...

—Gordon.

—Aprecio lo que usted quería hacer, Gordon, pero con todo lo que han pasado estos chicos es mejor coordinar las cosas.

—Coordinar, ¿eh? —Sus ojos azules dejaron de agitarse y se endurecieron—. ¿Por qué me siento de repente como si hubiera vuelto a ser un alumno? ¿Por qué siento como si me enviaran al despacho del director?

—Eso no es lo que pretendo...

—Coordinar —declaró mientras apartaba de mí la vista y soltaba una risa breve y seca que resonó en su pecho y se ahogó antes de llegar a la garganta—. Seguir los canales reglamentarios. Eso es exactamente lo que le decimos a los contribuyentes cuando cogen el micrófono en las reuniones municipales y nos piden algo que no pensamos darles.

—¿Cuál es exactamente su plan, concejal?

Se volvió hacia mí.

—¿Mi plan? Acabo de decirle que no tenía ninguno.

—Su intención entonces, en lo que se refiere a los chicos.

—Mi intención era romper el hielo y después responder a sus preguntas. Darles la oportunidad de soltarme lo que se les antoje, la oportunidad de aprender que el sistema puede trabajar en pro de ellos de vez en cuando, la posibilidad de escuchar a Bud y saber lo que se siente siendo un héroe. Mi intuición me empujaba a escuchar sus sentimientos y a compartir los míos, lo que se experimenta bajo el fuego enemigo. La realidad es que todos estamos metidos en el mismo barco; o echamos una mano o el planeta se verá en apuros. En eso pensaba cuando vine.

—¿Pensaba hacer eso en cada clase? —le pregunté, pasando por alto el reproche implícito en sus palabras.

—Claro, ¿por qué no?

—Si quiere hacerlo a fondo, eso puede exigir mucho tiempo, varios días. Los medios de información acabarían enterándose y entonces correríamos el riesgo de una nueva conmoción.

—Oh, a los medios de comunicación siempre se les puede manejar —se apresuró a responder—. Mi objetivo es proteger a los chicos.

—¿De qué?

—No de qué. De quiénes. De los que sólo piensan en explotarles para obtener un beneficio personal.

Puso bastante énfasis en las tres últimas palabras e hizo una pausa al tiempo que lanzaba una mirada a Ahlward, quien siguió tan impasible como antes.

—Lo más horrible de lo que les ha ocurrido y lo que han visto del proceso político es que corren el grave riesgo de crecer y convertirse en unos cínicos. No nos importa nada. Lo que, como sociedad, nada bueno nos promete. Le hablo de estancamiento, Alex. Si ese estancamiento llega a cobrar grandes proporciones, estaremos metidos en un auténtico lío. Así que supongo que lo que quiero es que vean que existe otra faceta de la política, que no es preciso estancarse ni renunciar.

De la erosión al estancamiento... Mi segunda dosis de retórica política en muy poco tiempo.

—¿Una faceta opuesta a la que representa el parlamentario Massengil?

—No voy a mentirle —declaró sonriente—. Mis opiniones acerca del parlamentario Massengil son conocidas por todos. Ese hombre es un dinosaurio, parte de una época que debería haber quedado olvidada hace ya mucho, y el hecho de que se halle implicado me obliga a prestarle una atención especial a este asunto. Esta ciudad está cambiando, como todo el Estado y como el mundo. Hay una nueva era de acercamiento internacional que debe seguir adelante. Nos encontramos inexorablemente ligados a Latinoamérica y a la cuenca del Pacífico. Los días de los vaqueros ya desaparecieron, pero Sam Massengil no puede comprenderlo.

Pausa.

—¿Le ha causado más problemas?

—No.

—¿Está seguro? No tema hacérmelo saber, Alex. Le garantizo que no se verá atrapado en mitad de un fuego cruzado.

—Se lo agradezco, Gordon.

Volteó su chaqueta hacia delante y se la puso. Se arregló el pelo.

—He visto que hay un psicólogo que habla mucho por los medios de comunicación. Un tipo con barba...

—Lance Dobbs. Hasta ahora se ha limitado a hablar.

—¿Intenta decirme que ni tan siquiera ha estado aquí?

Habló con indignación, fingida o real.

—No se ha presentado, Gordon. Vino una de sus ayudantes, pero convencí al doctor Dobbs de que demasiados cocineros echarían a perder el caldo y no ha vuelto.

—Ya veo. Sí, tiene razón... demasiados cocineros. Es cierto, y en muchos otros aspectos.

No respondí.

—Así que cree que ya ha zanjado el asunto con el doctor Dobbs, ¿eh?

—Hasta ahora, sí.

—Excelente. Me alegro de verdad. —Hizo una pausa y tocó el bolsillo de su armónica—. Pues bien, buena suerte.

Me dedicó el consabido saludo con las dos manos y le hizo una señal a Ahlward. El pelirrojo se apartó de la puerta y alisó sus solapas. Del interior del aula llegaban gritos, risas, y la voz enronquecida por la frustración de la joven profesora que intentaba hacerse oír sobre el tumulto.

Latch me dio la espalda. Los dos comenzaron a alejarse.

—¿Piensa volver, Gordon?

Se detuvo y bajó las cejas como si meditara sobre una cuestión de proporciones cósmicas.

—Me ha dado qué pensar, Alex. Créame, he oído con mucha atención eso de hacer bien las cosas y coordinar, así que déjeme digerirlo. Repasaré mi agenda y volveremos a vernos.

Aguardé a que el pasillo quedara vacío, le seguí a una discreta distancia, llegué a la puerta y les vi cruzar el patio ignorando a los niños que se encontraban en él. Luego abandonaron el recinto y se introdujeron en un Chrysler New Yorker con Ahlward al volante, y partieron. No les siguió ningún vehículo. No había séquito de mequetrefes, ni rastro de periodistas, así que la historia de que pasaban casualmente por el barrio quizá fuese cierta, aunque me costara creerlo. La vehemente respuesta de Latch a mi pregunta sobre Massengil y sus preguntas sobre Dobbs me convencieron de que sus propósitos no habían sido precisamente altruistas.

Y la relación de causa a efecto parecía harto evidente, habiéndose presentado poco después de que se me requiriese en el despacho de Massengil. Mi visita del día anterior no era del conocimiento público, pero Latch ya había demostrado saber bastante sobre las andanzas de Massengil el día del tiroteo, cuando apareció dispuesto a presentar batalla ante las cámaras.

Ahora los dos serían presuntos héroes: un par de tiburones dispuestos a hacer presa en el bajo vientre de la tragedia. Me pregunté cuánto duraría y cuál sería el próximo paso.

La política de siempre, supuse. Recordé la razón por la que había abandonado la medicina académica.

Salí de la escuela y traté de apartar de mi mente todo pensamiento sobre política el tiempo preciso para cenar. Acabé en Santa Mónica Bulevar y me detuve en el primer lugar que me brindaba un aparcamiento fácil, una cafetería muy próxima a la calle 24. Alguien había empezado a adornarla para las fiestas: ponsetias de plástico en cada mesa, ventanas escarchadas y pintadas con muérdago, renos dentones de enormes jarretes y unos cuantos candelabros de siete brazos. La alegría y los buenos deseos navideños no se habían hecho extensivos a la carta y acabé dejando la mayor parte de la carne; pagué y me fui.

Ya era de noche. Entré en el Seville y salí del aparcamiento. El tráfico era demasiado intenso y no me permitía girar a la izquierda, así que me encaminé hacia el Oeste. Los faros de otro coche se clavaron en mi retrovisor. No le di importancia hasta que unas manzanas después, al girar de nuevo a la derecha, las luces persistieron.

Me dirigí a Sunset.

Los mismos faros. Podía asegurarlo porque el izquierdo parpadeaba.

Las dos luces estaban bastante cerca: debía de ser un coche pequeño. Demasiada oscuridad para determinar el color o la marca.

Me uní a la corriente del tráfico que iba hacia el este por el bulevar. Cada vez que echaba un vistazo, el espejo me devolvía la mirada de los faros como un par de ojos amarillos sin pupila.

Me paré ante un semáforo en rojo en Bundy. Los faros se acercaron. En la esquina siguiente había una gasolinera con amplio aparcamiento, surtidores y un teléfono público.

Me puse en marcha. Los faros me siguieron. Cuando brilló la luz ámbar para el tráfico Norte-Sur, avancé dos segundos y luego hice un brusco giro hasta llegar al teléfono público.

El coche del faro parpadeante atravesó la intersección. Traté de captar tantos detalles como pude. En un Toyota pardo con personas delante. A la derecha me pareció ver a una mujer. No pude distinguir al conductor. La cabeza femenina se volvía hacia él. Hablaban. Ninguno de los dos me miró.

Me censuré semejante paranoia, regresé a Sunset y llegué a casa. El operador del servicio telefónico me llenó el oído de mensajes, uno de Milo, los demás profesionales.

Hablé con un procurador que trabajaba hasta tarde, con un montón de contestadores automáticos y con el sargento de guardia de Robos-Homicidios, quien me dijo que el detective Sturgis estaba fuera y que él no tenía ni idea del objeto de la llamada. Examiné el correo, me puse un pantalón corto, unas zapatillas y una camiseta y me fui a trotar un poco por la noche. Las rachas del Santa Ana habían vuelto, más suaves. Corrí con el vino a favor, sintiendo como si tuviera alas.

Regresé una hora más tarde y me senté junto al estanque, incapaz de distinguir de la carpa algo más que burbujas en la negra superficie del agua. Pero oírlas y escuchar la canción de la cascada hizo que mi mente empezara a aclararse.

Permanecí allí un rato y luego volví a casa dispuesto a enfrentarme con lo cotidiano. Pensé en llamar a Linda, tratando de convencerme de que mis motivos eran puramente profesionales, y luego me di cuenta de que no tenía el número de su casa. Tampoco figuraba en Información. Lo consideré como un presagio y me dispuse a pasar otra noche solo.

Las nueve. Telediario en la emisora local. Estaba convirtiéndome en un adicto a la tragedia. Oprimí el mando a distancia.

El programa empezó con el habitual repaso a los jaleos internacionales seguido de una ráfaga de noticias sobre sucesos locales: un camión blindado asaltado junto a una caja de ahorros en Van Nuys, un guardia muerto y el otro en estado crítico. Un fumador de crack de Pacoima que había enloquecido y había matado a su hijo de ocho años con un cuchillo de cocina. Una niña de cinco años arrebatada de su jardín en Santa Cruz.

La competencia era dura: pero no había nada sobre el tiroteo de Hale.

Observé durante diez minutos ese material carente de sustancia que suele pasar por periodismo de interés humano en Los Ángeles. El reportaje principal de la noche estaba dedicado a un urólogo millonario de Newport Beach a quien le había tocado el primer premio de la lotería y que proclamaba que eso no cambiaría en nada su estilo de vida. Después llegaron imágenes de la nueva Reina de las Rosas inaugurando un centro comercial en Altadena.

Cháchara de los locutores.

El tiempo y los deportes.

Sonó el timbre. Probablemente Milo para explicarme en persona la razón de su llamada.

Abrí la puerta, dirigiendo mis ojos hacia donde tendría que terminar el metro noventa de Milo. Pero los ojos que me observaban se hallaban unos veinte centímetros más abajo. Eran de un azul grisáceo, estaban inyectados en sangre y se ocultaban tras unas gafas de montura clara de plástico. Aquella mirada enrojecida era tan brillante y concentrada que parecía atravesar los cristales, resaltando en una cara pequeña y triangular de complexión pastosa que se volvía pálida gracias a la lámpara que había sobre la puerta. Boca contraída, nariz pequeña y delgada con fosas estrechas que flanqueaban un incongruente extremo bulboso, cabellos canosos revueltos por el viento nocturno... Un rostro desconocido sobre una cazadora cerrada hasta el cuello.

Mi mirada bajó hacia sus manos, que no paraban de retorcerse, unas manos pálidas y de largos dedos.

—Doctor Delaware, supongo.

Una voz nasal desprovista de todo calor y jovialidad. La frase hecha sonaba a ensayada... No, más que eso. Sonaba a propaganda.

Miré por encima de su hombro. Bajo la marquesina había un Honda gris plateado de cristales ahumados.

De repente tuve la seguridad de que llevaba allí un buen rato. Se me erizaron los pelos de la nuca, puse una mano en el pomo y di un paso atrás.

—¿Quién es usted y qué quiere?

—Me llamo Burden. —Emitió un sonido extraño, como si se disculpara—. Mi hija... Se vio mezclada... Estoy seguro de que ya sabe...

—Sí, lo sé, señor Burden.

Extendió ante sí sus manos entrelazadas, como si contuvieran algo mortífero o de mucho valor.

—Lo que... Me gustaría hablar con usted, doctor Delaware, si puede dedicarme unos minutos.

Retrocedí y le dejé entrar.

Miró a su alrededor. Sus manos seguían moviéndose. Sus ojos rebotaban como bolas de billar por todo el cuarto de estar.

—Tiene usted una casa muy agradable —dijo.

Entonces se echó a llorar.