14

Desperté a la mañana siguiente solo y oliendo a champú. Entré en el cuarto de baño que irradiaba calor y humedad. Encontré a Linda sentada ante la mesa del minúsculo comedor. Vestía un quimono negro estampado con flores de cerezo. Se había peinado hacia atrás sus cabellos húmedos. El agua los oscurecía, volviéndolos de un tono caramelo. Un rostro pálido y recién lavado, enmarcado por unos pendientes de coral... Tenía ante ella un zumo de naranja que no había probado. Sin maquillaje habría podido pasar por una universitaria.

—Buenos días, profesora.

—Hola.

Su sonrisa era cautelosa. Se ciñó aún más el quimono. Los pocos centímetros cuadrados de piel blanca que podía ver de su blanco pecho enrojecieron. Me puse a su espalda y la besé en la nuca. Su piel olía a loción. Presionó su cabeza contra mi vientre y la movió hacia uno y otro lado. Le acaricié la mejilla y me senté.

—¿Qué quieres que te prepare?

—Sólo un zumo. Yo me lo haré.

—Pues toma el mío.

Me entregó el vaso y bebí.

—Bien... —dijo.

—Bien.

Me volví hacia la cocina.

—Veo que no hay nada anotado en la pizarra. ¿Qué planes tienes para hoy?

Meneó la cabeza. Parecía preocupada.

—¿Ocurre algo?

Volvió a negar con la cabeza.

—¿Qué pasa, Linda?

—Nada. Todo va bien.

Una amplia sonrisa.

—De acuerdo.

Me acabé el zumo.

Se levantó y comenzó a poner orden en un cuarto que no lo necesitaba. Los cabellos le colgaban sobre la espalda formando una húmeda sábana contra la seda negra. Pies descalzos, estrechos; dedos curvados de uñas rosadas a diferencia de las de las manos, sin pintar.

Vanidades secretas: una mujer que valoraba su intimidad.

Fui hacia ella y la estreché entre mis brazos. No se resistió pero tampoco cedió.

—Lo sé —dije—, todo ha ido demasiado deprisa.

Lanzó una risa breve e irritada.

—Durante mucho, muchísimo tiempo, fingí que no tenía necesidades. Ahora llegas tú y de repente me convierto en un montón de necesidades. Me siento muy débil.

—Sé exactamente lo que quieres decir. También para mí transcurrió un largo tiempo.

Se volvió bruscamente y escrutó mi rostro buscando mentiras.

¿Sí?

—Sí.

Me observó durante un rato más, luego tomó mi rostro entre sus manos y me besó con tanta fuerza que creí que iba a marearme.

—Oh, Señor —dijo cuando nos separamos—. Todas las señales de alarma están encendidas.

Pero tomó mi mano derecha y la llevó a su seno izquierdo, sobre los latidos de su corazón.

Después me preparó un baño, se arrodilló en la esterilla y me frotó la espalda con una esponja dura. Tanta solicitud no acababa de gustarme pero insistió en hacerlo.

—¿Por qué no te metes en la bañera? —le pregunté al cabo de un minuto.

—Ni hablar. —Tocó sus húmedos cabellos—. Ya he tenido demasiada agua.

Siguió frotando. Cerré los ojos. Comenzó a tararear algo en tono mayor. Su voz tenía algo especial, dulce, con una resonancia dominada. Gaitas tocadas por una mano experta. Escuché con mayor atención y elevó el tono.

—Tienes una voz soberbia —dije en cuanto se calló.

—Oh, sí, de auténtica diva.

Abrí los ojos. Parecía irritada.

—¿Has cantado como profesional?

—Pues claro... El Metropolitan, el Carnegie Hall, llené el Superdome... Pero la atracción de las aulas era demasiado fuerte. Pásame el champú.

La tensión de su voz me reveló que había tocado otra cuerda sensible. ¿Cuántas zonas peligrosas encontraría hasta llegar a conocerla?

—¿Cuánto hace de eso? —le pregunté, harto de evitarlas.

—Historia antigua.

—No puede serlo tanto.

—En la universidad. Ya es suficiente.

—En mis años de estudiante yo también anduve metido en la música.

—¿De verdad?

—La guitarra. Por las noches, a solas, cuando me sentía triste.

—La guitarra. —Tensó los labios—. Qué bien.

El frío.

—¿Otra zona peligrosa, Linda?

—¿Qué...? ¿De qué estás hablando?

—Cuando abordo ciertos temas, como el de los policías y ahora el de la música, empiezan a encenderse y apagarse los letreros de PROHIBIDO EL PASO.

—No digas tonterías. —Señaló el frasco de champú—. ¿Quieres que te lave la cabeza o no?

Le entregué el frasco. Me enjabonó. Cuando hubo terminado me dio una toalla y abandonó el cuarto de baño.

Me sequé, me vestí y fui al dormitorio. Linda estaba sentada ante el tocador poniéndose sombra en un ojo. Parecía angustiada.

—Lo siento —dije—. Olvídalo.

Comenzó a peinarse.

—El policía se llamaba Armando Bonilla. Mondo... Del Departamento de San Antonio, un novato en un coche patrulla. Yo tenía veinte años cuando le conocí; primer ciclo en la Universidad de Texas. Él tenía veintidós y era huérfano. Venía de una antigua familia mexicana, aunque apenas hablaba castellano. Uno de esos tipos de vaquero latino que ves en Texas... Llevaba el pelo más largo de lo que le gustaba al Departamento y se pasaba las noches tocando en un grupo. La guitarra —meneó la cabeza—. La dichosa guitarra... Debe de ser algo de mi karma, ¿no?

Su risa estaba llena de amargura.

—Guitarra de seis cuerdas y pedal. Tenía los dedos ágiles. Aprendió solo: había nacido para tocar la guitarra. Los otros tres miembros del conjunto también eran policías. Más vaqueros latinos... Se conocían desde que terminaron la escuela primaria. Ingresaron en el Departamento para tener algo estable pero el conjunto era su auténtico gran amor. Los Cuatro del Magnum... Soñaban con lograr contratos para grabar pero ninguno poseía la ambición o la agresividad suficientes y jamás salieron de los bares. Así les conocí... le conocí. Noche de aficionados en un sitio cerca de El Álamo; era el grupo fijo del local. Papá era un violinista dominguero y siempre me empujó hacia la música. Me animaba a cantar. Country tradicional, western... lo que me gustaba. A los ocho años me sabía de memoria cada nota de las canciones de Bob Wills.

»Aquella noche me llevó hasta allí, me obligó a levantarme y a cantar. Patsy Cline: Hecha pedazos. Estaba tan nerviosa que me falló la voz. Fue horrible. Pero la competencia era escasa y quedé la primera, un título que me dio derecho a un par de botas y una invitación para unirme al conjunto. Aquellos chicos interpretaban country rock: Eagles, Rodney, Crowell y Buddy Holly. Mondo cantó una Bamba horrenda con un enorme sombrero mexicano y acentuando la pronunciación, aunque no conocía el significado de todas las palabras.

»Cambiaron el nombre del conjunto: Los Cuatro del Magnum y Lady Derringer. Empecé a actuar. Cualquiera habría pensado que papá se sentiría satisfechísimo: música más un manojo de polizontes. Pero no le gustaba que fueran mexicanos, aunque jamás se hubiera atrevido a reconocerlo. En San Antonio, el gran mito es que los morenos y los rubios viven juntos en armonía, pero cuando la gente afloja la lengua en la sobremesa enseguida descubres que es mentira, así que en vez de confesarlo, criticaba la basura que interpretábamos y lo tarde que volvía a casa de nuestras actuaciones, apestando a tabaco y alcohol. Mondo intentó establecer una relación de policía a policía: papá trabajó en el Departamento y llegó a ser sargento antes de ingresar en los rangers, pero no sirvió de nada. Mi padre le despreciaba, y no intentaba ocultarlo. Me repetía que aquellos tipos no eran más que vulgares indeseables disfrazados de policías, y que no se parecían en nada a los buenos chicos de sus tiempos. Lo que más le irritaba era saber que yo le había conocido gracias a él. Cuanto más me acosaba, más resuelta me sentía y más cercana a Mondo que, bajo su pose de macho, era realmente muy dulce e ingenuo. Papá y yo acabamos teniendo una gran pelea. Me abofeteó, recogí mis cosas y abandoné la casa para instalarme en un apartamento con Mondo y dos de los chicos del conjunto. Papá dejó de hablarme: divorcio total. Un mes más tarde, justo después de Navidades, Mondo y yo nos prometimos.

Calló, se mordió el labio, se puso en pie y paseó frente a la cama.

—Cosa de un mes después del compromiso, se quitó el uniforme y empezó a trabajar en una especie de misión secreta de la que no podía hablarme. Supuse que se trataba de drogas o de corrupción o quizás algo de Asuntos Internos, pero fuera lo que fuese, cambió nuestras vidas. Salía por la noche, dormía de día y a veces desaparecía durante una semana entera. El conjunto se deshizo. Sin él, no era nada. Empleé el tiempo que me sobraba en estudiar; pero los otros muchachos se deprimieron. Empezaron a beber más y la situación se degradó. Mondo también empezó a beber. Y a fumar hierba, cosa que no había hecho jamás... Llevaba el pelo cada vez más largo, dejó de afeitarse, vestía andrajos y no se duchaba de un modo regular, como si el ambiente delictivo en que se movía hubiese penetrado en él. Cuando me irritaba por todo eso, me respondía diciendo que era parte de su trabajo, que estaba desempeñando un papel. Pero yo podía advertir que todo aquello estaba afectándole mucho y me preguntaba si las cosas volverían a ser como habían sido.

»Y ahí estaba yo a mis veinte años, solitaria, asustada del lío en que me había metido, incapaz de volver con papá y sin desearlo siquiera... Así que me tragué el orgullo y aguanté todo lo que Mondo quería, que en realidad no era mucho. Apenas le veía. Luego, a comienzos de febrero, se presentó mediada la noche, sucio y maloliente; me despertó y me anunció que se iba. Algo realmente grande, una nueva misión, estaría fuera al menos un mes, quizá más tiempo... Me eché a llorar e intenté que me dijera qué iba a hacer pero me respondió que era su trabajo. No necesitaba saberlo; por mi seguridad era mejor que no lo supiera. Después me besó en la mejilla, un beso sin pasión, como si fuéramos hermanos, y se marchó. Fue la última vez que le vi. Dos días más tarde se halló envuelto en un tiroteo por un asunto de drogas junto con otro muchacho. El otro chico sobrevivió, pero quedó convertido en un vegetal. Mondo tuvo más suerte: estaba muerto antes de caer al suelo. Fue un auténtico desastre: traficantes, drogadictos, policías que se hacían pasar por traficantes y drogadictos liándose a tiros en aquella fábrica de drogas de un barrio mexicano. También murieron cuatro del otro lado. Los periódicos dijeron que fue una auténtica carnicería y censuraron acerbamente la escasa preparación que les habían dado a los dos para la misión. Ovejas enviadas al matadero...

Se sentó, encogida, en una esquina de la cama, lejos de mi alcance.

—Después de eso quedé deshecha. Me pasaba todo el día llorando, sin comer ni dormir. Y mi querido papá acudió para rescatarme y me llevó, literalmente, de vuelta a casa. Hacía que me sentara en la sala, ponía sus viejos discos de setenta y ocho revoluciones y tocaba para su niñita, justo como en los viejos tiempos. Pero yo no podía soportar aquello y me mostré verdaderamente hostil con él. Estuve seca e insolente. En otra época jamás me lo hubiera tolerado. Me habría pegado, incluso a mi edad... Pero ahora se quedaba allí y lo soportaba todo con docilidad. Eso sí que me asustó. Pero sobre todo, sentía ira. Odiaba la vida. Dios me había insultado. Y luego comenzó a acosarme la pregunta: ¿por qué habían enviado a Mondo a algo para lo que no estaba preparado?

»El funeral empeoró las cosas. Todas aquellas salvas y los discursos enfervorizados... Fui hasta la sepultura en el coche del jefe de Mondo y quise saber qué había pasado. El bastardo era un viejo amigo de papá; todavía me consideraba una niña y me trató con tono condescendiente. Pero cuando me presenté al día siguiente en su despacho y me puse pesada perdió la paciencia, como le hubiera sucedido a mi padre, y me dijo que puesto que Mondo y yo no estábamos legalmente casados y sólo habíamos cohabitado, no tenía derecho a reclamar la pensión de Mondo. Ya podía írmelo quitando de la cabeza.

»Volví a casa llorando. Papá me escuchó, se mostró indignado y protector y me dijo que él se ocuparía de ese hijo de perra. Al día siguiente el poli se presentó con una caja de bombones Whitman’s Sampler bajo el brazo para mí y una botella de Wild Turkey para papá. Todo mieles, llamándome señorita Linda y Bonita, como mi padre de pequeña... Se sentó en la sala y empezó a hablar de lo mucho que nos había afectado a todos la tragedia y de que Mondo había sido un gran muchacho. Papá asentía como si Mondo y él hubiesen sido los mejores amigos del mundo. Después el jefe me entregó un sobre. Dentro había diez billetes de cien dólares, dinero recogido para mí por los otros policías. Me hizo saber que si yo no tenía derechos legales, él me los confería. Le respondí que no quería dinero sino sólo la verdad. Entonces papá y él se miraron y comenzaron a hablarme en tono bajo y tranquilizador de los peligros de la profesión y me dijeron que Mondo había sido un verdadero héroe. El jefe afirmó que fue elegido para aquella misión secreta porque era excepcional y tenía los mejores informes. Si existiera algún medio de volver atrás el reloj... Papá me habló de los trances difíciles por los que él había pasado y de lo asustada y valiente que se mostró mamá en vida. Me dijo que yo también debía ser valiente, seguir adelante y vivir mi vida.

»Al cabo de un rato aquello comenzó a funcionar. Me ablandé y le agradecí su visita al jefe. Di rienda suelta a mis sentimientos y empecé a aceptar la pérdida de Mondo, a pensar en lo que haría el resto de mi vida. Todo parecía ir tan bien como parecía esperar, hasta que un mes después recibí una llamada de Rudy, otro de los chicos del conjunto. Me pidió que me reuniese con él en una cafetería de los suburbios, cerca de Hill Country. Parecía inquieto. No quiso decirme de qué se trataba: se limitó a afirmar que era importante. Cuando llegué me impresionó su aspecto: estaba pálido y demacrado. Había adelgazado muchísimo. Me dijo que abandonaba el Departamento, que pensaba ir a cualquier parte, a Nuevo México o a Arizona. Le pregunté la razón. Me respondió que quedarse allí era peligroso, que después de lo que le habían hecho a Mondo ya no confiaba en nadie del jodido Departamento. Le pregunté de qué diablos hablaba. Miró a su alrededor. Estaba realmente nervioso, como si temiera que le vigilasen. Entonces me dijo: “Sé que esto te destrozará, Linda, pero eras su chica. Tienes derecho a saberlo”. Me contó que había descubierto que no retiraron a Mondo del servicio de patrulla por su excelente comportamiento sino exactamente por todo lo contrario. Tenía varias anotaciones desfavorables en su hoja de servicios: reprimendas por insubordinación, el pelo largo, evaluación en el límite, bajas calificaciones de competencia... Le confiaron misiones peligrosas como un favor a alguien.

Se calló y se llevó la mano al estómago.

—Señor, todavía me afecta, después de tantos años...

—A tu padre.

Asintió en silencio.

—Él y su compinche le tendieron una trampa, le colocaron en una situación sin salida. Fue como mandar un recluta bisoño a la jungla: sabes lo que sucederá más pronto o más tarde. Una oveja enviada al matadero... Algo muy parecido a un homicidio premeditado, me aseguró Rudy, pero sin que pudiera demostrarse nada aunque el mero hecho de saberlo le ponía en peligro; por eso quería escapar cuanto antes de la ciudad.

»Abandonó la cafetería sin dejar de mirar a todas partes. Yo salí también como una flecha, con el cuerpo embotado, como si estuviese interpretando mi propia pesadilla. Cuando llegué a casa, papá estaba sentado en la sala. Tocaba el violín. Sonreía. Me miró a la cara y dejó caer el arco... lo adivinó. Empecé a gritar, a pegarle. Reaccionó con mucha serenidad. “Bonita, lo hecho hecho está —me dijo—. Darle vueltas no sirve de nada.”

»Le observé como si le viese por primera vez. Sentí náuseas y ganas de vomitar, pero estaba decidida a no permitir que advirtiese mi debilidad. Le arrebaté el violín: era un violín antiguo hecho en la antigua Checoslovaquia. Mi padre lo apreciaba mucho. Había tenido varios violines a lo largo de los años hasta que acabó encontrando aquella joya. Intentó quitármelo pero yo fui más rápida. Lo empuñé por el mástil y lo estrellé contra la mesa, y seguí golpeando hasta que se hizo astillas. Entonces salí corriendo de casa y no regresé jamás. No volví a hablarle hasta que, hace un par de años, empezamos a enviarnos tarjetas de Navidad. Ha vuelto a casarse. Es uno de esos hombres que siempre necesitan tener una mujer cerca. Se casó con una muñeca de Houston a la que dobla la edad. Ella conseguirá su pensión y la casa en que crecí y será quien le cuide de viejo.

Cerró los ojos y se frotó las sienes.

—Polizontes y guitarras.

—Hace mucho tiempo de eso.

Sacudió la cabeza.

—Nueve años. No quise saber nada de música desde entonces; ni siquiera tengo un tocadiscos. Y aquí estoy, tarareándote algo, jugando a ser una geisha y apenas te conozco...

Antes de que yo pudiera responder, añadió:

—Durante todo ese tiempo tampoco quise tener relación alguna con polizontes. Hasta este maldito embrollo.

Pero recordé que le había dicho a Milo que era hija de un ranger, una puerta que se entreabre.

—Linda, puede que haya llegado el momento de cambiar.

Una lágrima se deslizó por su mejilla. Me acerqué para abrazarla.