27
Sacramento... así empezó —dijo Cheri.
Se llevó otro cigarrillo a la boca. Milo se lo encendió.
Le dio varias chupadas.
—Sacramento —repitió Milo.
—Sí. Allí le conocí. Yo tenía un sitio en la ciudad. De propiedad, más pequeño y no de la calidad de éste, pero mío.
—Siempre has sido muy independiente, ¿eh, Cheri? —le preguntó Milo.
Contrajo la boca.
—No siempre. Pero aprendí. Me enorgullezco de eso... sé aprender de mis errores.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Tres años.
—¿Dónde estaba?
—En la calle 0, muy cerca del Capitolio.
—¿Trabajando un poco en pro de un buen gobierno?
—Puede apostar a que sí. Si la mayoría aprovechara mejor lo que les doy habría menos problemas, créame.
—¿Y de dónde procedes?
—De aquí. De Inglewood.
—¿Cómo llegaste a Sacramento?
—Primero estuve en San Francisco... tres años. Me marché porque quería un poco más de tranquilidad y algo que pudiera manejar yo sola. Alguien me dijo que los políticos lo buscaban siempre, que era un mercado ideal para el vendedor.
—Recreo.
Sonrió.
—Sí. Estaba tan cerca de donde trabajaban que podían pronunciar sus discursos por la mañana, acudir a una fiestecita a la hora del almuerzo y volver a sus discursos con cara risueña.
—Hablas en plural —dijo Milo—. ¿Cuántos había aparte de Massengil?
—Muchísimos, jefe. Es una ciudad importante y no me limitaba a los líderes intrépidos. Tenías médicos y banqueros, como en cualquier otro sitio. Pero estar en ese sitio te permitía conocer a mucha gente metida en política: ayudantes, cabilderos, apoderados... toda esa mierda. Al cabo de un tiempo aprendes a hablar como ellos.
—¿Resultan divertidos?
Hizo una mueca.
—Ni mucho menos. Oh, sí, eran generosos con la pasta, porque tienen cuenta de gastos, pero como grupo tenían inclinaciones. No sé si me entiende...
—No.
—Eran raritos —dijo, como si le hablara a un idiota—. La mayoría estaban locos por las cuerdas y las mordazas. Siempre querían que les atara o atarme. Casi todos... Así que cuando recibía uno del que sabía que era político ya tenía preparadas las argollas y las cuerdas. A unos pocos les gustaba que les insultara. Era asqueroso. Nunca he visto tanta gente que quiera atar o ser atada. Lo único que les excitaba era el asunto de quién estaba al mando... Después pones la televisión y contemplas las mismas caras que has visto arrugadas o con una máscara de cuero, gritando y suplicando que no les pegues, aunque eso es lo que buscan... Les veo pronunciar discursos en la televisión hablando de la ley y el orden, el estilo de vida americano y toda esa mierda, y mientras tanto una sabe que su idea de la ley y el orden es que les zurren en el trasero.
Se echó a reír. Llenó sus pulmones de humo.
—¿No le dan ganas de correr a votar?
Milo sonrió.
—¿Y Massengil? ¿Atar o ser atado?
—Atado. Le gustaba que las cuerdas le apretaran tanto los brazos y las piernas que la sangre apenas pudiera circular. Luego se tendía y me obligaba a hacer todo el trabajo. Después... porque era rápido, casi todos son visto y no visto —chasqueó los dedos—, tenía que ponerme junto a él y acunarle como si fuera su mamá. Se pegaba a mis tetas y hablaba con media lengua, como un niño pequeño. Cariñitos para el señor de la ley y el orden.
Se rió otra vez pero parecía incómoda.
—Qué decepción, ¿verdad? —dijo—. En realidad no es tan extraño. Tipos influyentes y encumbrados que hacen cosas cuando en realidad son unos bebés llorones ansiosos de teta... Y luego están los polis, naturalmente...
—¿Abordó alguna vez el tema del racismo?
—¿Qué quiere decir?
—¿Hacía comentarios racistas? ¿Deseaba alguna fantasía de ese tipo?
—No. Sólo que le atara y la charla de bebé.
—¿Cómo le conociste?
—A través del otro.
—¿Dobbs?
—Ajá. Es médico... psiquiatra. Le gustaba fingir que todo era asunto médico. Terapia sexual... Me decía que debía considerarme como su terapeuta ayudante.
—¿Cuándo conociste a Dobbs?
—Durante el último año que pasé en San Francisco.
—¿Cómo?
—Una amiga mía empezó con lo de la terapia. Siguió un curso o algo así y le dieron un papel diciendo que era legal. Una sustituta. Dobbs dirigió el curso y le ofreció empleo. Solía enviarle gente, pacientes y ella tenía que entregarle parte del dinero. Ganaba mucho pero él ganaba más. Entonces tuvo que marcharse de la ciudad porque su ex estaba amenazándola y le dio mi nombre. Yo me trasladé a Sacramento y él empezó a enviarme gente.
—Aunque no eras legal.
Sonrió.
—Pero soy buena, jefe. Puedo ser verdaderamente paciente. Llegado el caso puedo resultar verdaderamente terapéutica.
—Estoy seguro de eso, Cheri. ¿Qué otros políticos te envió Dobbs además de Massengil?
—Sólo a él —dijo Cheri—. Era como si fuesen... muy amigos.
—¿Qué clase de amigos?
—No eran maricones ni nada de eso. A veces algún par de maricones tímidos me utilizaban para montárselo. Hacíamos un doble y luego una de sus cosas rozaba accidentalmente la otra cosa y toda la escena cambiaba. Pero ellos no. Simplemente venían juntos. Como si Sam necesitara al gordo para abrirle camino y el gordo disfrutara preparándole la diversión.
—¿Nunca te envió a nadie más?
—Aquí, no.
—¿Y en Sacramento?
—Vale, sí, a una pareja. Pero después de haber hecho algún negocio con él no quise hacer más.
—¿Por qué no?
—Pues porque era un cerdo. Con Lorraine se llevaba el cincuenta y cinco por ciento. Conmigo quería el sesenta. La comisión. Dijo que le necesitaba porque al estar implicado él, la cosa se convertía en legal. Me amenazó. —Meneó la cabeza y se frotó una rodilla—. No me gusta tener cerdos viviendo a mi costa, así que le dije que al estar yo implicada la cosa volvía a ser ilegal y que perdería mucho más que yo si se descubría el pastel. Lo dejamos en el veinte por ciento. Un par de meses más tarde, ya tenía un negocio propio del que me llevaba el cien por cien. No quería saber nada de él, incluso al veinte por ciento y así se lo dije.
—¿Cómo reaccionó?
—Puso muy mala cara pero no discutió. Y seguimos viéndonos. Con Sam. Sam tenía debilidad por mí.
—¿Le viste alguna vez de cliente?
—De vez en cuando.
—¿Atar o ser atado?
Sacudió la cabeza.
—Todo lo que quería era meterla, gruñir un par de veces «Oh, Cristo», sacarla con un meneo de su gordo culo y quedarse dormido. Lo suyo era mirar; le pillé un par de veces atisbando por la puerta entreabierta cuando yo estaba con Sam. Me daba escalofríos pero no dije nada. Tampoco me costaba un centavo.
—¿Dónde está tu libro de clientes?
—No hay. Todo está aquí —y se dio golpecitos en la cabeza.
—¿Y tu agenda?
—Tampoco tengo agenda. Cada día arranco la hoja del anterior y tiro los pedacitos por el retrete.
—Pues vamos a poner esta casa patas arriba, Cheri.
—Haga lo que quiera. No hay nada escrito y no me pida que dé nombres, porque entonces iré al centro y tragaré aire cargado de sida.
—¿Quién sabía que Massengil iba a venir aquí?
—Nadie. Nadie sabe nada de nadie. Ésa es mi especialidad, la discreción. Y con él yo era especialmente cuidadosa porque le ponía tan nervioso la idea de que le sorprendieran que ni dejaba su coche en la calle. Cuando tenía una cita me dejaba todo el día libre para que ningún otro cliente pudiera tropezarse con él.
—Muy considerado por tu parte.
—Y un cuerno. Le cobraba el tiempo perdido.
—Hablando de eso, ¿de qué clase de tarifa estamos hablando?
—Cuatrocientos a la hora. —Gran sonrisa—. Más de lo que gana mi abogado, y no he tenido que estudiar una carrera.
—¿En metálico?
—Exclusivamente.
—¿Con qué frecuencia te visitaba Massengil?
—Tres o cuatro veces al mes.
—¿Cuál era el programa?
—Como ya le he dicho: atarle y acunarle. A veces les servía una cena. Luego se marchaban y yo tenía toda la noche para mí y me dedicaba a ver el programa de Johnny Carson.
—Cuando hablé de programa no me refería a eso, Cheri —dijo Milo—. ¿Qué días de la semana aparecían? ¿Cuál era su rutina?
—No había ninguna rutina. Sam o el gordo me llamaban un día o dos antes. Yo despejaba mi agenda, aparecían y celebrábamos nuestra fiestecita.
—¿Siempre los dos?
—Siempre. —Reflexionó—. Quizá fuesen maricones y en realidad pretendían animarse un poco... Lo ignoro. Sólo sé que aquí nunca hicieron nada de eso.
—Nada de programa —dijo Milo.
—No.
—Entonces, ¿cómo supo alguien que estaban aquí?
—Ni idea. Tal vez les siguió.
—Les siguió hasta aquí y se limitó a esperar, ¿eh?
Cheri se encogió de hombros.
—¿Cómo iba a esperar a que salieran? ¿Y si decidían quedarse toda la noche?
—En mi casa, no. Nadie pasa la noche en mi casa.
—¿Quién sabe de tu negocio además de ti y de tus clientes?
Cheri no dijo nada.
—Vas a tener que darnos ese libro, Cheri.
—Le repito que no existe tal libro.
Milo se retrepó y cruzó las piernas. Ella fumaba, se tocó el pelo y mecía un pie.
—Si se lo diera, estaría acabada —dijo por fin.
—Vamos, Cheri... Dos cadáveres en el patio y uno de ellos el de una figura pública. Pase lo que pase, ya estás acabada.
Fumó en silencio unos instantes. Se quitó una mota de una pestaña.
—La agenda está en el banco, en una caja de seguridad.
—¿Qué banco?
—¿Me ayudará a marcharme si se lo digo? ¿Me ayudará a salir de aquí, vender la casa y poner a salvo a mi chico?
—¿Dónde está el chico?
—En Inglewood. Con mi madre.
—¿Qué edad tiene?
—Nueve años. Es listo y tiene una magnífica voz: canta en la iglesia.
—¿Cómo se llama?
—André.
—André... Haré lo que pueda por André y por ti.
—Hará lo que pueda, ¿eh? Así hablan los políticos, jefe. No es más que otra manera de decir jódete.
—¿Tienes algún sitio adonde ir?
—Me iré a algún sitio muy conservador. Y estricto. La gente muy conservadora lleva una vida dura. Necesita desahogarse de vez en cuando.
—Como los de Sacramento.
—Exacto.
—¿Por qué viniste a Los Ángeles?
—¿Más preguntas?
—Sí. ¿Por qué, Cheri?
—Fue idea suya.
—¿De Dobbs o de Massengil?
—De Sam. El parlamentario. Estaba realmente chiflado por mí. Si empieza a gustarle algo dulce, acabará siendo como las drogas: jamás tendrá bastante.
—Tres o cuatro veces al mes no parece una adicción excesiva.
—Es... era viejo. Lo que yo le daba, duraba. Se lo pasaba realmente bomba.
—¿Por qué quiso que vinieras?
—Decía que no le gustaba tenerme tan cerca de su lugar de trabajo... que Sacramento era una ciudad pequeña, con muchos chismorreos. Alguien podría enterarse. Encontró este sitio... algo muy especial. El propietario había muerto sin hacer testamento.
—Y el tribunal de abintestatos tuvo que intervenir, ¿no?
Cheri asintió.
—En razón de su puesto, él estaba muy enterado de eso y de las inscripciones en el registro inmobiliario. Me dijo que debería aprovechar la ocasión, que era una ganga. Bastaría con que desembolsara algún dinero.
—¿Te ayudó con la entrada?
—Ni un centavo. Lo hubiera hecho pero no lo necesitaba, tenía bastante dinero. Vine a ver el sitio. Mi casa de allí se había revalorizado. La diferencia entre el valor de la finca y la hipoteca era de 160.000 o quizá más.
—¿Qué quiso a cambio?
—A mí. Cuando le diera la gana. Para que despejara mi agenda para que no tropezase con nadie... Así nadie se enteraría.
—Nadie, excepto Dobbs.
—Cierto.
—¿Sabía Massengil que Dobbs era un mirón?
—No lo creo. Por lo general tenía los ojos cerrados o en blanco. Pero ¿quién sabe? Tal vez existiese algún apaño entre ellos. No trato de averiguar lo que piensan. Cuando trabajo tengo la mente puesta en otra cosa.
—Cuatrocientos a la hora —dijo Milo—. Tres o cuatro veces al mes... Es un buen pellizco en metálico.
—Nunca se quejó.
—Asesoría de gestión —dije yo.
Me miró.
—Asesoría de gestión. Me gusta... tiene clase. Puede que utilice eso en vez de lo de Asesora Recreativa.
Milo volvió a la carga.
—Háblame de esta noche. Exactamente lo que sucedió.
Cheri encendió un nuevo cigarrillo con el anterior.
—Lo que sucedió es que llegaron a las nueve y media, hicieron sus cosas...
—¿Los dos?
—Esta vez, sí. El cerdito se tomó una segunda ración... el muy sucio, le gustaba así, no dejaba que fuese a lavarme. Luego les di algo de comer. Muslos y pechugas de un pollo frito, ensalada de col y galletas: eran sobras de la noche anterior, pero se lo comieron como si fuese cocina francesa. De pie, en la cocina... Cada uno se bebió dos latas de Pepsi de dieta. Luego me pagaron y se fueron. El dinero está en el cajón de la ropa interior. Mil doscientos, doce billetes nuevos. Le dije a Sam: «¿Recién fabricados?». Le gustó, se echó a reír y replicó: «Es mi trabajo. Estoy en la Comisión de Hacienda». En cuanto se fueron guardé el dinero y fui al cuarto de baño. Abrí la ducha. Para lavarme... para quitármelos de encima, ¿entiende? Mientras corría el agua, lo oí. Muy débil, por culpa del agua, pero lo oí. Bang bang. Conozco ese sonido. Como una estúpida, me asomé a la ventana, les vi tendidos y vi correr al otro tipo. Como una estúpida, llamé, cumplí con mi deber de ciudadana y ahora estoy aquí sentada, hablando con usted, jefe.
—¿Quién es el otro tipo?
—El que disparó.
—¿Uno solo?
—No vi más que a uno.
—¿Qué aspecto tenía?
—Todo lo que alcancé a distinguir fue su espalda... corría por detrás del garaje. Por allí hay una valla baja. Probablemente entró por ese sitio y también salió por ahí. La madera está podrida. Había pensado en poner una nueva. Si miran por allá quizás encuentren huellas de pisadas. El suelo está encharcado. Hay un aspersor que gotea y el agua se estanca. Alguien tuvo que dejar las marcas de sus pisadas. Vaya y comprobará que lo que digo es cierto.
—Cuéntame algo más acerca del que disparó.
—No hay nada más que contar. Prendas oscuras... me parece. No se veía gran cosa. No lo sé.
—¿Edad?
—No sé... Probablemente joven. Corría como si lo fuera, no como un vejestorio. Y créame, he visto moverse a muchos vejestorios.
—¿Altura?
—No me pareció que fuera ni muy alto ni muy bajo. Quiero decir que su estatura no me llamó la atención... estaba oscuro.
—¿Peso?
—La misma historia, jefe. No tenía nada especial. Un tipo corriente al que le vi de espaldas, y estaba demasiado lejos para distinguir los detalles. Mire usted mismo por esa ventana. A oscuras. Lo tengo así para que la gente pueda aparcar y salir sin que nadie les vea.
—¿Cómo era su cara?
—No se la vi. Ni tan siquiera podría decirle si era blanco o negro.
—¿Y cuál era el color de sus manos?
Reflexionó.
—No me acuerdo. Ni tan siquiera sé si las vi.
—Talla y peso medios —dijo Milo, leyendo sus notas—. Probablemente joven.
—Eso es. ¿Por qué no iba a decirle más si pudiera?
—¿Prendas negras?
—Oscuras. Lo que quiero decir es que no llevaba nada brillante... ninguna camisa de colores claros o algo por el estilo, así que probablemente eran prendas oscuras.
—¿Qué más?
—Eso es todo.
—Pues no es gran cosa, Cheri.
—¿Cree que iba a lanzarme tras él para observarle mejor? En primer lugar, fui una estúpida por mirar. Cuando mi cerebro se despejó un poco y comprendí lo que sucedía, me tiré al suelo. Si miré, fue sólo porque me pilló desprevenida. Quiero decir que no esperaba que sucediese algo semejante, ¿entiende?
Cerró los ojos, sostuvo el cigarrillo con una mano y el codo con la otra. El batín se abrió, dejando ver unos senos pesados y de negros pezones, separados por dos centímetros y medio de esternón color café.
—Cheri, ¿cómo puedo saber que no avisaste a ese tipo?
Sus ojos se desorbitaron.
—Porque no lo hice. ¿Por qué iba a hacerlo y verme complicada en esto...? ¿Por qué iba a hacerlo en mi propio patio?
—Por dinero.
—Tengo bastante.
—Nunca se tiene suficiente.
Rió.
—Cierto. Sométame al detector de mentiras. No soy dura y fría como parezco.
Dejó el batín todavía más abierto. Milo alargó la mano y lo cerró, sosteniéndolo.
—¿Hay algo más que quieras decirme, Cheri?
—Que me saque de aquí. De Los Ángeles. Con André.
—Vamos a comprobarlo todo y si te has portado bien me portaré bien contigo. Mientras tanto, quiero que llames a tu abogado y le digas que se reúna contigo en la División de Los Ángeles Oeste. Te llevarán hasta allí y me esperarás. Cuando llegue, repetirás lo que me has dicho ante una cámara de vídeo.
—¿Saldré en televisión?
Asintió.
—Esta noche eres una estrella.
—Le daré los nombres y lo que hay en la agenda. Pero no quiero que se grabe.
—Me parece justo mientras te portes bien.
—Pues claro. Puede estar seguro.
—No estoy seguro de nada, Cheri.
—Esta vez puede estarlo. Lo juro —e hizo el signo de la cruz sobre su corazón.
—¿Cómo se llama tu abogado?
—Gittelman. Harvey M. Gittelman.
—Aunque has hecho esta declaración por voluntad propia y ante un testigo, quiero que el señor Gittelman esté contigo cuando grabemos. Puede decir todo lo que se le antoje y formular objeciones a razón de doscientos dólares la hora. A mí me pagan horas extraordinarias y no tengo nada que hacer en casa. Cuando acabemos quedarás en libertad confiada a su custodia, y se te pedirá que permanezcas en la ciudad lodo el tiempo que te necesitemos. Si haces cualquier intento de abandonarla, te meteré en Sybil Brand como testigo material y André perderá a su mamá. No vas a quedarte en esta casa. Los chicos del laboratorio la pondrán patas arriba y tus vecinos no querrán saber nada de ti cuando se descubra el pastel. Cosa que sucederá, te lo aseguro... Y pronto. Así que me parece muy bien que residas en otro sitio mientras yo sepa en dónde y no sea fuera del condado. Si quieres montar el negocio en otra nueva residencia para seguir haciendo frente a la hipoteca, no tengo nada que objetar. ¿Entendido?
—Entendido. Lo juro. Pero nada de negocio. Negocio significa gente y la gente significa problemas. Necesito unas vacaciones.
—Eso es cosa tuya.
Milo se puso en pie.
—¿Cuándo podré vender esta casa? —le preguntó.
—Si resulta que no estás implicada en el tiroteo podré darte la autorización pronto... cosa de un mes. Si me estás tomando el pelo, la retendré por años. Y no es que eso vaya a importarte mucho, teniendo en cuenta el sitio donde acabarás.
Cheri se volvió y trazó la señal de la cruz sobre su corazón.
—No le estoy tomando el pelo. Se lo juro por Dios. Lo único que deseo es recuperar el dinero invertido aquí.
Hizo ademán de levantarse.
—Siéntate y no te muevas de aquí. Voy a llamar a la agente Pelletier y ella te vigilará mientras te vistes. Tenemos que examinar ese kimono. Además, te pondrá unas bolsas en las manos hasta que te hagan la prueba de la parafina. Eso nos dirá si has disparado un arma recientemente... o si has manejado un fertilizante industrial.
—He trabajado con mucha mierda, pero no de esa clase. Y no he tenido ningún arma. Puede estar seguro.
—También te tomarán las huellas digitales para ver si tienes antecedentes o hay alguna orden de búsqueda y captura contra ti. Si la hay, sería mejor que me lo dijeras ahora.
—Nada. También puede estar seguro de eso.
—Una cosa de la que sí estoy seguro es de que tendrás por lo menos media docena de nombres.
—No tantos. Y hace tiempo que no los uso.
—De cualquier modo, dámelos.
Cheri fue contando con los dedos.
—Sherry Nuveen, con una S, como el vino. Sherry Jackson. Cherry Jackson, con C. Cherry Burgundy. Cherry Gómez... eso fue cuando tenía un chulo. Me obligó a emplear su apellido como si estuviéramos casados.
—¿Nuveen es tu verdadero apellido?
Sacudió la cabeza.
—Es el del segundo marido de mi madre. Lo adopté cuando tenía siete años. Después él la abandonó.
—¿Cuál es el que figura en tu partida de nacimiento?
—Jackson. Sheryl Jane Jackson. Con una S. Nacida el 4 de agosto de 1953, como dice el permiso de conducir. Parezco más joven, ¿no cree?
—Estás muy bien.
Su rostro se iluminó.
—Una vida sana.
—¿Y qué me dices de la matrícula del Fiat? Cherry P.
Sonrió de nuevo. Pestañeó e hizo una mueca. Un gesto de seducción para mantener la compostura.
—P de puta —dijo. La puta Cherry. Ésa soy yo. Dulce, jugosa y capaz de saciar a cualquiera.4
—¿Crees que es inocente? —le pregunté a Milo cuando salimos de la casa.
—¿Inocente? —Sonrió—. Tendrías que haber visto el dormitorio de invitados... Todo un museo. El marqués de Sade habría estado como en su casa allí dentro. Pero respecto al tiroteo... sí, probablemente lo sea. Tiene razón. ¿Por qué iba a prepararlo en su propio territorio y llamar después? Eso en términos de colaboración. En términos de autoría, ¿cuál sería el motivo? A veces en el ambiente de la prostitución las pasiones se desatan y alguien sale perdiendo. Por lo común la víctima es la puta y se la liquida de forma bastante aparatosa. Esto fue muy limpio: planeado y frío... Hice que los técnicos buscasen junto al garaje y me dijeron que creen haber encontrado huellas recientes. Suponen que corresponden a un hombre de talla media que iba corriendo. Pero nada de esto importará un comino si ella da positivo en la prueba de la parafina y encontramos el arma en el cajón de su ropa interior. Haré que la trabajen toda la noche y buena parte de la mañana para ver si podemos sacar algo más en claro.
—Prendas oscuras. Así se vistió también Holly cuando se instaló en el cobertizo.
—¿Pero qué es lo que estás diciendo? ¿Vuelta a la conspiración? ¿Una banda de asesinos adolescentes?
—Todo es posible.
No me lo discutió.
Milo recobró mis llaves de Burdette y averiguó dónde estaba aparcado el Seville. Luego habló con Pelletier, una rubia de poco más de metro y medio y mentón picado, y le dijo que pusiera unas bolsas en las manos de Sheryl Jackson y la llevase a la Central. Cuando abandonábamos el dúplex aparecieron otros dos detectives de Los Ángeles Oeste. Milo me dijo que me detuviese, se acercó a ellos, les dio instrucciones para que registrasen la casa de la Jackson y les ordenó que no hablasen con la prensa hasta que él hubiera concluido un segundo interrogatorio.
Había unos cuantos curiosos en la acera. Los agentes uniformados les mantenían a distancia. Junto a la barrera se habían detenido varios furgones con logotipos de emisoras de televisión. El lugar hervía de reporteros, cámaras y técnicos que disponían luces.
—Después de mí, el diluvio —dijo Milo.
Nos encaminamos hacia el Seville. La manzana entera vibró con el rugido de un deportivo. Era un Pontiac Fiero azul con tres antenas brotando del techo. Cuando estaba cerca de la barrera desaceleró a unos ruidosos treinta por hora y se detuvo junto a la acera.
El teniente Frisk bajó del coche. Observó la escena, nos vio y se dirigió hacia nosotros con paso ágil y flexible. Vestía un esmoquin negro cruzado, peto fruncido, lazo escarlata y pañuelo haciendo juego. Cuando llegó a donde estábamos vi a una mujer saliendo del Fiero. Era joven, alta, con silueta y cara de modelo y largos cabellos negros y rizados. Su vestido de cóctel en tafetán negro dejaba al aire unos hombros relucientes. Miró a su alrededor, se observó en el espejo lateral del cochecito azul y se retocó los labios. Uno de los agentes uniformados le hizo un gesto. Ella no lo vio o lo desdeñó. Otro retoque y regresó al vehículo.
—Sargento —dijo Frisk.
—¿Disfrutando de la noche, Ken? —le preguntó Milo.
Frisk frunció el ceño.
—¿Ha sido comprobada la identidad de las víctimas, detective?
—Sí, es él. El otro es Dobbs, el psicólogo que se parece a Papá Noel.
Frisk se volvió hacia mí.
—¿Y qué hace él aquí, detective?
—Estaba conmigo cuando me llamaron. No tuve tiempo de dejarle.
Parecía como si Frisk estuviera haciendo acopio de fuerzas.
—Venga conmigo, sargento.
Los dos se alejaron unos metros. La luz de un farol me permitía verles claramente. Frisk apuntó con un dedo a Milo y dijo algo. Milo replicó. Frisk sacó un bloc y una pluma y empezó a escribir. Milo dijo algo más. Frisk siguió escribiendo. Milo se pasó la mano por la cara y habló de nuevo. Frisk pareció irritarse pero continuó anotando. Milo hablaba, se frotaba la cara y se balanceaba sobre las puntas de los pies.
Frisk guardó el bloc y dijo algo que entenebreció el rostro de Milo. Siguió hablando y tornó a apuntarle con un dedo. Milo le apuntó también.
Sus poses estaban volviéndose cada vez más combativas: puños, caras adelantadas, mentones extendidos como bayonetas... me recordó mi grabado de boxeo. Milo aprovechaba su talla, cerniéndose sobre Frisk. Frisk se defendía poniéndose de puntillas y cerraba y agitaba las manos. Empezaron a hablar al mismo tiempo quitándose la palabra y compitiendo por el espacio que mediaba entre ambos. Otros policías lo advirtieron y su atención se desvió de la escena del crimen a lo que sucedía bajo el farol. Reparé en la tensión de los músculos del cuello de Frisk. Milo dejó caer los brazos, rígidos, aún cerradas las manos.
Frisk hizo un esfuerzo consciente por tranquilizarse, sonrió y quiso dar por concluido el encuentro con un gesto. Milo gritó algo. Debió de rociar de saliva a Frisk porque éste retrocedió unos pasos, tiró de su pañuelo rojo y se enjugó la cara. Frisk sonrió de nuevo y habló. Milo se contrajo como si le hubiera abofeteado. Sus manos se abrieron y sus dedos se engarfiaron, cobrando rigidez. Frisk volvió a oscilar sobre sus pies, sutil pero nerviosamente, como un peso ligero deseoso de pelear... Por un momento tuve la seguridad de que iban a liarse a golpes. Después, Frisk giró sobre sus talones y se marchó a toda prisa.
Milo le vio alejarse, bien alzado el mentón. Frisk llamó a un agente uniformado, le habló con rapidez y señaló el dúplex donde se habían perpetrado los asesinatos. El agente asintió y cruzó la calle para dirigirse al edificio. La joven morena salió nuevamente del Fiero. Frisk volvió la cabeza y le lanzó una mirada adusta. Entonces ella retornó al coche.
Observé a Milo. Contemplaba el creciente gentío agolpado ante la barrera con una expresión amenazadora. Permanecí donde estaba, objeto de las miradas curiosas de los policías. Finalmente, Milo me vio y me hizo una seña para que me acercase.
—Sácame de aquí cuanto antes, Alex.
El Seville estaba aparcado en dirección sur. Me alejé de la escena del crimen y entré en Olympic rumbo al Oeste. No hablamos hasta llegar a Berverly Gleen.
—Maldito cabrón elegante —dijo Milo cuando giré.
—¿Qué hizo? ¿Reclamar el caso para él?
—Claro.
—¿Puede hacerlo? ¿Así de fácil?
—Así de fácil.
—¿Es que sospecha que se trata de un asunto político?
—No sospecha una mierda. No sabe una mierda. Es demasiado pronto para que nadie sepa una mierda, maldita sea. Lo que pasa es que le parece un asunto jugoso: más intervenciones en televisión, la oportunidad de lucir otro traje elegante. A Kenny le encantan sus conferencias de prensa.
—Kenny —observé—. Que había salido a divertirse con Barbie. Ahí tienes a un Ken y a una Barbie de tamaño natural.
—Ésa era su esposa. La adorable y mimada Kathy... La hija favorita del subdirector.
—Oh.
Conduje deprisa Glen arriba y seguí por la desviación que lleva hasta mi casa. Milo observaba el exterior frotándose la cara aunque la ventanilla sólo daba a una masa de negrura casi sólida.
—¿Dijo algo para molestarte? —le pregunté.
—¿Para molestarme? No. Simplemente dio a entender que había un romance entre tú y yo. Sonrió de un modo asqueroso y declaró que debería pensarlo dos veces antes de llevar a mis amigos al lugar de un crimen. Cuando le pedí que aclarase eso, respondió que ya sabía lo que quería decir. Seguí acosándole. Finalmente lo soltó: la gente de mi clase no debería intervenir en asuntos de seguridad. No servimos para defender la seguridad pública.
Solté un bufido.
—De acuerdo. Otra vez la antigua estrechez de miras, ¿eh? No es la primera vez y no será la última.
—Pero no dejé de pensar que era lo mismo que él y yo habíamos sospechado de Dinwiddie e Ike.
Milo gruñó.
—¿Puedo preguntarte qué piensas? —inquirí.
—¿Sobre qué?
—Massengil. Ese misterio... ¿Crees que hay alguna relación con Holly? ¿O con Novato y la Gruenberg?
—¿Quién diablos lo sabe, Alex? ¿O es que intentas conseguir que me sienta verdaderamente impotente?
No repliqué y detuve el coche ante la casa.
—Bien —dijo—. ¿Qué es lo que piensas?
—Quizás alguien quiso vengar su muerte.
—¿Quién? ¿Papaíto?
—No estaba pensando en él. ¿Por qué? ¿Le crees sospechoso?
—No sospecho de nadie, Alex. No he tenido tiempo para sospechar. Ahora ya ni tan siquiera es mi jodido caso. ¿Por qué iba a molestarme en sospechar? Pero si hablas de venganza, suele ser una cosa de familia y me dijiste que Burden es una especie de chiflado.
—No está chiflado. Es un narcisista.
—La venganza es algo bastante narcisista, ¿no? Jugar a ser Dios, el poder sobre la vida y la muerte... Me contaste que es un chalado del control y que se jactó de ser bueno con las armas.
Reflexioné.
—¿Piensas hablar con él?
—No pienso hablar con nadie. Es incumbencia de ese estúpido cabrón.
—¿No puedes plantarle cara?
No me respondió y lamenté habérselo preguntado.
—¿Me permites que teorice un poco más? —le pregunté.
—Deja de pedir permiso como si yo fuese una especie de prima donna y escúpelo.
—Cuando mencioné la venganza pensaba en algo más: la conspiración. Otros miembros dispuestos a vengarla y llevar a cabo la tarea que ella no consiguió realizar.
—¿Tarea? Mira, Alex, si estás tomándote en serio esa teoría del asesinato político... ¿se te ocurriría encargarle una misión a alguien como ella?
—Reconozco que estamos hablando de aficionados, pero la competencia no siempre es algo habitual en ese tipo de grupos, ¿cierto? Acuérdate del Ejército Simbiótico de Liberación.
—Ah, sí, los famosos chalados de la cabeza hueca —dijo Milo—. Desde luego, esos tipos no eran unos genios.
—Pero se hicieron famosos, ¿no es cierto? Eso es lo que buscan los aficionados: celebridad y una muerte romántica.
—Si la muerte es romántica, yo soy un jodido poeta.
—Holly llevaba una vida horrible, Milo, una existencia sin presente ni futuro... Afiliarse a un grupo marginal le habría proporcionado un objetivo. Puede que perecer en una última llamarada de gloria no le pareciese tan malo.
—¿Estás diciéndome que se lanzó a una misión suicida?
—No. Pero es posible que no le preocuparan mucho los riesgos.
—Un asunto de grupo, ¿eh? Vuelta a la conspiración. Entonces, ¿quién mató a Novato e hizo desaparecer a la Gruenberg?
—Quizás existió una relación con las drogas. O tal vez fuese la oposición. Radicales ultraderechistas.
—¿Dos grupos de gilipollas?
—¿Por qué no? Ahora que lo mencionas, recuerdo una anotación en uno de los libros de Novato que acabo de ver: «La misma historia de siempre: poder y dinero en cualquier grupo político». Tal vez se refería al extremismo político. Quizás estaba empezando a perder las ilusiones.
—¿Gilipollas del Ku Klux Klan contra rojos imbéciles? —dijo Milo—. Muy pintoresco. Pero antes de que te dejes llevar por la idea, no olvides que es posible que lo sucedido hoy no tenga nada que ver con la política. Puede que fuese un simple asunto pasional relacionado con Cheri, un tipo que estuviera loco por ella. Sucede más a menudo de lo que crees. O tal vez fuera político pero sin ninguna relación con Holly, con Novato o con la Gruenberg. Massengil no era precisamente un hombre idolatrado. Quizás algún elector irritado decidió votar con el gatillo.
—No era idolatrado pero sí era lo suficientemente popular para ocupar el escaño veintiocho años.
—Las ventajas de la permanencia en el puesto —y un momento después añadió—: No lo sé, Alex. Lo que sucede es tan raro que no quiero ni aplicar la lógica porque, cuando lo hago, empiezo a dudar de su valor. Consuélate al menos con una cosa: sospechaste que existía una relación extraña entre Massengil y Dobbs y acertaste.
—Asesoría de gestión. Una manera de camuflar los honorarios de Cheri.
—¿Qué piensas de lo que contó sobre los políticos y eso de atar y ser atado?
—Psicológicamente, tiene sentido. Como dijiste una vez, lo que les importa a los políticos es el poder. Para algunos, el sexo sería simplemente otro juego de dominación. Resultaría interesante averiguar quién más, aquí o en Sacramento, conocía los caprichos de Massengil y quién sabía lo de las relaciones entre Massengil y Cheri aparte de Dobbs. Y quizás haya otras Cheris. Habría que hablar con el tipo al que Massengil sacudió en la Asamblea. DiMarco. ¿Y si lo averiguó y le filtró...? Otro género de venganza. ¿Y si tomó el camino más directo?
—¿Crees que fue él quien les mató?
—Burr mató a Hamilton. White disparó contra Milk y Moscone.
—Mierda. Toda clase de posibilidades... Por eso quería presionarla en la División y sacar algo más en limpio. Intenté decírselo a Frisk, traté de explicarle lo que se debía hacer para llevar a cabo con limpieza la investigación. Pero me cortó diciéndome: «Gracias, detective, todo está bajo control». Como si hubiese dicho: «Vete a la mierda, no necesito tus ideas de maricón».
Milo agitó la cabeza.
—Que se vaya al carajo. No es problema mío. Me lavo las manos. Y, de todas formas, odio las conferencias de prensa.
Hablaba demasiado alto y demasiado aprisa. No supe si creerle. Ni tan siquiera sabía si él mismo lo creía. Pero ésta no era ocasión para discutir.