34
Me abrí camino entre el miedo que me inspiraba. Me concentré en los falsos pasadores. Los uniformes, la bandera, la estúpida parafernalia paramilitar. D. F.
Halaga su vanidad.
—Bueno, algo que averigüé fue tu anterior identidad —le dije—. Dayton Auhagen. Darrel Ahlward. ¿Cuál es la auténtica?
—Cuando haces preguntas estúpidas mi mente empieza a distraerse —dijo.
—De acuerdo, entonces volvamos a la moda. Tu gusto en el vestir de hace unos años: el ante. Cabellos largos y barba, la imagen perfecta para vagar por los montes y sobrevivir en lugares como los bosques del Idaho meridional. Los bosques que había alrededor de Bear Lodge... Tendías trampas, cazabas, vivías de la tierra. Empleabas todas esas destrezas de la supervivencia que imaginabas que te vendrían bien cuando el pastel moreno estallara y trajera consigo el Apocalipsis. Muy bonito eso de la autosuficiencia. ¿En dónde lo aprendiste?
—Está en la sangre —dijo Latch, como un niño que recitase una lección.
Ahlward le fulminó con otra mirada adusta. Pero le faltaba energía.
Le gustaba ser el centro de la atención. Todos aquellos años de mascarada... Ayudante ejecutivo. Esperando el momento de saltar al centro del escenario.
—En la sangre, ¿eh? —dije—. Eso significa que eres un soldado de asalto de la segunda generación. ¿Tienes raíces en la Tierra de los Padres, D. F.?
Esperaba que no me hiciera ningún caso, pero negó lenta y comedidamente con la cabeza.
—Soy americano puro —dijo—. Más americano de lo que podríais imaginar tú y ese fofo y asqueroso montón de mierda tirado en el sofá.
—Americano puro —dije—. Ah. ¿Tu padre estaba en el Bund o en uno de los grupos escindidos?
Los ojos ambarinos se abrieron un tanto.
—¿Sabes algo del Bund?
—Sólo lo que he leído.
—¿En la prensa burguesa?
Asentí.
—Entonces no sabes una mierda. El Bund fue la organización ciudadana más eficaz que haya conocido nunca este país, los únicos patriotas con la suficiente previsión para advertirnos contra el riesgo de vernos arrastrados a la guerra por los judíos. Y en vez de prestar atención a la advertencia y premiarles por su capacidad de previsión, Roosevelt les cazó como si fuesen la hez del hampa. Eso le dejó las manos libres para enviar a nuestros chicos a morir en Europa por los judíos, los malditos comunistas, los papistas y los maricones como tú.
—Un gravísimo error —dijo Latch—. Tanto sociológico como político... La guerra mundial de los judíos fue el primer paso hacia el mestizaje en masa. Abrió las esclusas para que entrase toda la basura asiática y semítica que no quería Europa.
Le desdeñé y me concentré en Ahlward.
—Como ya te he dicho, D. F., todo cuanto sé del Bund es lo que he leído y no me cabe duda de que estaba teñido por los prejuicios. Pero supongo que puedes comprender el punto de vista oficial: con una guerra en marcha al público se le repite día tras día quién es el enemigo. Las cruces gamadas y los sieg heils en Madison Square Garden no podían ir muy lejos.
Ahlward me lanzó una mirada petulante e impaciente y golpeó con fuerza la mesa.
—Eso fue porque los de arriba eran demasiado imbéciles para comprender dónde estaba el auténtico enemigo. La estupidez de las masas, alimentada por los medios de comunicación en manos de los sionistas... La debilidad de las masas, obra de drogas y toxinas elaboradas en laboratorios secretos por el ejército de Roosevelt, que estaba infiltrado por los sionistas. El ocupante sionista reparte drogas y toxinas como si fueran caramelos... Por eso todos se hacen médicos: para envenenar a los goyim. En eso consisten realmente los alimentos kosher, la pequeña U que ponen en las latas. ¿Sabes lo que quiere decir goyim en la lengua de las serpientes? Ovejas. Para ellos somos jodidas ovejas a las que trasquilar y degollar. ¿Sabes lo que significa la U? Alguna palabra yiddish que quiere decir veneno. Emplean toxinas y tranquilizantes que sus organismos pueden tolerar porque están formados por células tóxicas. Pero nosotros no podemos soportarlas; y gradualmente nos debilitan. Hipnotismo fisiológico... ha sido científicamente demostrado. Ocurre desde hace siglos en todas las sociedades que han sido infiltradas por los sionistas. Pasividad paulatina de las masas, su decadencia y luego la destrucción inevitable... Todo movimiento de liberación debe superar esa opresión, enarbolando la lanza que purifica.
Me recordaba las cosas que había oído durante mi internado en algunas habitaciones de los hospitales del Estado. Lo soltó con el tono monocorde pero bien ensayado de una representación escolar.
—La lanza que purifica —repetí, y contemplé la bandera que había a su espalda.
—La lanza de Wotan —dijo Latch—. La máquina purificadora definitiva.
Volví a ignorarle.
—¿Y qué hay de Crisp, Blanchard y los demás? —le pregunté a Ahlward—. ¿También eran bundistas de la segunda generación?
Sus ojos se empequeñecieron.
—Algo así.
—No te gustan los cabezas rapadas, ¿eh, D. F.?
Latch se echó a reír.
—Desgraciados —dijo—. Payasos aficionados, buenos para la televisión... Nosotros valoramos la disciplina.
—Entonces, ¿tengo razón en lo del montañés, D. F.? —le pregunté.
Ahlward se echó hacia atrás en su sillón.
—De acuerdo —dije—. O sea que vivías de la tierra y te ocultabas del Gobierno, como algunos de tus antiguos enemigos de la izquierda. Tu movimiento está en apuros. Como el de la izquierda. Cointelpro. Nixon. J. Edgard Hoover. Divide y vencerás, y está funcionando. Te pones a reflexionar. Arremetiendo contra la izquierda le proporcionas al Gobierno exactamente lo que desea. Algunos tipos de la izquierda también se dan cuenta de ello, y todos acabáis comprendiendo que si te paras a pensarlo la ultraderecha y la ultraizquierda tienen mucho en común. Ambos bandos creéis que es preciso hacer pedazos la sociedad para reestructurarla. Creéis que la democracia es débil e ineficaz, que está dominada por la banca internacional y los perros de la prensa... por los charlatanes. Lo que hace falta es un nuevo populismo, algo que le otorgue el poder al trabajador. Y la cuestión principal que solía separaros, la raza, ya no es un obstáculo tan grave, porque hay izquierdistas blancos enfurecidos por la arrogancia con que los negros intentan echarles a patadas de su propio movimiento. Izquierdistas blancos que se ponen en contacto con su propio racismo...
—Un faro de sabiduría brilla a través de la mierda —dijo Latch.
—No sé quién lo pensó primero, D. F., pero de alguna manera os comunicasteis y nació una nueva idea —dije—. Wannsee Dos. Presionar hacia dentro desde los extremos para comprimir el centro y aplastarlo hasta la muerte. Así es como llegaste a relacionarte con nuestro querido Gordie, aquí presente.
Le lancé una rápida mirada a Latch y me volví nueva mente hacia Ahlward.
—Aunque si he de serte sincero, D. F., no puedo ver la ventaja. Está claro que tú eres un hombre de acción. Él no es más que un charlatán que vive del dinero de su mujer.
Latch soltó un taco y aguardó a que Ahlward le defendiera. Como el pelirrojo no habló, proseguí:
—Es el proverbial barril vacío que hace muchísimo ruido. Un maldito perro faldero, el ejemplo definitivo de la clase charlatana... Vamos, D. F., ¿realmente crees que estará a la altura de las circunstancias cuando llegue el momento?
Latch se puso en pie de un salto. El impacto hizo moverse a Milo: su cuerpo rodó hasta el borde del sofá y luego volvió a rodar hacia atrás. Abrió la boca. Mientras buscaba signos de conciencia en su rostro hinchado, sentí otra picadura de avispa en mi mejilla. Una nueva capa de dolor barnizando una herida en la mandíbula de tres años antes. Recuerdos de cables y vendas... Mi cabeza cayó hacia atrás. Otra capa.
Latch a mi lado; la saliva asomaba por las comisuras de sus labios. Un perro faldero que se había vuelto rabioso. Alzó un brazo para golpearme otra vez.
Y el papel de bolsa de los golpes en la representación escolar de esta noche será interpretado por el pequeño Alex Delaware...
Me golpeó y mi cabeza resonó como rock ácido a través de un altavoz barato.
Después del cuchillo, apenas si me molestó.
Alcé los ojos hacia él.
—Calma, calma, Gordie —le dije.
Apretó los dientes y levantó el puño. Me hice a un lado justo antes del impacto. Su mano me pasó rozando. Perdió el equilibrio y se tambaleó.
Ahlward parecía molesto.
—Siéntate, Gordon —dijo.
Latch se enderezó y se quedó inmóvil, jadeando con los puños apretados. Sus mejillas pecosas estaban rojas y se le habían torcido las gafas de la seguridad social.
Me dolía la cabeza pero no demasiado. Tenía los brazos entumecidos. ¿Anestesia de la gacela o pérdida de la circulación?
—Gordie, ¿por qué no te sientas y tocas la armónica? —le sugerí.
Se dispuso a lanzarme un puñetazo y echó hacia atrás el brazo. La voz de Ahlward le sorprendió a mitad de camino, como un chorro de nitrógeno líquido, y le dejó paralizado.
—Más tarde, Gordon.
La mirada de Latch fue de Ahlward a mí. Me escupió en la cara y volvió al sofá, pero el cruzar desenfadadamente las piernas le había acabado. Se sentó en el borde con las manos en las rodillas, resoplando rabia.
Parte de su salivazo había aterrizado en mi mejilla. Bajé la cabeza y me lo limpié como pude con un hombro.
—Qué grosero, concejal —le dije.
—Es mío, Bud —dijo Latch—. Cuando llegue el momento.
Ahlward se volvió hacia mí e inquirió:
—¿Eso es todo lo que tienes que decir, mierda?
—Oh, no. Hay mucho más. Volvamos a Wannsee Dos, la reunión que nadie cree que llegara a celebrarse. Pero se celebró. En algún sitio rural y remoto; lejos de las ciudades infestadas de untermensch, donde ejercen su control la policía y los federales. ¿Tal vez en un lugar del Idaho meridional? ¿El rancho que la mujer de Gordie heredó de su padre? ¿Cuánta gente participó?
Ahlward bajó los párpados y acarició su arma.
—Un pequeño duplicado de la camaradería de Hitler y Stalin —dije—. Incluso creasteis una nueva insignia que lo decía todo: rojo por la izquierda, la lanza por la derecha y un círculo que significaba la unión.
Me volví hacia Latch.
—Si lo hubieran sabido los chicos de Telegraph Avenue...
—Eres un idiota —replicó él—. Todo comenzó en Berkeley, cuando aún tenía el cerebro lavado y lleno de toxinas. Obedecía órdenes hipnóticas sin saber por qué. Aprender historia africana, estudios sobre los americanos nativos... toda clase de basura inútil, todo lo que los profesores judíos me hacían tragar. Pero incluso entonces empezaba a verlo claro. Aquello no funcionaba conmigo. Busqué mis propias fuentes de información. Supe de hechos que nadie había tenido redaños para sacar a la luz y mostrar en clase. Como el hecho de que antes de que llegasen los blancos no hubiera ni una sola lengua escrita en África, ni música auténtica a excepción de esos cantos estúpidos que hasta un retrasado mental podría dominar. No había ninguna cocina digna de ese nombre, no había literatura ni bellas artes... Estamos hablando de una cultura de simios: malaria, promiscuidad, comer mierda, caníbales del Mau Mau... No son más que un puñado de babuinos comemierda traídos aquí por los ocupantes sionistas para recoger algodón sionista, adiestrados por los sionistas para vestir prendas humanas, pronunciar palabras humanas y hacerse pasar por hombres. He trabajado con ellos y sabía lo imposible que era conseguir que llegaran a emplear la lógica. Y de repente lo entendí todo. No puedes utilizar la lógica con un mono.
—¿Monos con ritmo? ¿Como DeJon?
Se echó a reír.
—Aquello fue divertido. Qué ironía... Él y sus jodidos gorilas. Monos viajando en limusinas. Incluso creen hallarse medio metro por encima del montón de mierda. Hasta llegó a darme las gracias por aquella oportunidad de prestar un servicio.
—Tienes afición por la ironía, ¿verdad, Gordie? —le dije—. Pronunciando discursos en el Centro del Holocausto después de las pintadas en el edificio... Y eres miembro de su Junta. Sabiendo en todo momento que habían sido los escuadristas de D. F. quienes hicieron las pintadas...
Rió con más fuerza.
—Todas las clases inferiores son tan crédulas y fáciles de engañar... Tienen una escasa estima de sí mismos al nivel biotécnico. Es algo que figura en el código genético... a nivel celular saben que son inferiores. Ésa es la razón de que cuando el hombre blanco impone su voluntad no encuentre resistencia. No pueden competir con él... Van en fila india hacia los hornos, bailan hasta el árbol del linchamiento. Todo lo que tienes que hacer es simular que te gustan.
Ahlward asintió pero creí detectar una chispa de disgusto en sus ojos. Habían vuelto a apartarle de los focos.
Volví a concentrar mi atención en él.
—Wannsee Dos fue mejor de lo que habías imaginado. Trazaste un plan pero había obstáculos. Gente que se interponía, que lucharía contra ti hasta la muerte si llegaba a enterarse. Gente con carisma y fuerzas y a la que no le importaba trabajar al margen del sistema. Norman y Melba Green, Dupree, los Rodríguez, Grossman, Lockerby y Bruckner. Había que controlar los daños y aquí Gordie volvió a serte útil. Tu fuente de información dentro del primer grupo. Estaba enterado de su plan secreto... el Nuevo Walden. Negros y blancos labrando juntos la tierra e invitando a volver a los indios: todo lo que despreciabas. Gordie y Randy les atrajeron a Bear Lodge con los cuentos del aire limpio, las aguas puras y el no pagar arrendamiento. Un viejo almacén, otro pedazo de la herencia de Randy. —Paseé mis ojos por la habitación—. Supongo que le gustan los almacenes. No sabía que fuesen tan buena inversión.
Un destello de impaciencia cruzó por los ojos de Ahlward.
—Los de Walden fueron hasta Bear Lodge con estrellitas en los ojos —dije—, y tú estabas esperándoles. Dayton Auhagen, un hippie viril familiarizado con la naturaleza, la clase de desconocido que podía rondar por allí sin despertar sus sospechas. Les observabas. Les vigilaste hasta conocer sus costumbres y su rutina. Igual que hacías cuando ibas tras una pieza. Entraste en el almacén durante una de sus ausencias y colocaste las cargas de explosivos entre todo ese combustible.
Ahlward sonreía. Recordaba.
—Sólo una parte de la banda se había instalado en Bear Lodge —dije—. Los otros estaban más al norte, negociando la adquisición de madera. Pero todos ésos pertenecían al segundo grupo. Sin sus jefes, lo más probable sería que echasen a correr. Y si en el futuro demostraban ser amenazadores siempre podrías atraparles cuando quisierais... caza menor. Así que fijaste una fecha antes de la prevista para la llegada del segundo grupo, fuiste otra vez al almacén y envenenaste la carne de su comida. Volviste al bosque y esperaste a que todos estuviesen dentro, incapacitados, oprimiste un botón y bum. El FBI remató espléndidamente tus planes lanzándose sobre la explicación de la fábrica de bombas y proporcionándosela a la prensa. Estoy seguro de que tú les ayudaste con alguna información anónima.
Sonrisa afectada en el rostro tosco y curtido. La nostalgia nunca había tenido un aspecto tan horrible.
—Un toque excelente —dije—. Nadie iba a llorar el que unos terroristas urbanos volaran por culpa de su propia nitroglicerina. Sólo hubo un pequeño fallo: uno de los del segundo grupo, Terry Crevolin, llegó demasiado pronto... Y, por añadidura, era vegetariano. No comió la carne, se salvó del envenenamiento y escapó a la explosión. Pero tampoco era una gran amenaza. Tenía problemas personales: drogas, que probablemente minarían sus energías políticas. Y su odio y desconfianza hacia los de arriba le indujo a creer que la explosión había sido preparada por el Gobierno. Sigue sin creer en Wannsee Dos. Un plan precioso. Y funcionó. Pero lo que me pregunto es ¿por qué molestarse? ¿Por qué preocuparse tanto de aquel primer grupo cuando había tantos líderes radicales tan carismáticos como ellos?
—Eran basura —dijo Latch—. Unos jodidos esnobs.
La rabia de un crío mimado.
La rabia de quien no ha sido invitado a la fiesta.
Entonces supe que la idea de la voladura había sido suya. Que para él se trató de un asunto personal, no político.
Todas aquellas vidas perdidas, todo aquel horror sólo porque eran más brillantes que él... Echadle fuera.
Había sido idea suya.
Tenía más inventiva de lo que había creído. Su relación era compleja. En comparación, hacía parecer honesta la que existió entre Dobbs y Massengil...
Ahlward estaba más erguido que antes. Decidí reservarme lo que había averiguado.
—Después de Bear Lodge llegó el momento de avanzar —dije—. Había que escoger un figurón, purificarle y alzarle hasta un cargo público, por humilde que fuese... Eres un hombre paciente, D. F., conoces la Historia. Todos los años que necesitó el primer Führer para progresar desde la celda de una cárcel al Reichstag. —Me eché hacia delante—. El problema, D. F., estriba en que el primer Führer era su propio figurón. No necesitaba un muñeco en el regazo.
—Cállate, pedazo de mierda —dijo Latch.
Me pareció que Ahlward sonreía.
—Los tiempos han cambiado —dijo—. Estamos en la época de la imagen. La imagen lo es todo.
—Creía que los sionistas controlaban los medios de comunicación —dije yo.
—Así es —repuso Ahlward.
—Más ironía, ¿eh?
Bostezó.
—De acuerdo, lo admito, hay que considerar la imagen —le dije—. Pero ¿él es lo mejor que puedes conseguir en ese terreno?
Murmullos furiosos desde el sofá. Un atisbo de movimiento que Ahlward detuvo con una mirada seca.
—Lo está haciendo muy bien —dijo, como para compensar aquella mirada. Mecánicamente sus ojos se pasearon por la habitación. Su lapso de atención no era lo que se dice muy prolongado. Me pregunté de cuántas clases le habrían echado cuando estaba en la escuela.
—Así que Gordie y Miranda se retiran al rancho durante unos años, confiesan sus pecados del Vietnam y reaparecen convertidos en activistas del medio ambiente —dije—. Mientras tanto, el rancho se emplea también para reuniones. Otro tipo de conferencias... Servía para reclutar a los hijos y a las hijas de los antiguos amigotes de tu querido papá. Como en los campamentos de verano que organizaba el Bund. Además, pones en marcha un pequeño negocio editorial... todas esas cajas de afuera. Material impreso. Supongo que deben ser panfletos furibundos que se benefician de un descuento en el franqueo por cortesía del tío Sam. ¿Acierto?
Otra sonrisa presuntuosa.
—¿No te preocupa la posibilidad de que alguien lo relacione con una de las empresas fantasmas de Miranda? —le pregunté.
Meneó la cabeza, aún sonriente.
—Lo escribimos aquí, lo imprimimos en otro sitio, volvemos a traerlo aquí y lo mandamos en camión a otros sitios. No deja rastro. Estamos bien cubiertos.
—Y las otras cajas: Maquinaria. ¿Qué es eso? ¿Herramientas para la revolución?
—Cañones y mantequilla —dijo Latch.
Ahlward tosió discretamente. Latch se calló.
El pelirrojo jugueteaba otra vez con su pistola.
—Escogiste Los Ángeles para el renacer de Gordie porque Miranda tiene relaciones aquí —dije—. El mundo del espectáculo, toda la elegancia radical... La retórica del amor a la Tierra caía bien entre esos individuos; así que Gordie se convirtió en el campeón del medio ambiente. Limpiaba pelícanos mientras soñaba con purificar el mundo. Y fue elegido. Hasta ahora, bien. El hecho de que Crevolin se hubiese instalado en Los Ángeles resultaba un poco molesto, pero todos esos años de silencio indicaban que no sospechaba nada. Lo que sí fue toda una sorpresa fue el enterarse de que alguien más había logrado sobrevivir a Bear Lodge y reapareció en Los Ángeles. El hijo de Norman y Melba Green... Malcolm Isaac. El FBI le declaró muerto; supuso que había muerto en vez de demostrar su afirmación con un cadáver. Porque tú les aseguraste que en el grupo había dos niños pequeños. Y ahora aquí estaba, diecisiete años después. Había vuelto a vivir con la madre de Norman. Su abuela... Una vieja izquierdista, suspicaz y recalcitrante, a quien no le costaba nada creer que un nuevo Holocausto estaba a la vuelta de la esquina. Tampoco le costó creer que su hijo y su nuera habían sido asesinados aunque, como Crevolin, pensase que el Gobierno estuvo detrás de todo aquello. Inflamó a su nieto con la historia y las teorías de las conspiraciones nazis y el nieto inició sus propias investigaciones. Era un chico listo y se consagró a la tarea.
—Un babuino listo —dijo Latch con un bufido.
—Leer libros no le bastaba —dije—. Intentó conocer al hombre que le rescató; pero no pudo llegar a Crevolin y recurrió a una fuente secundaria, a alguien que fue camarada de sus padres. Otro miembro del segundo grupo que había conseguido escalar posiciones. Un político.
Me volví hacia Latch.
—Vaya experiencia, Gordie. Me refiero al cronometraje... Ahí estás tú después de haber conseguido toda esa respetabilidad. Claro que eres un mero figurón, una tapadera de los sueños de D. F., pero a veces te permites el lujo de creer que todo es real, que eres quien manda y es una sensación realmente maravillosa, ¿no? Y, claro, en términos relativos el Ayuntamiento es una minucia, pero supone un paso de gigante para alguien que cometió un acto de sedición ante la televisión nacional. Estás subiendo. El ritmo está allí. Al fin, todo encaja y entonces aparece ese mestizo, ese chaval mestizo, ese negro judío que llama a la puerta y utiliza los nombres de sus padres como contraseña para saltarse la sala de espera. Esos nombres que estabas tan seguro de no volver a oír jamás... Se enfrenta contigo cara a cara y empieza a hacerte preguntas sobre el viejo y feo pasado: Wannsee Dos. Intentas librarte de él con ese mismo juego estúpido que has aprendido tan bien, y respondes a sus preguntas con vaguedades. Pero él insiste. Es implacable. Arde con ese fuego juvenil que podría llegar a incinerarte. Así empieza siempre todo, ¿no? Un pececillo que le da mordisquitos al pez gordo. Un vigilante nocturno acabó con Nixon. Ha llegado el momento de charlar un poco y de mantener una reunión de emergencia con D. F., quien te ordena manejarle según el procedimiento habitual: tranquiliza a la prensa fingiendo una falsa amistad, adminístrale dosis muy precisas de desinformación y entra a matar en el momento oportuno.
»Te haces el progre comprensivo con Ike y le sueltas un cuento sobre Wannsee Dos en el que la historia queda intacta pero se alteran los personajes. Convertiste en jefe de los malos a Massengil. Después de todo, el papel le quedaba perfecto, ¿no? Massengil era todo un derechista y llevaba algún tiempo dándole a su clarín quasi racista. Probablemente inventaste alguna historia en la que aparecía como un ex agente del Gobierno. Con vuestros recursos (hasta tenéis imprenta propia) proporcionar a Ike algunos documentos tan impresionantes como falsos no era ningún problema. Y lo mejor de todo era que eso servía para un doble propósito. Ocean Heights es parte de tu distrito. Si conseguías eliminar a Massengil, podrías aspirar al escaño que había ocupado durante casi tres décadas. Eso seguía siendo una minucia en comparación con tu objetivo final, pero algunos parlamentarios del estado de California han acabado en Washington. ¿Cuántos concejales han llegado a salir del Ayuntamiento? Le tuviste algún tiempo en observación y colocaste a Bramble entre su personal. Cuando Ike se presentó para hacer preguntas, todo funcionó a la perfección. Le animaste a confiar en ti, le hiciste jurar que todo quedaría en secreto y le atiborraste de mentiras, dando paso a sus fantasías de venganza e intentando animarle a la violencia. Pensaste que no sería muy difícil puesto que era negro y los negros son violentos por naturaleza, ¿verdad?
—Vaya —dijo Latch—, parece que este mierda tiene cierta capacidad de aprender.
Ahlward ni tan siquiera se molestó en simular interés.
Cuando haces preguntas, mi mente se distrae.
—La primera idea consistió en que Ike asesinara a Massengil y muriese en el empeño —dije—. La segunda fue que uno de tus boy scouts SS liquidase a Massengil, le colgara el muerto a Ike y le matara también. El mismo resultado, ligeramente menos eficaz. El único problema era que Ike se resistía. A pesar de su pelo lanoso y de toda la melanina de su piel, no era precisamente del tipo violento.
—Tenía un cincuenta por ciento de sangre judía —dijo Ahlward—. Estaba programado para la cobardía.
—Puede que Gordie la cagara. Presionó demasiado y consiguió que Ike empezara a sospechar, que se preguntara por qué un concejal se mostraba tan dispuesto a involucrarse en un asesinato. En cualquier caso, se negó a participar en un crimen y se convirtió en un grave problema de seguridad, así que le atrajiste a esa callejuela con la promesa de algo, probablemente nueva información acerca de sus padres. De otra fuente. Una fuente negra... Qué mejor sitio para eso que Watts. Tuvo que ser divertido hacer la llamada y hablar en su jerga.
—Oh, zí, zeñó, claro que zí —dijo Latch—. Zotro bueno hablá negro. Zólo nozotro mucho malo poblema pá prendé marcá número teléfono.
Se volvió hacia Ahlward en busca de su aprobación. La sonrisa del pelirrojo fue forzada. Y breve. Tocó con el dedo el negro cañón de su pistola y bostezó.
—Ike cayó en la trampa y uno de tus SS le liquidó —dije—. Después le inyectó un cóctel de drogas y dispuso todo como si hubiera sido un asunto entre camellos. Al fin y al cabo los negros se dedican a eso, ¿no? ¿Quién va a extrañarse de que se carguen a un camello negro en Watts? Y volviste a salirte con la tuya, mira qué bien. La policía se lo tragó. Ya sólo faltaba ocuparse de la abuela. Ike había prometido no hablar, pero supusiste que le había hecho confidencias. La cazaste en la calle y dejaste su cadáver donde nadie lo encontrará. Por pura curiosidad, ¿dónde está?
Miradas vacías de los dos.
—Considerando que tenéis todas las cartas, os mostráis muy reservados —dije.
—Me parece que se te ha acabado la cuerda —dijo Ahlward.
—Ni soñarlo —repliqué—. Aún queda muchísimo. Tras eliminar a Sophie irrumpisteis en su casa en busca de algo comprometedor que pudiera haber dejado. Notas, un diario... Y también entrasteis en el domicilio del vecino para que pareciese un simple robo. Pero ¿por qué las pintadas? ¿A qué venía todo eso de Kennedy?
Latch no pudo contenerse.
—El postre —dijo—. Para los que realizaron el servicio. Una recompensa por la obra bien hecha.
—Hasta los revolucionarios necesitan divertirse —dije, y capté un movimiento de Milo. Un parpadeo. ¿Deliberado?
Ninguno de los dos lo notó. Milo le daba la espalda a Latch y Ahlward estaba ocupado con su pistola.
Otro parpadeo. ¿O lo había imaginado?
Seguí hablando:
—Con Ike y Sophie Gruenberg eliminados, tus problemas inmediatos parecían finalmente solucionados. Pero aún estaba Massengil. Ya habías empezado a considerarle un cadáver, por lo que era muy molesto tener que modificar esa disposición mental. Y si había que hacerlo el momento resultaba muy importante. Había presentado su candidatura para el próximo mandato. Así que lo mejor sería eliminarle antes de que se celebrasen las elecciones. Era demasiado tarde para que el gobernador designase a otro. El puesto quedaría vacío por unos meses, tiempo suficiente para que Latch calentara los motores y subiese al nuevo escenario como gran conciliador y estadista maduro. Claro está que la viuda recibiría la primera oferta y si no quería el escaño éste sería para un compinche. Pero ya tenías planes para ocuparte de eso, con la ayuda de la encantadora señorita Bramble.
—Creo que Ocean Heights y yo pronto llegaremos a entendernos —dijo Latch.
—Pues más vale que sea pronto; antes de que Randy apriete los cordones de la bolsa —dije—. ¿O piensas solicitarle una pensión?
Una súbita mirada de pánico.
Las cejas de Ahlward se convirtieron en dos curvas rosadas de sorpresa.
—Vaya —dije—. Lo siento, D. F., creí que lo sabías.
Ahlward miró a Latch.
—No son más que... —dijo Latch.
—La pequeña Randy quiere dejarlo, D. F.. —dije—. Ya ha presentado los papeles. Compruébalo tú mismo. No es ningún secreto.
Ahlward hizo girar lentamente su sillón y observó a Latch.
—Acaba de suceder, Bud —dijo Latch—. Pensaba decírtelo. Era lo primero que...
—Oh, vaya otra vez —dije—. Eso no es del todo cierto, Gordie. Presentó la demanda hace un par de semanas. No es lo mejor que podía ocurrir en un momento como éste, ¿verdad, D. F.? Me refiero a las relaciones públicas. Y, naturalmente, al dinero. —Y volviéndome hacia Latch, añadí—: ¿Qué pasó, Gordie? ¿Ha perdido su entusiasmo político? ¿O es que se ha cansado de ti? Supongo que cuando llevas mucho tiempo en eso de los látigos y las cuerdas acabas hartándote...
—Cierra tu sucia boca —dijo Latch.
Ahlward carraspeó.
—No es un problema, Bud —dijo Latch—. Podemos ocuparnos de ella. Toma tanto jodido Seconal que nadie...
Ahora le tocaba a Ahlward.
—¡Cállate! ¿Sabes una cosa, Gordon? Es realmente agradable haberme enterado así.
—Vamos, Bud, ya ves que él...
—Y estás dándole exactamente lo que busca.
Latch se hundió en el sofá y jugueteó con uno de sus puños.
Milo me guiñó el ojo. Esta vez me hallaba seguro.
—Va a hacer falta mucho barniz en su estrella ascendente, D. F. —dije—. Quizá sería conveniente que pensaras en alguien para sustituirle.
Ahlward alzó la pistola y volvió a apuntarme con ella. Para mi sorpresa, no experimenté temor, sólo cansancio ante su rutina de pequeño dictador.
—Ya he oído bastante —declaró.
Dos guiños desde el sofá. El corpachón de Milo seguía inmóvil.
—¿O sea que no quieres que diga el resto? ¿No quieres que hable del papel que desempeñaste personalmente?
Bajó la pistola.
—Sigue.
—Poco después de liquidar a Ike y a la abuela hubo otra sorpresa desagradable. Otra persona a quien el muchacho le había hecho confidencias. No le hizo mucho honor a sus juramentos; supongo que Gordie no estuvo muy convincente. Una chica no demasiado lista a quien entusiasmaba la presencia y la conversación de Ike cuando llegaba con el pedido de la tienda de comestibles. Una chica que apreciaba el que le dedicase tiempo... Y cuando se conocieron mejor, el muchacho empezó a hablarle de su tema favorito. No es que ella tuviese ni la más remota idea de lo que le decía, claro. Justicia social, los males del capitalismo... Pero podía entender las partes más jugosas. Conspiraciones, asesinatos, Wannsee Dos. Se sentaba y escuchaba. El público perfecto. Las visitas de Ike llenaban el vacío de su vida y no quería que se interrumpieran.
»Pero un día concluyeron. Para siempre. La chica se enteró de que había muerto. Asesinado. La gente decía que le mataron mientras compraba droga, pero ella sabía que eso era mentira porque no tomaba drogas. Odiaba la droga, y ella comprendió que debía de existir otra razón. Quizá las conspiraciones de las que hablaba Ike. Se retrajo aún más, confusa, privada de esperanza. Igual que cuando murió su madre. Pero el resultado final fue distinto: se enfureció. Quería entender por qué a las buenas personas les pasan cosas malas. Quería hablar con alguien que pudiera explicárselo. No con su padre; no hablaban y él la trataba como a una criada. Y apenas conocía a su hermano. Pero recordó un nombre que le había citado Ike, uno al que consultó. Un antiguo camarada de sus padres, alguien que se había hecho famoso. Hasta salía en la televisión. Ike había empezado a sospechar de él pero no le dijo nada a Holly porque no quería que ella corriese peligro.
»¿Querría hablar ella con alguien así? Tenía miedo. Pero no podía olvidar a Ike... su muerte. Acabó armándose de valor y llamó a la oficina de ese tipo tan famoso. Alguien que trabaja para el famoso coge el teléfono y le oye balbucear cosas de las que se supone que nadie está enterado y comprende que esto es cosa del alto mando.
Miré a Latch.
—¿Qué le dijiste?
Sonrió con afectación.
—Que había obrado cuerdamente al ponerse en contacto conmigo. Que estaba investigando la muerte de Ike y que debía prometerme que lo guardaría todo en secreto hasta que me pusiera en contacto con ella. —Se echó a reír—. Se lo tragó todo.
Miré a Ahlward. Había dejado la pistola sobre la mesa, había vuelto a sacar el cuchillo y se estaba limpiando las uñas.
—Estás muy orgulloso de ti mismo, ¿eh? —le dije a Latch—. Pero D. F. no se sentía tan orgulloso. Pensó que habías jodido el asunto y decidió manejarlo personalmente.
Al pelirrojo:
—Te presentaste a ella como ayudante de Gordie. La interrogaste para averiguar exactamente lo que sabía y descubriste que era lo suficiente para convertirla en una amenaza. Comprendiste que eso te venía al pelo para hacer otro intento contra Massengil. Sería aún mejor que Ike, porque carecía de la inteligencia necesaria para reflexionar sobre lo que se le decía. Estaba madura para la obediencia, así que la trabajaste. Te relacionaste con ella y ganaste su confianza con los viejos trucos paramilitares. Citas secretas en lugares alejados cuando su padre estaba fuera de la ciudad. Paseos nocturnos. La recogías y te la llevabas a otro sitio. No tenía empleo, ni horarios, nadie que la echase de menos y nadie en quien confiar. La atiborraste de claves secretas e intrigas de alto nivel; le diste un propósito por primera vez en la vida. Resucitaste la vieja fantasía de Massengil como Satanás. Massengil como el malvado asesino de su amigo... Alimentaste su rabia, la nutriste y la hiciste florecer. Le hiciste creer que sería capaz de llevar a cabo su misión. Y se lo tragó. Blancanieves mordisqueando la manzana envenenada. Tenía tantas ganas de actuar que te dijo que tenía sus propias armas... un armario lleno. Fuiste a la casa en ausencia de su padre y echaste un vistazo. La mayoría eran antiguas, inútiles. Excepto el Remington. Pero en sus manos, lo mismo habría podido ser un fusil de chispa.
Más guiños de Milo. Sigue, muchacho.
—Le explicaste en qué consistía su tarea, hiciste que la ensayara hasta asegurarte de que lo había entendido. Unas semanas antes del hecho su cuñada la vio empuñar el fusil y mascullar algo sobre Wannsee Dos. Pensó que eran palabras sin sentido, como habría pensado cualquiera que la oyese. Lo peor que podía suceder es que empezara a parlotear antes del gran día y hablase de conspiraciones. ¿Quién iba a creerla? No llegó a hablar con nadie. Nunca vio a nadie. Y el gran día se acercaba. Se lo anunciaste con una llamada en clave un lunes por la mañana. El momento y el lugar perfectos para el asesinato... Bramble te había informado de los planes de Massengil para celebrar una conferencia de prensa en la escuela. Sabías exactamente en qué momento se presentaría y el lugar preciso en que se colocaría. Pero sacar a Holly de su casa era un problema. Su padre se levantaba temprano; así que escamotearla el lunes quedaba descartado. Le dijiste que tendría que salir el domingo por la noche mientras él dormía, que sacara el Remington del armario y que lo envolviera en algo; que cerrase la puerta de su dormitorio para que él creyera que seguía dormida y que se marchara en silencio, asegurándose de cerrar la puerta de la alcoba. Que desactivara la alarma y volviera a montarla y que saliera de la casa con el fusil envuelto aunque, como Ocean Heights está tan solitario de noche, bien podría haberlo llevado al aire...
»La recogiste a un par de manzanas de distancia y le diste la ropa y un vaso de papel para que orinase en él. Fuisteis hasta la escuela, dejaste el coche a unas manzanas de distancia y luego recorristeis lo que faltaba a pie. Qué gran aventura... Debió de encantarle.
Ahlward me lanzó una mirada de irritación.
—Menudo trabajo me costó. Necesitaba mucho tiempo para aprender cualquier cosa. Un auténtico pasto de Mengele, destinada a vivir y morir como una mierda... Le di el don de la inmortalidad, más de lo que hubiera podido soñar nunca.
—Fue una auténtica amabilidad de tu parte —dije.
—A veces la bondad es cruel —dijo, acariciando la pistola.
—Forzaste la cerradura del cobertizo y acampasteis para pasar la noche. Ella con su fusil, tú con tu revólver... A la espera. Acechando. Igual que en Bear Lodge. Le dijiste que durmiera, que tú harías la primera guardia y la despertarías cuando llegase su turno. La dejaste dormir hasta el alba y luego le anunciaste que había un cambio de planes. Tú te encargarías de disparar, simplemente para asegurarte de que las cosas funcionaban. Pero no debía preocuparse, eso no impediría que fuese una heroína. Tu ayudante... Puede que lo aceptara. O quizá protestó porque deseaba una venganza personal. Creíste haberla convencido. Pero cuando llegó el momento de disparar... cuando Massengil, Gordie y los chicos salieron al patio te pilló desprevenido. Cogió el fusil. A ella no le bastaba con pertenecer al segundo grupo.
Sonreí a Latch y volví a mirar a Ahlward antes de que me fuese posible captar su reacción.
—Naturalmente, falló el tiro. El retroceso la hizo caer al suelo y soltó el fusil. Te apoderaste del arma. Tenías que pensar con rapidez, considerar tus opciones. Lo ideal hubiese sido apuntar, darle a Massengil y después acabar con ella. Pero al mirar por la ventana pudiste apreciar que la oportunidad había desaparecido: pánico. Todo el mundo chillaba y corría a esconderse. No había forma de apuntar con tranquilidad. Y no es que te hubiera preocupado matar a unos cuantos niños; pero eso habría complicado las cosas en lo que se refiere a las relaciones públicas. O sea que empuñaste el revólver y disparaste a la cara de Holly. Ocho veces. Hiciste tres disparos con el Remington; todos seguidos... Con tanto tiro, los del patio creyeron estar en pleno centro de una guerra. Entonces saliste de allí con el revólver humeante, dispuesto a desempeñar el papel de salvador. Nadie te había visto entrar en el cobertizo pero el miedo se ocupó de eso. Nadie recordaba nada salvo su propio pánico. Y la prensa aún no había llegado con sus cámaras y sus grabadoras. Además, si alguien preguntaba, Gordie y los tuyos siempre podrían ofrecerse como testigos de tu heroica irrupción en el cobertizo. Reflejos rápidos y sangre fría bajo el fuego enemigo, D. F. Un trabajo bien hecho.
Un guiño desde el sofá.
—Ser la estrella por una vez no debió de estar nada mal, ¿eh? —le dije a Ahlward—. Obtener los elogios que merecías en vez de quedarte a su sombra... y es una sombra bastante miserable, reconozcámoslo. Pero al fin y al cabo, después de toda tu planificación, seguías sin haber conseguido librarte de Massengil. Ese tipo estaba convirtiéndose en un maldito Rasputin. Otro intento de asesinato tan seguido resultaría raro y suscitaría todo género de interrogantes. Tu instinto te decía que aguardases, que le dejaras vivir otra legislatura, que supieses esperar. Pero a Gordie no le gustaba aquello. Te presionó. Y ahora sabes por qué. Gordie sabía que pronto perdería su hucha. Por suerte para él, la hacendosa señorita Bramble había obtenido cierta información secreta acerca de Massengil: practicaba ciertas perversiones sexuales con Cheri Nuveen de un modo regular y con Dobbs mirando. Bramble sabía incluso cuándo tendría lugar la siguiente cita. Sabiendo eso, el resto fue fácil. Una simple emboscada y Dobbs de postre, sin relación aparente con el patio de la escuela. El primer día Gordi consuela a la viuda y desempeña el papel de persona compasiva. Al día siguiente filtras a la prensa lo de la prostituta y eliminas a la viuda como candidato viable. También liquidas a los compinches de Massengil: culpables por asociación. Los votantes podrían preguntarse si asistieron a alguna fiestecita. Adivinar quién fue y quién no sería asunto suyo.
Me incliné hacia delante.
—Magnífico hasta ahora, D. F. Pero, realmente, ¿qué crees que vas a conseguir con eso? Supongamos que sale elegido y que incluso se las arregla para no cagarla durante uno o dos mandatos y que llega a Washington. Carece de sustancia. Sobre eso no se puede construir ningún imperio. Sería como edificar un palacio sobre un sumidero.
Un taco de Latch.
Ahlward sonrió.
—¿Piensas que es el único? Tengo otros situados en muy diversos lugares. —Utilizó el cuchillo como puntero—. Verdaderos talentos, todos jóvenes y fotogénicos. Progresistas audaces. Hasta que llegue el momento.
—Wannsee Tres.
—Y Cuatro y Cinco y Seis. —Vi ira e impaciencia en los ojos ambarinos; el cuchillo hendió el aire—. Lo que sea necesario para que se lleve a cabo la tarea. Como dices, soy un hombre paciente, un planificador a largo plazo. Estoy dispuesto a esperar el momento adecuado para que fluya la sangre purificadora. Eliminaremos a todos los pretendidos seres humanos para iniciar una nueva época genéticamente honesta y bellamente cruel.
—Qué poético.
—¿Quién más sabe lo que tú sabes? —me preguntó.
—¿Qué te parece la policía? Les envié unas cintas.
Sonrió y agitó la cabeza.
—Y una mierda. Te tragaste nuestro truco del FBI. Si estuvieras en contacto con la policía, ellos habrían llamado ya a los federales y éstos hubieran intervenido. Hemos estado observándote, sabemos con quién te reunías. Prueba otra cosa, basura.
—Le atribuyes a las autoridades una eficacia superior a la que poseen —dije—. Las ruedas de la burocracia giran con lentitud. Los polizontes están enterados de todo. Esperaba al FBI, por eso abrí la puerta a Blanchard y a Crisp. Y no me tragué el embuste. Tuvieron que golpearme para conducirme hasta aquí.
—Ya te dije que probases otra cosa.
—Es eso, D. F. Sencillamente, los polizontes. No tienes escapatoria.
—Pensamiento negativo —dijo—. Ha llegado el momento de que te haga un raspadito preliminar.
Se puso en pie con el cuchillo en una mano y la pistola en la otra. Sus ojos se posaron en Milo.
—Despreciable —dijo—. ¿Cómo sois capaces de soportaros a vosotros mismos haciendo esa clase de cosas?
Hizo girar el cuchillo.
—Te explicaré cuál va a ser tu final y el de ese cerdo con el que hacías porquerías... para vuestra puerca amistad. Pierdes los nervios. Le golpeas con dureza. Le matas; entonces empiezas a sentirte culpable, tanto que escribes una notita y luego te vuelas tus sesos de maricón.
—Es una lástima ensuciar vuestro almacén —dije—. Puede que eso no le guste a Randy cuando tengáis que devolvérselo. Y eso sin mencionar el riesgo sanitario que representa la sangre de maricón.
Sonrió.
—No te preocupes, basura. Ya hemos preparado un sitio más bonito. Un motel de chupapollas en Pacoima.
—¿Otra de sus espléndidas propiedades?
—Vamos, es hora de empezar la fiesta de los culos agujereados —dijo—. Arriba.
Continué sentado.
El arma osciló. Las cejas rosadas se alzaron.
—He dicho que te muevas —me ordenó.
Guiño, guiño, guiño.
Le di de lado.
De repente el rostro tosco y achatado se transformó en algo lívido y aullante.
—¡He dicho que levantes el culo de ahí!
Me puse en pie. Muy lentamente.
Latch se levantó, se sacudió los pantalones y me sonrió.
—Creo que te gustará saber que también tenemos algo planeado para la pequeña directora. Puta de mierda... ¿Ya sabe que te gusta frecuentar las dos aceras? ¿Sabe que la estás infectando?
—Ella no sabe absolutamente nada de todo esto —dije.
Por el modo en que su cara se contrajo en una sonrisa de muñeca, supe que había dejado traslucir mi terror.
—Eh —dijo—, te la estabas tirando, lo que significa conversaciones de almohada. Ella es un riesgo y sólo por culpa tuya. Va a tener una noche muy movidita. —Chasqueó la lengua—. Realmente animada... Un ejemplo espeluznante del crecimiento de la delincuencia en los barrios occidentales de la ciudad. Ocurrirá en el momento perfecto para mi campaña. Apareceré en la escena del crimen y proclamaré mi fidelidad a la ley y el orden. Así es como trabajamos, jodidos montones de mierda. Nada se desperdicia, ni tan siquiera los chillidos. Y te prometo que chillará.
Se echó a reír. Tensé mis ligaduras.
—Será una noche realmente distraída —dijo—. Hemos enviado a alguien que disfruta de verdad con ese género de cosas. Y que sabe sacar el mejor partido de una mujer. Intenta quitarte esa imagen de tu mente. La mirada de su cara cuando empiece y ella comprenda lo que va a pasar... Los gritos que soltará.
Guiño, guiño, guiño desde el sofá.
—Sacar el mejor partido de una mujer, ¿eh? —dije—. Entonces eso no es para ti, pedazo de impotente. ¿Cuándo fue la última vez que Randy vio algo más rígido que tu labio superior?
La cara de muñeca adoptó una expresión maligna. Vino hacia mí y alzó los brazos como un boxeador.
—Ahora no —dijo Ahlward con voz hastiada.
Latch no pareció oírle y siguió avanzando.
Retrocedí bailando sobre mis piernas embotadas por el miedo. Mi turno de poner cara burlona.
—Pues claro, Gordie. No hay nada como una pelea limpia. Pero ¿quién va a protegerte cuando D. F. comprenda por fin que sin toda la pasta de Randy no eres muy útil? Sin eso sólo eres un mierdecita impotente. Y sigues en el segundo grupo.
—Dame el cuchillo, D. F. —dijo Latch—. Ya he aguantado bastante.
Ahlward alzó la hoja, manteniéndola fuera de su alcance.
—No seas idiota. Hay que hacerlo como es debido.
Latch retrocedió.
—Échate, Gordon. Ladra, Gordon.
Saqué la lengua y jadeé como un perro.
Latch cargó sobre mí alzando el puño.
Avancé, fingí que iba a pararle con el hombro y me retiré justo antes del impacto, pillándole desprevenido. Otra vez. Lanzó un gruñido de rabia, recobró el equilibrio y me atacó de nuevo.
Ahlward dejó la pistola, alargó el brazo y le detuvo con una mano. Con la otra empuñaba el cuchillo.
La pistola estaba sobre la mesa. Pero no tenía las manos libres.
Seguí hablando mientras jadeaba y saltaba sobre mis pies.
—Hazte el muerto, Gordon. Come tu pienso, Gordon. No te mees en la alfombra, Gordon.
—¡Cierra de una vez tu jodida boca! —me gritó Ahlward.
Latch se quitó de encima la mano de Ahlward y se dispuso a atacarme otra vez.
En ese mismo instante, un pálido corpachón se alzó del sofá como un oso polar saliendo de su hibernación. Cogió a Latch por los hombros y le empujó hacia delante.
Latch cayó pesadamente. Hacia Ahlward. Sobre Ahlward. Su peso obligó al pelirrojo a retroceder hasta tropezar con la mesa mientras se dibujaba la sorpresa en sus toscos rasgos.
Latch seguía caído sobre él, manoteando desesperadamente. Ahlward intentó desembarazarse de Latch, a empujones. Maldecía y se contraía. Intentaba recobrar la pistola.
Pero Latch continuaba sobre él.
Chillaba.
Los dos se debatían.
Entonces la cara de Ahlward se cubrió de sangre.
Una verdadera ducha.
Latch aulló. Un grito terrible, algo más que la pura frustración.
La sangre no dejaba de manar. Ahlward pugnaba por apartarse, escupiéndola.
Algo reluciente y agudo emergía de la carne fofa y pecosa del cuello de Latch. Algo que se abría camino como un gorgojo afanoso.
Un gorgojo plateado y de afilado morro. La punta del cuchillo, rubí y plata.
Latch gorgoteó y se llevó la mano a la garganta.
El cuchillo siguió emergiendo.
Ahlward le empujó violentamente con las dos manos hasta librarse de Latch. La inercia arrojó a Ahlward hacia atrás, lejos de la mesa, al sillón giratorio. Desconcertado.
Milo avanzó tambaleándose hacia la pistola. Extendió el brazo, tocó la culata pero falló. La pistola resbaló sobre la madera y cayó al suelo.
Ahlward se precipitó hacia el arma.
Sentí una mano que tiraba de mí por una muñeca. Que deshacía mis ligaduras.
—¡Vamos!
Milo cojeó hacia la puerta. Fui tras él, lentamente, ofuscado, viendo cómo Latch se desplomaba con el cuchillo todavía clavado en su cuello. Sus manos aferraban la empuñadura y trataban de arrancarlo entre borbotones.
Vomitando sangre.
Ojos extraviados...
—¡Vamos, maldita sea, Alex!
Milo tiró de mí.
Franqueamos la negra puerta y la cerramos de golpe.
En el pasillo había cuatro camisas negras tan risueños como si saboreasen el final de un chiste. Nos vieron y las sonrisas se congelaron.
Milo les aulló y siguió avanzando. Las sonrisas se desvanecieron. Parecían aterrados. Niños traviesos que no habían sido preparados para la realidad. Uno de ellos, un muchacho gordo y de pelo negro con carrillos de viejo, lucía una pistolera y echó mano del arma. Arremetí contra él con mi hombro. Violentamente. Corrí dejando atrás los chillidos de dolor y el crujir de huesos.
Corrimos por una calleja de cajas de cartón.
Gritos de alarma. Crepitar de disparos.
Giramos en la primera oportunidad que se nos ofreció y nos topamos con dos chicas de la Gestapo. Podrían haber sido hermanas de una fraternidad estudiantil hablando del juramento de esa noche. Una se llevó una mano a la boca. Las arrollamos. Rodaron entre agudos chillidos femeninos.
Al diablo con la galantería.
Nuevos disparos.
Más sonoros.
Volví la cabeza en plena carrera y vi a Ahlward que también corría mientras gritaba órdenes que nadie obedecía. Llamaba a los suyos pero los soldados estaban paralizados. No habían sido preparados para la realidad.
Un soplo de aire frío y algo desgarró una caja a escasos centímetros de mi cabeza.
Otro pasillo transversal a tan sólo unos metros. Nos precipitamos hacia él. Sobre el fondo del escándalo podía percibir el jadeo de Milo y le vi llevarse una mano al pecho.
Más tiros.
Después un sonido de mayor potencia.
El bramido de un terremoto que se extendía por el piso de cemento y hacía vibrar el suelo como si fuese de papel.
Las cajas se desplomaron en nuestro camino como bloques de construcciones de un niño en plena rabieta. Alguien gritó.
Más alaridos. De pánico. Como debieron de resonar en la escuela.
Otro bramido. Todavía más intenso, que nos hizo saltar como juguetes, derribándonos.
Cayeron más cajas. Saltaban en el aire, lanzadas por un invisible malabarista monstruoso y aterrizaban entre sordos y pavorosos impactos.
Milo tropezó y cayó. Le ayudé a levantarse. Su aspecto era horrible pero siguió corriendo.
Ni rastro de Ahlward. Detrás de nosotros se extendía un caos de cajas de cartón que nos protegían.
Otro giro. Camisas negras que se dispersaban. El olor a chapa serrada de un taller de reparaciones.
Otro bramido.
El siseo del yeso cuando se desintegra.
Trepamos sobre unas cajas, sorteamos otras. Milo se detuvo, con una mano en el pecho, las piernas arqueadas y la cabeza inclinada.
Le llamé por su nombre.
—... bien... —dijo.
Tragó aire, volvió a inspirar, asintió torpemente y reanudó la marcha.
Otra explosión. El edificio tiritaba como un cachorro empapado. Más cajas cayeron a nuestro alrededor, un Vesubio de materiales impresos.
Nos desviamos, las esquivamos y conseguimos abrirnos camino entre aquella confusión. Otro giro y dejamos atrás la carretilla elevadora...
Entrechocar de metales. Más truenos. Gritos de agonía.
El siseo se volvió más fuerte y se le unió un olor inconfundible.
Papel que ardía. Un calor súbito y creciente.
Música de demolición. Lenguas anaranjadas que lamían el suelo a muy corta distancia.
Por entre las cajas se deslizaba un humo sucio color tinta que ascendía hasta lo alto del almacén, ennegreciéndolo.
El calor aumentó. Una ráfaga helada lo atravesó.
Thunk. Cajas destrozadas.
Ahlward apareció entre la humareda aullando sin sonido, ignorando el humo que se elevaba tras él, concentrado en su odio.
Apuntó otra vez.
Había una brecha en el muro de cajas. Corrí hacia allá y advertí que Milo no iba conmigo. Al volver la cabeza, le vi. Se llevaba de nuevo la mano al pecho.
Entre Ahlward y él se alzaba ahora una barrera de humo. Franqueada por las balas.
Milo miraba hacia uno y otro lado, desorientado. Volví por él y le cogí de la mano. Sentí en mi muñeca la resistencia de su peso que tensaba mis tendones...
Tiré con fuerza. Logró reanudar la marcha. Vi a escasos metros la puerta corredera del muelle. El metal estaba desgarrado como si fuera papel de plata y los bordes se habían ennegrecido.
Fragmentos metálicos dispersos por el suelo. Un tesoro reluciente sobre una capa de yeso y cascotes.
Y algo más.
Un camisa negra. Postrado. Pelo corto y rubio. Pálido, ancho rostro. Ojos en blanco. Cuerpo inerte.
Partido en dos. El tronco separado de las piernas. Seccionado por la metralla de la puerta corredera.
Más cerca de la puerta había otro cadáver, medio enterrado en metal y vísceras. Una cabeza abrasada encima de una hamburguesa. Otros cuatro cuerpos apenas visibles, manchas húmedas sobre el montón de cenizas.
Se me hizo un nudo en la garganta y comencé a asfixiarme. Humareda química.
El almacén era un horno. Las llamas llegaban ya al techo y el humo se espesaba al aproximarse a nosotros como un grasiento tornado.
Una forma oscura que emergió de entre aquella masa oscura como el alquitrán.
Ahlward, envuelto en hollín y chamuscado, estirando su cabeza hacia un lado y hacia otro como si intentara librarse de unas sanguijuelas.
Nos vio. Gritó y alzó su enorme pistolón negro.
Me lancé hacia el agujero más grande de la puerta destrozada y arrastré conmigo a Milo. Resbalé en el suelo cubierto de sangre y sentí crujir metal y huesos bajo mis zapatos.
Afuera. Aire fresco y hedor a gasolina.
Corrimos tambaleándonos por el borde del muelle.
Del almacén brotaba humareda y llamas; por las ventanas hechas añicos, por la puerta quebrada, por las brechas que se habían abierto en los muros.
La respiración de Milo era ruidosa y forzada. Tiré de él escalera abajo y luego por el aparcamiento.
Un alarido incoherente se alzó a nuestras espaldas.
Ahlward había llegado al muelle y se recortaba contra el resplandor del incendio. Parecía diminuto. Apuntaba. Un creyente fiel.
Tiroteo.
Como el repetido croar de una rana.
No sabía que una pistola pudiese hacer un ruido semejante.
Otra ráfaga. A nuestras espaldas.
¿Atrapados?
Otra vez la canción de las ranas.
Me volví para ver a Ahlward estremecerse y caer mientras su pistola volaba hacia aquel infierno.
Las llamas avanzaron desde el almacén y le devoraron.
Postre.
Luego, una voz que llegó de la oscuridad.
—Usted y su amigo detective ya no corren peligro, doctor Delaware. Les he salvado.