21

Oí que se levantaba a las seis. Se había vestido y tomaba café ante la mesa de la cocina cuando aparecí media hora más tarde.

—Triste lunes —dijo.

—¿Deprimida?

—De verdad que no, ni pizca. —Miró por la ventana—. Realmente me encanta esta vista.

Llené una taza y me senté.

Miró su reloj.

—Cuando estés listo, llévame a mi casa. Quiero llegar pronto a la escuela y preparar a las madres para tu reunión de hoy.

—¿A cuántas esperas?

—Unas veinte. Algunas sólo hablan castellano. Puedo ser tu intérprete, pero eso supone dejar antes mi mesa en orden.

—Me parece bien.

—¿Crees que necesitarás más de una sesión?

—Probablemente no. Después abordaré aisladamente cada caso que lo precise.

—De acuerdo.

Conversación profesional, soslayando la cuestión personal como si fuera un animal muerto en mitad de la carretera.

Tomé un poco más de café.

—¿Quieres desayunar algo? —preguntó.

—No. ¿Y tú?

Meneó la cabeza.

—Entonces, ¿qué te parece aplazarlo? Hago muy buenos desayunos. Nada de Gordon Bleu, simplemente integridad hogareña y excelente cantidad.

—Aguardaré a que me lo demuestres otra vez.

Su sonrisa fue súbita, blanca y deslumbrante.

Nos cogimos de la mano. La llevé a su casa.

Durante el trayecto miró largo tiempo por la ventanilla; percibí más retraimiento y una reafirmación de su capacidad de ocuparse de sí misma, así que la dejé frente a su casa, le dije que la vería a las once, llené el depósito del Seville y llamé a mi servicio de mensajes desde el teléfono público de la gasolinera, ya que el día anterior me había olvidado de preguntar si había mensajes. Tenía una sola llamada de Mahlon Burden, recordándome que viese a su hijo y repitiéndome el número de la empresa de Howard Burden.

Llamé justo después de las nueve.

—Pierce, Sloan y Marder —respondió una voz femenina.

—Howard Burden, por favor.

Su tono se volvió precavido.

—Un momento.

Otra voz femenina, más fuerte y nasal.

—Despacho de Howard Burden.

—Deseo hablar con el señor Burden.

—¿De parte de quién?

—Del doctor Delaware.

—Doctor, ¿puedo preguntarle de qué se trata?

—De un asunto personal. El padre del señor Burden me dio su número.

Titubeó.

—Un momento.

Desapareció por lo que me pareció un largo rato. Luego:

—Lo siento, el señor Burden está reunido.

—¿Tiene idea de cuándo terminará?

—No, lo ignoro.

—Le daré mi número. Por favor, dígale que me llame.

—Transmitiré su mensaje.

Usó un tono de voz gélido para hacerme saber que esa llamada resultaba tan probable como la paz mundial. Creí entender su afán de protección.

—No estoy relacionado con la prensa —dije—. Su padre tiene mucho interés en que hable con él. Puede dirigirse a él y confirmarlo.

—Transmitiré su mensaje, señor.

Otra barrera montada a la entrada de Ocean Heights. Cuando vi el par de coches patrulla las palmas de mis manos se cubrieron de un sudor viscoso.

Pero esta presencia policial era más reducida que la del día del tiroteo: sólo había dos vehículos blanquinegros y un número igual de agentes uniformados en mitad de la calle, charlando entre ellos y aparentemente tranquilos.

Se negaron a responder a mis preguntas y me hicieron algunas. Necesité mucho tiempo para explicarles quién era, para esperar que llamasen a la escuela y para comprobarlo con Linda. No pudieron hablar con ella. Por fin me dejaron pasar tras mostrarles mi licencia de psicólogo, mi carnet de la facultad y dejar caer el nombre de Milo.

Antes de regresar a mi coche, volví a probar suerte.

—¿Qué sucede?

—Un espectáculo, señor —dijo uno de ellos.

El otro señaló con su pulgar al Seville y añadió:

—Será mejor que vaya.

Aceleré Esperanza arriba. La escuela estaba flanqueada de vehículos y tuve que aparcar a más de una manzana de distancia. Más coches patrulla, junto con otros coches carentes de distintivos que también podían ser de la policía, furgonetas de los medios de comunicación y al menos tres Mercedes blancos ultralargos. Y espectadores, unos cuantos vecinos parados ante sus casas... Algunos parecían irritados, con las miradas de resignación de unos excursionistas ante una invasión de hormigas. Pero otros se me antojaron complacidos, como si esperasen un desfile.

Me acerqué, preguntándome qué les habría atraído y qué significaba ese «espectáculo» de la policía, pero cuando me aproximé a la escuela, lo oí: un implacable tamborileo y trinos de sintetizador sobre una marcada escala grave.

Sonidos de carnaval. Un carnaval de rock-and-roll. Me extrañó que Linda no me hubiese dicho nada.

Frente a la entrada de la escuela había un vecino que bloqueaba la acera. Era un anciano corpulento con pantalones de madrás a cuadros y blanca camisa de golf Ban-Lon. Fumaba un cigarrillo y sacudió la ceniza sobre el pavimento, precisamente hacia la escuela. Al llegar yo, interrumpió su tarea y me observó. Mirada seca y fría, complexión cerduna.

—Buenos días —dije—. ¿Qué es todo ese jaleo?

—Algún cantante —respondió sin dejar de mirarme, y arrojó más ceniza en el suelo.

Su tono de voz indicaba que en la escala de las profesiones le situaba sólo un peldaño más arriba del ratero.

—¿Cuál?

—Quién sabe. —Dio una calada—. Primero nos obligan a soportarles y después traen su música de la jungla.

Me lanzó una mirada retadora. Le rodeé y crucé la calle. Su cigarrillo voló junto a mí y aterrizó sobre el asfalto entre un diluvio de chispas.

La verja del patio estaba tan densamente colmada de gallardetes anaranjados y plateados que no pude distinguir el interior. La entrada se hallaba cerrada. Ante la puerta había un policía escolar junto a un negro hosco con bucles de rasta y barba rala. Vestía pantalones blancos de chándal y una camiseta amarilla sobre la que unas letras metalizadas formaban estas palabras: ¡LA GIRA DEL ESCALOFRÍO! ¡MEGAPLATINO! Sostenía en una mano una lista sujeta a un cartón y en la otra un juego de llaves doradas. Al acercarme, el policía escolar retrocedió.

—Nombre —dijo Bucles.

—Doctor Delaware, Alex Delaware. Trabajo en la escuela.

Miró la lista y deslizó un dedo por el papel.

—¿Cómo se pronuncia eso, hombre?

Se lo dije. Pasó una página y sus cejas se contrajeron, echando hacia delante varios tufos de pelo.

—Delaware. ¿Como el Estado?

—Exactamente.

—Lo siento, tío. No veo nada parecido.

Antes de que pudiera replicar, se abrió la puerta y Linda se precipitó afuera. Se había puesto un alegre vestido amarillo pero no parecía de buen talante.

—¡Deje de importunar a ese hombre!

El policía escolar y Bucles se volvieron para mirarla. Linda bajó los escalones, me tomó del brazo y tiró de mí.

—Señora... —dijo Bucles.

Linda lanzó un dedo a modo de advertencia.

—¡No diga una sola palabra! Este hombre trabaja aquí. ¡Es un médico muy famoso! ¡Tiene un trabajo que hacer y usted le está estorbando!

Bucles se tiró de un mechón y sonrió.

—Perdón, señora. Solamente buscaba su nombre... Fue sin mala intención.

¿Sin mala intención? ¡Pues le di el nombre a su gente! Me prometieron que no habría problemas.

Bucles volvió a sonreír y se encogió de hombros.

—Perdón.

—Además, ¿qué cree que es esto? ¿Una discoteca? —Fulminó con la mirada al policía escolar—. ¿Y qué me dice de usted? ¿Qué demonios pinta aquí? ¿O es que sólo ha venido a hacer compañía?

Antes de que uno u otro pudieran responder, ya estábamos dentro. Cerró de un portazo.

—¡Jesús! ¡Sabía que pasaría esto!

Aún se aferraba a mi brazo mientras avanzábamos con paso vivo por el pasillo.

—¿Qué es lo que sucede? —inquirí.

—Lo que sucede es DeJon Jonson. Ha decidido honrarnos con su aparición personal en atención a los niños víctimas de la agresión.

—¿El propio Escalofríos en persona?

—En toda su gloria y con su séquito. Ayudantes, compañeros, agentes de prensa y un ejército de guardaespaldas, todos copias clónicas del señor Reagge de ahí fuera, así como una caterva de individuos que parecen necesitar urgentemente un centro de rehabilitación para drogadictos. Por no mencionar a los pencos de cada televisión, radio y periódico de esta ciudad y a una docena de burócratas del Consejo que no han visto un patio escolar desde los tiempos de Eisenhower.

Se detuvo, arregló su vestido y se alisó el pelo.

—Y, naturalmente, nuestro querido concejal Latch; él fue quien lo organizó todo.

—¿Latch?

Asintió.

—Supongo que usó las relaciones de su esposa con el mundo del espectáculo. Ella también ha venido para darles palmaditas a los niños; y con un diamante que pagaría todos nuestros almuerzos escolares de un año.

—¿Una revolucionaria con un diamante?

—Es una revolucionaria de California, lo que mi padre solía llamar comunistas de Cadillac. Dios me salve de las sorpresas del lunes por la mañana.

—¿Nadie te lo advirtió?

—Nadie.

—Pues buen caso me hizo.

—¿Quién?

—Latch. Cuando vino a tocar la armónica hablé con él sobre la necesidad de mantener una situación previsible en la escuela. Me aseguró que lo pensaría... que le había dado motivos de reflexión.

—Pues sí que lo pensó, pero decidió no hacerte caso.

—¿Y cuándo te enteraste?

Reanudamos la marcha.

—Anoche uno de los burócratas dejó un mensaje a las diez en mi contestador automático. Cometí la falta de educación de estar fuera contigo y no lo he sabido hasta esta mañana, con lo que apenas he tenido tiempo para prepararme. Hace un rato he conseguido hablar con Latch. Le he dicho que podía ser contraproducente. A él no le ha parecido así. Ha afirmado que no todos los días se consigue a una estrella del calibre de DeJon; y me ha dicho que sería espléndido para los chicos.

—Será espléndido para él. Unos cuantos centenares de metros de cinta de vídeo con caras felices para la próxima campaña...

Su garganta emitió un sonido tenso, como el de una mamá lince advirtiendo a los cazadores para que se alejen de su cubil.

—Lo que más me irrita es esa llamada del centro en domingo. Es algo histórico. Normalmente ni tan siquiera consigo hablar con ellos en horas de trabajo, y les llamo para solicitar libros de texto o mendigar dinero para hacer excursiones... Es como nadar en melaza, y en cambio para esto son capaces de moverse como cohetes.

—El rock-and-roll nunca muere. Hasta has conseguido que te devuelvan tu policía escolar.

Me lanzó una mirada de disgusto.

—Tendrías que ver el circo que han montado. Los de la empresa discográfica se presentaron a las siete con carpinteros del distrito. En tan sólo una hora montaron un estrado en el patio, la megafonía y todos esos gallardetes. Incluso imprimieron un programa, ¿te das cuenta? Letras anaranjadas en papel de plata satinado... Tiene que haber costado una fortuna. Todo está calculado al minuto. Latch pronuncia un discurso; luego DeJon hace su número, lanza flores de papel a los niños y se larga a la limusina que le espera. Ya lo dice en una canción: Me fui a la limusina que me aguardaba. Todo el maldito espectáculo queda grabado para los telediarios de la noche y probablemente se empleará en el próximo videoclip de DeJon. Su gente entró en las aulas y repartió entre los niños los impresos de la autorización de salida para que los lleven a sus casas.

—Megaplatino y además Premio Nobel de la Paz —dije—. ¿Qué ha sido del grupo de madres con todo este barullo?

—Todas las madres están aquí, aunque me ha costado Dios y ayuda conseguir que las fieras de Jonson entendieran que había que dejarlas pasar sin cachearlas. He tenido que estar vigilando la puerta durante toda la mañana. Claro que cuando las gentes de Latch comprendieron quiénes eran, les pusieron la alfombra roja... Les hicieron fotos con Latch y las colocaron en primera fila del espectáculo.

—¿Cómo han reaccionado las madres?

—Al principio se mostraron confusas pero no tardaron en acostumbrarse a ser celebridades por una hora. De todas formas no sé si se encuentran en un estado muy receptivo para hablar de problemas escolares. Lo siento.

Sonreí.

—¿Ni se mostrarán receptivas ante un médico famoso?

Se ruborizó.

—Eh, para mí eres famoso. Posees la clase de fama que me importa.

Llegamos a su despacho. Cuando abrió la puerta me preguntó:

—Alex, ya sé que siempre te hago la misma pregunta, pero ¿qué efecto psicológico tendrá en los chicos algo como esto?

—Esperemos que se diviertan un poco y que en un día o dos vuelvan a su rutina. El riesgo principal que corren es que su hiperestimulación sea tal que experimenten una cierta depresión cuando concluya el jaleo. Yo solía ver mucho de eso cuando trabajaba en el hospital. Las celebridades irrumpían para fotografiarse con los pobres enfermitos y luego desaparecían de repente. Los críos se quedaban con sus dolores y enfermedades y un súbito silencio en las salas que era verdaderamente duro de soportar. Todo era debido a un cambio de estimulación, una descompresión brusca. Entonces empecé a enfocarlo como curvas psicológicas.

—Entiendo lo que quieres decir. Advertimos lo mismo tras un día de excursión. Se supone que se divierten pero luego quedan destrozados.

—Exacto. Por eso acaban en lágrimas tantas fiestas de cumpleaños. Otra cosa que hay que considerar es que toda esta animación y los desconocidos, los políticos y la prensa quizá les induzcan a recordar la última vez en que la escuela conoció tanta agitación.

—¿El tiroteo? Oh, Dios mío.

—Es posible que algunos lo evoquen y que sean presa de la ansiedad.

—Eso sería horrible. ¿Qué debo hacer?

—Vigilar la aparición de reacciones de ansiedad, sobre todo en los más pequeños. Cuando las cosas se calmen intenta conseguir que vuelvan a la rutina manteniendo la disciplina pero con flexibilidad. Tal vez necesiten hablar del concierto, de la animación y de cualquier miedo que hayan experimentado. Si surgen reacciones persistentes ya sabes dónde encontrarme.

—Te has hecho imprescindible aquí, doctor.

Sonreí.

—Tengo mis motivos.

Sonrió, pero bajó los ojos.

—¿Qué te ocurre?

—Se supone que soy la directora, pero me siento... inútil.

—Sólo es un día, Linda. Mañana volverás a dominarlo todo. Pero tienes razón, esto apesta. Deberían haberte prevenido.

Me dirigió otra sonrisa triste.

—Gracias por tu apoyo.

—Tengo mis motivos.

Esta vez su sonrisa fue impecable.

Me tomó de la mano y me introdujo en el antedespacho, cerró la puerta a nuestra espalda, me echó los brazos al cuello y me besó larga e intensamente.

—Ésta es mi aportación a la hiperestimulación.

—Aceptada —dije, recobrando la respiración—. Y agradecida.

Me besó de nuevo. Pasamos al despacho interior. La música hacía vibrar las paredes.

—Aquí tienes la lista de las madres —dijo, entregándome una hoja de papel.

—La tomé. La música calló para ser sustituida por una voz amplificada que creaba ecos.

—Que empiece la diversión —dijo la voz.

Nos quedamos en la parte posterior del patio, observando a Gordon Latch por encima de centenares de cabezas.

Estaba de pie detrás de un atril, en el centro del escenario, blandiendo la armónica. El atril era de nogal pulido con el escudo de la ciudad. El escenario se sostenía sobre unas gruesas vigas y concluía detrás en una muralla de nueve metros de seda negra que parecía como un parche en el azul pálido del cielo. Había mucho equipo de sonido pero ningún instrumento; tampoco había músicos, sólo los periodistas, presentes por doquier filmando, hablando en grabadoras o garrapateando, y un pequeño ejército de tipos corpulentos con camisetas anaranjadas que patrullaban con radioteléfonos. Algunos miembros de esta brigada de gorilas se hallaban en el tablado, otros al nivel de los espectadores. Por su modo de mirar y escrutar al gentío parecía como si estuviesen vigilando las joyas de la corona.

Latch sonrió y saludó con la mano, le lanzó un par de notas muy agudas al micrófono y dijo algo acerca de celebrar la vida. Sus palabras resonaron por el patio y se extinguieron afuera, en algún lugar de las inmaculadas calles de Ocean Heights. A la izquierda del podio habían colocado una hilera de diez sillas plegables. Ocho estaban ocupadas por hombres y mujeres de mediana edad y bien vestidos. De no haber sido por el equipo de sonido y los Hombres Anaranjados que acechaban tras ellos, podrían haber estado participando en un seminario sobre gestión para ejecutivos.

Las dos sillas más próximas al podio se hallaban ocupadas por Bud Ahlward, que vestía el mismo traje castaño del día en que mató a Holly Burden, y una mujer delgada y atractiva con cabellos castaño claro peinados en cuña, cara muy bronceada y una línea de la mandíbula tan cortante que parecía una costura.

Era la señora Latch, de soltera, Miranda Brundage. Al verla recordé que los sesenta eran historia antigua, o quizá nunca existieron. Vestía un dos piezas de cuero negro con hombros enguatados y adornos de lamé dorado, pendientes de brillantes y el diamante que había mencionado Linda.

Colgado de una cadena, incluso a aquella distancia reflejaba luz suficiente para iluminar un salón de baile. Piernas bien torneadas, embutidas en seda gris, cruzadas en los tobillos. Calzaba unos zapatos de tacón muy fino que tenían que ser de artesanía italiana. Sus ojos alternaban entre la contemplación de la audiencia y la observación del marido.

Hasta desde tan lejos parecía aburrida, casi retadoramente harta. Creí recordar que en tiempos quiso ser actriz. O bien no tenía talento o no quiso molestarse en simularlo.

Latch seguía entregado a su alarde oratorio, multiplicado por los ecos del equipo de sonido.

—... así que le dije a DeJon (jon... jon... jon...), eres alguien a quien todos admiran (dos... dos... dos...). Tu mensaje es positivo, es un mensaje de hoy. ¡Y los chicos de Hal te necesitan!

Pausa para aplaudir.

Latch se detuvo y aguardó.

Los chicos no le habían entendido, pero las personas bien trajeadas y los gorilas sí. Aun así el sonido de los aplausos producidos por veinte pares de manos resultó bastante débil.

Latch sonrió como si se hubiera tratado de una ovación en la Convención Nacional, se quitó sus gafas de la seguridad social y se aflojó el nudo de la corbata. Su mujer no había logrado contagiarle su afición por la alta costura. Vestía un arrugado traje de pana parda, camisa azul de cambray y corbata azul de punto.

—¡DeJon dijo sí! —Puño en alto—. ¡El Consejo escolar dijo sí! —Otro puñetazo en el aire—. ¡Y esto es lo que nosotros hemos venido a ofreceros!

Con las dos manos alzadas. Doble V de la victoria.

—... ¡Y aquí le tenéis, chicos y chicas de todas las edades: Escalofríos, el amo de las multitudes, DeJoon Jonson!

Los acordes cayeron de los altavoces como pedruscos de un alud: rugientes, ensordecedores y amenazantes, hasta cobrar contenido melódico y concluir con un tono sostenido de órgano, una fuga digna de un E. Power Biggs drogado. El silencio fue roto por una granizada de acordes de guitarra. Trueno de tambores. Chirriar de platillos. Las personas trajeadas del escenario parecieron algo abrumadas, pero se mantuvieron en sus puestos. Los camisetas anaranjadas se dirigieron hacia ellas y tocaron los respaldos de sus sillas. Como en un movimiento coreográfico, los burócratas se levantaron y abandonaron el escenario. Miranda Latch y Ahlward se retrasaron, y ella aplaudió con un fervor gimnástico que desmentía el tedio de su mirada.

Latch se apartó del podio y tomó su mano. Abandonaron el escenario saludando con la mano. Ahlward les siguió con cara de aburrido y una mano dentro de la chaqueta.

Los tres se sentaron en la primera fila entre un grupo de mujeres sencillamente vestidas: mi grupo de madres. Todas aplaudían. No podía ver sus rostros.

La música subió de volumen. Linda hizo una mueca.

—Un segundo —le dije.

Avancé por entre los equipos y cámaras de televisión.

Finalmente estuve lo bastante cerca como para observar. Vi cientos de caras, algunas desconcertadas, otras sorprendidas, varias ardiendo de excitación. Volví los ojos hacia la primera fila. Las madres parecían intimidadas pero no muy a disgusto. Celebridad instantánea...

Latch me vio. Sonrió y continuó chasqueando los dedos al ritmo de la música. Bud Ahlward siguió la mirada de su jefe, dejó que sus ojos se clavasen en mí y luego los desvió. Miranda también chasqueaba los dedos. A juzgar por lo que estaba sacando en limpio de todo aquello es posible que en ella sólo fuese un ejercicio de terapia física.

Volví mi atención a los chicos. El volumen de la música creció más. Vi a una niña pequeña de primer curso tapándose las orejas con las manos.

Me adelanté para observar mejor. La niña había cerrado los ojos con fuerza y le temblaban los labios. Tras un estallido de los altavoces abrió la boca para lanzar un gemido que fue ahogado por el estruendo. Nadie se había dado cuenta. Todos los ojos, incluidos los de su profesor, se hallaban concentrados en el tablado. Regresé al lado de Linda y con gestos y gritos al oído conseguí informarle de lo que sucedía. Observó a la niña, que ahora lloraba con más fuerza. Entonces me dio un codazo y señaló hacia delante. Otros chicos de los cursos inferiores parecían inseguros y también se llevaban las manos a los oídos. Más lágrimas.

Tras lanzar una mirada de furia, Linda se precipitó hacia delante, empujando a varios cámaras y camisetas anaranjadas hasta llegar junto al profesor de la pequeña. Habló tapándose los labios con la mano, señalando discretamente. La boca del profesor formó una O y volvió a consagrarle su atención a la clase con la expresión de quien ha sufrido una reprimenda.

Para entonces ya había contado seis o siete niños llorosos, a cuatro de los cuales reconocí con facilidad porque se hallaban en el grupo de riesgo elevado. Linda también les vio. Se acercó a cada uno, se inclinó, acarició sus cabezas y les habló al oído. Les tomó de la mano y les ofreció la posibilidad de abandonar el lugar.

Cuatro negativas con la cabeza, tres asentimientos. Recogió a los que querían irse, les acompañó a través de los periodistas y se dirigió con ellos hacia la escuela.

Fui detrás. Me llevó algún tiempo entrar en el edificio. Linda estaba hacia la mitad del pasillo principal, sentada en el suelo con los tres niños alrededor. Sonreía y hablaba, con una marioneta en la mano a la que hacía declamar con voz aguda. Los niños también sonreían. No pude percibir angustia.

Avancé unos cuantos pasos. Linda alzó los ojos.

—Mirad, niños. El doctor Delaware.

—Hola —dije.

Tímidos gestos de saludo.

—¿Queréis preguntarle algo al doctor Delaware?

Silencio.

—Parece que todo está bajo control, doctor Delaware.

—Magnífico, doctora Overstreet.

Y me fui.

Aunque la música era más fuerte, el escenario continuaba vacío. Ni un músico a la vista, ni siquiera el mago del sintetizador... Comprendí que iba a ser una exhibición en play back. Pasión prefabricada.

Nada sucedió durante varios segundos. Luego, lo que parecía ser una gran llama anaranjada se abrió camino a través del negro telón de fondo. Sorpresa en la audiencia.

Al acercarse, la llama resultó ser una enorme sábana de grueso satén que se desplegaba por el escenario. Tras el satén había un movimiento hinchado y vibrante a medida que la sábana se adelantaba. Parecía un caballo de pega sin cabeza ni cola. Era un truco barato pero impresionante.

La sábana se desplazó vacilante hasta el centro del tablado. Crescendo del órgano, estallido de los platillos y la sábana cayó revelando a seis hombres altos con el pecho desnudo, ceñidos pantalones anaranjados y botas altas plateadas. A la izquierda había tres negros ceñudos de enhiesta pelambrera rubia. A la derecha, un trío de tipos nórdicos con peinados afro de un azul purpúreo.

Los seis primeros separaron las piernas y asumieron posturas de forzudos. Entre ellos surgió un individuo muy alto y delgado de unos veintitantos años, con la piel del color de la tinta china, ojos asiáticos y cabellos anaranjados, que le caían en bucles sobre unos hombros que parecían untados con grasa industrial. Tenía la espalda robusta, las caderas de un preadolescente, miembros de goma, un cuello de Modigliani y pómulos de una modelo de Voge medio moribunda.

Lucía gafas de cristales azul eléctrico con montura de plástico en imitación de piel de tigre, que eran mayores que su cara: un ceñido traje de seda plateada con bordados anaranjados festoneado con barrocos adornos de color zafiro. Llevaba guantes con los dedos recortados como los que usan los levantadores de pesos, en satén azul, y calzaba unos zapatos plateados con calados de color naranja y tacones altos.

Chasqueó los dedos. Los forzudos se fueron con su sábana.

La música cobró ritmo. Jonson hizo una cabriola, alzó las rodillas como una majorette, dio un salto digno de Nijinsky, se lanzó a un taconeo pirotécnico y acabó con un grand écart que le transformó en una plateada T invertida y me hizo daño en la ingle al imaginarme en su lugar.

Después vino un silencio repentino, rematado por el zumbido agudo de los altavoces. Algunos chicos mayores saltaban ya fuera de sus asientos al tiempo que aplaudían y gritaban:

—¡DeJon! ¡DeJon! ¡Escalofrío! ¡Escalofrío! ¡DeJon! ¡DeJon!

El hombre de pelo anaranjado recobró su forma original al ponerse en pie y obsequió al público con una sonrisa algo enloquecida. Recorrió el tablado con los pies hacia dentro y de rodillas, vibró, se acuclilló, dio un doble salto mortal hacia atrás, hizo el pino, anduvo sobre las manos y después saltó para ponerse en pie, flexionar cada bíceps y mostrar los dientes.

Tornó la música: un reggae modificado y supercargado por un pavoroso ostinato de chasqueo de cuerdas.

Separó los dientes y su boca se abrió lo suficiente para que le examinaran las amígdalas. De los altavoces goteó una voz de tenor, muy susurrante.

Cuando llega la noche

Y reptan las alimañas

Y reptan bichos

Sobre los muros del castillo.

Boqueada. Una mano a la boca. Una mirada de pavor exagerado.

Entonces soy real.

Entonces cobro vida.

Soy de tu fiesta,

Mucho puedo ofrecerte.

Porque soy tus escalofríos. Disfrútalos.

Soy tus escalofríos. Y a ti te gustan.

Dulces escalofríos. Ven a besarme.

Mirada de seducción. Cambio de tempo a un maníaco dos por cuatro, ahogado por gritos y aplausos. Jonson bailó la danza del vientre, saltó hacia atrás, corrió hacia delante, patinó hasta el borde mismo del tablado e hizo rodar los ojos. Cuando retornó al play back, su murmullo se había trocado en un áspero barítono.

Y cuando las serpientes de la ira

Se reúnen con los sapos de fuego

Y sobre la pira bailan

Un vals de los escorpiones,

Entonces respiro.

Y me siento completo.

Aquí estoy para amar Tu alma mortal.

Soy tus escalofríos. Y te gustan.

Encantador. Sencillamente perfecto para unas mentes impresionables.

Busqué indicios de ansiedad entre los niños. Muchos se mecían y daban saltos mientras cantaban y gritaban el nombre de Jonson. Tomaban el asunto como había que tomarlo: una pieza de interpretación, un gestalt de ondas sonoras y letra insustancial. La cosa siguió durante otro minuto. Entonces comenzó a caer de no sé dónde una lluvia de flores anaranjadas y plateadas. Reaparecieron los forzudos con la sábana de satén y escamotearon a Jonson fuera del escenario. Toda la representación había durado menos de dos minutos.

Latch volvió al escenario y masculló unas palabras de agradecimiento inaudibles a causa de las ovaciones. La prensa subió tras él y se lanzó en pos de la sábana. Latch se quedó abandonado en el centro del escenario y vi asomar a su rostro algo, una mirada rencorosa, avinagrada. Sólo por un segundo. Luego desapareció, sonrió de nuevo y comenzó a hacer señas a su esposa y a Ahlward para que acudiesen a su lado.

En los asientos baratos había estallado el tumulto. Los chicos se bombardeaban con flores; los profesores intentaban poner algo de orden. Volví la vista hacia la primera fila y vi a mis madres, de pie, abandonadas y confusas. Los Latch y Ahlward se hallaban cerca, rodeados de mequetrefes como los que le acompañaban el día del tiroteo. Copiosas felicitaciones de los esbirros. Latch recibía lo que necesitaba, empapándose de ello mientras mantenía un gesto de televisión. Nadie hizo ni el más mínimo intento de hablar con las madres.

Me dirigí hacia la salida, teniendo que esperar a que pasaran las clases enteras, sintiendo cómo pies diminutos aplastaban mis empeines. Los de la televisión tiraban de los cables creando auténticas trampas mortales y traté de fijarme en dónde pisaba. Latch me vio cuando ya estaba muy cerca de él, sonrió y me saludó con la mano. Su mujer también me saludó. Pavlov le habría dado un sobresaliente. Ahlward, siempre con una mano en la chaqueta, no se inmutó.

Latch le dijo algo. El pelirrojo se me aproximó y declaró: —Doctor Delaware, al concejal le gustaría hablar con usted.

—Cuánto honor.

Si me oyó, no lo dio a entender.