19
Regresé a mi casa, oscura y vacía. En los últimos meses, los posteriores a Robin, me había esforzado por considerarla como un remedio. Me afané en el empeño bajo la tutela de una terapeuta amable y firme llamada Ada Small. Como un alumno concienzudo, pugné por apreciar el valor de la soledad, la curación y la paz nacidas de unas dosis moderadas de introspección. No hacía mucho tiempo, Ada y yo acordamos cortar el nexo.
Pero aquella noche la soledad me recordaba demasiado a un encarcelamiento incomunicado. Encendí muchas luces, sintonicé el estéreo en la KKGO y subí el volumen, aunque el jazz atronador que salía de los altavoces pertenecía a esa mezcla nueva era de saxo soprano con chillidos-aterradores-considerados-como-arte.
Cualquier cosa menos silencio.
Seguí pensando en mi entrevista con Burden y las diversas expresiones cambiantes que mostró en el curso de la conversación.
Las actitudes cambiantes que manifestó respecto a su hija...
Hubo una exhibición previa de pesar, pero a sus lágrimas, que se secaron deprisa en el santuario de su útero informático, sólo siguió un lamento más bien hueco: «Ahora tendré que hacerlo todo yo solo».
Como si hubiese estado hablando de la pérdida de la mujer de la limpieza.
Me repetí que no debía juzgarle. Aquel hombre había pasado por un infierno. ¿Qué podía ser peor que la muerte de una hija? Añádase a eso el modo en que murió, la vergüenza pública y la culpa colectiva que incluso alguien como Milo asignaba con tanta rapidez. ¿Quién podría censurarle por retraerse y acumular cualquier tipo de armas psicológicas de las que pudiese disponer?
Dejé que esa racionalización se fuera sedimentando en mi mente.
Su conducta seguía molestándome. La frialdad y el distanciamiento con que hablaba de ella...
Un coeficiente intelectual en la gama de Torpe Normal.
Era como si la debilidad de Holly y su incapacidad para ser brillante le parecieran un insulto personal.
Me imaginé un escudo heráldico para la familia Burden: mosquetones entrecruzados sobre un campo de sobresalientes.
Burden era un hombre acostumbrado a salirse con la suya. Holly alteró su sentido de la organización y era un insulto viviente a su sistema.
La empleaba en la limpieza de la casa. Para que le preparase platos fríos.
¿Una especie de castigo? ¿O, simplemente, una asignación eficaz de los recursos?
Sin embargo, al mismo tiempo y contra toda lógica, proclamaba la inocencia de su hija.
¿Para qué me había contratado? ¿Un blanqueo psicológico?
Había algo que no encajaba. Me senté, pugnando con aquello. Finalmente me dije que tenía que dejar de llevarme trabajo a casa. Hubo un tiempo en que conseguí obedecer esa norma. Hubo un tiempo en que la vida pareció más sencilla...
De repente la música se volvió enternecedora. Apenas podía soportarla y fui a cambiar de emisora. Cuando estaba a punto de tocar el dial, el saxofonista desapareció y fue sustituido por la magia de la guitarra de Stanley Jordan. Un buen presagio. Ya era hora de apartar de mi mente todos los pensamientos acerca de la familia Burden.
Pero mi mente no era distinta a la de cualquier otro: también aborrecía el vacío. Necesitaba algo para llenar ese espacio, algo agradable.
Llamaría a Linda. Luego recordé su nerviosismo y su necesidad de respirar. Y yo había aprendido por el camino más difícil a no molestar.
Advertí que tenía hambre, fui a la cocina y saqué de la nevera huevos, champiñones y una cebolla. Jordan dio paso a Spyro Gyra interpretando Shake Her. Casqué los huevos y troceé el resto prestando atención a la tarea para que me saliera a la perfección.
Hice una tortilla, me la comí, leí unas revistas de psicología y me consagré al papeleo durante una hora. Después me subí a la máquina esquiadora y me imaginé que cruzaba algún prado noruego cubierto de nieve. En mitad de la fantasía el rostro barbudo de Gregory Graff apareció por entre la neblina del sudor apremiándome a esforzarme más. Me recitó una lista de productos que podían elevar al máximo mi rendimiento. Le respondí que se fuese a hacer puñetas.
Abandoné media hora más tarde, exhausto, chorreando y dispuesto a sumirme en un baño caliente. Entonces sonó el teléfono.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó Milo.
—No hubo grandes sorpresas. Era una muchacha con una gran cantidad de problemas.
—¿Problemas homicidas?
—La cosa no está tan clara.
Le hice un resumen de lo que me había contado Burden.
—Parece que llevaba una vida maravillosa. —Creí detectar simpatía en su voz—. ¿Eso es todo lo que el padre sabe acerca de Novato?
—Eso es lo que dice. ¿Te enteraste de algo nuevo?
—Llamé a Maury Smith, en el Sudeste. Recordaba el caso y dijo que sigue sin resolverse. Uno de tantos... No trabaja activamente en él porque no ha surgido ninguna pista. En cierto modo no cabe duda de que mostró la actitud captada por Dinwiddie: no es más que otra muerte en un asunto de drogas. Se interesó un poco cuando le anuncié que podía estar relacionada con algo del Oeste y accedió a almorzar conmigo mañana. Llevará el expediente. También obtuve la dirección de la patrona, Sophie Gruenberg. La recordaba muy bien. Afirmó que era una vieja comunista, verdaderamente hostil a la policía y que no dejaba de preguntarle cómo podía soportar ser un cosaco negro. Aquello me pareció tan prometedor que pensé en ir a verla mañana por la mañana.
—¿Te importaría llevarme?
—No lo sé. ¿Se entienden bien los rojos con los curanderos del coco?
—Pues claro que sí. Marx y Freud jugaban juntos todos los martes en una bolera de Viena. Freud derribaba los bolos y Marx les arengaba para que se rebelaran contra la opresión burguesa.
Se echó a reír.
—Además, ¿qué te hace pensar que se entenderá mejor con un cosaco blanco?
—No es un cosaco cualquiera, amigo. Éste es miembro de una minoría perseguida.
—¿Es que piensas ponerte tu uniforme color espliego?
—Siempre que tú te pongas la boa de plumas...
—Iré a buscarla al desván. ¿A qué hora?
—¿Qué te parece sobre las nueve?
—Perfecto.
Se presentó a las nueve menos cuarto en un Ford sin distintivos que no había visto nunca. La dirección de Sophie Gruenberg correspondía a la Cuarta Avenida, justo al norte de Rose: un corto paseo hasta la playa, pero aquello no era Malibu. La mañana había amanecido fresca. El sol acechaba como un navajero tras un hosco banco de nubes estriadas y malnutridas, pero varios peatones con las narices protegidas por láminas de cinc ya iban Rose abajo, camino del océano.
La mezcolanza de establecimientos de Rose proclamaba que era un barrio en proceso de cambio. En Venice esto es habitual; esa vecindad nunca deja de cambiar. Delicatessen caros, heladerías y minúsculas tiendas de regalos se codeaban con lavanderías automáticas, sucursales bancarias, bares serios y bungalows en ruinas que podrían quedar vacíos tras una inspección del Servicio de Inmigración. Milo giró a la derecha en la Cuarta y recorrió una manzana de la calle.
La casa era de un solo piso por un lado, estaba adosada a un dúplex y se alzaba sobre una parcela de algo más de nueve metros de anchura. Las ventanas estaban protegidas por rejas de seguridad que parecían nuevas. Los muros pintados de blanco tenían una moldura de madera en rojo claro y terminaban en un tejado color ladrillo. El jardín delantero era minúsculo, pero estaba lo bastante verde como para satisfacer las exigencias de la Comisión de Urbanismo de Ocean Heights y concluía con una enorme yuca con flores y un andrajoso macizo de aizoáceas. Rosas enanas de la variedad iceberg bordeaban un sendero de hormigón, bifurcado ante dos escalerillas que llevaban a sendas puertas. Las puertas también eran de madera pintada en rojo. Letras de latón las designaban como «A» y «B».
Bajo la «A» habían clavado una placa de cerámica blanca que decía LOS SANDERS. La unidad «B» tenía algo más. Un papel blanco pegado a la puerta con la leyenda DESAPARECIDA, ¡¡¡GRATIFICACIÓN!!! en grandes caracteres negros. Debajo había la fotocopia de una anciana con cara de ardilla, reseca como una nuez, rodeada por un aura encrespada de cabellos blancos. Rostro serio, casi hostil. Ojos grandes y oscuros.
Luego venía un párrafo escrito a máquina:
Sophie Gruenberg fue vista por última vez a las ocho de la tarde del 27 de septiembre de 1988 cerca de la sinagoga de Beth Shalom, 402 1/2, Ocean Front Walk. Llevaba un vestido de flores azules y rojas, zapatos negros y una bolsa grande de paja azul.
Fecha de nacimiento: 13 de mayo de 1916.
Talla: 1,50 m.
Peso aproximado: 42 kilos.
Salud mental y física: excelente.
Se sospecha que ha sido víctima de un acto delictivo.
Se ofrece una gratificación de 1.000 dólares por información que conduzca al descubrimiento del paradero de la señora Sophie Gruenberg. Cualquiera que posea tal información deberá dirigirse a la sinagoga de Beth Shalom.
Al pie de la página se repetía la dirección de la sinagoga junto a un número telefónico con el prefijo 398.
—Veintisiete de septiembre —dije—. ¿Cuándo mataron a Novato?
—El veinticuatro.
—¿Coincidencia?
Milo frunció el ceño y golpeó la puerta de la unidad B con tal fuerza que hizo vibrar la madera. No obtuvo respuesta. Pulsó el timbre. Nos dirigimos a la A y volvió a probar suerte. Más silencio.
—Vamos a dar la vuelta —dijo.
Contemplamos un pequeño patio con una higuera y poco más. El garaje estaba vacío.
De regreso a la acera, Milo cruzó los brazos sobre el pecho y luego le sonrió a un chiquillo mexicano que nos miraba fijamente desde el otro lado de la calle. El chico echó a correr. Milo suspiró.
—Domingo —declaró—. Quién sabe cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que fui a la iglesia en domingo... ¿Crees que podré conseguir puntos parciales si entro en una sinagoga?
Se dirigió por Rose hacia el Pacífico, siguió en dirección sur un par de manzanas y luego giró a la derecha por una callejuela paralela a Paloma. Aún no lucía el sol pero calzadas y aceras estaban repletas de un mercado de carne en movimiento. Había embotellamientos hasta en los cruces de peatones.
El coche sin distintivos se abrió paso entre el gentío antes de entrar en un aparcamiento de pago. El vigilante era un filipino con cabellos hasta la cintura, una blusa femenina sin mangas sobre unos pantalones azul eléctrico de ciclista y sandalias de playa. Milo le pagó, luego le mostró una placa y le encargó que aparcase el Ford en un lugar del que pudiéramos sacarlo rápidamente. El vigilante dijo «Sí señor», se inclinó y nos observó partir con ojos cargados de curiosidad, miedo y resentimiento. Sentí la mirada en mi espalda, no me gustó y experimenté por un momento lo que significaba ser polizonte.
Fuimos a pie hacia Ocean Front Walk avanzando entre vendedores de gafas de sol y sombreros de paja que podían durar un fin de semana, y puestos que vendían comida exótica de dudoso origen. Había tanta gente como en el primer día de rebajas de unos grandes almacenes: tribus hispanas multigeneracionales, andrajosos alcohólicos que parecían haber sido sumergidos en detritus, psicópatas que mascullaban y retrohippies perdidos en la bruma de la drogadicción. Gentes que habían prosperado se codeaban con punks de alta cresta montados sobre patines; un variado surtido de cuerpos bellos comprobaba hasta dónde llegaban los límites de la ordenanza contra el nudismo, y turistas sonrientes y con aire de papanatas llegados de Europa, Asia y Nueva York mostraban su placer: al fin habían encontrado la auténtica ciudad de Los Ángeles.
Una escultura humana en movimiento, una colcha de retazos con cada tono de piel desde el vainilla alpino al dulce chocolate. La banda de sonido: la jerga políglota.
—La Ensaladera —dije.
—¿Qué? —me preguntó Milo, gritando para hacerse oír sobre el estruendo.
—Hablaba solo, nada más.
—La ensaladera, ¿eh? —Se fijó en un par de patinadores. Torsos grasientos. Taparrabos de piel de cebra y nada más en el hombre, microbiquini y tres anillos nasales la mujer—. Pásame el aliño.
Los bancos astillados a lo largo de la acera occidental del paseo estaban repletos de cónclaves de vagabundos. Más allá de los bancos se extendía una faja de césped en donde mucho tiempo atrás plantaron unas palmeras que se habían vuelto gigantescas. Los troncos de los árboles fueron encalados hasta un metro de altura para protegerlos de los animales de cuatro patas o menos, pero eso no había servido para nada. Estaban mutilados, hendidos y vaciados, acribillados a pintadas. Después del césped, la playa: más cuerpos, relucientes, medio desnudos y ebrios de sol. A continuación un cuchillo de platino mate que debía de ser el océano.
La sinagoga de Beth Shalom era un edificio rechoncho y pardo de una sola planta. Sobre la puerta de dos hojas verde pálido había una placa de madera con palabras en hebreo. Sobre la placa, un círculo de vidrio que contenía una estrella de David emplomada. Estrellas idénticas se cernían sobre ventanas arqueadas a cada lado de la entrada. Las ventanas tenían barrotes. En el lado septentrional la sinagoga estaba flanqueada por un edificio de tres pisos dedicado a centro de rehabilitación de drogadictos, y en el meridional por una angosta casa de apartamentos en ladrillo y con dos escaparates que daban a la acera. Uno estaba cerrado por una reja deslizante. El otro correspondía a una tienda de souvenirs rotulada: TODO PARA LOS CLIENTES. NADA PARA LOS DEMÁS.
Nos dirigimos hacia la fachada de la sinagoga. En el muro de la entrada había un cartel idéntico al que acabábamos de ver en la puerta de Sophie Gruenberg. Debajo había un pequeño tablero cerrado por un cristal y de superficie negra y ondulada con letras blancas movibles. Servía para informar a los interesados acerca de los servicios en días laborables y en sábado. El sermón de la semana era «Cuando a las malas personas les pasan cosas buenas» y correría a cargo del rabino Sanders, licenciado en Humanidades.
—Sanders, Unidad A —dije.
Milo gruñó.
La puerta disponía de cerrojos y de algún otro mecanismo de seguridad, pero cuando Milo hizo girar el pomo se abrió.
Entramos en una pequeña antesala cubierta de linóleo y ocupada por estanterías dispares y una mesita auxiliar de madera. Sobre ésta había un plato de cartón con dulces, latas de bebidas refrescantes, una botella de whisky Teacher’s y una pila de vasos de papel. En una puerta de madera con un panel de cristal se leía: SANTUARIO. Cerca, en un estante metálico, descansaba una ajada cartera de cordobán repleta de casquetes de satén negro. Milo tomó un casquete y se lo puso en la cabeza. Hice otro tanto. Empujó la puerta.
El santuario tenía la superficie de una gran suite en una casa remodelada de Beverly Hills. En realidad, era más bien una capilla con muros de azul pálido de los que colgaban óleos con escenas bíblicas y una docena de bancos de madera clara a cada lado del pasillo central de linóleo sobre el que se había extendido una raída alfombra persa. El pasillo concluía en un ancho podio adornado con otra estrella de seis puntas y cubierto por terciopelo azul con flecos. Tras el podio había una cortina plegada, también de terciopelo, flanqueada por dos sillas de alto respaldo tapizadas del mismo paño azul. Sobre el podio colgaba un cono de vidrio rojo, encendido. Dos angostas ventanas situadas en la cabecera de la sala dejaban pasar finos haces de luz polvorienta. La parte posterior se hallaba sumida en la penumbra y allí nos quedamos Milo y yo, medio escondidos por ella. En el ambiente cálido y rancio se insinuaban olores de cocina.
Tras el podio se erguía un hombre rubio y barbudo de menos de treinta años con un libro abierto ante él, que hablaba a las cuatro personas de la audiencia reunidas en la primera fila, todas de edad avanzada: un hombre y tres mujeres.
—Así —declaró, apoyándose en los codos—, vemos que la verdadera sabiduría de la Ética de los Padres radica en la capacidad de los tana’im, los rabinos del Talmud, para situar nuestras vidas en una perspectiva, generación tras generación, para enseñarnos lo que es importante y lo que no lo es. Valores... «¿Quién es rico?», preguntan los rabinos. Y responden: el que se halla satisfecho con su porción. ¿Qué podría ser más profundo? «Sin modales, no hay ciencia. Sin ciencia, no hay modales.» «Cuanta más carne, más gusanos.»
Tenía una voz clara y suave. Su enunciación era precisa. Hablaba con un leve acento, que me pareció australiano.
—Gusanos, oh, chico, qué gran verdad —dijo el único estudiante varón, empleando las manos para dar más énfasis a sus palabras. Estaba sentado entre las mujeres. Todo lo que podía ver de él era una calva aureolada por mechones blancos y rematada por un yarmulke como el que me cubría, sobre un cuello corto y grueso—. Siempre gusanos; tal como permitimos que la sociedad vaya, todo lo que encontramos es un hatajo de gusanos.
Murmullos de asentimiento de las mujeres.
El hombre barbudo sonrió, dirigió la mirada a su libro, se humedeció el pulgar y pasó la página. Era un individuo de hombros anchos y mejillas rosadas en una cara infantil a la que su descuidada barba rubia no había logrado hacer madurar. Llevaba una camisa de manga corta a cuadros azules y blancos y un casquete de terciopelo negro que ocultaba la mayoría de sus espesos rizos.
—Siempre sucede lo mismo, rabino —afirmó el calvo—. Complicaciones, cosas que hacen difícil vivir... Primero creas un sistema para hacer algún bien. Hasta ahí todo es perfecto. Siempre deberíamos tratar de hacer el bien. ¿De qué serviría si fuese de otro modo? ¿Eh? ¿No es eso lo que nos separa de los animales? Pero el problema surge cuando intervienen demasiados, se les impone el sistema y de repente todos nos vemos trabajando en beneficio del sistema en vez de ser al revés. Entonces es cuando aparecen los gusanos. Mucha carne, muchos gusanos. Cuanta más carne, más gusanos.
—Amigo mío, creo que lo que el rabino quiere decir es algo diferente —terció una mujer rolliza, sentada en el extremo de la derecha. Tenía el pelo esponjoso y azulado y gruesos brazos que temblaban cuando empleaba las manos para acentuar sus palabras—. Él habla de materialismo —siguió diciendo—. Cuantas más cosas estúpidas conseguimos, con más problemas nos topamos.
—En realidad, los dos tienen razón —afirmó el hombre rubio en tono conciliador—. El Talmud recalca la virtud de la sencillez. El señor Morgenstern se ha referido a la sencillez en el proceder; la señora Cooper, a la sencillez material. Cuando complicamos las cosas nos apartamos de nuestro propósito en este planeta, que es acercarnos a Dios. Precisamente por eso es por lo que el Tal...
—Es lo que ocurre con Hacienda, rabino —dijo una mujer de fina voz de pájaro y cabellos teñidos de negro—. Los impuestos... Se supone que los impuestos existen en beneficio de la gente, pero ahora es como si la gente sólo existiera para pagar impuestos, y con la seguridad social ocurre lo mismo, Moishe Kapoyr —un giro de muñeca—. Todo se ha vuelto al revés.
—Es muy cierto, señora Steinberg —declaró el joven rabino—. Muchas veces...
—Sí, en la seguridad social también ocurre lo mismo —coincidió el señor Morgenstern—. Esos mocosos se las arreglan para que parezca como si estuviésemos robando a la seguridad social para que ellos tengan un BMW nuevo cada año. ¿Cuántos años me he pasado trabajando y cotizando como un reloj desde antes de que los BMW fuesen aviones enemigos? Ah, cualquiera diría que lo que quiero ahora es caridad, o quitarles el pan de la boca... ¿Quién creen que les coció el pan? ¿O es que cayó de los árboles?
El joven rabino reanudó sus comentarios, pero sus palabras quedaron ahogadas en un debate sobre el sistema de la seguridad social. Pareció aceptarlo con un buen talante, que era algo natural en él, pasó otra página y finalmente alzó los ojos y nos vio.
Arqueó las cejas. Milo hizo una leve inclinación de cabeza.
El rabino abandonó el podio y se dirigió hacia nosotros. Era alto, de constitución atlética y paso firme. Sus estudiantes, que hubieran podido ser abuelos suyos, volvieron las cabezas y le siguieron con la vista. Entonces nos vieron. El silencio se adueñó de la sinagoga.
—Soy el rabino Sanders. ¿En qué puedo servirles, caballeros?
Milo exhibió su documentación. Sanders la examinó.
—Perdone la interrupción, rabino. Nos gustaría hablar con usted cuando haya concluido.
—¿Puedo preguntarles de qué quieren hablar conmigo?
—De Sophie Gruenberg.
El rostro infantil se contrajo como a causa del dolor: un niño en la consulta del médico, temiendo la inyección.
—¿Tiene usted alguna noticia sobre ella?
Milo negó con la cabeza.
—Sólo preguntas.
—Oh —dijo Sanders, como un reo cuya sentencia es aplazada pero no conmutada.
—¿Qué? —preguntó una de las mujeres del primer banco—. ¿Qué pasa?
—Policías —declaró Morgenstern—. Siempre les identifico. ¿Acierto?
Visto de frente era corpulento, con rasgos abotargados, cejas caídas y manos carnosas de trabajador manual que agitaba al hablar.
Le sonreí.
—Siempre les identifico. Esos yarmulkes que se han puesto parecen a punto de echarse a volar.
Cuatro caras nos miraron. Un cuarteto de máscaras antiguas marcadas por el tiempo pero fortalecidas por la experiencia.
El rabino Sanders explicó:
—Pues sí, estos caballeros son policías y han venido a hacer algunas preguntas sobre Sophie.
—Preguntas —repitió la rolliza señora Cooper.
Llevaba gafas, un jersey blanco abotonado hasta el cuello y una sarta de perlas. Sus cabellos azulados estaban cuidadosamente ondulados.
—¿Por qué más preguntas ahora?
—Preguntas es todo lo que conseguimos de la policía —dijo gesticulando Morgenstern—. No hay respuestas, no hay carne y tenemos muchísimos gusanos. ¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Mes y medio?
Las mujeres asintieron.
—¿Piensan que existe siquiera una posibilidad? —preguntó la señora Steinberg, la mujer del pelo teñido de negro.
Llevaba flequillo, se agitaba. La cara, blanca cómo el yeso y delgada, había sido hermosa. La imaginé en una fila de coristas de los felices veinte, levantando la pierna al compás de la música.
—¿No hay ni tan siquiera una pequeñísima posibilidad de que siga con vida?
—Calla, Rose —dijo la señora Cooper—. Siempre hay esperanzas. Kayn aynhoreh, pu pu pu.
Su flácido rostro se estremeció.
Morgenstern la miró con un desdén exagerado.
—¿A qué viene todo este aynhoreh, querida mía? ¿Mal de ojo? Superstición... estupidición. Lo que usted necesita es racionalidad, una mente racional. Dialéctica, Hegel y Kant... y, naturalmente, el Talmud, discúlpeme, rabino. —Se dio un cachete en la muñeca.
—Deja de bromear, Sy. Esto es serio —dijo la mujer del pelo teñido de negro. Nos miró con expresión dolorida—. Agentes, ¿es posible que siga con vida después de todo este tiempo?
Cinco rostros a la espera de una respuesta.
Milo retrocedió un paso.
—Me gustaría creer que así es, señora —y luego a Sanders—. Rabino, podemos volver más tarde para hablar del asunto.
—No, no importa —repuso Sanders—. Estábamos a punto de terminar. Si esperan un minuto, enseguida estaré con ustedes.
Volvió a colocarse tras el podio, pronunció unas cuantas palabras más sobre los valores y la perspectiva adecuada, dio por terminada la clase y vino hacia nosotros. Los viejos se quedaron en la parte delantera de la sinagoga, enfrascados en una discusión.
—Afuera hay refrescos —les dijo Sanders.
El grupo cuchicheó y luego se dispersó. Las mujeres se retrasaron y el señor Morgenstern se adelantó en representación de todos. Robusto y con aire resuelto, no mediría más de metro sesenta: un hombre sólido que vestía pantalones caqui de faena y una camisa blanca bajo un chaleco de punto.
—Usted quiere hacer preguntas. Tal vez nosotros podamos responderlas. La conocíamos bien.
Sanders miró a Milo.
—Muy bien. Agradecemos su información —repuso Milo.
Morgenstern inclinó la cabeza.
—Me alegro de que acceda, porque acabamos de celebrar una votación... el pueblo ha hablado. Eso merece un respeto.
Nos reunimos cerca del podio. Milo se colocó frente a los demás. Sanders se sentó y sacó de su bolsillo una pipa de brezo.
—Chist, chist, rabino —dijo la mujer que hasta entonces no había hablado. Era huesuda, iba sin maquillaje, y tenía el pelo de color acero bruñido sujeto en un moño.
—No la he encendido, señora Sindowsky —replicó el rabino.
—Mejor será que no lo haga. ¿Para qué necesita problemas en los labios? Más carne, más gusanos, ¿cierto, rabino?
Sanders se ruborizó y sonrió, acunó su pipa en una mano y la acarició anhelante pero no se la llevó a la boca.
—Quiero ser sincero con ustedes —declaró Milo—. No tengo absolutamente nada nuevo que decirles respecto a la señora Gruenberg. De hecho, no investigo su caso y sólo he venido porque su desaparición quizás esté relacionada con otro asunto. Y no puedo revelarles nada acerca de éste.
—Vaya trato —terció Morgenstern—. Intercambiar regalos con usted debe de ser divertidísimo.
—Exactamente —repuso Milo con una sonrisa.
—¿Qué podemos hacer por usted? —inquirió el rabino Sanders.
—Hábleme de la señora Gruenberg. Cuénteme todo lo que sepa sobre su desaparición.
—Ya se lo dijimos a la policía —intervino la señora Cooper—. Estuvo aquí, se marchó y eso fue todo. Se esfumó. Visto y no visto.
Los pesados brazos se agitaron.
—Al cabo de un par de días la policía accedió a hablar con nosotros y enviaron a un detective a hacer preguntas. Rellenó un formulario sobre su desaparición y prometió mantenerse en contacto. Hasta ahora, nada.
—Eso se debe a que no consiguieron averiguar nada —dijo Morgenstern—. ¿Qué haría aquí ese hombre con más preguntas si hubiesen logrado algo? ¿Cómo van a darnos lo que no tienen?
—¿Recuerda el nombre del detective que llevó la investigación? —le preguntó Milo.
—¿Qué investigación? —repuso Morgenstern—. Hizo un informe y eso fue todo.
—Mehan —dijo el rabino—. Detective Mehan, de la División del Pacífico.
—¿De qué división es usted? —inquirió Morgenstern.
—Los Ángeles Oeste.
Morgenstern parpadeó.
—Cosa fina, ¿eh? Allí roban muchísimos BMW.
El rabino Sanders afirmó:
—El detective Mehan hizo algo más que rellenar un informe. Inspeccionó su... la casa de Sophie. Lo sé porque yo le facilité la entrada. Nosotros, mi familia y yo, éramos... somos inquilinos suyos. Vivimos pared por medio y habíamos dejado un juego de llaves en la otra casa. El detective Mehan entró en su domicilio y no encontró indicio de que se hubiera perpetrado delito alguno. Todo estaba en orden. También fue a su banco y averiguó que últimamente no había retirado grandes cantidades, y tampoco se había dirigido a Correos para que le retuviesen las cartas o las enviaran a otra dirección, así que le pareció que no había proyectado ningún viaje. Pensó que podría haberse perdido.
—Imposible —declaró la señora Steinberg—. Conocía Venice como la palma de su mano. Jamás se hubiera extraviado. ¿No es cierto?
Asintieron.
—Cierto. Es verdad. Pero quién sabe... —opinó la señora Cooper—. Pudo haberle sucedido cualquier cosa.
Miradas vulnerables. Largo silencio.
—Ah —dijo Morgenstern—. Todo son suposiciones, ¡incluyendo el asunto del banco! Si me lo pregunta, le diré que eso no significa nada. Sophie era muy suya, jamás le dijo a nadie lo que pensaba o hacía. Nunca confió en nadie, especialmente en los banqueros capitalistas. ¿Cuánto dinero cree que iba a tener en su cuenta corriente? ¿Una gran suma o simplemente calderilla narrishkeit? Tal vez guardaba en otro lugar el dinero que verdaderamente le importaba.
—¿En dónde? —inquirió Milo.
—No lo sé —replicó Morgenstern—. No se lo dijo a nadie. ¿Cree usted que iba a decírmelo? Sólo hago suposiciones, lo mismo que usted. Tal vez en la casa, bajo la cama. Quién sabe... Tenía sus ideas. Tal vez ahorraba aguardando la próxima revolución. ¡También es posible que se lo llevase y que usted jamás llegue a averiguar nada por muchos bancos a los que pregunte!
El anciano se había acalorado.
—Así que no sabe a ciencia cierta que guardase grandes cantidades de dinero en su casa.
Supe en qué pensaba: drogas.
—No, no —respondió Morgenstern—. No sé nada, lo que me dejaba en la misma situación que a los demás. No era una persona muy sociable. Jamás daba a entender lo que pensaba o hacía. Por eso es por lo que digo que comprobar en los bancos carece de sentido si se piensa de un modo lógico. Una persona puede guardar su dinero en efectivo y decidir marcharse de repente. ¿No tengo razón?
—Indudablemente.
—Menos coba —repuso Morgenstern, pero pareció complacido.
—¿Le ha hablado de las fotografías? —preguntó la señora Sindowsky.
—Oh —dijo el rabino, al parecer incómodo.
—¿Qué fotografías? —preguntó Milo.
—El detective Mehan fue al depósito de cadáveres y tomó fotografías de todas las personas mayores que habían sido... de las víctimas no identificadas que se correspondían con la edad de Sophie. Me las trajo para que las viese. Colocó algunos avisos, llamó a otros departamentos de policía, Long Beach, condado de Orange, y les preguntó si tenían personas... sin identificar. Ninguna era Sophie. Gracias a Dios.
Cuatro ecos repitiendo gracias a Dios.
Sanders dijo:
—Para ser justos, el detective Mehan me pareció un hombre bastante concienzudo. Pero después de transcurridas tres semanas, nos dijo que había un límite a lo que podía hacer. No existían datos de que se hubiese cometido delito alguno. Había que escoger entre aguardar y contratar un detective privado. Hablamos de hacer eso, lo del detective, y llamamos a unas cuantas agencias. Es muy caro. Acudimos a la Federación Judía para que considerase la posibilidad de correr con los gastos. No aprobaron lo del detective pero accedieron a prometer una gratificación.
—Están podridos de dinero. Para ellos, eso no es nada —comentó Morgenstern.
—¿Puede usted imaginar alguna razón para que se marchara? —inquirió Milo.
Miradas ausentes.
—Ésa es la cuestión —afirmó la señora Steinberg—. No existía razón para que se fuese. Era feliz aquí. ¿Por qué iba a irse?
—¿Feliz? —replicó la señora Sindowsky—. ¿La vio sonreír alguna vez?
—Todo lo que digo, Dora —declaró la señora Steinberg— es que después de tanto tiempo, quizá tengamos que esperar lo peor.
—¡Vaya! —observó Morgenstern, agitando un puño—. Siempre pensando en las más horribles desgracias. Cobardes.
—He vivido mucho —repuso la señora Steinberg, irguiéndose—, y sé cómo son las cosas.
—¿Ha vivido? —repitió Morgenstern—. ¿Y qué cree que he estado haciendo yo? ¿Colgar de la pared como si fuese un cuadro al óleo?
Milo miró a la señora Steinberg.
—¿Tiene usted algún motivo para suponer lo peor, al margen del tiempo transcurrido?
Todos los ojos se concentraron en la mujer de pelo negro. Pareció turbada.
—Es que carece de sentido. Sophie no era de las que vagabundean. Se trataba de una persona de hábitos muy regulares, apegada a su casa, a sus libros... Y le gustaba Venice. Había vivido aquí más que cualquiera de nosotros. ¿Adónde iba a ir?
—¿Qué me dice de sus parientes? —dijo Milo—. ¿Los mencionó alguna vez?
—Sólo hablaba de sus hermanos y hermanas, muertos por los nazis —dijo el rabino Sanders—. Hablaba mucho del Holocausto y las maldades del fascismo.
—Hablaba mucho de política y punto —precisó la señora Sindowsky.
—No te andes con tapujos —aclaró Morgenstern—, era roja.
—¿Y qué? —protestó la señora Cooper—. ¿O es que este país libre considera delito expresar opiniones políticas, Sy? No hagas que crean que era una criminal.
—¿Y quién dice que eso sea un delito? —replicó Morgenstern—. Sólo estoy expresando los hechos, la verdad. Era lo que era: roja.
—¿Pues qué soy yo entonces? —preguntó la señora Cooper.
—¿Usted, querida mía? Digamos que rosa. —Una sonrisa de Morgenstern—. Y cuando se excita, se pone un poco fucsia.
—Ah —dijo la mujer rolliza mientras le volvía la espalda y cruzaba los brazos sobre el seno.
Milo quiso saber más.
—Los carteles dicen que desapareció por aquí. ¿Cómo sucedió?
—Celebramos una reunión social —explicó el rabino—. Fue un par de semanas después de Rosh Hashanah, el año nuevo judío. Intentábamos...
—Intentábamos rejuvenecer el espíritu de la comunidad —le interrumpió la señora Sindowsky, como si recitase la lección de un libro—. Queríamos conseguir un poco de acción, ¿verdad, rabino?
Sanders le sonrió y después se volvió hacia Milo.
—La señora Gruenberg apareció pero se marchó al cabo de un rato. Ésa fue la última vez que alguien la vio. Supuse que había ido a su casa. Cuando comenzó a apilarse el correo ante su puerta, empecé a preocuparme. Empleé mi llave, entré en su domicilio y vi que no estaba. Llamé a la policía. En cuanto hubieron pasado cuarenta y ocho horas, el detective Mehan accedió a venir hasta aquí.
—Y la última vez que la vio, en la reunión social, fue alrededor de las ocho.
—Ocho, ocho y media —repuso Sanders—. Es sólo una estimación. La reunión comenzó hacia las siete y media y acabó a las nueve. Ya no estaba allí durante la última media hora. Ordenamos las sillas, así que deje algún tiempo antes de las ocho y media. Realmente, no estoy seguro.
—¿Trajo un coche o vino a pie?
—A pie. No conducía, le gustaba andar.
—Pues es bastante peligroso andar de noche por aquí —observó Milo.
—Me alegro de que lo haya advertido —dijo Morgenstern—. De día tampoco resulta maravilloso.
—¿No se preocupaba por eso?
—Claro que debería preocuparse por eso —añadió la señora Steinberg—. Con todos los delincuentes y merodeadores que hay ahí fuera y que se han apoderado del barrio, y todas esas drogas... Solíamos disfrutar de la playa. Venga por aquí entre semana; y no nos verá tomar el sol como antes. A todos nos gustaba andar y nadar. Por eso nos instalamos aquí. Era un paraíso. Ahora, cuando salimos de noche vamos en coche, en grupo, y caminamos al shul, marchando como un batallón de soldados. En el verano, como anochece tarde, tal vez demos un paseo más largo pero siempre juntos, en grupo. Incluso entonces nos sentimos nerviosos. Claro que Sophie jamás participó en nada de eso. No era gregaria. Vivía aquí desde hacía mucho tiempo, pero no quería admitir que las cosas habían cambiado. No se podía hablar con ella de eso... era muy testaruda. Andaba por ahí como si el barrio fuera suyo.
—Le gustaba andar —dijo Sanders—. Para hacer ejercicio.
—A veces el ejercicio no es muy sano —dijo Morgenstern.
La señora Cooper frunció el ceño ante aquellas palabras. Morgenstern le guiñó un ojo y sonrió.
—Rabino, usted es vecino suyo —dijo Milo—. ¿Cuál era su estado mental en los días que precedieron a su desaparición?
—¿Los últimos días? —dijo Sanders mientras hacía rodar la pipa por la palma de su mano—. Pues, la verdad, creo que estaba muy trastornada. Probablemente, quiero decir.
—¿Probablemente?
—No era muy dada a expresar sus emociones. Las guardaba para sí.
—Entonces, ¿por qué ha dicho que estaba muy trastornada?
Sanders titubeó, mirando primero a sus estudiantes y luego a Milo.
—Hubo un delito. Alguien que ella conocía.
—¿Cómo un delito? —intervino Morgenstern—. Dígalo. Un asesinato. Drogas y tiros. Todo el jaleo de siempre. Un chico negro al que había alquilado una habitación. Le mataron por cosa de drogas.
Bizqueó y sus ojos se fundieron como orugas que se apareasen.
—¡Ajá! Ése es el gran secreto del que no puede hablarnos, ¿no?
—¿Saben algo de eso? —preguntó Milo.
Silencio.
—Sólo lo que nos contó el rabino —dijo la señora Sindowsky—. Tenía un huésped y le mataron.
—¿Ninguno de ustedes le conocía?
Negativas con la cabeza.
—Yo sabía cosas de él pero no le traté —afirmó la señora Cooper.
—¿Qué sabía?
—Que le había admitido como inquilino. Una vez le vi en su pequeña moto, camino de su casa. Un chico de buen aspecto, muy alto.
—Se habló mucho de eso —dijo Morgenstern.
—¿Qué se decía?
—Un chico negro... ¿Qué cree usted? Ella misma se ponía en peligro.
Morgenstern lanzó una mirada acusadora a las mujeres. Parecían turbadas.
—Aquí todo el mundo parece bueno y progre hasta que llega el momento de echar mano del dinero. Pero Sophie era roja y ése es el tipo de cosas que haría. Usted piensa que el chico la metió en alguna especie de lío, ¿verdad? Que guardaba en casa el dinero de la droga, que fueron a cogerlo y que ella salió malparada, ¿no?
—No. No existen pruebas de eso.
Morgenstern le hizo un guiño de conspiración.
—No hay pruebas, pero usted no deja de hacer preguntas. La trama se complica, ¿eh, señor policía? Más carne, más gusanos.
Milo hizo unas cuantas preguntas más. Ellos decidieron que no tenían otra cosa que decir y les dio las gracias. Salimos, dejamos nuestros casquetes en la cartera de cuero y subimos por Ocean Front. Nos detuvimos a tomar café en un quiosco. Milo miró fijamente a los pordioseros que vagaban por allí, y éstos se apartaron como se desprende la piel reseca. Saboreó su café mientras su mirada iba hacia uno y otro lado de la acera hasta fijarse en la sinagoga.
Al cabo de unos momentos salieron del edificio cuatro personas, Morgenstern a la cabeza. Un batallón de ancianos. Cuando se perdieron de vista, Milo arrojó al cubo de la basura su vaso de papel y dijo:
—Vamos.
Los cerrojos de la sinagoga estaban echados. La llamada de Milo hizo que Sanders acudiera a la puerta.
El rabino se había puesto una chaqueta gris, llevaba la pipa en la boca, todavía sin encender, y sostenía en la mano un enorme libro de tapas color castaño y cantoneras jaspeadas.
—¿Un poco más de su tiempo, rabino?
Sanders sostuvo la puerta y penetramos en la antesala. Habían desaparecido la mayoría de los dulces y sólo quedaban dos latas de bebidas refrescantes.
—¿Puedo ofrecerles algo? —dijo Sanders.
—No, gracias, rabino.
—¿Volvemos al santuario?
—Aquí estamos bien, gracias. Me preguntaba sencillamente si habría algo de lo que no quisiera hablar delante de sus estudiantes.
—Estudiantes... —sonrió Sanders—. Me han enseñado bastante más de lo que yo puedo enseñarles. Éste es sólo parte de mi trabajo. Entre semana doy clase en una escuela elemental del distrito de Fairfax. Ésos son mis otros estudiantes. Aquí celebro servicios los fines de semana, doy clase los domingos y organizo una reunión social de vez en cuando.
—Parece un horario muy recargado.
Sanders se encogió de hombros y se ajustó su yarmulke.
—Tengo cinco hijos. Los Ángeles es una ciudad cara. Así conocí a Sophie... a la señora Gruenberg. Resulta imposible hallar una vivienda en esta ciudad, especialmente con niños. Parece que a la gente de aquí no le gustan los niños. A la señora Gruenberg no le importó en modo alguno, aunque no era precisamente el tipo de... abuela. Y se mostró muy razonable con el alquiler. Dijo que era porque mi esposa y yo teníamos ideales y que nos respetaba por eso aunque no quisiera saber nada de religión. Ponía toda su fe en el marxismo. La verdad es que era una comunista contumaz.
—¿Y era muy expresiva en lo tocante a sus opiniones políticas?
—Si se le preguntaba, decía lo que pensaba. Pero no hablaba espontáneamente. No era una mujer abierta. Todo lo contrario. Era muy reservada.
—¿Poco sociable?
Sanders asintió.
—Intenté conseguir que participara más en la sinagoga, pero no quería saber nada de la religión ni de los fieles. Desde luego, no era la persona más popular del grupo, pero los demás se interesaban por ella. Todos se cuidan mutuamente. Hubieran querido pagar un detective privado de sus bolsillos, pero ninguno puede permitírselo: están jubilados. El detective Mehan me dijo que probablemente sería dinero perdido, así que les disuadí y prometí plantear de nuevo el asunto ante la Federación. Su desaparición les asustó verdaderamente. Fue como una bofetada que revelase su propio desamparo. Por eso me alegro de que volviesen después de que ellos se hubieran marchado... Hablar de Ike sólo serviría para trastornarles más. De eso es de lo que quiere hablarme, ¿verdad?
—¿Por qué creía el detective Mehan que era dinero perdido?
Sanders bajó los ojos y se mordió el labio.
—Me dijo, y no se lo he contado a ellos, que el caso no parecía tener buen cariz. Que el hecho de que no hubiese hecho planes para marcharse significaba que existían muchas probabilidades de que hubiera sido víctima de un acto delictivo. El apartamento en orden indicaba que había tenido lugar en la calle, cuando regresaba a su casa. Afirmó que si se hubiera perdido o hubiese sufrido un ataque tenía que haber aparecido al cabo de tres semanas, de una forma o de otra. Me aseguró que los detectives privados valían para localizar a personas vivas, pero no para descubrir cadáveres.
Alzó la mirada. Sus ojos azules se inmovilizaron. Se llevó la pipa a la boca y la mordió con tal fuerza que sus mandíbulas se contrajeron y se le erizaron los pelos de la barba.
—Es su casera. ¿Existía alguna hipoteca sobre el edificio?
Sanders negó con la cabeza.
—No, desde hace años es enteramente suyo. El detective Mehan lo descubrió cuando investigó su situación económica.
—¿Y qué me dice de las facturas que llegan? ¿Quién las paga?
—Yo. No es gran cosa. Simplemente los servicios. También recojo todo su correo. Cuando veo algo que me parece una factura, abro el sobre y la pago. Sé que no es perfectamente legal, pero el detective me aseguró que no pasaría nada.
—¿Y el pago del alquiler?
—Abrí una cuenta y he ingresado en ella los cheques de octubre y noviembre. Me pareció lo más oportuno hasta que sepamos... algo.
—¿Dónde guarda el correo, rabino?
—Aquí, en la sinagoga, bajo llave.
—Me gustaría verlo.
—Desde luego.
Introdujo la pipa en un bolsillo de la chaqueta y nos dirigimos al santuario. Abrió un pequeño armario situado en la parte posterior del podio y extrajo dos sobres pardos. En uno había escrito SEPT/OCT. y en el otro NOV.
—¿Esto es todo?
—Sí.
Mirada entristecida de Sanders.
Milo abrió los sobres, sacó su contenido y lo extendió sobre la parte superior del armario. Inspeccionó cada sobre. Casi todo eran circulares o cartas con direcciones informatizadas. La palabra Residente aparecía con más frecuencia que su apellido. Unos cuantos sobres de facturas de servicios abiertos y marcados con la palabra Pagado seguida de la fecha del abono.
Sanders añadió:
—Confiaba en que hubiese algo personal que nos proporcionara un indicio, pero no se relacionaba mucho con el mundo exterior.
Su rostro infantil mostraba una expresión melancólica. Se llevó la mano al bolsillo y hurgó hasta hallar su pipa.
Milo devolvió el correo a los sobres pardos.
—¿Hay algo más que quiera decirme, rabino?
—Sólo una cosa, y el detective Mehan la anotó en su informe, así que tiene que estar registrada en alguna parte. Los ancianos no lo saben, no me pareció oportuno contárselo. Ocurrió unos días después de su desaparición. Ésta fue el martes y lo que voy a referirle sucedió durante el fin de semana. Verá, intentaron entrar ladrones... En los dos domicilios. Mi familia y yo estábamos fuera, en un retiro escolar en la ciudad. El detective afirmó que probablemente había sido un drogadicto a la busca de cosas que vender. Un cobarde: vigiló la casa, nos acechó, esperó hasta que nos fuéramos y luego entró.
—¿Qué se llevó?
—Por lo que sé, de casa de Sophie se llevó un televisor, una radio, un samovar plateado y bisutería. De nosotros aún menos: no tenemos televisión. Todo lo que consiguió fueron algunos cubiertos, un especiero ritual, un candelabro y una grabadora que empleo para la enseñanza de hebreo. Pero lo revolvió todo. Las dos casas quedaron patas arriba; los alimentos del frigorífico esparcidos por todas partes, cajones abiertos, papeles tirados al suelo... El detective aseguró que eso indicaba una mente desorganizada... inmadurez. Adolescentes o algún drogadicto.
—¿Por dónde entraron?
—Por las puertas traseras. Después he tenido que poner cerraduras nuevas y barrotes en las ventanas. Ahora mis niños miran a través de barrotes.
Agitó la cabeza.
—Las pérdidas materiales fueron triviales, pero la sensación de violación y de odio... Aquella forma de esparcir los objetos resultaba tan maligna... Y había algo más que lo hacía parecer... no sé, un ataque personal.
—¿El qué, rabino?
—El drogadicto o quien fuese pintarrajeó las paredes. Usó pintura roja que cogió del garaje, la misma que yo había empleado una semana antes para las ventanas. Parecía sangre. Palabras horrendas, obscenidades... Tuve que taparles los ojos a mis hijos. Y había algo más que me resultó muy extraño: ¡Acordaos de John Kennedy! Eso carece de sentido, ¿no cree? Kennedy estaba contra el racismo. Pero el detective Mehan afirma que si se trataba de un chiflado por las drogas no se podía esperar mucho sentido de sus pintadas. Supongo que eso lo explica.
Frunció el ceño y siguió mordisqueando la pipa.
—¿No le gusta la explicación?
—No es eso —repuso Sanders—. Eso... no es nada tangible. Sencillamente es una sensación que tenemos mi mujer y yo desde lo de Ike y lo de Sophie... Como si estuviéramos en peligro, como si fuera nos acechase alguien que pretende hacernos daño. Seguimos sintiéndolo a pesar de los cerrojos y de las cerraduras. Y no es que haya nadie cuando miro, así que supongo que debe de tratarse de nervios. Me digo simplemente que así son las cosas en este país y que hay que acostumbrarse, pero mi esposa quiere que nos vayamos a Auckland, en Nueva Zelanda. Allí todo es distinto.
—¿Cuánto tiempo lleva en Los Ángeles?
—Desde julio. Antes vivíamos en Lakewood, Nueva Jersey. Yo estudiaba en el seminario de allí y tuve ocasión de visitar la ciudad de Nueva York, por lo que supongo que ya debería estar adaptado a la vida urbana. Pero esperaba que en California las cosas serían más... más tranquilas.
—Por desgracia, rabino, aquí casi todo es sólo fachada.
—Sí, eso parece.
—¿Han tenido su familia y usted algún otro problema?
—No hemos tenido ninguno, gracias a Dios.
Milo sacó de un bolsillo de su chaqueta la foto que le había dado Dinwiddie y la sostuvo frente al rostro infantil del rabino.
—Sí, es Ike —dijo Sanders—. ¿Tuvo algo que ver su muerte con lo de Sophie?
—No, por lo que sabemos. ¿Qué puede decirme de él?
—No mucho. Apenas le conocía. Nos cruzamos unas cuantas veces en la calle. Eso fue todo.
—¿Cuánto tiempo llevaba allí cuando le mataron?
Sanders negó con la cabeza.
—No lo sé. Creo que tuvo que ser cierto tiempo.
—¿Por qué?
—Ellos, Sophie y él tenían una... relación muy fluida. Como si se hubieran adaptado bien el uno al otro.
—¿Se llevaban bien?
—Al parecer, sí. —Sanders se llevó la pipa a la boca y después la retiró—. La verdad es que discutían bastante. Podíamos oírles a través de las paredes. Francamente, Sophie era una anciana muy irritable. Pero era como si Ike y ella estuviesen en cierta... no relación, yo lo llamaría intimidad. Él hacía cosas para ella, cuidaba el jardín, traía la compra... Creo que trabajaba en una tienda de comestibles. Y el hecho de que le permitiese vivir en su casa supone un considerable grado de confianza, ¿no?
—¿Había alguna razón para que ella no hubiese debido confiar en el chico?
Sanders agitó la cabeza.
—No, no quiero decir nada de eso. Lo racial carece de importancia para mí, pero eso es poco frecuente aquí. Los ancianos han tenido malas experiencias con negros y suelen temerles, y no es que existiese razón alguna para temer a Ike. Por los escasos contactos que tuve con él me pareció un buen chico. Lo único que me pareció extraño en él era su interés por el Holocausto.
—¿Extraño en qué sentido?
—El mismo hecho de que le interesase... Alguien de su edad que no es judío. No era normal que le interesase tanto, ¿no cree? Aunque supongo que, viviendo con Sophie, no resultaría tan raro. Era uno de sus temas favoritos. Puede que le transmitiese su interés a Ike.
—¿Cómo sabe que le atraía?
—Por algo que sucedió en el verano, cosa de una semana después de que nos mudáramos. Le encontré en el garaje. Yo estaba descargando unas cajas y él acababa de llegar en su scooter. Llevaba un montón de libros y se le cayeron. Le ayudé a recogerlos y reparé en el título... algo sobre los orígenes del partido nazi. Lo abrí y por el exlibris vi que era del Centro del Holocausto, en Pico, Los Ángeles Oeste, como los otros libros que recogí. Le pregunté si estaba haciendo un trabajo escolar; sonrió y me dijo que no, que se trataba de una investigación personal. Le brindé mi ayuda si la necesitaba, pero se limitó a sonreír de nuevo y a decir que tenía todo lo que precisaba. Pensé que era extraño, pero me gustó que alguien de su edad se interesase por eso. La mayoría de los jóvenes ignoran por completo lo sucedido hace cincuenta años.
—¿De qué solían discutir la señora Gruenberg y él?
—No eran discusiones en el sentido de que riñesen. Me refiero a que debatían cosas.
—¿En voz muy alta?
—Eran discusiones animadas, pero no distinguíamos las palabras. Tampoco es que nos dedicáramos a escucharles, entiéndalo. Conociendo a Sophie, supongo que hablarían de política.
—¿Tiene alguna idea sobre cuáles eran las opiniones políticas de Novato?
—Ninguna. —Sanders reflexionó por un momento—. ¿Sospecha usted que hay una conexión política en lo sucedido?
—Tampoco hay pruebas de ello, rabino. ¿Cómo afectó a la señora Gruenberg la muerte de Novato?
—Como ya le dije antes, supuse que estaba muy trastornada. Pero no pude saber gran cosa sobre sus reacciones porque después de lo ocurrido se quedó en su casa y no salió mucho. Comprendo que resultaba extraño: solía salir al patio a colgar la ropa o daba sus paseos por el barrio. Sólo averigüé lo del asesinato porque otro policía, un negro cuyo nombre no recuerdo, vino a mi casa a hacerme unas cuantas preguntas sobre Ike. ¿Era drogadicto? Le dije que por lo que yo sabía, no. Entonces me interrogó acerca de Sophie. ¿Se drogaba? ¿Compraba cosas caras que no pudiera permitirse? Aquello me hizo reír. Pero cuando el detective negro me dijo por qué había venido, dejé de reírme. En cuanto se hubo marchado fui a casa de Sophie y llamé. No contestó. No quise molestarla, así que me marché sin insistir. Probé al día siguiente pero tampoco obtuve respuesta. Empecé a preocuparme. A una persona anciana puede ocurrirle cualquier cosa, ya sabe, pero decidí esperar un poco antes de utilizar mi llave. Algo después la vi salir y dirigirse hacia Rose Avenue. Parecía furiosa y hosca. Fui tras ella e intenté hablar pero meneó la cabeza y siguió andando. Volví a verla después en la sinagoga. Acudió a la reunión social. Habida cuenta de su estado de ánimo, aquello me sorprendió. Pero se encerró en sí misma. Rehuía a los demás: paseaba por la habitación, observándolo todo, tocando las paredes y las sillas... Casi como si lo viera por primera vez.
—O por última —dijo Milo.
Sanders abrió desmesuradamente los ojos. Sostuvo la pipa con las dos manos como si de repente se hubiese vuelto muy pesada.
—Sí, tiene razón. Puede que fuese así. Verlo todo por última vez... Como si estuviera despidiéndose.