32
Me senté, tenso. La llamada a la puerta se produjo a las once y veintitrés. Dos golpes, seguidos de un solo timbrazo.
—¿Quién es?
—FBI. ¿El doctor Delaware?
—¿Podría ver alguna identificación, por favor?
—Desde luego, doctor. La sostendré ante la mirilla.
Observé por la mirilla. No distinguí gran cosa, incluso después de encender la luz exterior.
—¿Y qué le parece echarla por la ranura del correo?
Titubeó. Voces que conferenciaban por lo bajo.
—Lo siento, doctor. No podemos hacer eso.
Abrí la puerta unos centímetros, sin retirar la cadena.
—Aquí tiene, doctor.
Vi adelantarse una mano que sostenía un pequeño tarjetero. Escudo dorado por un lado, fotografía en el otro. La foto correspondía a un hombre próximo a la treintena. Pelo castaño claro, corto, con raya a la derecha. Cara ancha, rasgos marcados. HOYT HENRY BLANCHARD, AGENTE ESPECIAL, AGENCIA FEDERAL DE INVESTIGACIÓN. DPTO. DE JUSTICIA DE ESTADOS UNIDOS.
Quité la cadena y abrí la puerta por completo. La versión en tamaño natural de la fotografía estaba en el umbral. Vestía un traje gris, camisa abotonada y corbata azul con una banda plateada; medía metro ochenta, de constitución enjuta que contrastaba con el rostro ancho. Lucía gafas de montura de acero y cristales cuadrados que camuflaban sus ojos. Tras él se hallaba una mujer que parecía de su misma edad. Cabellos de un rubio sucio en peinado de paje, cara de mono capuchino, gafas doradas.
—La agente especial Crisp —dijo Blanchard.
Él y yo nos dimos la mano.
Crisp no sonrió ni me tendió la mano. Era baja, de cintura caída y pantorrillas rechonchas. Su indumentaria indicaba que no le prestaba mucha atención a las frivolidades: traje sastre azul marino, blusa blanca de cuello alto y un bolso negro en imitación de cuero lo bastante grande para contener todos los comestibles de un día. Tras sus gafas asomaban unos ojos de inspector de Hacienda. Tanto Blanchard como ella mostraban la mirada suspicaz y tensa de unos contables que han hecho trabajo en la calle. ¿Seguían reclutando a muchos expertos en contabilidad?
—Es usted prudente, doctor —comentó Blanchard—. Hace bien.
—Con todo lo que está ocurriendo... —dije.
—Desde luego. Perdón por la hora.
—Estaba levantado.
Asintió.
—Así que recibió el mensaje.
—Sí. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Nos gustaría entrevistarle.
—¿Acerca de qué?
Se permitió una leve sonrisa.
—Pues sobre todo lo que está sucediendo.
Retrocedí.
—Pasen.
—En realidad, preferiríamos que viniese con nosotros —dijo Blanchard.
—¿Adónde?
Crisp se erizó ante la pregunta y ante el hecho de que fuese yo quien les interrogara. Los dos se miraron.
Otra leve sonrisa de Blanchard.
—Lo siento, doctor. En realidad, no estamos autorizados a decirle dónde hasta que usted acceda. Ya sé que la condición parece un tanto leonina, pero así son las cosas.
—Las normas sobre transferencia de información, señor —intervino Crisp. Su voz era ronca—. En una cuestión de seguridad no podemos mencionar nada fuera del lugar aprobado.
Blanchard la observó como si se hubiera entrometido. Le dirigió el tipo de mirada que un progenitor de buen carácter le lanza a un retoño que no sabe comportarse.
—No estamos hablando de un requerimiento, de un auto judicial ni de nada por el estilo, doctor, lo que significa que no está obligado a acompañarnos. Pero sería de una gran ayuda para nuestro grupo de trabajo.
—Podemos conseguir un requerimiento con mucha facilidad —añadió Crisp, como si hablase consigo misma.
¿El bueno y el malo? ¿Existía alguna razón para ello o era la fuerza de la costumbre?
—¿El detective Sturgis forma parte de ese grupo de trabajo? —pregunté.
Blanchard carraspeó.
—Como ha dicho la agente Crisp, no estamos autorizados a proporcionar ninguna información fuera del lugar aprobado... es decir, del sitio específico adonde queremos llevarle. Entonces podremos ponerlo todo en claro, pero permítame decirle que es muy probable que se cumplan sus expectativas respecto al detective Sturgis.
Crisp se pasó al otro hombro su gigantesco bolso.
Titubeé.
Crisp miró su reloj y me dirigió una mirada enojada.
—No se preocupe, doctor, somos de los buenos —dijo Blanchard.
—No se ofenda, pero a veces resulta difícil estar seguro —dije.
Su expresión me dijo que se había ofendido, pero su rostro me obsequió con otra sonrisa.
—Supongo que sí —admitió.
Crisp le dio unos golpecitos a su reloj.
—Volvamos mañana por la mañana con los papeles —dijo.
Blanchard no le hizo caso y añadió:
—Oiga, doctor, ¿y si le damos un número para que llame y se ponga en contacto con el grupo de trabajo?
—¿Y si hablo con el propio detective Sturgis?
—En principio eso sería magnífico, pero el problema es que no resulta accesible por teléfono. Tendrá que ser por radio, en una frecuencia restringida. —Se llevó un dedo a los labios—. Le diré lo que haremos. Probablemente podrá hablar con él a través de la radio de nuestro coche.
Y a Crisp:
—¿De acuerdo, Audrey?
Crisp se encogió de hombros con un gesto de tedio.
Blanchard se volvió hacia mí.
—Bueno, pues probaremos. Aunque no estoy seguro de que la central autorice la comunicación: las líneas tienen que estar despejadas en todo momento.
—Intriga de alto nivel, ¿eh?
—Claro. —Sonrisa.
A Crisp no le divirtió.
—De acuerdo, vayamos al coche —agregó Blanchard—. No, mejor aún... Iré yo y traeré el equipo.
—Perfecto.
Se volvió y bajó un escalón.
El bolso de la agente Crisp se deslizó de su hombro y cayó al suelo.
Me incliné, lo recogí y se lo entregué. De cerca olía a chicle de canela y se apreciaba la piel de lija disimulada por la espesa capa de maquillaje.
—Gracias —dijo.
Y por fin recibí una sonrisa de sus adustos labios.
Tomó el bolso con una mano y se llevó la otra a la frente para arreglar un peinado que no necesitaba arreglo. De repente se agachó y se lanzó hacia delante. Me asestó un tremendo golpe de karate en el plexo solar, con unos dedos rígidos que convirtieron su mano en una daga.
Sentí un dolor eléctrico. Me quedé sin aire, doblado sobre el vientre.
Antes de que pudiera enderezarme, alguien que estaba a mis espaldas (tenía que ser el sonriente Blanchard) me dio un puñetazo en los riñones y pasó un brazo alrededor de mi cuello.
Turbio gris de la manga. Una trampa gris. Bajo el tejido, músculos que presionaban contra mi carótida.
Mi mente conocía los movimientos adecuados: tacón en el empeine, codos hacia atrás. Pero mi cuerpo, hambriento de oxígeno, no la obedeció. Todo lo que pude hacer fue revolverme y jadear.
El brazo gris me levantaba sin aflojar la presión, deformando mi cuello como si fuese de pasta. Ejercía fuerza bajo mi mentón para empujar mi cabeza hacia atrás, oprimiendo implacablemente la carótida.
Estaba a punto de perder el conocimiento. Vi a Crisp. Parecía divertida.
Blanchard continuaba apretando. Hubiera querido decirle lo que pensaba de él, lo cerdo que había sido simulando que era un polizonte bueno...
Mis piernas cedieron. En torno de mí surgió una negrura aceitosa, rezumante... un eclipse total de...
Recuperé el sentido tendido en el asiento trasero de un coche con las muñecas sujetas a la espalda. Moví un dedo y sentí algo duro y cálido que no era metal. No eran esposas. Toqué de nuevo. Una especie de plástico, del que la policía emplea para una sujeción rápida.
Del género que siempre me había recordado las tiras con que se cierran las bolsas de basura.
Conseguí sentarme. Sentía la cabeza como si la hubiesen exprimido. Mi garganta estaba tan en carne viva como si hubiera tragado tártaro. Dentro de mi cabeza resonaba el ruido del interior de una concha marina y mi mirada estaba desenfocada. Parpadeé varias veces para ajustar mi visión, para advertir por dónde íbamos... para orientarme.
Blanchard conducía con Crisp a su lado. El coche giró de un modo brusco. Caí, retorcí mi cuerpo luchando por mantener la vertical y perdí. Mi cabeza se estrelló contra la portezuela; las náuseas se abrieron camino por mis entrañas y volví a experimentar la sensación de los golpes recibidos.
Cerré los ojos con fuerza y gemí involuntariamente.
—Ya despierta —dijo Crisp.
Blanchard se echó a reír.
Crisp rió también. Ahora parecían entenderse muy bien. Dos polizontes malos.
O lo que fueran.
Me pareció que íbamos muy deprisa pero podría ser mi cabeza que me daba vueltas. Luché contra las bascas y conseguí enderezarme de nuevo.
Mascullé palabras, emití sonidos.
—Qué... quién...
Me dolían las amígdalas.
—Habla —dijo Crisp.
—Si sabe lo que le conviene, cerrará la jodida boca —repuso Blanchard.
Pegué la cara al cristal de la ventanilla. Frío y sedante. Afuera, más negrura aceitosa.
Una negrura interminable.
La negrura de un ciego de nacimiento.
Sentí una puñalada de vértigo; tenía que concentrarme en no caer. Me aferré con las manos atadas al asiento y noté que se me rompía la uña de un dedo.
Volví a mirar por la ventanilla, apenas capaz de mantener abiertos los ojos. Con la impresión de que mis pupilas estaban empapadas en goma y cubiertas de arena.
Los cerré. La misma negrura plana...
Señoras y señores, esta noche el papel del Infierno será interpretado por la Negrura Absoluta.
Me mordí el labio, frustrado, fofo como una foca varada. Me complací en frotar mi rostro contra el panel de la portezuela. Unas protuberancias metálicas en donde habrían tenido que estar las manijas.
Conversación en voz baja en el asiento delantero. Más risas.
Volví a parpadear. Abrí los ojos para adaptarlos a la oscuridad. Por fin. Pero todo seguía estando turbio. Me dolía enfocarlos.
Aun así, miré. A la búsqueda de alguna referencia.
El negro se volvió gris. Grises. Muchísimos. Contornos, sombras, perspectivas... Era sorprendente cuántos grises había allá afuera cuando uno se dedicaba a contemplarlos.
Calles muertas.
—Observa —dijo Crisp.
Se volvió y me miró desdeñosamente. Su cara de mono me recordó la portada de un libro de Stephen King.
—¿Quieres saber adónde vamos, bonito? Al Valle. ¿Te apetece divertirte esta noche en el Valle?
Atado pero no vendado.
No les importaba lo que viese.
La basura no ofrece peligro.
Me esforcé por permanecer consciente, por recobrar la lucidez e ignorar la debilidad de mi vientre, el martilleo de mi corazón, el ruido de cañerías de mi cabeza.
Blanchard aceleró. Mis ojos se despejaron por fin. Un centro comercial a oscuras. Un macilento farol que arrojaba una luz color orina sobre tiendas abandonadas, carteles rotos y arrancados, muros cubiertos con la sabiduría callejera de las bandas. A través de hierbajos, la visión de un aparcamiento vacío.
Una zona mala del Valle.
Blanchard describió nuevos giros que me desorientaron.
Carteles desperdigados.
CUIDADO CON EL PERRO. CERRADO... ALMACÉN... PROHIBIDO EL PASO ¡Y ESO VA POR USTED!
Luego un rombo anaranjado, reflectante, que brillaba como una gema: FINAL DEL PAVIMENTO.
Blanchard siguió avanzando por un camino polvoriento donde el coche daba saltos.
Al cabo de unos cuantos minutos se detuvo ante una puerta metálica cerrada con un candado.
Crisp salió del coche y el hedor del tubo de escape entró en el vehículo. La oí manipular algo entre chirridos y crujidos.
—Adelante —dijo al regresar.
Blanchard franqueó la puerta. Crisp volvió a salir, cerró y se instaló en el asiento. El coche avanzó por un espacio despejado, dejando atrás varios vehículos aparcados en diagonal: escarabajos Volkswagen. Pensé en el sueño apocalíptico de Charlie Manson. Volkswagen convertidos en vehículos acorazados de las dunas, artillería pesada para la guerra racial que la conspiración pretendía fomentar.
Blanchard redujo la marcha y detuvo el coche frente a un muelle de hormigón. Distinguí una escalera de barandilla metálica y una plataforma de carga. Detrás se veía el esbozo de una edificación rechoncha y de fachada plana, una masa de quince metros de altura sin el menor detalle arquitectónico.
Luz procedente de la izquierda: una bombilla de bajo voltaje que rascaba la oscuridad como una tiza manejada por un niño. Goteaba más luz de la mitad superior de la verja de la puerta. A la derecha, había una puerta mayor, de anchura triple a la de un garaje, chapa ondulada.
Se abrió la puerta más pequeña y de ella salieron tres figuras. Sombras.
Blanchard apagó el motor. Crisp saltó de su asiento como un niño que fuese a una fiesta de cumpleaños.
Pasos. Se abrió la portezuela derecha de atrás. Antes de que pudiera ver sus rostros, aferraron mis tobillos y tiraron de mí hasta sacarme del coche. Al salir, unas manos se apoderaron de mi tronco por el cinturón, bajo los sobacos. Sentí cómo se me clavaban sus dedos.
Gruñidos de esfuerzo.
No hice movimiento alguno. Que trabajasen aquellos bastardos.
Cuando me llevaban, vi por un momento el coche. Color tostado, pensé. Pero no podía estar seguro en aquella penumbra.
Me enderezaron y me empujaron; mis pies se arrastraban sobre el suelo.
Me transportaron con el mismo cuidado que se le dispensa a un saco de carne podrida.
Había llegado la hora de sacar la basura.