31

Abandoné el aparcamiento de la emisora. Esta vez sí me seguía alguien.

Al principio no estuve seguro y pensé si mi inmersión en los recuerdos de la vida fugitiva de Crevolin me habría vuelto paranoico.

La primera confirmación de la sospecha llegó en Olympic esquina La Ciénaga, justo al este de Beverly Hills, cuando el resplandor platino del ocaso inundó mi coche. Un vehículo tostado, al que el mío precedía en la longitud de dos coches, cambió de carril cuando mis ojos se clavaron en el retrovisor por vigésima vez.

Reduje la marcha. El coche tostado hizo otro tanto. Miré hacia atrás esforzándome por distinguir al conductor, y sólo vi una vaga silueta. Dos siluetas.

Disminuí aún más la marcha, y recibí el toque de un claxon en pago a mis esfuerzos. El otro coche se retrasó, aumentando la distancia entre nosotros. Así seguimos durante un rato hasta llegar a un semáforo rojo en La Peer. Cuando se puso verde, pasé al carril más rápido y le di a mi vehículo tanta velocidad como me permitía el tráfico. El coche tostado siguió manteniéndose a distancia y se sumió en el anonimato rodante. Al pasar por Doheny Drive ya le había perdido de vista.

Intenté relajarme pero mi mente volvía una y otra vez a almacenes que estallaban. Mi imaginación rebosaba teorías de conspiraciones hasta que empezó a dolerme la cabeza. Entonces lo vi de nuevo. En el carril central, a la distancia de dos vehículos...

Conseguí pasar al carril central. El coche tostado salió de allí y se adelantó por el carril rápido. Me alcanzaba por la izquierda. ¿Quería verme mejor?

Esforzándome por no mover la cabeza, conseguí mirar por el retrovisor. Ahí seguía.

En el carril derecho el tráfico había cobrado una cierta lentitud. Me desvié hacia allá y reduje la velocidad, confiando en poder echarle un vistazo. Me adelantaron los vehículos que venían detrás. Observaba por la izquierda, aguardando a que pasase el coche tostado. Nada.

Mirada al retrovisor: había desaparecido.

Otro semáforo en Beverly. Detrás de nuevo. A la distancia de dos coches.

Hasta Roxbury no pude volver al carril rápido. El coche tostado siguió conmigo hasta Century City.

El sol ya casi se había puesto. Brillaron los faros; el coche tostado se convirtió en un par de luces amarillas perdidas entre centenares de luces idénticas.

La pérdida de la visibilidad hizo que me sintiera perdido, aunque sabía que así también era más difícil localizarme. La ira reemplazó al miedo. Me encontré mucho mejor.

Practica lo que predicas, doctor.

La mejor defensa es un buen ataque.

Justo antes de Overland, penetré velozmente en el carril central y luego en el derecho; pasé una manzana y luego giré rápidamente hacia una calle lateral, justo más allá del mercado de Ralph. Avancé con celeridad unos cien metros; apagué las luces, me eché a un lado y aguardé con el motor en marcha.

Calle residencial. Casas pequeñas y de buena apariencia. Árboles altos. Sin peatones. Muchos coches junto a una y otra acera. Mi oportunidad para fundirme en la masa.

El primer par de faros que llegó de Olympic pertenecía a un Porsche 944 blanco que cruzó a ochenta por hora y se metió en un callejón al final de la manzana. Distinguí la silueta de un hombre con un portafolios.

Poco después llegó a velocidad moderada una furgoneta Dodge Ram con el logotipo de una empresa de fontanería al costado. Se detuvo en la siguiente esquina y dobló a la derecha.

Luego nada durante varios minutos. Aguardé, casi dispuesto a regalarle mi noche a la paranoia cuando percibí el zumbido de un coche que venía de Olympic.

Oído pero no visto.

El espejo retrovisor revelaba una imagen difusa, simplemente el reflejo de los cromados bajo la luz de un farol: un vehículo con los faros apagados que se acercaba lentamente.

El zumbido se volvió más intenso.

Me agaché.

El coche tostado pasó a unos quince kilómetros por hora: un sedán Plymouth, no muy diferente del vehículo sin distintivos que empleaba Milo. No muy diferente del que pensó que nos seguía camino del Centro del Holocausto.

Quince kilómetros por hora. Como pasan los polizontes cuando buscan jaleo.

De repente me pareció que mi motor hacía un ruido ensordecedor. Tenían que haberlo oído. Debería haberlo parado...

Pero el coche tostado prosiguió su marcha, giró a la derecha y desapareció. Salí de allí con los faros apagados y fui detrás. Lo alcancé cuando volvía a doblar a la derecha. Intenté ver la matrícula, no pude y me acerqué más.

No lo suficiente para distinguir con detalle a los dos que iban dentro.

Pisé el acelerador, me pegué a la cola.

Encendí los faros.

Placas no reflectantes, un número, dos letras, cuatro números más. Tomé una instantánea mental y estaba revelándola cuando el pasajero se volvió bruscamente y miró hacia atrás.

El sedán tostado se detuvo en seco. Frené para no chocar. Por un momento pensé que habría un enfrentamiento y me preparé para dar marcha atrás. Pero el coche tostado partió al instante con un rechinar de neumáticos.

Dejé que se alejara, conservando las letras y los números en mi cabeza hasta llegar a casa.

Esta vez tampoco logré hablar con Milo. ¿Dónde diablos estaba? Marqué el número de su casa y me respondió de nuevo el contestador automático. Llamé a la sala de emergencia del Hospital de Cedros-Sinaí y pregunté por el doctor Silverman. Rick se hallaba en plena operación quirúrgica y no podía ponerse al teléfono. Llamé de nuevo al contestador automático y recité la matrícula del coche, expliqué por qué era tan urgente identificarla cuanto antes e hice un resumen de lo que me había contado Terry Crevolin. Hablando con la maldita cosa como si fuese una persona, un viejo compinche... Mahlon Burden se habría sentido orgulloso de mí.

Cuando concluí, llamé a casa de Linda.

—Hola —dijo—. ¿Lo has visto ya?

—¿Ver qué?

—Lo de Massengil. Se ha descubierto el pastel. Ahora mismo, en las noticias de las seis. Vuelve a llamarme cuando estés harto.

El telediario presentaba el segundo asesinato del difunto parlamentario. Éste no era tan rápido ni tan limpio como el tiro en la cabeza que recibió en el patio trasero de Sheryl Jane Jackson. Una foto de Massengil, como las que toman a los detenidos. Una foto antigua de Cheri P con permanente y ojos muy sombreados, no cabía duda de que tomada en una detención. El fotógrafo oficial había captado el aire de prostituta callejera, con navaja en el bolso, que tuvo antaño.

La satisfecha presentadora hablaba con voz abochornada del sexo mercenario... la relación exacta existente entre las dos víctimas y la Jackson todavía no está clara... escándalo sexual... sexo, sexo, sexo... la reputación de Massengil como político conservador en la lucha contra la pornografía... veintiocho años en la Asamblea estatal defendiendo... sexo... consejero psicólogo... sexo...

No tenía por qué haberse molestado en hablar. Las imágenes seguían valiendo por millones de palabras: Massengil bramando con la boca abierta; la bien remunerada santurronería de Dobbs. Los ojos de Cheri, rebosantes de corrupción y desafío.

Ahora una filmación. La viuda de Massengil que salía de su casa para dirigirse a un coche; vestida de negro, la cara y la mata de pelo blanco ocultos por un velo y las manos, vacilante, aferrada con un gesto protector por los cuatro hijos. Entre flashes y micrófonos extendidos hacia ella. La afligida familia los esquivaba con toda la dignidad de los criminales de guerra empujados hacia un tribunal.

Luego apareció el comentarista político de la emisora, preguntándose quién iba a ocupar el escaño de Massengil durante el resto de la legislatura. Al parecer, podía recurrirse a un tecnicismo político. Puesto que la muerte de Massengil había tenido lugar después del periodo de proclamación de candidaturas para la siguiente legislatura, no habría una elección especial y esos ocho meses quedarían en barbecho. De acuerdo con la tradición, se había considerado a la viuda como su reemplazante más probable, pero las revelaciones de hoy volvían muy difícil semejante salida. La pantalla ofreció rostros de posibles candidatos: un teniente de alcalde del que nunca se había oído hablar, un ex presentador de televisión obsesionado por separar el papel del resto de la basura, que emergía cada pocos años para jugar a ser un pequeño Harold Stassen y al que se consideraba como un chiste municipal.

Y luego Gordon Latch.

El comentarista informó sobre «rumores internos» a partir de los cuales Latch estaba pensando presentar su candidatura al puesto vacante. Después, en otra filmación, se le mostraba en su despacho, esquivando preguntas mientras hacía saber a los telespectadores que «en tiempos difíciles como éstos todos debemos unirnos y prescindir de las ambiciones personales. Estoy de todo corazón con Hattie Massengil y los muchachos. Les pido a todos ustedes que se abstengan de actuar con una crueldad innecesaria».

Apagué el televisor y llamé a Linda.

—Ya estoy harto.

—No era admiradora suya pero odio ver a su pobre familia arrastrada por el fango.

—Ayer héroe, hoy charquito de orina.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué un día después? La policía lo supo desde el primer momento.

Medité.

—Frisk le arrebató el caso a Milo por su potencial gloria, pero quizás haya tenido tiempo de pensar, examinar los hechos y comprobar que sería un proceso lento. Un caso glorioso es una espada de doble filo: si no obtiene sospechosos, corre el riesgo de aparecer como un incompetente a los ojos del público. Al desplazar el caso hacia un escándalo sexual, gana tiempo; advertirás que no se ha hecho mención de ningún progreso en la investigación.

—Cierto. Sólo han hablado de sexo.

—Una vez y otra, y otra más... Como si el hecho de que Massengil fuera un canalla repugnante hiciera un poco menos importante la necesidad de saber quién le mató, ¿no? Puede que gracias a eso Frisk obtenga un poco más de paciencia del público. Desde luego, existe la posibilidad de que no fuese Frisk quien lo filtrase.

—¿Latch?

—Encaja, ¿no te parece? He conocido dos casos en que parecía estar muy al tanto de los pasos de Massengil; es posible que tuviera un submarino entre el personal del parlamento y éste le informara de sus actividades extraprofesionales. Y no es que sea el único candidato. A Massengil le sobraban enemigos en Sacramento; había mucha gente que le odiaba lo suficiente como para escupir en su tumba. Latch podría haber usado la información aprovechando la oportunidad para pasar de conciliador a contrincante. Muy típico de su proceder habitual: talento para sobrevivir y medrar a base del infortunio de los demás.

—Suena a carroñero —dijo Linda—. Como si fuera un buitre. O un gusano.

—Pues yo pensaba en un escarabajo pelotero.

Se echó a reír.

—Bien, y ahora que hemos evocado imágenes tan apetitosas, ¿has cenado? Tengo ganas de cocinar.

—Me gustaría, pero no es la noche más oportuna.

—Oh. —Parecía ofendida.

—Quiero verte, pero...

—¿Pero qué, Alex?

Respiré hondo.

—Escucha, no quiero asustarte, pero estoy muy seguro de que alguien me ha estado siguiendo. Y no creo que sea la primera vez.

—¿De qué hablas?

—De la noche en que cenamos en Melrose. Me parece que salieron del local al mismo tiempo que nosotros. Nos siguieron un rato. Entonces pensé que les había dado esquinazo pero ahora no lo creo.

—¿Lo dices en serio?

—Por desgracia.

—¿Por qué no me lo contaste esa noche?

—Supuse que me había dejado llevar de la imaginación... no parecía existir justificación. Luego Milo, yendo juntos, me dijo que alguien nos seguía. Creía que era cosa de Frisk o de alguien del servicio. Un brazo del Departamento de Policía de Los Ángeles intentando averiguar lo que hace el otro brazo. Milo no es el tipo más popular del departamento.

—A los polizontes les encanta seguirse entre ellos. Pensamiento paramilitar, destrucción de lo individual... Mi padre sabía toda clase de historias sobre agentes sorprendidos con los pantalones bajados. Sus ojos se iluminaban al contarlas. —Pausa—. ¿Y por qué iban a seguirte?

—Culpable por asociación. Y no te preocupes, pronto tendré una respuesta. Conseguí la matrícula del coche que me ha seguido hoy. Tan pronto como logre hablar con Milo, él podrá identificarlo.

—No te preocupes, ¿eh? Pero temes estar conmigo esta noche.

—Es... sencillamente, no deseo que corras... riesgos.

—¿De la policía? ¿Por qué iba a correr riesgos de ellos? He pagado todas mis multas por aparcar donde no debía. Estoy limpia, doctor.

No dije nada.

—¿Alex?

Volví a contener la respiración. Preparaba mentalmente mis palabras mientras iba soltándolas y se soltó todo. Novato, Gruenberg, Crevolin, Bear Lodge...

—¿Por qué no me lo has contado antes? —me preguntó en cuanto hube terminado.

La frialdad.

—Supongo que intentaba protegerte.

—¿Y qué te hizo pensar que necesito protección?

—No era eso, no tiene nada que ver contigo. Hemos pasado buenos ratos juntos. No quería... mancharlos.

—Y me lo has ocultado.

—No hay otros motivos...

—De acuerdo. Que te diviertas esta noche.

—Linda...

—No —repuso—. No me arrojes más palabras. Ya tengo bastantes. Y no te preocupes por mí. Ya soy mayorcita. No necesito que nadie me proteja.

Colgó. Cuando intenté llamarla otra vez, comunicaba. Marqué el número de la central y me informaron que el teléfono estaba descolgado.

En cuanto me quedé solo mis pensamientos vagaron de angustia en angustia. Fábricas de bombas. Conspiración de asesinos. Grupos. Conversiones políticas...

Y por todas partes corría el mismo hilo.

Latch.

Pensé en el proceso de purificación que había transformado el tipo de Hanoi en un político en ejercicio, en aquellos años de reclusión con Miranda en algún lugar del Noroeste.

Años de reclusión después de lo ocurrido en Bear Lodge.

Tiempo, dinero y una sonrisa fácil. ¿Qué más necesitaba un político en los años ochenta? Pero ¿qué sería de la sonrisa si el dinero dejaba de fluir?

Recordé la expresión ceñuda de Miranda Latch en el concierto y me pregunté cuánto tiempo seguiría abierto el grifo. Me acordé de alguien que podría decírmelo.

Hacía horas que el Tribunal superior había cerrado sus puertas pero estaba seguro de que tenía en mi Rolodex el número del teléfono de la casa de Steven Hupp. Fui a la biblioteca y lo encontré. Una central de Pasadena. Me respondió una voz femenina, muy joven y vivaz que hablaba con acento escandinavo.

—Residencia del juez Hupp.

—Quiero hablar con el juez, por favor.

—¿De parte de quién?

—Alex Delaware.

—Un momento.

Un instante después se puso Steve.

—Hola Alex. ¿Cambiaste de opinión respecto a lo de Suiza?

—No, juez Hupp, y lo lamento. ¿Cómo está la residencia?

—Ésa era Brigitte, nuestra au pair. Recién llegada de Suecia. No sirve para mucho en cuanto a trabajos domésticos pero le encanta responder al teléfono; se siente orgullosa de su inglés. Y de sus piernas. Julie la odia. Bueno, ¿a qué debo el placer, si no has cambiado de idea?

—A que quiero pedirte un pequeño favor... cierta información.

—¿Qué clase de información?

—Saber si cierta persona ha solicitado recientemente la disolución de su matrimonio. ¿Violo con eso alguna norma ética?

—No, es público, a menos que precintemos el expediente de alguien... y no nos mostramos muy inclinados a hacerlo. En realidad, tiene que haber muy buenas razones para que procedamos de ese modo. Y no es que vayamos dando información por ahí... ¿Por qué quieres saberlo?

—Se relaciona con un caso en el que trabajo.

—Lo que significa que no puedes decírmelo.

—Bueno...

Se echó a reír.

—Alex, Alex, ¿todavía no has aprendido que no se va muy lejos por las calles de una sola dirección? De acuerdo, lo liaré por ti. Recuerdo todas las cosas desagradables que me ayudaste a poner en claro. ¿Cuál es el nombre de esa persona?

Se lo dije.

—Oh. ¿Estás relacionado con ellos? No sabía que había llegado tan lejos. Ni tan siquiera sabía que tuviesen niños.

—¿Qué quieres decir con eso de «tan lejos»?

—Su abogado presentó una declaración preliminar hace un par de semanas. Tendrán que recorrer un largo camino antes de que se presente el asunto de la custodia. No espero verles en el tribunal hasta dentro de medio año. ¿Crees que será sucio?

—Podría serlo. Hay mucho dinero por medio.

—Todo de ella. Pero no me imagino a Latch solicitando una pensión por el divorcio. No favorecería gran cosa su imagen pública, ¿verdad? Joven en la cresta de la ola viviendo a costa del dinero de su mujer...

—Está en la cresta de la ola.

—Oh, sí. Por el Ayuntamiento se dice que se aburre con los asuntos municipales y que le ha echado el ojo al escaño que Massengil tuvo la amabilidad de dejar libre; y luego, adelante hacia el Congreso, a Washington... En cualquier caso, me alegro de que intervengas. Tal vez así reduzcamos al mínimo la dosis de metralla.

—Así lo espero, Steve. Gracias.

—Ya sabes. Cuando te vaya bien... Te veré en el Tribunal.

Me irritaba la idea de quedarme en casa, así que decidí salir hasta que pudiera hablar con Milo y averiguar quiénes iban en el coche tostado. Me pareció una buena idea dar un paseo por la costa. Cuando estaba en la puerta, llamó mi servicio telefónico.

—Doctor Delaware —dijo una operadora cuya voz no reconocí—, no ha llamado desde el mediodía para recibir sus mensajes y hay un montón.

—¿Algo urgente?

—Vamos a ver... hum... no lo parece. Pero el detective... ¿Spurgis?

—Sturgis.

—Ah, ¿con t? Soy nueva aquí. Lo anotó Flo... y me cuesta leer lo que escribe. Pues bien, el detective Sturgis dejó uno muy largo. ¿Quiere que lo guarde o se lo leo?

—Léamelo, por favor.

—De acuerdo, vamos a ver. Quiere que le diga que las cosas han llegado a F mayúscula, E mayúscula, D mayúscula. Supongo que es FED, al menos así lo escribió Flo. F mayúscula, E mayúscula, D mayúscula. O quizá sea una T. Las cosas han llegado hasta allí. FED. O TED. Pero usted no se llama Ted así que supongo que será FED. Lo que sea ha llegado a FED. Que ya tendrá noticias. Que espere. ¿Entendido?

—Entendido. ¿A qué hora llamó?

—Vamos a ver... aquí dice que a las cinco y media.

—Gracias.

—Estoy segura de que es una buena noticia, doctor Delaware. Qué vida tan interesante debe de llevar usted.