Capítulo 11
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La copa mágica
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En este capítulo
• El origen del mito
• Los poderes del cáliz sagrado
• El paradero del Santo Grial
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En este planeta encantado
habitan enigmas por los que he pasado de puntillas. En ocasiones,
porque soy consciente de mis limitaciones; en otros casos, porque
mis informaciones o la intuición me dictan que el enigma en
cuestión no es tal. En este último grupo figura, por ejemplo, el no
menos célebre Santo Grial. Conozco la leyenda y parte de la
generosa literatura vertida por su causa. Y, sintiéndolo en el
alma, me parece harto improbable que alguien pudiera rescatar, hace
dos mil años, el cáliz que utilizó Jesús de Nazaret en la Última
Cena.
Sin embargo, y muy a pesar mío, toda suerte de personajes —reales algunos e irreales la mayoría— se han empeñado en el romántico sueño de encontrar la supuesta reliquia. Hasta la fecha, nadie lo ha conseguido, y no creo que nadie lo logre jamás, porque, como decía, pienso que la copa se perdió en el remolino del tiempo. Pero lo cierto es que la historia del Grial es uno de los mitos más célebres de Occidente. Sigue llenado páginas de libros, revistas y guiones de todo tipo. Poco importa que el origen del mito se remonte a hace casi mil años. Conecta con cada nueva generación, y parece que aún le queda cuerda para rato.
He oído las más disparatadas hipótesis
acerca del sentido del Grial y de su actual paradero. Hay quien
opina incluso que no se trata de la copa de la Última Cena, sino de
un supuesto hijo que tuvo Jesús con María Magdalena. Hay teorías
que lo relacionan con la piedra filosofal, la feminidad e incluso
con la menstruación. Por probar, que no quede. Y respecto a su
paradero, parece que cualquier castillo o monasterio colocado sobre
una peña pudiera ser su destino final. Como ves, demasiadas
habladurías, demasiadas hipótesis sin demasiado fundamento. Por lo
tanto, y aunque el Grial no se cuente entre mis especialidades, me
veo en la obligación de dedicarle un capítulo en este Enigmas y misterios para Dummies. Así me lo exigen
la fuerza que ha adquirido el mito durante los siglos, el interés
que todavía suscita y los confusos delirios que su persecución ha
provocado. Yo nunca he ido a la búsqueda del Grial, pero esto es lo
que me han enseñado aquellos que sí lo hicieron.
Así empieza todo
Podría parecer que el origen del mito está claro: el Jerusalén de hace unos dos mil años, en la casa de un anónimo discípulo de Jesús de Nazaret donde se celebra la Última Cena. Allí es donde la copa aparece en juego por primera vez, supuestamente entregada por Jesús a sus discípulos en lo que es la primera Eucaristía; algo así como la primera comunión del cristianismo. ¿Es ahí donde una vulgar copa se convierte en uno de los objetos más deseados y perseguidos en la historia de la humanidad? Según dicen los evangelios, la respuesta es negativa.
La versión oficial
Los cuatro evangelios
reconocidos por la Iglesia católica, los de Mateo, Lucas, Marcos y
Juan, hacen mención a la Última Cena, aunque no todos describen el
momento en que Jesús reparte el vino entre sus discípulos y utiliza
la copa. Así es cómo lo describen cada uno de los evangelistas.
• En el de Mateo, que se utiliza en la liturgia católica: “Y tomando el cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: ‘Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados’ ”.
• Marcos es aún más breve y conciso: “Tomando el cáliz, después de dar gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos”.
• Y Lucas concreta cuál es el contenido de la copa: “Tomando el cáliz, dio gracias y dijo: ‘Tomadlo y distribuidlo entre vosotros, porque os digo que desde ahora no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios’ ”.
• Juan es el único evangelista que no hace mención explícita al cáliz; en su lugar, la Última Cena se llena de un discurso más filosófico donde el amor es el mensaje. Es el único evangelio que describe el acto de humildad en el que Jesús lava los pies de sus discípulos.
Como se puede ver, hay muy pocas pistas. No
sabemos ni cómo es ni qué aspecto tiene. De hecho, no sabemos ni de
quién es, porque ninguno de los textos oficiales nos dice de quién
era la casa donde se celebró la Última Cena. Lo único que nos
cuentan es que la sala era amplia, alfombrada, y propiedad de un
misterioso hombre que llevaba a cuestas un cántaro de agua. Ésa es
la pista que deben seguir los apóstoles para encontrar el lugar;
una señal inconfundible, porque las mujeres eran las encargadas de
acarrear las tinas en aquellos días.
Figura 11-1:José de Arimatea era miembro del Sanedrín
Los evangelios
apócrifos, en cambio, sí revelan el nombre del propietario del
lugar, y suponemos que de la cristalería. Se trata de José de
Arimatea, un hombre próspero que formaba parte del Sanedrín, del
mismo consejo judío que pidió la muerte de Jesús. José se contaba
entre los más devotos fieles del Nazareno, e hizo todo lo posible
para detener el proceso que llevó a la muerte de su maestro. No lo
consiguió, pero fue quien cedió el lugar de la Última Cena y se
ocupó de bajar el cuerpo de la cruz, después de pedírselo
personalmente a Poncio Pilato. Seguramente recordarás que José de
Arimatea también está implicado en el misterio que envuelve a la
Sábana Santa (capítulo 8), como la persona que envuelve a Jesús en
la tela que más tarde se convertirá en santa. No puede decirse que
invirtiera mal sus recursos: las dos reliquias más preciadas de la
cristiandad salieron de sus armarios.
A partir de ahí, poco más se sabe. En los textos oficiales no hay noticias de que José se quedara la copa y la guardara con el cuidado que merecía. No parece que nadie reparara lo más mínimo en ella. Los evangelios apócrifos tampoco se entretienen mucho en el tema, a pesar de que le dedican unas cuantas líneas más a José de Arimatea (evangelio de Nicodemo), quien fue apresado y encarcelado por los miembros del Sanedrín. Dicho evangelio relata con detalle el cautiverio de José y cómo el Jesús resucitado lo liberó.
En los textos históricos inmediatamente posteriores a la muerte de Jesús, ya sean oficiales o apócrifos, no hay referencia alguna a que ocurriera nada especial con la famosa copa. Habrá que esperar muchos siglos hasta que se vuelvan a tener noticias escritas del cáliz sagrado. En cambio, durante esos años de oscuridad, otras tradiciones nos hablan de copas y vasos de mágicos poderes. Las posibles bases paganas que propicien la posterior aparición de las leyendas del Grial.
El caldero mágico
Ya desde los tiempos de la civilización mesopotámica —en el antiguo Irak—, el agua y los recipientes que la contienen, como copas, platos y jarras, han tenido un importante valor simbólico en los rituales religiosos. Se solían relacionar a menudo con el nacimiento, la vida y el vientre de la mujer. Además de en Mesopotamia, también encontramos referencias al papel jugado por copas y vasos en las ceremonias religiosas de India y Grecia.
No obstante, es en la tradición celta
donde vemos de forma más clara una relación directa con las futuras
leyendas del Grial. Según estas leyendas, el dios benéfico Dagda
cuidaba de un Caldero de la Abundancia, un cuenco que contenía la
sabiduría y que era capaz de saciar a quien comiera de él. El
Caldero de Gundestrup, un bellísimo cuenco encontrado en Dinamarca
y datado hacia el siglo II a. C.,
sería un perfecto ejemplo de la importancia que tenían los vasos en
las culturas de origen celta.
Según las leyendas
originarias de Gales e Irlanda, el caldero no sólo daba alimento,
sino que además podía revivir a los muertos. Más tarde verás que
una de las mágicas propiedades atribuidas al Grial es,
precisamente, la capacidad de alargar la vida. Los celtas ya
atribuían a los calderos este poder mágico, como se puede apreciar
en la historia de Ceridwen, una diosa que utilizó el Caldero del
Ingenio para preparar una pócima que compensara la terrible fealdad
de su hijo, Afagddu. Según la historia, para preparar el brebaje
había que dedicar tiempo y esfuerzo. Así pues, como la tarea era
larga y pesada, se la encomendó a Gwion, un sirviente. Mientras
removía el brebaje, tres gotas cayeron sobre el joven plebeyo,
quien se convirtió de inmediato en un increíble mago y poeta.
El rey que nunca existió
La mayoría de historias en las aparece el cáliz sagrado tienen como protagonistas al mítico rey Arturo y a sus caballeros de la Mesa Redonda. Pero el rey, tal como lo tenemos en mente, no existió en la vida real. No hubo nunca una espada clavada en una piedra, un mago Merlín ni una mesa redonda. Son una pura fantasía literaria.
En el mejor de los casos, la figura de Arturo podría basarse en la historia de un jefe militar galés, hijo de patricios romanos, que habría defendido heroicamente la Bretaña de los invasores sajones. Aunque hay referencias históricas que hablan de ese caudillo que frenó a los sajones, la posibilidad de que el mítico rey fuera aquel terrateniente romano es muy remota.
La primera noticia que tenemos del rey Arturo como tal nos llega desde una obra escrita hacia el 1130-1135, la Historia Regum Britanniae de Godofredo de Monmouth, que pretendía ser un recuento fiel de los reyes que habían poblado Gran Bretaña. Lo cierto es que dista mucho de ser fiable y precisa, y se considera básicamente como una obra de ficción. Lo importante es que nos habla por primera vez del rey Arturo, de su padre Uther Pendragón, del mago Merlín y de la espada Excalibur. A partir de ahí, queda abierta la veda para los escritores de toda la Europa Occidental, que toman la figura del rey y de toda su saga para construir las bases de la novela caballeresca.
La influencia que tuvieron las leyendas celtas sobre la literatura medieval cristiana fue considerable, hasta el punto de que algunos de los personajes que aparecen en estas historias precristianas tienen su equivalente en los relatos caballerescos. Parece lógico pensar, por lo tanto, que el Grial experimentó un proceso similar. De este modo, lo que primero fue un cuenco celta se habría transformado en el cristiano Santo Grial, por obra y gracia de unos cuantos escritores de romances canallescos que poblaron la Europa de los siglos XII y XIII.
El mito cobra vida
El francés Chrétien de Troyes, nacido hacia el 1150, es el autor por antonomasia de novelas artúricas y el responsable de desarrollar la mitología que hoy conocemos. Poeta cortesano de origen humilde, conocía muy bien los relatos las tradiciones celtas y bretonas gracias a la estrecha relación que mantenían estos territorios desde la invasión normanda del año 1066. Nos han llegado cinco de sus obras artúricas, aunque se supone que escribió muchas más. La que nos interesa es su obra póstuma, que dejó inacabada al sorprenderle la muerte en mitad de su elaboración: es el Conte du Graal o Perceval, que data del año 1180.
El Perceval tiene 9293 versos y, como decía, queda
interrumpido antes de desvelar muchos de los secretos que contiene
el Grial. Trata de la historia de un joven, único hijo vivo de una
humilde familia, a quien su madre mima en exceso para alejarlo de
los problemas del mundo, con lo que se convierte en un joven
ingenuo que no conoce ni el miedo ni la vergüenza. Un día ve a unos
relucientes caballeros en un bosque cercano a su casa. Al
encontrarse con ellos, le cuentan que sirven al rey Arturo, e
impresionan tanto al muchacho que éste ya no puede pensar en otra
cosa que no sea hacerse caballero y visitar al rey Arturo.
Para desgracia de su madre, Perceval se va
de casa y empieza un recorrido que lo llevará a la corte de Arturo,
donde demuestra su valor y empieza su carrera como caballero. Tras
unos cuantos duelos y un romance con la bella Blancaflor, Perceval
llega a un desolador paisaje llamado Terre
Geste o Tierra Desolada, donde no crece absolutamente nada.
Mientras cruza el territorio se topa con un viejo que pesca en una
barca, el Rey Pescador, que le sugiere que visite el castillo del
Grial. Ésta es la primera vez en la que se cita el término en un
texto escrito.
Figura 11-2: Jesús, pescador de almas
Perceval obedece y, al
llegar al castillo, se encuentra otra vez con el Rey Pescador,
quien le regala una espada y con quien mantiene un amistosa
conversación. En mitad de charla entra un peculiar cortejo
encabezado por un sirviente que lleva una lanza de la que brota una
gota de sangre. Lo cierra una chica, vestida de gala, que lleva en
las manos un Grial, una copa o plato, de la que brota una luz
cegadora. Perceval, por prudencia, no comenta nada, pero luego
descubrirá que, si hubiera preguntado por la naturaleza del Grial,
habría liberado a la Tierra Desolada y al Rey Pescador de su
maldición. Después de dejar el lugar, varios personajes le
recuerdan su error al pobre Perceval, así que, tras ser nombrado
caballero, decide volver al castillo del Grial para intentar
enmendar su error. Y ahí se corta la historia.
Vemos que el Grial se convierte en el tema central en la obra de Chrétien de Troyes, pero en ningún momento se lo relaciona con la copa de la Última Cena. El Grial, símbolo de la luz, tiene un carácter místico, pero nada más. Entonces ¿quién es el responsable de unir el relato artúrico con la tradición cristiana? La respuesta la tienes en el próximo párrafo.
Y el Grial se hace santo
Al describir la comitiva que interrumpe la
charla que mantienen Perceval y el Rey Pescador, seguramente te
habrás percatado de que la peculiar procesión está encabezada por
un sirviente que lleva una lanza. Un arma de la que cae una gota de
sangre. ¿Una copa? ¿Una lanza? ¿Un Rey Pescador? No hace falta ser
muy ingenioso para relacionar ambos objetos con la lanza de
Longinos, que atravesó el costado de Jesús, y con el cáliz de la
Última Cena. Y, con respecto al Rey Pescador, los evangelios nos
presentan varias veces a Jesús como un “pescador de almas” que las
llevará al “reino de los cielos”.
El escritor que unió la tradición artúrica y la cristiana fue otro francés, Robert de Boron. Escribió hacia el 1200 el Roman de l’Histoire du Graal, una obra en la que hace un repaso completo de la vida y milagros del rey Arturo. La obra estaba dividida en tres partes, de las que sólo nos han quedado la primera y unos pocos versos de la última. Es en esta primera parte, titulada José de Arimatea, donde se cuenta que el buen José, al pie de la cruz, recogió la sangre que había abierto la lanza de Longinos con el cáliz de la Última Cena. Así, la copa adquiere un valor extraordinario y se denomina por primera el “Santo Grial”.
Ésta es la primera vez en que
se cuenta semejante versión de la historia. A pesar de que muchos
creen que aparece en los evangelios apócrifos, hay que reconocer
que se debe única y exclusivamente al talento de Robert de Boron.
En unos tiempos en que la cristiandad no estaba pasando por su
mejores momentos, como consecuencia de la caída de Jerusalén en
manos musulmanas, no es de extrañar que muchos se aferraran al
Grial como una forma de subir la moral de fieles y cruzados.
La historia de Boron sigue, y describe el cautiverio de José de Arimatea que ya nos contaba el evangelio apócrifo de Nicodemo. Pero a diferencia del texto antiguo, aquí Jesús hace a José el responsable del Santo Grial, una pieza que desde ese momento debe ocupar un papel trascendental en el culto cristiano. Las peripecias de José incluyen su huida de Palestina, debido a la persecución que sufren los cristianos, y concluyen cuando por fin encuentra refugio en la Gran Bretaña, en Glastonbury, donde erige un templo que dará cobijo al Grial.
Quiero dejar claro que la historia de Boron es pura ficción. Una persona que haya estudiado mínimamente las condiciones de la muerte de Jesús, y que sepa de la urgencia y la clandestinidad con la que se retiró y enterró el cadáver, no puede creer que José de Arimatea encontrara tiempo para semejante extravagancia. Sin embargo, en los últimos años he oído voces que pretenden dar veracidad a dicha historia. En absoluto.
Otra cosa muy distinta es que, en aquellos tiempos de retroceso cristiano frente al avance musulmán, algunos dirigentes decidieran estimular la creencia en un Grial real y auténtico, en especial entre las tropas que iban a luchar a Tierra Santa. Seguro que más de un soldado cruzado debió de sentirse como un artúrico caballero andante, capaz de soportar las más duras penurias y sacrificios en su búsqueda del Grial. Además, la historia de Boron daba a la sangre una importancia crucial dentro de la doctrina cristiana, y al Grial un poder místico que haría de él la reliquia más codiciada del mundo occidental.
Pero ni Chrétien de Troyes ni Robert de Boron dan detalles sobre las cualidades y virtudes de la copa. Sabemos que es un objeto del que emana una luz cegadora, y que parece tener una influencia determinante en los acontecimientos que a su alrededor se dan cita. Pero ¿en qué consiste ese poder? ¿Qué es capaz de hacer el Grial?
El poder del Grial
Creo que ha quedado claro
cómo el mito del Santo Grial es precisamente eso, un mito, un
relato de ficción que enraizó en la forma de ser de las gentes —y
dirigentes— de los territorios bajo la influencia del Sacro Imperio
romano. Es una mezcla de relatos y leyendas que, hacia el año 1200,
adquieren un carácter cristiano y arraigan en el imaginario
popular.
Esa evolución de lo pagano a lo cristiano comportó además un efecto no deseado: la confusión entre ficción y realidad. El Grial de Chrétien de Troyes es un objeto que aparece en una novela; el Grial cristiano es la copa que Jesús de Nazaret usó en la Última Cena, de la que hablan los evangelios. Un objeto arqueológico que, si creemos en lo que nos cuentan los textos sagrados, tuvo que existir realmente en aquella casa de Jerusalén. Por lo tanto, ¿quién nos dice que no pueda estar escondida por ahí?
Ya tenemos el lío montado. El Santo Grial
pasa a ser un objeto real. Ya sólo nos falta acabar de darle color
y hacer los últimos retoques. Ah, sí, y llenarlo de contenido, que
para eso es una copa. Como en las anteriores etapas de toda esta
historia, será un escritor de ficción, esta vez alemán, quien se
encargará de abrirnos los secretos de la misteriosa joya. Las
virtudes descritas por ese poeta y caballero impregnan el mito
todavía hoy.
Eschenbach superstar
Wolfram von Eschenbach nació en Baviera hacia el 1170 y, a juzgar por lo que nos ha llegado de él, debió de ser todo un personaje. Una verdadera estrella. Trovador y caballero andante, sensible y rudo a la vez, poseía un enorme talento aunque no sabía ni leer ni escribir. Tenía una memoria prodigiosa, a la que aunaba una creatividad desbordante, lo que lo hizo muy popular en toda Centroeuropa. Eschenbach dictó a un escriba varias de sus obras, entre las que destaca por encima de las demás el Parzival; un extenso poema de 24 810 versos que debió concebir hacia el año 1210.
El Parzival de Eschenbach copia casi literalmente la
línea argumental del Perceval de
Chrétien de Troyes, que el francés dejó a medio hacer. Quizá la
única diferencia digna de mención es la forma del Grial, que aquí
es una piedra preciosa llamada lapsit
exilis. Lo interesante empieza precisamente donde termina la
obra original: en el momento en el que deben empezar a darse las
respuestas acerca del poder de la joya. Como apunte, cabe decir que
Eschenbach no fue el único que se atrevió a continuar la obra de
Chrétien. Hay unas cuantas versiones más.
En el momento en que retoma la historia, Eschenbach nos sitúa ante un Parzival que lleva cuatro años y medio buscando el Grial. Tras haberse dejado el alma y la espada por el camino, Parzival conoce a Trevrizent, una especie de ermitaño, un hombre santo, que lo convertirá en una persona renovada. Trevrizent le hablará de la luz y de las tinieblas, de la importancia de la penitencia y de la regeneración del alma. Le dará además algunas pistas que acabarán de dar forma definitiva al mito del Grial.
Las virtudes de la joya
Para empezar, el trovador alemán pone nombre el castillo donde se encuentra el Grial. Ese lugar se llama Montsalvach, lugar en el que vive un cofradía que impide que los impuros puedan acercarse a él. La joya guardada en Montsalvach tiene grabados una serie de nombres, que se corresponden con los reyes del Grial, con sus señores. Sólo los que vean su nombre escrito en la joya, perfectos de corazón, son dignos de acceder a su poder. Vemos, por lo tanto, cómo en la versión alemana se añade un importante componente elitista a la historia.
Eschenbach escribe
además que los caballeros templarios son los guardianes que
custodian el Grial; un detalle que resulta muy curioso, porque
introduce una referencia cristiana en un poema donde el principal
motivo es el mundo artúrico. La alusión a la orden formada por los
monjes guerreros va a ser una constante de ahora en adelante, y
cualquier zona que cuente con su presencia va a ser candidata a
atesorar el destino del Grial. Cada uno de los castillos que
construyó la orden del Temple se convierte, en la mente de poetas y
soñadores, en un posible Montsalvach.
En su descripción del misterio del Grial, el misterioso ermitaño inventado por Eschenbach nos revela cuáles son sus propiedades, en qué consiste el poder del Grial:
• Da sustento sin fin. Los alimentos que comen los templarios proceden del Grial, y bastan para saciar a cualquier hambriento. El alimento puede ser tanto físico como espiritual.
• Cura a los heridos. En siete días, el Grial es capaz de curar al más enfermo.
• Emite una luz muy brillante, blanquísima, que puede provocar un trance en el espectador.
• Da la victoria en la batalla. Aquel que pueda acercarse al Grial, jamás tendrá rival en cuanto a nobleza y honor.
Algunas versiones posteriores del mito añaden una quinta característica, que tendría que ver con el poder destructor del Grial. Del mismo modo que los perfectos que se acerquen a él se llenarán de su poder, aquellos que lo hagan con el alma impura recibirán un golpe que puede ser mortal. El Grial se convierte así en un objeto mágico, que alberga todo lo que puede desear un caballero: riqueza espiritual y valor en la batalla. Dos conceptos sin los que es imposible entender la Baja Edad Media y que se unen a la perfección en el ideal cruzado y templario.
Los perfectos guardianes del Grial
Hay quien también quiere ver en la obra de Eschenbach alusiones veladas a los cátaros, una escisión de la doctrina cristiana oficial, mucho más espiritual y tolerante, que ponía en primer término la dualidad entre luz y oscuridad. Las influencias provenzales que tiene la obra así lo justificarían. Incluso ese elitismo que se desprende de todo el texto entronca muy bien con la figura cátara del perfecto, los sacerdotes —¡y sacerdotisas!— de esta secta cristiana. Los perfectos llevaban una vida ejemplar, entregada a la pureza y ajena al odio, que levantó la admiración de los habitantes de la Provenza. Las mismas virtudes que debían tener los caballeros del Grial.
La Iglesia de Roma no tuvo piedad con el catarismo, al que tildó de herejía, y emprendió una persecución brutal contra sus miembros y ciudades más representativos, que culminó con la caída de Montségur en el 1244. Todos los perfectos murieron quemados en la hoguera, junto a un buen puñado de fieles y colaboradores. Muchos han querido ver en la última ciudad cátara y en su castillo, ubicado sobre una peña inaccesible, al verdadero Montsalvach del poema épico. De hecho, cualquiera que tenga conocimientos de lenguas románicas no puede negar el origen occitano del término, lo que situaría al mítico castillo en la zona de los Pirineos; precisamente donde se encuentra Montségur. Reconozco que si el Grial no fuera un mito, dicha localidad tendría todas las cartas para ser la última morada de la copa; sobre todo al leer los registros de la Inquisición, que relatan un extraño acontecimiento que tuvo lugar la noche anterior a la caída de Montségur. Pasemos al siguiente apartado y descubramos en qué lugares se rumorea que podría esconderse el tesoro más preciado de la Europa medieval.
La búsqueda interminable
Después de revisar las
pruebas que tenemos, y de seguir la evolución del mito, la
respuesta a la pregunta debería ser rotunda: en ninguna parte. No
puede buscarse algo que no existe. Sin embargo, desde la
popularización de la figura del Grial y por su relación con la copa
de la Última Cena, pueden contarse por docenas los investigadores
que han dedicado su vida a encontrarlo. No hay duda de que el Grial
descrito en los romances artúricos es un maravilloso artefacto, y
que cualquier persona con un poco de voluntad desearía tenerlo en
su poder. Pero, por intensos que sean nuestros deseos, éstos no van
a hacer que la ficción se convierta en realidad.
Wagner y su Parsifal
De entre todos los relatos sobre Parsifal y su incansable búsqueda del Grial, no me cabe duda que la versión operística compuesta por Richard Wagner es la que hoy goza de un mayor reconocimiento. Es relativamente joven si se compara con los relatos medievales, puesto que no se estrenó hasta 1882, y contiene suficientes elementos innovadores para no dejar a nadie indiferente. Y, por encima de todo lo demás, tiene una partitura absolutamente conmovedora.
El Parsifal wagneriano reúne todos los elementos aparecidos en las anteriores versiones del relato, aunque coge como referente a la obra de Wolfram von Eschenbach. Wagner siempre admiró la obra del irrepetible trovador, a quien dedica grandes elogios en su correspondencia privada. El Parsifal operístico no se deja nada en el tintero, e incluye la copa como cáliz de la sangre de Jesús, el robo de la lanza de Longinos, los guerreros perfectos que guardan las reliquias en Montsalvatch, la maldición que cae sobre un rey y sus gentes, la historia del joven ingenuo que se acabará convirtiendo en el guardián de la copa…, todo mezclado en un drama místico y musical que reúne elementos germánicos con otros cristianos; no en vano, Wagner afirmaba haberla compuesto una mañana de Viernes Santo.
La figura del Grial perdió buena parte de su poder de convocatoria tras el fin de la última cruzada y, sobre todo, con la llegada del Renacimiento. La vuelta a las formas clásicas, a la medida y a la proporción, convirtieron las leyendas medievales en pura superchería. Por si fuera poco, la publicación de un libro extraordinario, protagonizado por un tal Don Quijote, enterró definitivamente las novelas de caballerías y abrió la puerta al nacimiento de la novela moderna. Con la llegada de la Ilustración y del imperio de la razón, parecía que los días del Grial habían llegado a su fin… pero no fue así.
Los primeros años del siglo XIX fueron testigos de la aparición de un nuevo movimiento estético, el Romanticismo, que renegó de las bondades de la razón y antepuso valores como la pasión y la voluntad. La Edad Media volvió a ponerse de moda entre los creadores de toda Europa, que no tardaron en redescubrir la figura del Grial. El mismo Goethe, que abrió las puertas a la nueva corriente estética, dedicó parte de su tiempo a estudiarlo e incluso escribió algún poema sobre el asunto.
Unos cuantos años más
tarde, Richard Wagner, seguidor apasionado de los poemas del
Eschenbach, puso el cáliz sagrado en primera línea al componer su
Parsifal, obra que cautivó a una
generación entera y fomentó una fiebre por el Grial en toda
Alemania. No fue la única de sus óperas inspiradas en el tema,
puesto que el Lohengrin bebe de la
mismas fuentes. Entre los iluminados por la obra de Wagner y su
Parsifal hay que contar,
desgraciadamente, a Adolf Hitler y un sector de la cúpula nazi. La
exaltación de la voluntad guerrera, sumada al idea de perfección
que parece inspirar el Grial, resultaban demasiado irresistibles
para un movimiento que soñaba con superhombres arios. Por incómodo
que nos resulte, buena parte de la actual vigencia del mito
proviene de la obsesión que pusieron los nazis en su búsqueda.
Y ahora, Nietzsche, Wagner y su Parsifal
El filósofo Friedrich Nietzsche, que siempre se contó entre los mayores admiradores del músico, consideró el libreto una abominación, una especie de elevación y justificación de la mitología cristiana que tanto detestaba. Sin embargo, tuvo que reconocer que la música era lo mejor que jamás había compuesto el músico de Leipzig. Ante las acusaciones del filósofo, Wagner respondió afirmando que para él no había nada de semítico en el texto, puesto que creía que el cristianismo tenía una esencia puramente europea. De hecho, algunos críticos con la obra han querido ver en el Parsifal unos tintes racistas que, con el libreto en la mano, no se sostienen por ningún lado. En todo caso, y como en el resto de versiones del mito del Grial, el Parsifal wagneriano nos invita a emprender un camino de perfección que pasa por el conocimiento de nuestra voluntad. Sus connotaciones místicas, que entroncan con una visión de la compasión como ideal supremo, lo alejan definitivamente de las interpretaciones autoritarias que han divulgado algunos (mal) iluminados.
Nazis de película
En la historia de la búsqueda del Grial,
un nombre se ha ganado una mención especial entre los demás, aunque
en buena medida se deba a la ambigua relación que mantuvo con el
régimen nazi. Se trata de Otto Rahn, un historiador y filólogo
alemán especializado en la Edad Media y, muy en especial, en la
herejía cátara. En 1931 viajó personalmente a la zona de Montségur
para buscar una posible relación entre el Grial y la religión de
los perfectos, convencido de que el Parzival de Eschenbach se inspiraba directamente
en ellos.
Rahn decía conocer unos informes de la Inquisición que describían cómo la noche anterior a la caída de Montségur, el 16 de enero de 1244, cuatro cátaros se descolgaron del castillo por su pared más inaccesible y pusieron a salvo un tesoro de gran valor. Muchos creen que ese tesoro era el Grial mismo; entre ellos, Otto Rahn, quien así lo describió en un libro de 1933 titulado Cruzada contra el Grial, en el que hablaba de un red de túneles cercana a Montségur donde los cátaros podrían haber escondido el mágico objeto. En defensa de Rahn, a quien el cristianismo le interesaba bien poco, hay que decir que siempre negó que el Grial fuera la copa de la Última Cena. Él buscaba la piedra preciosa de la que hablaba Eschenbach, que relacionaba con antiguos ritos germánicos. Una ficción, por supuesto, pero quizás algo menos descabellada.
Los trabajos de Otto Rhan pronto
provocaron el interés de algunos miembros de la cúpula nazi, en
especial del jefe de las SS, Heinrich Himmler, quien siempre mostró
un interés exagerado por todo lo que tenía que ver con los enigmas,
el esoterismo y las ciencias ocultas. La razón de este interés hay
que buscarlo en el ansia de los nazis por construir un pasado
mítico propio, que no tuviera nada que ver con el cristianismo, y
que justificara la supremacía de la raza aria y el carácter
belicoso del régimen. Una lectura interesada del mito del Grial
podía servir muy bien a sus intereses, así que Himmler llamó a Rahn
y le ofreció un puesto en las SS. Rahn aceptó.
Gracias al dinero de las SS, Rahn pudo viajar por toda Europa a la búsqueda del Grial. Mientras tanto, Himmler ordenaba requisar todas las reliquias de cierto interés histórico y esotérico que había por Europa; entre ellas, la supuesta lanza de Longinos, que se exponía en Viena. A todo esto, Rahn no pudo encontrar el Grial en Montségur, y así lo dejó escrito. Por lo visto llegó a encontrar túneles y escondrijos, pero nada de valor en ellos. Algunos investigadores sostienen, contra las propias palabras de Rahn, que sí dio con el tesoro cátaro, y que las SS lo enterraron junto a su castillo y fortaleza de Wewelsburg. Puras especulaciones: Rahn no tenía por qué mentir, especialmente si tenemos en cuenta que habría sido el mayor triunfo de su vida.
Lo que sí es cierto es que, tras su fracaso, las SS relegaron a Rahn a tareas menos apasionantes. El investigador, de quien se dice que era homosexual, se fue distanciando poco a poco del régimen nazi. Descontento con el rumbo que tomaba Alemania, en 1939 pidió la baja en las SS. Meses después lo encontraron congelado en una montaña del Tirol. Los periódicos nazis hablaron de suicidio; otras fuentes, de asesinato, y unos pocos, de un rito suicida de origen cátaro. Incluso hay quien afirma que Rahn no murió, sino que las SS fingieron su muerte y le dieron una nueva identidad.
Lo que es indudable es que el
trabajo de Rahn unió definitivamente a Montségur con el Grial.
Siguiendo la pista que él abrió, decenas de investigadores se
lanzaron a su búsqueda por las tierras del Languedoc. Los nazis, en
cambio, se convencieron de que no había nada en Montségur, y
dirigieron su interés hacia la península Ibérica; en concreto,
hacia el símbolo por excelencia de la religiosidad catalana.
Las SS en Montserrat
A una cincuentena de kilómetros de Barcelona se alza un macizo montañoso cuya peculiar forma ha hecho volar la imaginación de investigadores de todo el mundo. Sus rectas paredes y redondeadas cumbres, a las que hay que sumar una red interior de cuevas repletas de estalactitas y curiosas formaciones de piedra, la convierten en un escenario perfecto para los más insospechados misterios. En el siglo X, además, la montaña se convirtió en un centro religioso de primera importancia; allí se encuentran un monasterio benedictino y la talla de la virgen negra de Montserrat, la imagen mariana más venerada por los catalanes.
En el siglo XIX, muchos de los redescubridores del
Parzival de Eschenbach asociaron el
Montsalvach del poema épico con la montaña de Montserrat. Si la
similitud entre ambos nombres les pareció interesante, cuando
vieron la montaña se convencieron de que el Grial debía encontrarse
allí. Un explorador y naturalista amigo de Goethe, Alexander von
Humboldt, visitó la montaña en 1799 y encontró suficientes indicios
para creer que podría ser, efectivamente, el destino final del
Grial. En la Alemania romántica, la identificación entre la montaña
y el mito fue absoluta, hasta el punto de que en varios decorados
del Parsifal wagneriano se dibujaba de
fondo la peculiar silueta del macizo catalán.
La obsesión germánica por Montserrat llevó a Himmler, el jefe de las SS, a visitar personalmente la montaña en 1940. En un primer momento, los monjes benedictinos se opusieron a recibir a semejante individuo, pero las presiones de la cúpula franquista hicieron inevitable el encuentro. Así, un joven monje que hablaba alemán, Andreu Ripoll, no tuvo más remedio que acompañar al jerifalte nazi durante su visita. Según el monje, Himmler se mostró maleducado y soberbio, seguramente por su desprecio patológico a todo lo que tuviera que ver con el cristianismo.
A pesar de que Ripoll intentó hablar con
Himmler de los orígenes e historia de la montaña, el jefe de las SS
cortó en seco cualquier explicación y se limitó a preguntar por el
Grial. Himmler insinuó la posibilidad de que se encontrara en
Montserrat, y exigió acceder a la biblioteca, donde, según él, se
guardaban unos documentos secretos sobre el Grial y el Parzival. El monje se encogió de hombros,
respondió a Himmler que todo aquello le parecían tonterías y
despachó al jefe nazi todo lo rápido que pudo. Ese mismo 23 de
octubre, Himmler volvió a Barcelona con el rabo entre las piernas.
Del Grial, fuera una copa, un plato o una piedra, ni rastro.
El cáliz de Valencia
Montserrat no es el único lugar de
España que se baraja como una posible sede del Grial. De hecho, en
Valencia lo tienen muy claro: la copa de la Última Cena la tienen
ellos, expuesta en una capilla de la Catedral de Valencia. Se trata
de un vaso de piedra, de ágata coralina oriental, con forma de
cuenco de unos 10 centímetros de diámetro. A ese vaso, que sería el
utilizado por Jesús, se le ha añadido un pie de oro y piedras
preciosas de origen medieval, fundido a partir de un objeto de
origen musulmán. La Iglesia católica nunca se ha pronunciado
oficialmente sobre la autenticidad de la reliquia, pero la verdad
es que los dos últimos papas, Juan Pablo II y Benedicto XVI,
siempre han celebrado la Eucaristía utilizando el Grial en sus
visitas a la ciudad. En este sentido, y pendiente de confirmación
oficial, parece que la Iglesia estuviera diciendo que sí, que ése
es el cáliz de la Última Cena. ¿Hay alguna posibilidad que sea
sí?
Lo primero es, claro
está, sería datar el vaso de ágata que forma la pieza original. El
arqueólogo Antonio Beltrán analizó la copa en 1960, y afirmó que se
había fabricado en un taller de Palestina o Egipto entre el siglo
I a. C. y el siglo I d. C. Para realizar la datación, comparó el
Santo Cáliz de Valencia con otros vasos de esa misma época —algunos
de ellos guardados en el British Museum— y determinó que tenían el
mismo estilo. Que esté hecha de ágata, una piedra semipreciosa, no
sería especialmente problemático. Y es que si la cena se celebró en
una casa propiedad de un judío rico, es muy posible que la
cristalería fuera de cierto nivel, en especial si se estaba
celebrando la Pascua. Personalmente creo que la copa pudo ser de
cristal.
Más recientemente, la investigadora católica estadounidense Janice Bennett realizó un estudio similar al de Beltrán, y llegó a las mismas conclusiones. Otros investigadores dudan de la fiabilidad de estos estudios, pero todo parece indicar que, por la forma del vaso, no se puede negar la posibilidad de que la copa tenga su origen en la Palestina de Jesús. Por lo tanto, el objeto encaja con el tiempo y el lugar. La siguiente pregunta es lógica: ¿Y de dónde sale esta copa?
Según algunos
historiadores que avalan la hipótesis valenciana, como Salvador
Antuñano, hay pruebas inequívocas de que el cáliz existe desde el
año 1399. En ese año el rey Martín I el Humano solicitó por escrito
la copa, que está en el monasterio de San Juan de la Peña, en
Huesca, para que estuviera presente durante la jura de sus fueros
en Zaragoza. En ese documento, que se guarda en el Archivo de la
Corona de Aragón, el rey describía el cáliz y añadía que deseaba la
copa “de piedra en la cual Nuestro Señor Jesús, en su Santa Cena,
consagró su preciosa sangre, y que el bienaventurado Lorenzo, que
lo recibió de san Sixto, a la sazón Sumo Pontífice, cuyo discípulo
era, y diácono de Santa María en Dominica, envió y dio con una su
carta al monasterio y convento de San Juan de la Peña, situado en
las montañas de Jaca del Reino de Aragón”.
La tradición dice que la copa de Valencia estuvo en la Última Cena. Ahí queda en propiedad de Pedro, que se la lleva hasta Roma, donde los primeros padres de la Iglesia la habrían utilizado para celebrar la misa hasta que, en el año 258, el emperador romano dictó una pena de muerte contra todos los cristianos. San Lorenzo, encargado de custodiar las reliquias de la naciente Iglesia y que era natural de Huesca, mandó la copa hacia su tierra natal gracias al servicio que prestaron dos correos. San Lorenzo murió asado a la parrilla, pero la copa ya estaba en España, en Huesca; concluía así la primera etapa de un peregrinaje que la llevó por los monasterios e iglesias de Jaca, Yebra, San Pedro de Siresa, San Adrián de Sasabe y Bailo. Por último llegó a San Juan de la Peña, donde encontró refugio seguro, hasta que el rey Martín I lo pidió y dejó constancia escrita de su existencia. A partir de esa fecha, el trayecto del Santo Cáliz de Valencia está sobradamente documentado. Su itinerario es rocambolesco, sí, pero hay pruebas suficientes que demuestran que el cáliz de 1399 es el mismo que hoy se exhibe en la ciudad del Turia. Los problemas vienen cuando intentamos encontrar pruebas de su existencia anterior al siglo XIV.
El recorrido que marca la tradición
valenciana, en especial en lo referente a las historias de los
primeros papas y de san Lorenzo, estaría extraído de lo que se
cuenta en La vida de san Lorenzo, obra
supuestamente escrita por un monje agustino en el siglo
VI. El problema es que no hay copias
originales de esa vida de san Lorenzo; sólo una traducción del año
1636, que podría ser fiel —o no— al original. Demasiado poco para
confirmar la hipótesis de un viaje de la copa desde Jerusalén a
Huesca, pasando por Roma y las manos de los primeros papas.
Si bien no hay ninguna prueba que niegue la posible autenticidad del cáliz de Valencia, tampoco tenemos indicios suficientes para asegurar que se trata de la copa que Jesús usó en la Última Cena. La llegada del vaso hasta España es incierta, y el que no tengamos noticias de él hasta el 1399, una época en que los ecos de los relatos artúricos aún se oyen con fuerza, me hace pensar que seguramente se trata de una copa ensamblada hacia el siglo XII o XIII, inspirada en los mitos que recorrían los Pirineos. Ya sabes lo que opino sobre todo el tema del Grial: creo que la copa se perdió tras la cena, y que a partir de ahí todo son leyendas y suposiciones; fascinantes, sí, pero de ficción.
Pero voy a lanzar una suposición… ¿Qué pasaría si te dijera que el cáliz de Valencia es real, y que realmente es el que usó Jesús? ¿Qué pasaría si nos bastase con coger el tren o el metro para ver el Santo Grial con nuestros propios ojos?
Se hace camino al andar
Ahí lo tienes. El Santo
Grial. En una capilla de la catedral de Valencia. Ahí está ese
mítico objeto sobre el que se han escrito miles de versos; que ha
costado la vida a más de un investigador; que alimentó los sueños
de cruzados y templarios en su camino a Tierra Santa; que ha
inspirado algunas de las mejores óperas de la historia; que
movilizó a los nazis por medio mundo; que ha llenado las páginas de
centenares de libros… Ahí está, guardado en una capilla.
El auténtico sentido del Grial no está en el
objeto en sí, en encontrar una copa, una joya o un plato. Lo
importante es su búsqueda, el camino que nos lleva a él. El Grial
nos invita a superarnos, a buscar, a ir más allá, a ponernos metas.
Aunque se trate de un objeto milenario, nos empuja a mirar hacia el
horizonte. El semiólogo italiano Umberto Eco afirmaba que el Grial
es “una metáfora de un deseo insatisfecho”. Es decir, que el Grial
simboliza ese rasgo propio del carácter occidental que nos lleva
perseguir una meta tras otra, como si nada nos valiera. Nada nos
basta ni nos contenta; siempre aspiramos a un próximo objetivo, a
algo mejor que lo que tenemos ahora.
Así, cuando morimos, lo hacemos sin haber alcanzado esa meta; pero por el camino hemos conseguido un sinfín de logros. Es esa insatisfacción la que nos ha motivado a seguir buscando, a seguir luchando, y a no contentarnos con lo que ya hemos logrado. Una insatisfacción que es el motor de nuestras vidas y que es responsable, en buena medida, del progreso que ha alcanzado la civilización occidental. Una cultura que nace en los tiempos de la Alta Edad Media y que llega hasta nuestros días.
El filósofo e historiador
alemán Oswald Spengler, muy influido por Goethe y el Romanticismo,
definía la civilización occidental como una civilización fáustica;
que siempre mira al infinito, que siempre desea ir más allá, que
siempre anhela superarse, que siempre está insatisfecha y quiere
saber más, como le pasaba al Fausto de Goethe. No cabe duda de que
si tuviéramos que buscar un símbolo que la representara, pocos
objetos lo harían de una forma más exacta y acertada que el Grial.
No importa la imagen que tengamos de él en nuestra mente; lo
importante es soñar con ella.