Epílogo

Febrero de 2007

Empiezo a escribir este nuevo epílogo cuando mi avión despega con rumbo a Seattle y me aguarda un vuelo de nueve horas y media. Heathrow pronto desaparece y da paso a un mosaico de campos verdes conforme atravesamos las nubes. Es un viaje que he realizado muchas veces desde aquella primera vez de 1967, y tener un nieto al otro lado del planeta es ahora un remedio convincente contra la fobia a volar. Mientras sobrevolamos las nevadas montañas escocesas en dirección al noroeste, hacia Islandia y Groenlandia, retrocedo en el tiempo y recuerdo aquel primer vuelo, cuando Robert era un bebé diminuto y Stephen, su padre, empezaba a mostrar los primeros efectos incapacitantes de la enfermedad de la motoneurona, y una vez más me maravilla la coincidencia de que Robert se haya establecido en Seattle con su esposa, Katrina, una escultora con mucho talento, y su hijo. También me maravilla que Stephen, a quien dieron unos dos años de vida en 1963, no solo siga vivo cuarenta y cuatro después, sino que además haya recibido recientemente la medalla más prestigiosa de la Royal Society: la medalla Copley.

En 1995, cuando visitaba a Robert, que había empezado a trabajar en Microsoft hacía seis meses, me pareció que había cierto sentido poético en cómo Seattle había descrito un círculo alrededor de casi todos los años de nuestro matrimonio. Siento esa poesía de la coincidencia incluso con más intensidad ahora, que vamos a esa ciudad a celebrar el primer cumpleaños de nuestro nietecito, llamado George, como mi padre. En este vuelo no estoy sola: me acompaña Robert, que regresa a Seattle tras asistir ayer al funeral de mi madre. Falleció hace solo una semana, mientras dormía, después de una enfermedad repentina. Yo estaba en un ensayo en ese momento y sentí su marcha como un leve estremecimiento, el roce de las alas de un ángel. Cuando volví a casa apenas hizo falta que me dijeran que me habían llamado de su residencia, porque ya sabía lo que había sucedido.

Fue en Seattle, en 1995, poco después de que los trámites de divorcio finalizaran y al cabo de un año de la publicación de At Home in France, cuando empecé a plantearme escribir la larga historia de mi vida con Stephen. Así pues, al regresar a Cambridge me sorprendió encontrar una invitación de una editorial a hacer precisamente eso. Aquel septiembre las palabras fluyeron veloces y apasionadas, como si me instaran a liberarme de un pasado que a menudo había alcanzado la cima con logros increíbles, pero también había conocido el abismo del sufrimiento y la desesperación. Tenía que exorcizar aquel pasado y definir con claridad el fin de una larga era antes de emprender un nuevo futuro, y dijo mucho en favor del equipo editorial que me permitiera que dejara correr la pluma al narrar mi historia. Aquella primera edición representó un gran desahogo catártico de optimismo, euforia, desánimo y tristeza.

Mi resistencia inicial a escribir una biografía, debido al temor a la pérdida de intimidad que podía acarrear el ejercicio, se disolvió al darme cuenta poco a poco de que no tenía elección. A fin de cuentas mi intimidad estaba amenazada, dado que mi vida ya era de dominio público como consecuencia de la fama de Stephen, y solo sería cuestión de tiempo que los biógrafos empezaran a indagar sobre la historia personal que había detrás de su genialidad y su longevidad, lo cual me incluiría forzosamente a mí. No tenía motivos para suponer que fueran a tratarme con mayor consideración que la que me había mostrado la prensa en el pasado. Por consiguiente, sería mucho mejor que yo misma narrara mi historia a mi manera. Revelaría verdades personales tan hondas y dolorosas que no soportaba la idea de que su música pudiera resonar únicamente con el ruido del chaudron fêlé, el caldero cascado de Flaubert. Aunque mi papel en la vida de Stephen había menguado de una forma drástica, dado que su segundo matrimonio había cerrado eficazmente las puertas a nuestras líneas de comunicación, no podía desterrar de la mente el cuarto de siglo durante el cual había vivido al borde de un agujero negro, sobre todo cuando nuestros tres hijos, guapos, equilibrados y muy cariñosos, así como la fama de que gozaba Stephen, eran una prueba palpable de los extraordinarios éxitos de aquellos veinticinco años. Mientras fluían las palabras, descubrí que la voz y el registro ya estaban en mi interior, listos y a la espera de aflorar y expresar la infinidad de recuerdos acumulados a lo largo de los años. Eran recuerdos que podían considerarse meramente parte de la historia de una familia inglesa de la segunda mitad del siglo XX. Muchos de ellos serían corrientes, comunes a los de la vida de la mayoría de las personas, de no ser por dos factores: la enfermedad de la motoneurona y la genialidad.

De hecho, la enfermedad de la motoneurona me proporcionó otro motivo de igual fuerza para ponerme a escribir: el deseo de abrir los ojos de políticos y funcionarios a la desgarradora realidad a la que los discapacitados y sus cuidadores se enfrentaban a diario en una sociedad insolidaria: las batallas con la burocracia, la lucha solitaria por mantener la dignidad, el cansancio, la frustración y el angustioso grito de desesperanza. Confiaba en que las memorias también captaran el interés del sector médico para así mejorar la conciencia, por lo demás superficial, en el Servicio Nacional de Salud sobre los estragos de la enfermedad de la motoneurona y sus efectos en el carácter y en el cuerpo de quienes la sufren.

A raíz de la publicación en agosto de 1999 de Music to Move the Stars, el título inspirado en la cita de Flaubert, recibí montones de cartas de apoyo, la mayoría de mujeres que se solidarizaban profundamente con mi situación, elogiaban mi decisión de escribir y explicaban la historia de su difícil vida. Algunas también habían cuidado a un ser querido o luchado por criar a sus hijos en circunstancias adversas; otras hallaban simplemente resonancias con las que se identificaban. Muchas reconocían que el libro les había hecho llorar. En Cambridge, las expresiones de apoyo fueron apabullantes. Todos me dijeron que la historia les había fascinado, entre ellos, ¡una mujer de noventa y cuatro años, que se negó a acostarse hasta que hubo terminado el libro! Muchas personas que, engañadas por las apariciones de Stephen en televisión, creían que habíamos gozado de toda la ayuda posible se horrorizaron al descubrir la poca que recibimos en realidad, con lo que confirmaron mis sospechas de que nuestra imagen pública y nuestra realidad privada estaban muy alejadas, si no reñidas, entre sí.

El pasado ya estaba relegado al ordenador en su mayor parte, si no exorcizado del todo, cuando Jonathan y yo contrajimos matrimonio en 1997. El día de nuestra boda resultó ser un remanso de paz frente a la vorágine de enfermedades, accidentes y catástrofes que azotaban a nuestras familias y a algunos de nuestros mejores amigos. Nosotros tampoco nos encontrábamos en nuestro mejor momento: Jonathan había tenido un ataque de cálculos renales cuando tocaba en Liverpool y yo llevaba un tiempo caminado con muletas porque me había roto los ligamentos de las rodillas en un accidente de esquí. La multitud de problemas que nos habían ocurrido a nosotros y a nuestros seres más queridos apenas nos había dejado tiempo para los aspectos prácticos de la boda, y aún menos para prepararnos mental, emocional o espiritualmente.

En verdad, nada podría habernos preparado para la intensidad emocional y espiritual de aquel día. Solo uno o dos minutos antes de salir de casa, caí en la cuenta, entre sorprendida y azorada, de que una milla más allá había una iglesia llena de personas esperándome. Cuando llegué a San Marcos acompañada de mis tres hijos, ni siquiera la acogida serena y cordial de nuestra nueva párroca logró disipar aquella creciente sensación de asombro. Quizá sus resplandecientes vestiduras sacerdotales blancas y doradas no hicieron más que dar un intenso matiz onírico a la ceremonia; un matiz que lo dominó todo cuando Robert, Lucy, Tim y yo ocupamos nuestros puestos en el pórtico, desde donde vislumbramos a mi futuro marido poniéndose de pie en la escalera del presbiterio. Nos invadió una oleada de emoción cuando el organista tocó los majestuosos primeros acordes de «La llegada de la reina de Saba» y mis hijos me llevaron, trémula e incapaz de mirar a los lados, hasta el altar, donde me dejaron al lado de Jonathan. En un espacio a mi izquierda, pálida y con aspecto frágil, estaba mi madre, sentada en la silla de ruedas que había tenido que empezar a usar hacía poco.

A continuación hubo himnos, oraciones, lecturas y antífonas, cuyas palabras, escogidas con esmero, ponderadas, analizadas, traducidas al francés y al español, se escribieron al ordenador y se imprimieron muchas veces. Todas aquellas palabras cobraron vida al ser leídas o cantadas, y las voces de los clérigos, los lectores, los asistentes y el coro les confirieron diversidad y profundidad, veracidad, vehemencia y claridad. El coro estaba compuesto por viejos amigos, muchos de ellos músicos profesionales que interpretaron una conmovedora versión de «Qué agradables son tus moradas», de Un réquiem alemán de Brahms. En lo que respectaba al predicador, solo había una opción. Únicamente Bill Loveless, que nos conocía a los dos desde hacía tanto tiempo y nos había alentado en momentos tan difíciles, podría haber pronunciado el discurso. Pese a su salud precaria y su avanzada edad, subió al púlpito y pronunció un apasionado discurso al que no le faltó ni un ápice de su vigor y entrega habituales. Habló con sentimiento y franqueza de los dilemas y las angustias del pasado sin ocultar la realidad de nuestra relación. Mientras él recordaba tiempos pretéritos, pensé en que muchos de los amigos de todo el mundo que nos habían brindado un apoyo tan valioso en épocas anteriores, y por quienes yo decía una oración en misa todos los domingos, estaban en la iglesia, acompañándonos y arropándonos; todos salvo Stephen, mi compañero durante tanto tiempo y el padre de mis hijos.

La imagen de mi querida Lucy detrás del atril para recitar un soneto de Shakespeare sobre el matrimonio de dos almas fieles fue inolvidable. Estaba radiante con un vestido de seda color crema y las manos entrelazadas bajo el vientre abultado, como si el minúsculo hijo de seis meses que llevaba dentro le infundiera seguridad, mientras Alex, su novio, sonreía con orgullo sentado en un banco. Hubo algún que otro momento de distracción, como la horrible pluma estilográfica rasposa que convirtió en un feo garabato mi firma en el registro, lo cual me trajo a la memoria el humillante recuerdo de un examen de caligrafía que suspendí en la escuela de Saint Albans. Luego, demasiado pronto, la misa terminó y Jonathan y yo caminamos por el pasillo central como si flotáramos, entre los compases del «Preludio de Santa Ana» de Bach y la expresión de felicidad de los asistentes. Una vez fuera, en aquel primer día de sol desde hacía semanas, besamos y abrazamos a todos los invitados y quienes se acercaban a darnos la enhorabuena, tras lo cual pusimos rumbo, a la cabeza de un lento desfile de automóviles organizado por nuestros amigos de Francia, a Wimpole Hall para las fotografías, la recepción, la cena y la fiesta, que se alargó hasta bien entrada la noche.

Jonathan y yo abrigábamos la optimista esperanza de llevar una vida relativamente normal después de casarnos. Desde entonces he aprendido que no existe una vida normal. Desde luego, llevamos una vida muy activa en la que la música desempeña un papel importante: yo sigo cantando en el coro y de vez en cuando doy recitales en solitario acompañada de Jonathan. Ya me dedico a la enseñanza, porque mis ocupaciones son tantas que absorben toda mi atención, pero sí consigo sacar tiempo para la danza, que durante mucho tiempo fue una actividad inviable para mí como ejecutante y como espectadora. Jonathan y yo viajamos mucho: siempre que podemos, nos trasladamos a esa otra dimensión que es la Francia rural, donde yo trabajo en el jardín silvestre que creé para celebrar el milenio, mientras Jonathan piensa en nuevas iniciativas musicales para la Cambridge Baroque Camerata o para el coro del Magdalene College, que dirige y gestiona desde hace cinco años en calidad de chantre y director de música del college.

No obstante, hay pocos momentos en que no nos acosen los problemas y las preocupaciones. El verano que nos casamos, mi madre ya estaba muy incapacitada por culpa de la artritis y solo podía seguir viviendo en su casa de Saint Albans gracias a los abnegados cuidados de mi padre. Aunque yo los visitaba con frecuencia, inevitablemente llegó el día en que mi padre, que era muy duro de oído, no pudo seguir haciéndose cargo de ella. Una vez más tuvimos que contratar a cuidadores, de nuevo sin recibir ninguna ayuda ni del Servicio Nacional de Salud ni de los Servicios Sociales. Nuestra esperanza de que los cuidadores contratados fueran trabajadores profesionales se vio frustrada. Salvo contadas excepciones, muchos eran personas de carácter dudoso y honradez cuestionable, sin titulación ni formación claras, y muchas veces mi padre tenía que llamarme para que fuera a echarle una mano los días festivos porque el cuidador suplente no se había presentado. A menudo perplejo por las peculiaridades de los cuidadores —como, por ejemplo, cuando uno puso mayonesa en una tarta de fruta—, jamás perdió el sentido del humor, pero al final decidió mudarse con mi madre a una residencia de las afueras de Cambridge.

Tras el alivio de tenerlos instalados cerca y en buenas manos, recayó en mí la responsabilidad de vaciar y vender su casa, una tarea ingente y agotadora, aunque me alegró poder llevarla a cabo estando ellos aún vivos. Todavía en plena posesión de sus extraordinarias facultades mentales, pero muy angustiado por el desconcertante contraste entre su juventud interior y su desintegración física, mi padre sucumbió a una neumonía, exacerbada por la enfermedad de Parkinson, en junio de 2004. Se había negado a ir al hospital de Addenbrooke por el terrible trato que mi madre había recibido hacía solo unas semanas, cuando había ingresado por una bronquitis. Contra todo pronóstico, mi madre le sobrevivió y no solo celebró su nonagésimo cumpleaños en mayo de 2006, sino que también conoció a George, su cuarto bisnieto y nuestro segundo nieto.

Como ocurre con tantas de las experiencias más importantes de la vida, nadie nos prepara para la etapa en la que nuestros padres envejecen y los papeles se invierten. Tampoco se nos advierte de cómo nos traumatiza su muerte, a la edad que sea. Las dos personas que siempre me habían apoyado de forma incondicional y con las que había podido contar en todo momento ya no están conmigo. Es como si me hubieran arrancado una parte de mí y ahora, apenas una semana después del fallecimiento de mi madre, recorro medio mundo aún conmocionada e incapaz de reaccionar. En casa hay muchos alentadores mensajes de pésame con elogios a su carácter abnegado, su preocupación e interés sinceros por sus congéneres, su entrega a las buenas causas, su devoción por la familia y su fe honda e inspiradora, pero la tristeza de esta última semana sigue muy presente. Viaja conmigo adondequiera que voy. Antes podía imaginar cuán terrible debía de ser perder a un hijo o a un cónyuge, pero no tenía la menor idea del profundo dolor que causa perder a los padres.

En estos últimos diez años han surgido otras dificultades en la familia aparte del cuidado de mis padres ancianos. No me detendré en ellas, pero me han exigido una fuerza extraordinaria que he hallado en la fe que me ha sustentado desde los comienzos de mi matrimonio con Stephen. Hoy en día mi fe es más abierta, crítica y escéptica, pero tiene sus raíces en la ética cristiana y halla su expresión espiritual en la música. Mi antiguo optimismo ha desaparecido, sustituido por una determinación a superar las adversidades que probablemente aprendí de Stephen.

En lo que respecta a la familia, aunque Robert parece haberse afincado en Estados Unidos, tenemos la suerte de que nuestros otros dos hijos aún viven en Gran Bretaña y los vemos a menudo. Lucy es escritora y madre de un hijo precioso, William, al que cría sola. Un niño hermoso pero difícil: le diagnosticaron autismo en 2001.

Tim ha superado la falta de confianza que caracterizó su infancia y se ha vuelto una persona despierta y perspicaz. Aunque está orgulloso de su padre, es especialmente consciente de los problemas de vivir eclipsado por la fama y preferiría que lo valoraran por su talento y su capacidad de trabajo antes que por ser hijo de quien es. Lingüista como yo, se graduó en lenguas modernas y después decidió realizar un máster en marketing.

Y Stephen… De forma notable desde su segundo divorcio, Stephen ha retomado el control de su vida y, pese a las veces que ha caído enfermo, ha mantenido su posición en el panorama mundial. Volvemos a relacionarnos con libertad y a disfrutar juntos de muchos acontecimientos familiares. Nuestras cenas ya son casi como las de viejos tiempos, llenas de bromas y comentarios ingeniosos mientras esperamos a que Stephen diga la última palabra. Me alegró mucho que la Royal Society me invitara a la ceremonia de entrega de la medalla Copley, la más antigua de esa institución. Como en tantas otras ocasiones anteriores, el logro de Stephen me llenó de orgullo, aunque hoy en día, aparte de su difundida retractación de algunas de sus teorías anteriores, no sabría decir en qué consiste exactamente su ciencia. Debo reconocer que su intención, anunciada por radio el día de la ceremonia de entrega de la medalla, de viajar al espacio no me alegró mucho. Menos ambicioso pero quizá más productivo fue su viaje a Israel unas dos semanas después, un viaje que solo realizó con la condición de que le permitieran visitar Ramala y hablar con los palestinos. En la doble página central del Guardian lo vimos, sin salir de nuestro asombro, avanzar en la silla de ruedas observado por una multitud de palestinos. Antes de viajar al espacio tiene intención de ejercer su especial modalidad de diplomacia en Irán, aunque está por ver si la situación política se lo permitirá. A su regreso de Israel pasó la Navidad con nosotros y celebramos Año Nuevo juntos. Viene a comer a casa muchos domingos y a menudo vamos juntos al teatro. Él y su madre asistieron al funeral de mi madre y me complació verlos allí. Isobel parece frágil pero conserva la salud y no hay quien la frene, pese a que le falla un poco la memoria. Con su jovial sentido del humor y su agudo ingenio, me recuerda a la mujer a la que en el pasado consideré un modelo a imitar. Hace alrededor de dos años me escribió una carta dándome las gracias por todo lo que había hecho por Stephen. Fue un gesto noble que me ayudó a mitigar el dolor de algunos de mis peores recuerdos y contribuyó a que restablecer una relación civilizada.

Una enorme residencia universitaria ocupa el solar del número 5 de West Road, donde hace tiempo vivimos en aquella casa espléndida y nos relajamos en su bonito jardín. No obstante, algunos de los árboles más importantes siguen en pie gracias a la campaña que emprendí en los años noventa, cuando descubrí los destrozos que había sufrido el jardín después de que nos mudáramos. Viendo cómo el avión, camino de Seattle, proyecta su sombra sobre el norte de Canadá y expulsa sus gases sobre la menguante superficie helada del Ártico, me pregunto si la destrucción de nuestro jardín en nombre del progreso no fue otro pequeño síntoma de la frenética carrera por explotar los recursos del planeta que está conduciendo a su inexorable deterioro. Al igual que aquella casa y aquel jardín, nuestras vidas fueron víctimas de la destrucción, pero el espíritu esencial de la familia —en verdad, la afirmación de todos mis años de juventud— perdura y se reafirma en las ocasiones en que podemos reunirnos y gozar de nuestra mutua compañía. Si el espíritu de la tierra podrá con el tiempo recuperarse y reafirmarse es la pregunta más importante a la que se enfrenta la humanidad, no muy distinta de la amenazadora pregunta de la década de los sesenta, cuando Stephen y yo nos conocimos: la de si la tierra y todas sus formas de vida estaban destinadas a desaparecer por una guerra nuclear.

Posdata. Mayo de 2007

Desde que terminé de escribir el epílogo, Stephen ha realizado su vuelo en gravedad cero y ha regresado a la tierra indemne, un triunfo que quedó reflejado en las fotografías publicadas en los medios de comunicación. Su sonrisa mientras flotaba en ingrávida liberación habría conmovido a las estrellas. A mí, desde luego, me conmovió profundamente y me indujo a reflexionar sobre el gran privilegio que fue viajar con él, aunque fuera una corta distancia, hacia el infinito.

Última palabra. Agosto de 2014

La serie infantil de Lucy sobre imaginativas aventuras científicas, que comenzó con La clave secreta del universo, ha recibido elogios en todo el mundo. Ha batallado infatigablemente para obtener toda la ayuda que necesita William, quien se ha convertido en un joven encantador, cariñoso y muy atento.

Tim es ahora un próspero director de marketing y viaja mucho por razones de trabajo.

Robert, que sigue en Seattle, trabaja en alguna parte de la nube de Microsoft. Tiene una familia maravillosa y muy alegre, que nos mantiene interesados, ocupados y entretenidos siempre que viene a visitarnos a Cambridge.

Stephen, el científico más famoso del mundo, continúa siendo una figura central para la familia y para la física. De hecho, ¡estamos a punto de irnos todos juntos de vacaciones!