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Viajes
Aunque dar clases, primero a principiantes y luego a estudiantes de bachillerato, me había ayudado a desarrollar la autoestima, aún tenía un asunto pendiente, el único obstáculo importante para volver a ser yo misma: el miedo a volar. Esta fobia me había privado de muchas emocionantes oportunidades de acompañar a Stephen: a California a mediados del invierno; a Creta en primavera; a Nueva York en un Concorde. Me había obligado a inventar pretextos cuya falsedad saltaba a la vista, porque cualquier propuesta de viaje aéreo me daba escalofríos, de modo que me ponía de inmediato a la defensiva. Había ocasionado tensiones en casa y me había hecho muy infeliz. Estaba desesperada por hallar una cura.
Por eso sentí una enorme alegría cuando, en el invierno de 1981, hojeando distraídamente una revista en la sala de espera del dentista, encontré una referencia a una clínica donde se consideraba sin tapujos que la fobia a volar era una enfermedad tratable. Mis pesquisas y una carta de mi médico de familia me permitieron ponerme en contacto con la clínica York del hospital Guy, de Londres, donde el señor Maurice Yaffe, un psicólogo con años de experiencia, trataba a los pacientes, en consulta privada o en grupos a cargo del Servicio Nacional de Salud, con diversas técnicas. Maurice Yaffe no parecía médico: su carácter y sus modales eran más bien los de un sabio despistado; jamás decía la palabra «fobia», sino «dificultad». Conforme nos transmitía su entusiasmo por el placer de viajar barato en avión, los pacientes adoptábamos una perspectiva que nos animaba a centrarnos en los encantos de París, Roma o Nueva York en vez de pensar en la angustia del viaje. A continuación, un curso muy básico de aerodinámica dejó muy claro a los más escépticos que los aviones estaban concebidos para volar. Por último, Maurice Yaffe nos enseñó su propio invento: un simulador de una cabina de pasajeros, instalado en una pequeña habitación del sótano del hospital Guy. Unos minutos después de ocupar nuestros asientos en el simulador, despegamos con rumbo a Manchester: a Manchester porque la película de vídeo que aparecía en la ventanilla era de un vuelo a esa ciudad, con todos los sonidos y sensaciones propios del despegue y el trayecto. Tras el pánico inicial y una docena de vuelos a Manchester, la experiencia se volvió tan tediosa que me olvidé del miedo y empecé a relajarme. El curso culminó con un fin de semana en París, organizado hasta el último detalle por Maurice Yaffe, aunque, naturalmente, no costeado por el Servicio Nacional de Salud.
Ya estaba lista para volver a viajar tanto al este como al oeste. Pensando en su futuro laboral, Lucy había empezado a estudiar ruso. Con la perspectiva del tiempo, es evidente que no fue una buena decisión porque, pese a la época de cambios, no le permitió tener una brillante trayectoria profesional y solo le causó mucha frustración. No obstante, los rigores de estudiar eslavo eclesiástico del siglo XVII en Oxford y un invierno pasado en Moscú con las privaciones de 1992 aún quedaban muy lejos cuando, en octubre de 1984, con ocasión de un congreso, las dos viajamos a esa ciudad con su padre y un equipo de enfermeros. Los intentos de Lucy de hablar ruso fueron acogidos con entusiasta satisfacción, sobre todo cuando se levantó para proponer un breve brindis por mir i drujba (la paz y la amistad) en el último banquete del congreso. Era uno de esos banquetes rusos cuyos entremeses son espléndidos —caviar, pescado y carne ahumados, frutos secos, encurtidos y, por supuesto, el omnipresente pepino—, y que duran horas, interrumpidos por brindis y discursos. El segundo plato, el habitual trozo de carne no identificable con puré de patata, llegó a las mesas en el momento en que todos nos marchábamos.
Once años antes, nuestras amistades habían mostrado una extrema cautela al tratar con nosotros. Ahora parecía que los funcionarios les importaran un comino. El joven guía que mandaron para que «cuidara» de Lucy y de mí estaba mucho más interesado en acompañarnos a comprar ropa con nuestras fuertes divisas en las tiendas a las que teníamos acceso que en dirigir nuestros movimientos. Dos de los colegas de Stephen con los que él tenía más amistad, Renata Galosh y su marido, Andréi Linde, nos invitaron sin rebozo a cenar en su pequeño piso, en las afueras de Moscú. Nos ofrecieron una comida deliciosa, en parte por su buena amistad con el director de un restaurante y en parte por las conservas que Renata preparaba en su dacha, entre ellas las de fresa, que exprimía para hacer zumo.
Aunque tenía más o menos controlada la fobia a volar, me resultaba imposible acompañar a Stephen en todas y cada una de sus expediciones internacionales: viajar se había convertido en una obsesión para él y a menudo parecía que pasaba más tiempo en el aire que en tierra firme. Le costó aceptar que, dejando aparte a Lucy y a Tim, yo no estaba dispuesta a abandonar ni a Robert ni a mis alumnos en la primavera de 1985, ya cerca de los exámenes, período que él había reservado para emprender un largo viaje por China. Bernard Carr y Iolanta, una de las enfermeras, se pusieron al frente con valentía: lo subieron y bajaron de aviones y trenes y empujaron animosamente la silla de ruedas por la Gran Muralla. Regresaron agotados, y Stephen tampoco volvió con muy buena salud, aunque estaba exultante por la hazaña. Tosía a menudo y parecía ser incluso más sensible a los agentes irritantes de los alimentos. Pasé muchas noches abrazándolo, tratando de mitigar el pánico que, por sí solo, provocaba ataques de asfixia aún peores.
No obstante, las vacaciones de verano prometían ser tranquilas. Íbamos a pasar todo el mes de agosto en Ginebra, donde Stephen pensaba intercambiar opiniones con los físicos de partículas del CERN y nosotros disfrutaríamos de los alrededores del lago Lemán. En el CERN, Stephen trabajaría en las implicaciones que para la dirección de la flecha del tiempo tenían la teoría cuántica y las observaciones obtenidas del acelerador de partículas. Era un tema sobre el que había hablado largo y tendido, con la ayuda de Robert, a la Sociedad Astronómica de la escuela Perse. Fue durante aquella conferencia cuando me percaté con resignación de que la física se había vuelto tan abstracta que, incluso explicada por medio de imágenes, escapaba por completo a mi comprensión. Ninguna cantidad de películas pasadas al revés donde tazas y platos rotos regresaban a la mesa y se recomponían por sí solos lograría convencerme de que la dirección del tiempo podía invertirse. Esa hipótesis tenía la capacidad potencial de cambiar el curso de la historia de la humanidad si los visitantes del futuro podían intervenir en el pasado. No obstante, al parecer era fundamental demostrar matemáticamente que no se trataba de una posibilidad, dado que la prueba aseguraría que nada podía desplazarse a mayor velocidad que la luz.
Pese a los viajes de Stephen en el tiempo y el espacio, fue un buen verano. Lucy realizó su primer intercambio de francés con una chica bretona cuyo padre, que era barquero, había ganado la lotería, de modo que lo festejaron. Robert puso la guinda celebrando su decimoctavo cumpleaños, justo antes del comienzo de los exámenes, con una céilidh —una fiesta con danzas tradicionales gaélicas— en el jardín una cálida noche de luna llena. También hubo conciertos de todo tipo, corales e instrumentales, recitales e incluso un concierto de música pop en el Albert Hall para celebrar el sexto cumpleaños de Tim, ya que se había convertido en un gran admirador de la banda Sky y dedicaba todas las horas del día a imitar con brío sus tremendos redobles de batería. Un concierto no programado y muy distinto se celebró en nuestro jardín trasero un domingo de principios de julio: en el momento en que Stephen y yo llegábamos a casa después de una excursión al Suffolk medieval con los participantes del congreso de física de aquel verano, las luces del auditorio de la universidad, que estaba en nuestra misma calle, se apagaron. Jonathan iba a tocar el clavicémbalo esa noche y nos dio la mala noticia. Como hacía buen tiempo y no amenazaba lluvia, la solución más lógica fue que los músicos colocaran los instrumentos en el césped y que el público se agrupara a su alrededor, sentado en las alfombras, cojines y esteras que logramos reunir.
Jonathan, que tocaba a menudo con orquestas modernas y de músicos aficionados como la que actuó en nuestro jardín, se quejaba desde hacía tiempo de que no se interpretara auténtica música barroca en Cambridge, donde muchos jóvenes clavecinistas prometedores se disputaban las pocas oportunidades que surgían. Por otra parte, estaba demasiado lejos de Londres para introducirse en su escena musical. De no haber sido por su compromiso con nosotros, sobre todo conmigo, sin duda se hubiera ido a vivir a Londres, donde lo habría tenido mucho más fácil. La única opción era que formara su propia orquesta, pero se trataba de un reto formidable por el tiempo, la dedicación y el dinero que requería. Estaba tan frustrado por su aislamiento musical y deseaba tanto tocar en un conjunto que, cuando en la primavera de 1984 ingresó en el hospital para someterse a una operación, decidí tomar cartas en el asunto. Primero reservé el auditorio de la universidad por teléfono y a continuación llamé a varios contactos y contraté una orquesta pequeña pero completa de músicos barrocos. Cuando Jonathan despertó de la anestesia, se enteró de que, durante su breve ausencia del mundo consciente, lo habían nombrado director de la recién formada Cambridge Baroque Camerata, cuyo concierto inaugural se celebraría el 24 de junio. Las semanas que faltaban para esa fecha, que también fueron las semanas de su convalecencia, se dedicaron a planificar, programar y hacer publicidad a un ritmo frenético.
La noche del concierto Robert se ocupó de la taquilla, Lucy vendió programas y diversos amigos actuaron de acomodadores mientras yo corría de un lado a otro haciendo de enlace entre la sala y los camerinos y atendiendo a Stephen, que estaba a un lado del escenario. Fue una gran sorpresa ver que la cola para comprar entradas llegaba hasta el patio. Contamos a todos los asistentes conforme entraban en el auditorio, dado que llenar la sala era crucial para el éxito económico de la empresa. «Éxito económico» no significaba obtener beneficios, sino meramente cubrir gastos. Se ocuparon todas las butacas y la actuación, titulada La trompeta sonará, recibió aplausos entusiastas. Animada por el éxito del concierto de 1984, la Cambridge Baroque Camerata se atrevió a subir otra vez al escenario en 1985 con un programa para celebrar el tricentenario de los nacimientos de Bach, Händel y Scarlatti. Por suerte la apuesta volvió a salir bien pero, en algunos de los conciertos posteriores, atracciones rivales imprevistas, como finales de fútbol televisadas, reducirían el número de espectadores de una forma lamentable. El debut del conjunto en Londres, previsto para octubre de 1985 en el Queen Elizabeth Hall, tenía que considerarse una inversión de futuro, pues sin duda no permitiría cubrir gastos, pero daría a conocer a la Cambridge Baroque Camerata a un público más amplio.
Nuestro hogar parecía haber recobrado un considerable grado de equilibrio. Para nadie eran los resultados más satisfactorios que para el propio Stephen, que había terminado el primer borrador de un libro divulgativo sobre cosmología y los orígenes del universo. Trataba muchos temas, desde las primeras cosmologías hasta las teorías modernas de la física de partículas y la flecha del tiempo, si bien hacía especial hincapié, por supuesto, en los agujeros negros. En conclusión, el autor estaba deseando que llegara el momento en que la humanidad fuera capaz de «conocer la mente de Dios» mediante la formulación, en un futuro no demasiado lejano, de una teoría unificada completa del universo: la teoría de todo. Le habían dado el nombre de un agente de Nueva York, donde el libro se estaba ofreciendo a editoriales. Entretanto, en Inglaterra hablábamos de formas fiscalmente ventajosas de cobrar los derechos de autor, que esperábamos que produjeran unos modestos ingresos adicionales a lo largo de los años, como los libros de texto, que se decía que eran mucho más rentables a largo plazo que los superventas. Era improbable que alcanzáramos nuestro objetivo inicial de sufragar la formación de Lucy, dado que había empezado la educación secundaria hacía unos años.
A finales de julio, unos días antes que el resto de nosotros, Stephen y su nueva secretaria, Laura Ward, junto con algunos estudiantes y varios enfermeros, volaron a Ginebra. Yo quería despedir a Robert, que se iba de expedición a Islandia con los Venture Scouts, antes de partir de Cambridge. Al cabo de una semana nos reuniríamos con Stephen y su séquito en la ciudad alemana de Bayreuth, la meca wagneriana, para ver una representación del ciclo de Anillo, y después iríamos todos a Ginebra, donde pasaríamos el resto de las vacaciones en una casa alquilada. Por fin había empezado a alcanzar un feliz equilibrio en mi vida y pensaba que, con la ayuda de Purcell, Bach y Händel, sería capaz de soportar los efectos de las siniestras modulaciones de Wagner con un espíritu de jovial tolerancia.
Cuando Stephen salió de casa el 29 de julio, me despedí de él con toda naturalidad, sin darle mayor importancia. Ginebra no estaba lejos comparada con China y era famosa por su higiene. Todos estábamos preocupados por mi suegro, que sufría una enfermedad crónica, y temíamos que muriera durante nuestra ausencia. Frank Hawking sobrellevaba la enfermedad con el mismo estoicismo hosco y pragmático que había adoptado en todas las situaciones y con el que disimulaba el dolor o la vergüenza. Pese a las vicisitudes de mi relación con la familia Hawking, yo nunca había dejado de respetarlo. Además, últimamente había empezado a escribirme cartas de sincero agradecimiento, en las que alababa cómo cuidaba de Stephen y de mis hijos y cómo llevaba la casa. No obstante, en aquel momento mi mayor preocupación era Robert, mi hijo mayor, que se marchó con los Venture Scouts tres días después de la partida de Stephen. Sus planes de atravesar un glaciar a pie y recorrer la costa septentrional de Islandia en piragua me llenaban de muda aprensión.