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Turbulencia

Quizá la conducta de los Hawking no me habría afectado tanto si me hubiera dado cuenta de que siempre podía contar con la familia de Jonathan. Con una bondad humilde, se dedicaban de manera incansable a los demás, fueran quienes fuesen, vinieran de donde viniesen. No hacían distingos entre parientes, amigos, feligreses y desconocidos. Cualquiera que tuviera problemas, ya fuese rico o pobre, podía acudir a su puerta de día o de noche con la seguridad de que encontraría ayuda, oídos comprensivos y probablemente una buena comida de propina. Yo no creía que unos padres, por bienintencionados que fueran, pudieran acoger bien a la clase de familia con la que se había mezclado su hijo mayor. Pues me equivocaba. La primera vez que fuimos a la rectoría, nos trataron —a Stephen, a los niños y a mí— como si fuéramos los visitantes más bienvenidos; como si de verdad estuvieran encantados de vernos. Jamás tuve la menor impresión de que nos juzgaran a nosotros o nuestra situación.

Me parecía increíble que aquellas personas sin parentesco con nosotros encontraran algún buen motivo para acogernos a mi familia y a mí, y tampoco podía entender que mostraran un interés y una preocupación tan sinceros por nosotros. Iluminaban las tinieblas con la luz de su bondad, comprensión y generosidad. Y no fueron solo los padres de Jonathan quienes nos trataron con cariño, sino, inexplicablemente, toda su familia: sus hermanos, Tim y Sara, sus tíos y primos.

Así pues, ya no tenía que buscar apoyo en los Hawking. Por el contrario, empecé a fomentar el frío distanciamiento que ellos habían mostrado durante años. Sorprendentemente, otros parientes más lejanos de Stephen ocuparon el vacío que dejó su ausencia. Michael Mair, un primo de Stephen que había estudiado en Cambridge a finales de los sesenta, cuando Robert era un bebé, había regresado a la ciudad para trabajar en el departamento de oftalmología del hospital de Addenbrooke. Él y su prometida, Solome, sudafricana y radióloga de profesión, eran unos cocineros entusiastas. Con frecuencia nos traían deliciosos platos ya preparados, ricos en calorías, para toda la familia. Nunca fueron tan bien recibidas aquellas comidas a domicilio como en los meses siguientes al nacimiento de Timothy, cuando nos esforzábamos por mantenernos a flote, desesperados y agobiados por el esfuerzo agotador de guiar nuestra barquita por mares turbulentos.

Lo cierto era que hacía falta un cuidador adulto para atender en todo momento a cada uno de los miembros menos capaces de la familia. Stephen, discapacitado hasta el punto de que no podía hacer nada por sí mismo —excepto manejar los sencillos mandos de la silla de ruedas y del ordenador que había comprado para celebrar el nacimiento de Timothy—, necesitaba a todas horas la asistencia de una persona conocida, ya fuera yo, Don o Jonathan. El bebé, antes tan dócil, había empezado a hacer valer sus derechos: respondía a la atención que se le prodigaba con grandes sonrisas cautivadoras, tan amplias que podría habernos tragado, pero protestaba a gritos si no le hacíamos caso. En esas ocasiones, mi madre comentaba entre risas cuánto se parecía el niño a su padre. Desde luego, había heredado los hoyuelos querúbicos de Stephen; además, al igual que este, tenía el cómico hábito de bajar las comisuras de la boca para expresar su indignación, sobre todo cuando tenía hambre. En otros aspectos, era la viva imagen de su hermano mayor, aunque era un bebé más grande. Yo los llamaba «mis gemelos»…, gemelos que se llevaban casi doce años. De hecho, en más de una ocasión, al ver a Tim los conocidos decían alegremente «Hola, Robert», y a continuación pensaban desconcertados que habían caído en una curvatura del tiempo, antes de darse cuenta de su error.

A Robert y a Lucy les costaba adaptarse a las nuevas circunstancias. Lucy se encontraba ahora en una situación incierta, no era ni la mayor ni la pequeña de los hermanos, y no mostró ningún interés por el bebé hasta que Robert se marchó a un campamento a finales del verano. Entonces vio que de pronto se le pedía que trajera y llevara biberones, pañales, imperdibles y polvos, tareas que antes realizaba Robert. Al principio se resistió desafiante, hasta que al final se echó a llorar. En aquel momento me di cuenta de lo mucho que la habían afectado los trastornos que todos sufríamos desde la llegada del pequeño Tim. Habíamos dejado que se defendiera por sí sola, cuando en realidad necesitaba tanta seguridad como cualquier otro. La abracé y le dije que no había dejado de quererla porque hubiera otra persona en la familia a la que cuidar. Enseguida se encariñó con su hermanito, como si todas aquellas tristes semanas hubiera estado deseando manifestar sus verdaderos sentimientos pero sin saber cómo. Traía y llevaba cosas de tan buena gana como había hecho Robert y en adelante no hubo nadie más dedicado a Tim ni más receptivo a sus gracias.

Robert había estado muy enfermo y, aunque se había recuperado bien y había vuelto al colegio, a veces parecía apático y despistado. La dislexia seguía siendo un grave problema en su vida escolar. El colegio organizó unas cuantas sesiones con una psicopedagoga, que trató de enseñarle técnicas para hacer frente a la dislexia, pero no consiguió identificar el verdadero alcance del problema. Hasta muchos años después no descubrí que la raíz estaba en una aplastante sensación de ineptitud. Robert había comprendido a muy temprana edad que su padre era un genio de la ciencia y que la gente —en especial los profesores, más que la familia— tenía expectativas que él sabía que no podía cumplir. Con la fe en sí mismo ahogada por las dudas, la solución consistió en no molestarse en estudiar, ya que se sentía condenado a fracasar a ojos del mundo, por mucho que se esforzara. Lo más triste era que desde los siete años, cuando se dio cuenta de que su padre era un genio, se sentía inferior. Robert contaba con la dudosa ventaja de tener una inteligencia rápida, científica, que lo destinaba a una profesión científica en la que no alcanzaría la fama de su padre. En cuanto a Lucy y a Tim, más tarde sufrieron por no ser científicos y se sintieron muy humillados cuando los profesores les decían que estaban decepcionados. En realidad, los tres niños se encontraban en una situación sin salida. No obstante, pese a que los prejuicios de los profesores arrojaron sombras pasajeras sobre los años escolares de Lucy y Tim, ninguno de los dos sufrió tanto como Robert, sobre quien las expectativas de la sociedad en general proyectaron la larga sombra de la reputación de su padre.

En el otoño de 1979 la reputación de Stephen aumentó de manera muy pública en Cambridge con la concesión de la codiciada Cátedra Lucasiana de Matemáticas. La cátedra, dotada en 1663 con cien libras por Henry Lucas, era una de las más prestigiosas en una de las universidades más prestigiosas del mundo: era la cátedra de Newton. Se equiparaba inequívocamente a Stephen con Newton. Celebró su ascenso a la más vertiginosa de las alturas académicas con una clase inaugural, costumbre que había caído en desuso, al menos entre los científicos. Un estudiante se situó junto a él en el estrado de la sala de conferencias Babbage para repetir lo que decía, pues la voz de Stephen era ya tan débil y poco clara que solo unos pocos alumnos, colegas y familiares lograban entenderlo. Los científicos que formaban el extasiado público, muchos de ellos jóvenes prometedores, se esforzaban por captar lo que farfullaba. Las palabras no estaban destinadas a ofrecerles la tranquila perspectiva de un futuro seguro, pues Stephen predijo con deleite que el final de la física estaba próximo. La aparición de ordenadores más rápidos y sofisticados significaba que a finales del siglo, al cabo de solo veinte años, todos los grandes problemas de la física se habrían resuelto, incluida la teoría del campo unificado, y los físicos no tendrían nada que hacer. A él no le importaba, declaró con jovialidad, porque se jubilaría en 2009. Al público le encantó la broma, pero a mí no me pareció que hubiera mucho de lo que reírse…

En realidad, tampoco Stephen tenía muchos motivos para reír. Al predecir sin contemplaciones el fin de la física hipotecaba a todos los efectos su futuro, y su propia Némesis, la ofendida diosa de la Física, no tardaría en ajustarle las cuentas. Pocas semanas después, la nueva década comenzó con mal pie para nosotros, y sobre todo para él. Después de Navidad todos contrajimos fuertes resfriados, incluido el bebé. En Año Nuevo, a Stephen se le había agarrado al pecho y lo atormentaba con espantosos ataques de asfixia cada vez que bebía un sorbo de agua, tomaba una cucharada de comida bien picada o simplemente respiraba. Solían producirse al final del día y durar hasta bien entrada la noche. Mediante las técnicas que había aprendido en yoga, yo intentaba animarle a relajar los músculos de la garganta repitiendo en voz baja y monótona frases tranquilizadoras. A veces lo conseguía y percibía el cambio del ahogo y el pánico a una respiración más sosegada a medida que el sueño se apoderaba de su frágil y torturado cuerpo. A veces, con la pura monotonía de la repetición, me adormilaba y él seguía tosiendo y resollando hasta la madrugada. A la mañana siguiente los dos estábamos agotados, pero él, con auténtico coraje, se negaba a admitirlo y emprendía su jornada normal sin dejarse desanimar por la mala noche. Aunque todos temíamos que se produjera un ataque de neumonía parecido al de 1976, Stephen, como era de esperar, no me permitía llamar al médico y se negaba a tomar medicamentos, pues seguía aterrándole que el edulcorante del jarabe contra la tos —incluso el del jarabe sin azúcar— le irritara el epitelio de la garganta y que los antitusígenos le embotaran el cerebro o lo sumieran en un estado comatoso. Así pues, tosía y se ahogaba, se ahogaba y tosía, día y noche, mientras el bebé resollaba y lloriqueaba con la nariz taponada y a mí, que tampoco me sentía muy bien, me costaba respirar.

Como siempre, mi madre vino corriendo de Saint Albans para atender la casa mientras Jonathan, Don y yo tratábamos a duras penas de cuidar de sus achacosos habitantes. Mamá insistió en que me acostara, al menos en los intervalos entre las distintas tareas de las que debía ocuparme. Bill Loveless me visitó el sábado por la tarde. Estaba postrada en la cama, agotada y con dificultades para respirar, mientras Stephen —el auténtico paciente— leía el periódico en la cocina, decidido a aguantar la crisis. Le conté mis problemas a Bill. Todavía quería de todo corazón cuidar de Stephen, darle una vida familiar feliz, hacer todo lo posible por él, dentro de lo razonable. A veces, como en aquel momento, sus exigencias rebasaban el límite de lo razonable, y el muro de su obstinación me hacía la vida insoportable. En consecuencia, cada vez dependía más de Jonathan para mantener la cordura, desahogar mis penas y sentirme querida. Aquella dependencia contribuía a aumentar el peso de mi sentimiento de culpa.

Bill me cogió la mano. «Jane —dijo con cariño pero con firmeza—, quiero que sepas una cosa». Yo, nerviosa, esperaba una reprimenda severa, pero estaba muy equivocada. Él prosiguió con dulzura: «A ojos de Dios, todas las almas son iguales. Para Dios, tú eres tan importante como Stephen». Dicho esto, me dejó para que reflexionara sobre esa sorprendente revelación y fue a hablar con Stephen.

Aquel mismo día, vino el doctor Swan, que recomendó a Stephen una breve estancia en la clínica de reposo local. Stephen, aunque ferozmente indignado y de mala gana, aceptó el consejo. En cierto sentido, yo comprendía su renuencia, porque en la clínica no lo conocían. Las enfermeras no entendían lo que decía ni estaban versadas en las técnicas necesarias para cuidarlo. En cuanto corrió la voz de que el catedrático lucasiano había sido ingresado en la clínica, no faltaron las ofertas de ayuda. Una vez más, los leales alumnos y colegas, en especial Gary Gibbons, que había sido estudiante de investigación de Stephen, establecieron turnos para que nunca se viera incapaz de comunicar sus necesidades a las enfermeras. El director del colegio de Robert, Antony Melville, recordando unas circunstancias trágicas similares en su propia familia, se ofreció a acogerlo en su casa si surgía la necesidad. John Casey, un profesor de Caius que ocultaba su auténtica empatía tras una fachada de afectación, decidió que el college debía pagar los gastos del ingreso de Stephen y se dedicó a persuadir al consejo de administración y al tesorero.

La semana siguiente, mientras Stephen estaba en la clínica, Martin Rees, catedrático plumiano de astronomía y filosofía experimental desde 1973, me propuso que fuera al Instituto de Astronomía para hablar con él. Adorable en su poco convincente intento de parecer un científico práctico, me invitó a sentarme en su despacho y declaró con solemnidad: «Pase lo que pase, Jane, no debes permitir que la situación te deprima». La ironía no intencionada de sus palabras me desconcertó pero, como estaba demasiado cansada y aturdida para hacer ningún comentario, guardé silencio y me limité a esperar a que continuara. Repitió lo que acababa de decir y acto seguido señaló que había llegado el momento de que Stephen recibiera atención domiciliaria. Si yo encontraba los enfermeros, él se encargaría de hallar los fondos —de varias entidades filantrópicas— para pagarlos. Quedé muy agradecida por su interés y su práctica oferta, planteada con consideración y delicadeza. Mi gratitud se debía tanto al hecho de que se hubiera percatado de que necesitábamos ayuda como a la ayuda misma.

La cuestión de llevar enfermeros a casa presentaba tres aspectos y, desde luego, la amable oferta de Martin resolvería uno de ellos: el económico. Yo no tenía ni idea de cómo abordar los otros dos. ¿Dónde iba a encontrar enfermeros adecuados y, sobre todo, cómo iba a convencer a Stephen de que los aceptara? Cada vez que iba a visitarlo con el bebé, él rechinaba los dientes, irritado por su confinamiento temporal, y mantenía los ojos fijos en el televisor que tenía delante, negándose a mirarnos. Poco consuelo le aportaba yo; más bien parecía que mi presencia lo enfurecía. Pero, si no lo visitaba con frecuencia, no tardaría en acusarme de abandonarlo.

Solo dos días después tuvimos que llamar de nuevo al médico. Lucy, que también había sufrido un fuerte resfriado, nos dio un buen susto cuando se le rompió un capilar de la nariz y empezó a sangrar. Apenas se detenía una copiosa hemorragia nasal, comenzaba otra. En esta ocasión, no conocíamos al médico de guardia. Nos dijo que estaba en prácticas, lo que nos sorprendió porque era un hombre de mediana edad. El doctor Chester White había empezado a estudiar medicina como segunda carrera a edad ya madura y se había licenciado hacía poco. Examinó a Lucy y nos aseguró que no había motivos de alarma.

Cuando estaba a punto de marcharse, dirigió su atención hacia mí. «¿Qué tal está usted? ¿Se encuentra bien? —preguntó para mi sorpresa—. Parece agotada». Se sentó y le hablé de Stephen y de la crisis que estábamos pasando. No hicieron falta muchas explicaciones, porque conocía a Stephen de oídas y lo había visto a veces por la calle. Pero no sabía que llevábamos años luchando, con solo una mínima ayuda del Servicio Nacional de Salud, y se indignó al oír que únicamente disponíamos de asistencia domiciliaria dos mañanas por semana, cuando alguna enfermera del distrito venía a levantar a Stephen de la cama, bañarlo y ponerle una inyección de hidroxocobalamina. Stephen se había visto obligado a permitir que las enfermeras del distrito lo bañaran cuando mi avanzado estado de gestación me limitó la capacidad de maniobrar en el cuarto de baño.

No me hacía ilusiones mientras volvía a contar la habitual historia de nuestra fatigosa lucha por seguir adelante y superar la carrera de obstáculos en que se había convertido nuestra vida: el doctor White me escucharía con la máxima comprensión pero sería incapaz de introducir ninguna mejora. ¿Quién iba a poder hacerlo, incluso con la financiación que Martin Rees había prometido? Sabía de antemano que diría lo que otros tantos habían dicho antes: «Vaya, lo siento en el alma, pero no sé qué aconsejarle». Así pues, estaba poco dispuesta a tomarle en serio cuando, con una perspicacia inusitada, propuso solícitamente dos medidas. Para empezar, me recetaría algo a mí y, en segundo lugar, se pondría en contacto con un enfermero de su lista que realizaba visitas privadas y que tal vez pudiera organizar turnos de asistencia a Stephen.

La esperanza de que aquella sugerencia diera resultado era demasiado seductora para no prestarle atención, aunque fuera brevemente y con la incredulidad habitual. Cabía la posibilidad de que el problema de hallar enfermeros adecuados se resolviera gracias a aquel encuentro casual, y el último problema —el mayor, sin duda—, la resistencia de Stephen, también podría solucionarse gracias a aquella iniciativa, ya que vendría impuesta por una autoridad exterior. La culpa de esa medida tan molesta no caería por completo sobre mis hombros. A los pocos días, Martin Rees había dado con una fuente provisional de fondos para costear la asistencia a Stephen cuando volviera a casa…, pero, como me temía, Chester tardó algo más en contactar con su enfermero.

Por fin, una mañana de finales de enero, el contacto del doctor White, el enfermero Nikki Manatunga, se presentó de manera inesperada. Era un hombre callado y trabajador de Sri Lanka, que se había establecido con su mujer y sus dos hijos en un pueblecito de las afueras de Cambridge, y no se inmutó cuando le expliqué las dificultades y las necesidades. Al contrario, estaba seguro de que podía organizar un equipo de enfermeros con sus compañeros del hospital de Fulbourn, el psiquiátrico local, donde él trabajaba. Una semana después, cuando acudió para realizar su primer turno, Stephen se negó en redondo a mirarlo y a comunicarse con él en modo alguno, excepto pasándole las ruedas de la silla sobre los pies. Le pedí disculpas a Nikki, que siguió sonriendo imperturbable. «No pasa nada —dijo—. Estamos acostumbrados a tratar con pacientes difíciles». A la semana siguiente trajo otro enfermero para introducirlo en el sistema, y luego otro. Cada nuevo recluta venía acompañado de un enfermero veterano, que le explicaba los detalles de la tarea, por lo que el relevo era siempre fluido y se necesitaba muy poca intervención por nuestra parte, los cuidadores residentes. De forma paulatina la irritación de Stephen cedió. Acabó aceptando la presencia de aquellas personas tan dedicadas y pacientes, hasta que por fin se dio cuenta de que podían ayudarlo fuera del estricto horario de sus empleos fijos. Podían acompañarlo en los viajes al extranjero, con lo que él sería independiente de sus alumnos y colegas, incluso de su familia. Ya no tendría que contar con un pequeño grupo de íntimos que lo ayudaran en las necesidades personales. Se iniciaba una nueva era para el señor del universo y, por extensión, para el resto de nosotros.