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«Dies irae»

Una semana después, Tim y yo volvíamos a estar en Francia. El Moulin parpadeaba soñoliento con el sol vespertino cuando nos acercamos por el camino de tierra y abrí el portón. El aire fresco y puro penetró hasta lo más hondo de mis bronquios asmáticos y me reanimó, dado que estaba cansada por el largo viaje y tensa emocionalmente después de los recientes altibajos. Reinaban la calma y el silencio en el patio interior, que nos envolvió como una suave manta para protegernos de la tiranía de mundo exterior. Una vez dentro, corrimos de una habitación a otra para inspeccionar cada uno de los rincones y familiarizarnos de nuevo con todas las viejas vigas. Vimos con gran sorpresa que el oscuro y polvoriento granero había experimentado una transformación como la de Cenicienta y estaba listo para dar alojamiento al séquito de enfermeras de Stephen. Los escombros, las telarañas y las vigas podridas habían desaparecido para dar paso a una espaciosa sala con el suelo embaldosado y una cocina americana en la parte de abajo, y a dos amplios dormitorios y un baño en el altillo. Macizas vigas nuevas mezcladas con las viejas aún utilizables sustentaban la estructura, tan seguras en su antiquísima tradición que, de no ser el mobiliario nuevo, bien podrían haber estado allí desde tiempos inmemoriales. Luego, previendo más descubrimientos, salimos corriendo al jardín. Durante nuestra ausencia había tenido lugar un extraño encantamiento. Tim gritó asombrado: «¡Es idéntico al palacio de Buckingham!»; y tenía razón. Las plantas y semillas habían crecido en los parterres y, donde en mayo solo había matas aisladas y algunos brotes, un sinfín de flores nos saludaba con un derroche de color. Aún quedaban cosas por hacer, paredes por pintar y suelos por cubrir, pero lo indispensable estaba terminado. El Moulin ya estaba listo para recibirnos no solo a nosotros, sino también a todos nuestros visitantes veraniegos. Mi hermano llegaría con su mujer y sus cuatro hijos casi al mismo tiempo que Arthur, el amigo de Tim, y sus padres, que pensaban pasar un fin de semana con nosotros. Jonathan traería a mis padres y Stephen viajaría en avión hasta Le Touquet, acompañado de Pam Benson, una enfermera de total confianza, y de Elaine y David Mason y sus hijos.

Pese a las reservas de mi madre, yo había sido tan optimista como para invitar a la familia Mason, con la esperanza de que la experiencia de vivir con nosotros en la misma casa, pero en circunstancias más relajadas que en Cambridge, animara a Elaine a tener más respeto por la autodisciplina que era fundamental para nuestras tareas. Si bien no pensaba inmiscuirme en el vínculo afectivo que pudiera haber surgido entre ella y Stephen, me parecía que, como enfermera titulada que era, quizá se convenciera de que el éxito de nuestra labor se basaba en el trabajo en equipo bien coordinado. Quienes causaban problemas no tenían cabida en aquella situación. Ingenua de mí, también confiaba en que, si Elaine se daba cuenta de que Jonathan y yo no teníamos por qué dormir necesariamente en la misma habitación, aprendería a respetar el modo de vida que nos permitía seguir cuidando de Stephen y mis hijos de forma indefinida, pasara lo que pasara.

Cuando Stephen y sus variopintos acompañantes aterrizaron en Le Touquet a mediados de agosto, la parte nueva de la casa ya había recibido sucesivas oleadas de visitantes, incluidos mis padres, que la habían declarado totalmente satisfactoria tanto por su encanto como por su comodidad. No obstante, entre los recién llegados reinaba una tensión perceptible. Stephen reaccionó con frialdad ante mi alegría de verlo, lo cual me llevó a sospechar que los comentarios disimulados sobre su aversión a la campiña francesa habían hecho mella: lo habían convencido de que no quería pasar ni un día de vacaciones en Francia, y menos aún en el campo. Siempre que yo intentaba despertar su interés por las magníficas vistas de los campos bañados por el sol, con colinas y bosques recortados a lo lejos, él ponía la misma cara de desdén y aburrimiento. Día tras día, se me hacía patente la inexorable verdad de que reservaba sus sonrisas y su interés para Elaine, y no me cabía la menor duda de que ella le alentaba a despreciarme porque yo tenía defectos y no me ajustaba a la imagen de perfección con que ella siempre lo tentaba. Lo estaba convenciendo de que yo ya no le era de ninguna utilidad, de que no servía para nada. Elaine se hallaba en una posición de fuerza: sus responsabilidades eran mínimas y podía complacer a Stephen haciendo cuanto él le pedía; podía engatusarlo y camelarlo, y su formación especializada le permitía satisfacer todos sus caprichos. Como las dos principales preocupaciones de Stephen eran su trabajo y su estado físico, mi papel quedaba lógicamente muy disminuido, mientras que el de Elaine adquiría un gran peso. Según parecía, los lazos familiares e intelectuales que yo valoraba y gracias a los cuales manteníamos una apariencia de normalidad habían dejado de ser importantes. Era probable que Stephen hubiera encontrado en ella a una persona más fuerte que yo con la que, de algún modo, podía volver a tener una relación física, cualesquiera que fueran las otras dimensiones de su relación. Yo no podía negarle eso y estaba dispuesta a aceptarlo en nuestra forma de vida, igual que él había tenido la generosidad de aceptar mi relación con Jonathan, siempre que fuera discreta y no supusiera una amenaza para nuestra familia, nuestros hijos, nuestro hogar y el buen funcionamiento del turno de enfermeras que tanto nos había costado lograr. También era esencial que no anulara mi relación con Stephen, porque estaba convencida de que sin mí sería como un niño perdido, un niño rebelde y resuelto, pero también indefenso y cándido. Mi destino había estado tan íntimamente unido al suyo durante tanto tiempo que él jamás me sería indiferente, por muy difícil que se hubiera vuelto debido a la singularidad de ser un genio discapacitado. Velar por su bienestar se había convertido en algo natural para mí. Si las facciones que podía mover delataban el menor signo de dolor, malestar o desaprobación, yo era incapaz de ignorarlo. Lo cierto era que aún lo quería con hondo afecto y compasión. En aquel cuerpo demacrado, pese a la fortaleza de la mente, su sufrimiento era dolorosamente obvio, y era ese sufrimiento lo que siempre reforzaba mis sentimientos hacia él, que no eran nunca de superioridad; de hecho, a menudo me colocaban en una conflictiva situación emocional en la que tenía que conciliar la desesperanza y la frustración que me causaban su terquedad y sus exigencias poco razonables con mi respeto a su dignidad y sus derechos como persona con una discapacidad muy grave.

Nuestro matrimonio —y la estructura, grande y compleja, en que se había convertido— definía mi vida adulta, puesto que resumía mis logros más importantes: la supervivencia de Stephen, mis hijos, la familia y el hogar. Era la larga historia de nuestras batallas conjuntas contra su enfermedad y la de su éxito contra todo pronóstico. Yo le había dedicado casi todas mis energías, si bien había tenido que aceptar ayuda para poder continuar adelante sin sentir el impulso de suicidarme. Era cierto que a veces anhelaba disfrutar de mayor libertad de movimiento y me amargaban las severas limitaciones que me imponía, pero jamás me había planteado huir, salvo, en un momento de profunda desesperación, quitándome la vida. Tal vez la estructura se hubiera vuelto peligrosamente desequilibrada e inestable, pero era increíble que un arrebato de pasión pudiera borrar cuanto representaba nuestro matrimonio. El hecho de que Elaine tuviera un marido sano e hijos no me incumbía: aquella cuestión atañía a la conciencia de ella y yo no debía meterme.

La situación quizá se habría resuelto de forma pacífica si las partes implicadas hubieran tenido otro carácter, si hubieran sido más consideradas, menos porfiadas, menos egocéntricas, menos propensas a satisfacer sus propios deseos con exclusión de todo lo demás. Si yo hubiera sido más fuerte y estado menos confusa, tal vez podría haber manejado la situación de otro modo y con más seguridad. El caso es que las vacaciones fueron desastrosas. Varios contratiempos se combinaron para aumentar la aversión de Stephen al campo e incluso al Moulin; un sentimiento diametralmente opuesto al entusiasmo que había mostrado en primavera. Por otra parte, se volvió cada vez más hostil tanto hacia la familia como hacia Pam, la otra enfermera. Cuando por fin me atreví a hacerle notar que con su comportamiento y el de Elaine corríamos el riesgo de perder a Pam, prendí sin darme cuenta la chispa del incendio que nos consumiría a todos. El fuego ardió en la vieja casa aquel día y durante toda la noche, destrozó el apreciado silencio y estremeció las viejas vigas mientras me envolvía con toda su furia. Llamas de reproche, odio y deseo de venganza me atacaron y me dejaron el alma en carne viva con sus acusaciones: mujer infiel, compañera desconsiderada, egoísta mujer de carrera, perezosa y frívola, más interesada en cantar que en cuidar de su frágil e indefenso marido. Llevaba demasiado tiempo haciendo lo que me venía en gana, dijeron. Debía «anteponer a Stephen a todo lo demás».

Afronté los ataques sola. No quería rebajar a Jonathan arrastrándolo a aquella lucha incivilizada, pero tampoco pude apagar las llamas. Era inútil argüir que, pese a que muchas veces la física había alejado a Stephen de mí, pese a las duras y constantes exigencias de su enfermedad, me había esforzado de corazón por ser una buena esposa; que, pese a la vorágine de medicaciones, material médico y enfermeras, pese a la infinitud de ensayos científicos, ecuaciones y reuniones, me había esforzado de corazón por hacerlo lo mejor posible, aun cuando eso hubiera desfigurado mi propia vida. El argumento de que el amor y la ayuda de Jonathan nos habían protegido y me habían salvado de caer en la desesperación no se aceptaría como defensa. Todos mis esfuerzos no habían sido suficientes y ahora iba a desbancarme una persona que había engatusado a mi marido enfermo con promesas imposibles y expectativas poco realistas. Era el principio del fin de nuestro matrimonio.

Después de aquel desastre, Stephen y los Mason regresaron a Inglaterra y Tim y yo nos quedamos en el Moulin. La bonita casa antigua y su jardín envolvieron mi cuerpo extenuado y mi mente consumida en su abrazo consolador mientras la calma de la Francia rural volvía a invadirme. Si de verdad Stephen no me quería —razoné—, podría ganarme bien la vida en Francia. Podría ganarme el sustento dando clases de inglés y español y Tim podría ser bilingüe. A principios de septiembre empezó a ir a la escuela del pueblo, donde enseguida hizo amigos, sin que lo desanimara la dificultad del idioma. Iba al pueblo en bicicleta todas las mañanas; en la puerta, yo le decía adiós con la mano y lo veía alejarse por la colina hasta que desaparecía entre los árboles. En casa hablábamos en francés a menudo. El inglés e Inglaterra me resultaban ajenos; una lengua y un país que expresaban y albergaban un extremo sufrimiento personal —por no mencionar las injusticias políticas generalizadas de los años de Margaret Thatcher—, en tanto que Francia me ofrecía amigos y un estilo de vida nuevos, junto con una sensación de igualdad. Además, Francia, un país en su mayoría católico, adoraba y rezaba a la madre de Jesús, la intermediaria femenina con las figuras masculinas de la Trinidad. Allí, una mujer ocupaba un lugar reconocido en el orden divino de las cosas. María tenía una presencia humana que era trágica, amorosa y consoladora. Muchas veces, en iglesias rurales y catedrales francesas, me sentía atraída por la imagen de la Virgen María —una santa de escayola pintada toscamente, quizá—, que ofrecía el consuelo del sufrimiento compartido.

Tim y yo enseguida nos acomodamos a un modo de vida que yo sabía que podría mantener. Podíamos vivir en Francia de forma permanente si era necesario, o bien regresar a Inglaterra al cabo de un tiempo, cuando Stephen hubiera resuelto sus problemas. Jonathan, que había vuelto a Cambridge para dar una serie de recitales de órgano, me llamaba con frecuencia y me animaba a quedarme en Francia si era donde me sentía a gusto.

Stephen también llamaba casi a diario, pero nos exhortaba a regresar a Inglaterra. Decía que nos echaba de menos y que nos necesitaba. Fue tan persuasivo que creí que de verdad pretendía restablecer la armonía en nuestras vidas y mantener a sus enfermeras bajo control. Más avanzado septiembre, convencida de que mi niño perdido me necesitaba, crucé con Tim un mar embravecido, decidida a evitar un enfrentamiento. La familia, es decir, mis padres y Robert, se alegró de vernos cuando llegamos a casa a altas horas de la noche por culpa de largas esperas en las autovías. El recibimiento que Stephen me dispensó a mí, aunque no a Tim, fue gélido. No era el niño perdido quien había salido saludarnos, sino el déspota. De inmediato supe que había cometido un grave error al volver a Inglaterra.