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Retorno a la armonía
La música, a través de la cual había regresado al seno de la Iglesia anglicana, había abierto las puertas para mi renacimiento y crecimiento espiritual y, gracias a Mary Whiting, retomé las clases de canto poco después de que naciera Timothy. Ella me suplicó literalmente que le dejara llevarlo a pasear una vez a la semana, con la esperanza de que el contacto con bebés la ayudara a tener uno propio. Así pues, los miércoles por la tarde, aunque a menudo estaba cansada, iba a las clases de Nigel Wickens, quien sabía hasta qué punto absorbía ser padre después del nacimiento de su hija Laura. Bajo su dirección y con el sensible acompañamiento de Jonathan, siempre que los compromisos docentes se lo permitían, volví a disfrutar de Schubert, Schumann, Brahms y Mozart. Cada uno a su manera, intensificaban y después aplacaban las emociones que competían en lo más hondo de mi ser. Entretanto Mary y Tim daban de comer a los patos, paseaban por el parque, se columpiaban y se hartaban de helado.
Se me brindaban numerosas oportunidades de interpretar mi repertorio de solista en conciertos benéficos de las organizaciones que Stephen y yo apoyábamos, y a veces me llamaban para que llenara los huecos de otros programas. Fue así como mi carrera de cantante alcanzó su apogeo en el verano de 1982, cuando interpreté varias canciones en la capilla del King’s College a modo de interludio en un recital de órgano que Jonathan ofrecía para un congreso de medicina. La confianza que tenía tanto en mi voz como en mi capacidad de aprender música deprisa había aumentado, hasta el punto de que pensé que había llegado la hora de ampliar mis horizontes incorporándome a un orfeón. Podía plantearme dar ese paso porque gozaba de una libertad sin precedentes. Mientras Stephen disfrutaba de su merecida fama internacional, los primeros años de la década de los ochenta fueron testigos de mi transformación. Por una parte, el equipo de enfermeros me libraba del desgaste físico constante que antes consumía toda mi energía. Por otra, gracias al firme apoyo de Jonathan y a su dedicación a toda la familia, salieron a la luz facetas que tenía reprimidas desde hacía tiempo, relegadas a un rincón oscuro en mi lucha diaria. Ya no tenía por qué vivir a medias. Empezaba a experimentar la plenitud de la vida por mí misma; comprendí que la arena que me había resbalado entre los dedos en la playa de Santa Bárbara hacía años no había significado, con el paso del tiempo, el fin de mis aspiraciones personales.
En un concierto que tuvo lugar en la iglesia universitaria de Santa María la Mayor encontré la clase de coro que buscaba: un grupo variopinto de personas, de todas las edades y condiciones, con un repertorio amplio y la ambición de alcanzar un nivel elevado. Stephen Armstrong, el joven y dinámico director, graduado hacía poco en la Universidad de Cambridge, me aceptó, y a partir de entonces asistí a los ensayos semanales, lo cual me exigía una intensa aplicación durante dos horas ininterrumpidas al final de una larga jornada y estudiar bastante en los días intermedios. Cuando había actuación, por lo general los sábados, el ritmo era frenético. Con actuación o sin ella, había que dar de comer y atender a la familia, y el ensayo general era siempre agotador. El concierto en sí acababa en un suspiro y el trabajo de ocho semanas se esfumaba en una sola tarde; unas veces nos quedábamos con una exaltada sensación de euforia por las frases que nos habían salido excepcionalmente bien, y otras con un resabio de frustración porque algunas no habían sonado como esperábamos. Los conciertos se sucedían con rápidos cambios de idioma y estilo musical, de la época barroca a la moderna pasando por los períodos clásico y romántico. De Bach a Benjamin Britten, el júbilo tras cada función bien interpretada era embriagador. Me daba igual lo que cantáramos: cada nueva obra, cada nuevo compositor, se convertía en mi gran favorito mientras duraban los ensayos y el concierto, que me proporcionaban una síntesis intemporal del frágil patetismo de nuestra vida y transformaban la dolorosa intensidad de mis emociones en reconfortante espiritualidad.
En aquella época, cuando la suerte me sonreía, mi madre cayó gravemente enferma. Hacía poco ella y Jack, el único primo que le quedaba, habían estado muy preocupados por la tía Effie, que ya pasaba de los noventa. Y yo sabía que, sin ir más lejos, mi hogar era un claro foco de constante inquietud que podía haber exacerbado su enfermedad. Al menos, gracias al gran cambio que se había producido en nuestra situación con la llegada del equipo de enfermeros de Nikki, pude ofrecer cierto apoyo moral a mis padres en aquel momento crítico e intentar corresponder a las atenciones que habían tenido con nosotros durante tanto tiempo. Asimismo, las nuevas circunstancias significaban que, al estar menos agobiada y cansada, podía prestar más atención a mis hijos. El bebé se había convertido en un niño con una gracia irresistible, observador, curioso hasta la saciedad, rebosante de pícara vitalidad. Con dieciocho meses había empezado a experimentar una fascinación precoz por la astronomía. Al anochecer, contemplaba el curso de la luna sentado en la trona de la cocina, sin prestar atención al importante asunto de su cena. Conforme la luna se desplazaba por el cielo —y por la ventana—, se impacientaba, hasta que al final gritaba para que le desatara las correas. Cuando la luna dejaba de verse, corría al salón muy agitado y esperaba la reaparición de los rayos blancos en las ventanas saledizas. Para él, todas las noches eran un momento de expectación, hasta que la luna menguaba y lo dejaba abandonado en la oscuridad del desconcierto y la desilusión. Más adelante, con veintidós meses, demostró tener una conciencia poética aunque poco científica de otro fenómeno natural. Una fría tarde de febrero de 1980, al ver caer enormes copos de nieve, blancos y delicadamente geométricos sobre el fondo del cielo plomizo, corrió a la ventana del salón gritando: «¡Veo trellas! ¡Veo trellas!» («trellas» era su forma de decir «estrellas»). Se puso a dar brincos de entusiasmo repitiendo aquel estribillo al son de la música callada de las constelaciones que caían lentamente.
La vitalidad de Tim era adorable pero, si me descuidaba un momento, podía llevarlo a acometer proezas potencialmente peligrosas para imitar la independencia de sus hermanos. Un par de semanas antes de que cumpliera los dos años, yo estaba preparando la cena en la cocina cuando de pronto me pareció que reinaba un silencio anormal en casa. No oía ninguno de los ruidos que los niños hacen al jugar: coches de juguete rodando por el suelo, redobles de tambor, parloteos y risas. La sangre se me heló en las venas con aquel silencio terrible. Corrí a la puerta principal y la encontré abierta de par en par. Timmie se había fugado.
Me quedé en la entrada, paralizada por la indecisión, sin saber hacia dónde ir. ¿Había corrido Timmie carretera abajo en dirección al río o habría rodeado la casa para ir al jardín? Los trabajadores del college, que estaban a punto de terminar la jornada laboral, me oyeron llamarlo desesperada y acudieron a ayudarme. Al final Pat, uno de los encargados de mantenimiento, me aconsejó juiciosamente que telefoneara a la policía. Los latidos del corazón me resonaban en los oídos cuando, con Pat a mi lado, marqué el número de emergencias. Me disgustó que el agente que atendió la llamada reaccionara con tanta parsimonia. No parecía ser consciente de la gravedad de la situación.
—Espere un momento, señora —dijo con tono alegre. Al cabo de un momento volvió a ponerse al aparato—. ¿Puede describirme a su hijo y decirme cómo va vestido? —preguntó con la misma irritante jovialidad de antes.
—Pelo rubio, ojos azules, camiseta azul y pantalones verdes —respondí, muerta de preocupación.
—Eso es —repuso el policía—. Tenemos un niño en un coche patrulla pero, como no sabe decirnos dónde vive, el agente está dando vueltas con la esperanza de encontrar a la madre.
Timmie llegó a casa acompañado de una policía y de la amable mujer que lo había cogido justo cuando ponía los pies en la carretera, resuelto, según parecía, a ir a visitar a su madrina, Joy Cadbury. Aquella misma amable mujer había tenido sentado en el regazo a mi tesoro, rubio, azul, verde y bastante mojado, antes de devolverlo a mis temblorosos brazos.
Aunque precisaban menos mi presencia física, los dos hijos mayores necesitaban mucha comprensión. Robert parecía destinado a ser un chico solitario, con pocos amigos, y el cambio a un centro de educación secundaria separó a Lucy de su querida pandilla, a la que conocía desde que era pequeña. Como Robert había estudiado en un colegio privado gracias a su herencia, pensamos que no podíamos hacer menos por Lucy, pero ella fue la única de su curso que se matriculó en la escuela Perse femenina. Le regalamos un gatito para que se consolara y distrajera. Stephen decidió que era el momento de escribir un libro divulgativo sobre su ciencia —el estudio de los orígenes del universo—, en un lenguaje sencillo, sin las barreras de la jerga y las ecuaciones, con la esperanza de que ayudara a sufragar los gastos escolares de Lucy. Yo lo había animado muchas veces a afrontar el reto de explicar sus investigaciones, con el argumento de que me sería provechosa la lectura, al igual que a los contribuyentes en general, dado que financiaban las investigaciones a través de fondos del gobierno.
A veces Robert y Lucy me acompañaban a San Marcos, donde, con su inagotable imaginación, Bill Loveless seguía congregando a personas de todos los gustos y edades. No solo mantenía a los feligreses de Newnham despiertos moral e intelectualmente con sus análisis mensuales del estado de la nación, sino que además realizaba un esfuerzo ingente para atraer a las familias a la parroquia con la misa familiar. Aquella misa, siempre entretenida, a veces imprevisible en las reacciones que podía provocar, influyó a toda una generación de niños y jóvenes en una época cada vez más laica. A Lucy, que siempre hacía algo, ya fuera encender o apagar los cirios del altar, ocuparse de la lectura, participar en los concursos o actuar en diversas dramatizaciones, le encantaba. Un domingo que dejé a mis hijos dormitando perezosamente en casa, Bill anunció la primera sesión de un nuevo club juvenil, que iban a dirigir ordenandos del seminario local y que combinaría deportes, juegos y debates serios. Robert mostró poco interés cuando se lo comenté, pero accedió a regañadientes a asistir aquella tarde, solo para complacerme. A las siete lo llevé a la casa del párroco y le prometí que lo esperaría diez minutos en el coche, por si no le gustaba. Le gustó tanto que me fui a casa sola tras la espera de diez minutos y en adelante no se perdió ni una sola sesión. Se encontró con viejos conocidos de la escuela primaria e hizo amigos de ambos sexos. A partir de aquel día formaron un grupo cohesionado y leal, lo que le ayudó a desarrollar la confianza y la sociabilidad que tanto le había costado mostrar hasta entonces. Al cabo de solo dos semanas, se tropezó con Bill Loveless al salir del colegio, cuando regresaba a casa en bicicleta, y le dijo que quería hacer la confirmación. Bill se convirtió en un amigo fiel y mentor tanto de Robert como de Lucy. A menudo los tranquilizaba y les explicaba con delicadeza las complejidades de la vida adulta cuando las anomalías del entorno de los chicos —ya fuera el azote de la enfermedad de Stephen o el carácter poco convencional de la presencia de Jonathan en la familia— perturbaban las nociones preconcebidas e idealizadas que tenían de cómo deberían ser los padres y la vida familiar.
En la relativa armonía de aquella época, mi relación con Stephen entró en una nueva fase en la que cesó nuestra tendencia a adoptar los papeles de amo y esclava. Volvíamos a ser compañeros e iguales, como en las campañas en las que habíamos participado durante los años sesenta y principios de los setenta. El símbolo de la paz que Stephen lucía a menudo en la solapa en los programas de televisión solo era un botón de muestra de las causas que defendíamos juntos. El inexorable aumento de las armas nucleares, del que Rob Donovan nos había advertido de forma estremecedora a principios de los años setenta, había dado paso a una carrera armamentista en toda regla, una descabellada competición sin control entre el Este y el Oeste para llegar cuanto antes a la guerra del fin del mundo y aniquilar a todos los seres vivos del planeta. La Campaña por el Desarme Nuclear se convirtió una vez más en una fuerza de carácter nacional y surgieron grupos locales por todo el país.
El nuestro, Newnham Contra la Bomba, se reunía una vez al mes en casa de Alice Roughton, una médica jubilada. Enérgica y generosa, firme en sus convicciones y legendaria por su excentricidad, se decía que servía estofado de ardilla y ortigas a los invitados a sus cenas. Su marido tenía fama de preferir el cobertizo del jardín a la casa. Los diez o doce miembros de Newnham Contra la Bomba nos sentábamos alrededor del humeante fuego y, con un vaso de ponche caliente entre las manos, escuchábamos las presentaciones de oradores bien informados pero pesimistas. Luego hablábamos y proyectábamos estrategias para frenar la carrera armamentista. Las perspectivas no eran alentadoras. A fin de cuentas, nos enfrentábamos a los complejos de la industria militar de las dos superpotencias. Nos consolaba un poco el hecho de intentarlo al menos y, en todo caso, Stephen y yo estábamos acostumbrados a representar el papel de David contra muchos Goliat monolíticos.
Juntos redactamos una carta que mandamos a nuestros amigos de todo el mundo, en especial de Estados Unidos y la Unión Soviética. Los exhortábamos a protestar contra la escalada nuclear, que amenazaba con destruir la población del hemisferio norte y producir tanta radiación que las posibilidades para la vida que quedara en el resto de la tierra serían mínimas. Señalábamos que había cuatro toneladas de explosivos de gran potencia por cada hombre, mujer y niño del planeta, y que el riesgo de que un error de cálculo o un fallo informático desencadenara una guerra nuclear era tan elevado que resultaba inaceptable. Stephen esgrimió los mismos argumentos en el discurso que pronunció en el Instituto Franklin de Filadelfia al recibir la Medalla Franklin en 1981. Observó que los mamíferos habían tardado unos cuatro mil millones de años en evolucionar y el hombre unos cuatro millones, y que nuestra civilización científica y tecnológica había tardado unos cuatrocientos en desarrollarse. En los cuarenta años anteriores, se había avanzado tanto en el conocimiento de las cuatro interacciones fundamentales de la física que existía la posibilidad real de elaborar una teoría unificada que describiera cuanto había en el universo. Pero todo desaparecería en menos de cuarenta minutos si se produjera una catástrofe nuclear, y la probabilidad de que tuviera lugar, por accidente o a propósito, era pavorosamente alta. Por último afirmó que este era el problema fundamental al que se enfrentaba nuestra sociedad y que revestía mucha mayor importancia que cualquier cuestión ideológica o territorial.
Expusimos más o menos los mismos argumentos en un banquete celebrado en el University College de Oxford donde conocimos al general Bernard Rogers, que había estudiado en la Universidad de Oxford con una beca Rhodes y era comandante supremo de las Fuerzas Aliadas en Europa. Después de la comida, cuando se disponía a abandonar la mesa, Stephen le cerró el paso con la silla de ruedas. El general escuchó con consideración el discurso que, con cierta vergüenza, pronuncié en nombre de Newnham Contra la Bomba. A continuación reconoció cortésmente que él mismo estaba muy preocupado por la situación y que de hecho había entablado conversaciones con su homólogo soviético. Al cabo de unos pocos años, los rápidos cambios políticos y económicos que tuvieron lugar al otro lado del telón de acero pesaron más que nuestros esfuerzos. Nunca sabremos si nuestras modestas protestas individuales y grupales tuvieron siquiera un mínimo impacto en el curso de la historia, si alguna de nuestras cartas alcanzó su objetivo o si nuestros mensajes llegaron a influir en los gobiernos del Este o del Oeste.
Más cerca de casa, nuestras campañas se centraban en cuestiones menos apocalípticas, aunque eran igual de apasionadas, sobre todo cuando guardaban relación con los derechos de los discapacitados. Los colleges de Cambridge mostraron una extraordinaria lentitud en la aplicación de la Ley de Personas Discapacitadas —cuya primera formulación se había incorporado al código legal en 1970—, de tal modo que en la década de los ochenta aún se proyectaban edificios que no preveían accesos para las personas con problemas de movilidad. Uno de ellos, el Clare College, a menos de cien yardas de nuestra casa, lanzó una campaña destinada a recaudar fondos para financiar la construcción de un edificio que albergaría una biblioteca y un salón de actos; se anunciaba como un espacio público, pero no tenía previsto ningún acceso para discapacitados. Denunciamos enérgicamente aquella postura hipócrita en los medios de comunicación y nos encontramos con comentarios como: «Si Stephen Hawking quiere un ascensor para discapacitados, que lo pague él». Cuando lord Snowdon, que fue a fotografiar a Stephen para una revista de moda, habló de nuestra causa en la radio, el college se vio obligado a claudicar.
Stephen y yo —y Jonathan— habíamos colaborado en las actividades para recaudar fondos que organizaba la Asociación de la Enfermedad de la Motoneurona desde su fundación, en 1979. Desde hacía cierto tiempo Stephen, en calidad de representante de los pacientes, y yo asistíamos a reuniones y congresos. A principios de los ochenta, la Fundación Leonard Cheshire le pidió que ocupara el cargo de vicepresidente y, en octubre de 1982, me invitó a formar parte del comité encargado de recaudar fondos para transformar una casa victoriana de Brampton, localidad próxima a Huntingdon, en una residencia para discapacitados de la fundación. Asistí a reuniones mensuales en Huntingdon y pronto descubrí que mi zona de captación de fondos no era otra que la Universidad de Cambridge: todos los colleges de la universidad y todos los investigadores de cada college. Provista de una copia del registro de la universidad, mi labor consistía en examinar a centenares de posibles benefactores y enviarles una carta personal para pedirles ayuda antes del lanzamiento público de la campaña en el verano de 1984. El inicio de esta en Hinchingbrooke House parecía prometedor pero, por desgracia para la fundación, coincidió con una huelga de correos de seis semanas en un momento poco propicio para las organizaciones benéficas nacionales, ya que la conciencia del país se centraba en las espeluznantes imágenes de la hambruna en África que salían a diario en la televisión. Por consiguiente, se tardaron muchos años en conseguir los fondos necesarios para abrir la residencia. No obstante, para Stephen y para mí aquellas campañas eran una actividad positiva que nos unía al brindarnos un cometido común… fuera de la física.