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Curvas de aprendizaje
El regreso a Inglaterra desde Texas, el día de Nochebuena, marcó el principio de otro cambio en nuestra vida. Después de pasar la Navidad en Saint Albans, volvimos a Cambridge para seguir viviendo en Little Saint Mary’s Lane, pero no en el número 11, sino en el 6. Nuestra incansable protectora, Thelma Thatcher, había telefoneado a la propietaria de la casa deshabitada del número 6, una tal señora Teulon-Porter («una mujer rarísima, queridos»), para hacerle ver que era una absoluta vergüenza que tuviera la casa vacía en unos tiempos de «desesperante escasez de viviendas para los jóvenes».
En respuesta a la urgente llamada, la señora Teulon-Porter, que residía en Shaftesbury, cogió el primer autobús a Cambridge. Era una mujer menuda, delgada y canosa, de edad ya avanzada. Como fräulein Teulon, había llegado a Inglaterra en los años veinte y comprado el número 6 de Little Saint Mary’s Lane, tras lo cual se había casado con el vecino de al lado, el difunto señor Porter. Los dos eran unos historiadores apasionados del folclore y tenían una relación estrecha con el Cambridge Folk Museum, lo que tal vez explicara la convicción de la señora Thatcher de que coqueteaban con el ocultismo. Algunos elementos de la casa atestiguaban el interés común de la pareja: en la chimenea se había incorporado una piedra rúnica anglosajona, probablemente sacada del cementerio.
La señora Teulon-Porter nos pareció bastante inofensiva, tal vez porque la vecina del número 9 la había instruido muy bien, pero la casa, a pesar de tener pintorescos complementos y una ubicación ideal, era angosta y lóbrega, olía a moho y estaba revestida de mugre dickensiana. La fachada de ladrillo rojo y enlucido de estuco se había restaurado al estilo eduardiano, aunque las habitaciones frontales de los tres pisos databan del siglo XVIII, y había quedado muy bonita si se pasaba por alto la suciedad. Los dos tramos de escalera eran estrechos y empinados, pero de momento no presentaban dificultades insuperables. La parte posterior de la vivienda, que daba a un patio apestoso, rodeado de otras casas y de una tapia alta, parecía a punto de hundirse, porque los cimientos habían cedido de tal modo que el suelo de la cocina, al igual que el techo de esta y el suelo del cuarto de baño que había encima, tenía una inclinación alarmante. Por lo visto, la señora Teulon-Porter no consideraba que estas particularidades entrañaran ningún peligro. Según una placa que había en la fachada, John Clarke había dirigido la construcción de aquella ejemplar obra arquitectónica en 1770.
Hicieron falta imaginación y la actitud práctica de la señora Thatcher para convencernos de que se trataba de la casa de nuestros sueños. Desde luego, su situación era perfecta. Las habitaciones delanteras, con la vieja farola de gas justo enfrente, tenían vistas al camposanto, melancólicamente poético incluso en invierno.
Una vez convencidos, iniciamos las negociaciones con la dueña. Stephen se atrevió a ofrecerle dos mil libras por la propiedad. Como era de esperar, ella la rechazó afirmando tímidamente, mientras miraba a la señora Thatcher, que esperaba obtener al menos cuatro mil en el mercado. No obstante, accedió a alquilárnosla por cuatro libras semanales hasta que reuniéramos las cuatro mil necesarias para comprarla. Mientras tanto, teníamos entera libertad para tratar la casa como si fuera nuestra y redecorarla a nuestro gusto. El acuerdo satisfacía a todas las partes.
Dado que la casa estaba desocupada, la señora Teulon-Porter nos permitió empezar a redecorarla antes de mudarnos. Como la tesis de Stephen ya se había enviado al encuadernador, yo podía dedicar a una nueva ocupación el tiempo que antes pasaba mecanografiándola los fines de semana: pintar la casa. Era una tarea gratificante pero, por desgracia, poco tenía que ver con los ensayos de español que yo debía leer para los exámenes finales. No obstante, puesto que la casa se encontraba en un estado de lo más deprimente y no teníamos dinero para encargar la redecoración a profesionales, no tuve más remedio que hacerlo yo misma. Armada con un surtido de brochas y una abundante provisión de pintura blanca, ataqué las mugrientas paredes del salón. Tenía la intención de pintar las dos habitaciones más importantes —el salón y el dormitorio principal— antes de mudarnos y ocuparme del resto —la buhardilla, los dos tramos de escalera, la cocina y el baño— poco a poco durante los meses siguientes.
Como no me gustaba el olor de la pintura, solía trabajar con la puerta de la calle abierta de par en par. Los Thatcher, visitantes asiduos y maravillados, me ofrecían tazas de té y palabras de aliento. Un día el señor Thatcher se detuvo al pasar y curvó ligeramente su figura militar para mirar por la puerta abierta. «Vaya —exclamó—. Parece una mujercita frágil pero, qué caray, es usted fuerte». Sonreí desde lo alto de la escalera de mano, halagada por el elogio de un excombatiente de la Primera Guerra Mundial, cuyo demacrado rostro estaba desfigurado por las cicatrices de la contienda. Unos días después nos enteramos de que los Thatcher habían decidido pagar al manitas que les hacía trabajillos en casa para que nos pintara el techo del salón. El manitas, una versión majestuosa de John Gielgud, era un artista jubilado que ocupaba su tiempo con la pintura de brocha gorda mientras su mujer llevaba un taller de imprenta en King’s Parade. Era un hombre afable que —sospechaba yo— se divertía en silencio con mis primeros intentos de manejar la brocha. De hecho, bajo su benevolente dirección aprendí en poco tiempo muchos de los trucos de su oficio; por ejemplo, a empezar las paredes por arriba, a aplicar la pintura con movimientos circulares en las superficies irregulares y a utilizar una regla para pintar los marcos de las ventanas.
Puede que la reputación de Stephen en los círculos relativistas ascendiera con celeridad por la escalera de la fama gracias a su búsqueda de singularidades, pero mi formación presentaba una serie de altibajos igual de vertiginosos aunque más imprevisibles: impulsada hacia las alturas durante la semana mediante dosis intensivas de idiomas medievales y modernos, filología y literatura, y con los pies en la tierra los sábados por un curso acelerado de decoración de interiores. Al final la zona de pared y techo que aún faltaba por pintar empezó a amilanarme más de lo que había previsto, de modo que echamos la cuenta y decidimos que podíamos pedir al decorador que pintara la cocina, una tarea especialmente desagradable porque la mugre y la grasa debían de ser allí tan antiguas como la casa.
Y entonces, por arte de magia, justificando por completo la convicción de Thelma Thatcher, nuestra destartalada casita del siglo XVIII adquirió el aspecto de una residencia deseable y, como parte de esa transformación, los ángulos de los suelos y techos se habían convertido en simples curiosidades pintorescas. Nuestros escasos muebles, que varios colegas de Stephen transportaron desde nuestra antigua vivienda, cinco puertas calle arriba, encajaban a la perfección, aunque, por supuesto, al comprarlos no habíamos pensado ni por un momento en las posibles proporciones de su destino final.
Orgullosos de la restauración de la casita, Stephen y yo decidimos visitar de nuevo al tesorero de Caius, sobre todo porque él empezaba a sentirse más seguro de su posición en la jerarquía del college.
Pensábamos que Caius, al ser uno de los colleges más ricos y consolidados, sin duda podría prestarnos un par de miles de libras sin que el préstamo hiciera mella en las cuentas de la institución. Mientras Stephen estaba con el tesorero, yo esperaba sentada en el despacho exterior y planteé una cuestión un poco delicada al señor Clarke, el canoso vicetesorero, mucho más comprensivo que su superior. Mis primeras palabras fueron de queja. Pregunté al señor Clarke por qué había enviado a Stephen, pocas semanas antes, los formularios de solicitud de una pensión universitaria, cuando todo el mundo sabía que la vida de mi marido Stephen quedaría truncada de manera tan drástica que lo más probable era que no pudiera recibirla. ¿No era un poco cruel por su parte haber enviado los impresos? Stephen les había echado una mirada y los había apartado con gesto de fatiga, pues no quería pensar en disposiciones para un futuro que otros podían contemplar, pero que a él le sería negado.
El señor Clarke no pidió disculpas por su falta de sensibilidad; al contrario, meneó la cabeza como si fuera incapaz de entender el problema. «Mire, joven, yo me limito a cumplir órdenes —dijo mirándome con sus brillantes ojos azules, coronados por unas pobladas cejas blancas—. Me mandan que envíe los formularios a todos los nuevos investigadores, ya que tienen derecho a una pensión universitaria. Su marido es un investigador nuevo y, como tal, tiene derecho a una pensión universitaria, igual que los demás. Solo debe firmar los impresos para hacer valer su derecho». Las palabras todavía resonaban en mis oídos cuando añadió con toda naturalidad, como si acabara de ocurrírsele: «No hay necesidad de realizar pruebas médicas ni nada por el estilo, si es eso lo que le preocupa».
Me costaba creer lo que oía. Aquella era una cuestión que, en nuestra ignorancia, habíamos descartado de manera tácita por considerarla inaplicable en nuestro caso. Ahora me decían que podía resolverse con una simple firma y que, además, se nos garantizaría un beneficio en el que ninguno de los dos había pensado hasta entonces: la seguridad. La tarde nos había resultado muy provechosa a los dos, y parte de nuestro éxito consistía en haber descubierto este nuevo objetivo en la vida, la seguridad, que de pronto adquiría una reconfortante importancia. Stephen había convencido al tesorero de que enviara al agente inmobiliario del college a examinar la casa, con vistas a obtener un crédito, y yo había confirmado el derecho de Stephen a una pensión. Con un crédito para comprar la casa y una pensión, nuestro bienestar adquiriría dos firmes anclas en un mundo por lo demás incierto.
El agente inmobiliario del college acudió a examinar la casa una mañana soleada de primavera, cuando el jardín del cementerio brotaba en un estallido de flores amarillas. Nuestro optimismo se enfrió ante su aspecto, seco y muy serio, y cuando nos resumió el informe que se proponía escribir nuestras esperanzas se hicieron añicos sin remedio. Daba la impresión de que le hacíamos perder el tiempo al haberlo llamado para una gestión tan absurda. ¿Es que no veíamos que la parte trasera de la casa se estaba derrumbando? Y, por si eso no bastara, la buhardilla corría peligro de incendiarse. Él no se arriesgaría a dormir en ella, ni siquiera a utilizarla como despacho, y no aconsejaría que se permitiera a nadie hacerlo. En su opinión, un inmueble de doscientos años no era una compra sensata. En cualquier caso, había en perspectiva tantos proyectos de construcción de carreteras que no le extrañaría que se demoliera la calle entera para crear una nueva vía de acceso al centro de la ciudad desde el oeste. De ningún modo podía recomendar la propiedad como inversión para el college.
A Stephen le indignó aquel dictamen corto de miras pero, a pesar de sus protestas a voz en grito, el tesorero aceptó el informe del agente. El problema no tenía una solución inmediata, excepto tal vez la de ahorrar cuanto pudiéramos hasta reunir el depósito necesario para una hipoteca sobre una casa nueva. Empezamos a desarrollar un sistema en el que Stephen ganaba el dinero —con su salario, las clases y los concursos de trabajos científicos— y yo, a contracorriente de la tendencia nacional al derroche temerario propugnado por el gobierno de Macmillan, me ocupaba de la economía familiar pagando las facturas y economizando lo máximo posible mediante una administración doméstica muy prudente. En Sainsbury, la tienda antigua con mostradores de mármol y colas infinitas, vendían deliciosos recortes de panceta veteada por un chelín y seis peniques la libra; el hígado de pato de la pollería Sennit era nutritivo y barato; el mercado ofrecía una auténtica cornucopia de frutas y verduras frescas, y el carnicero local me dio a conocer las piezas de carne más económicas —las manitas de cerdo y las paletillas de cordero nunca costaban más de cinco chelines—, que no nos avergonzaban cuando los nuevos amigos del college y del departamento se sentaban a nuestra mesa.
Debió de ser durante mi último año en Londres cuando un tío político de Stephen, Herman Hardenberg, psiquiatra con consulta en Harley Street, pasó una temporada larga en el hospital Saint John’s Wood, a poca distancia de Westfield, a causa de una enfermedad cardíaca. Yo iba a visitarlo algunas tardes, al terminar las clases y seminarios del día. Herman estaba casado con Janet, la tía de Stephen, que también era médica. Hombre encantador, amable y culto, le gustaba hablar de los temas que me interesaban, en particular la poesía de los trovadores provenzales, tema de mi trabajo especial para los exámenes finales. Acababa de leer La alegoría del amor, de C. S. Lewis, que, como es natural, abordaba las tensiones de la poesía —cuando el poeta-amante suspira por la inalcanzable amada— desde el punto de vista psicológico. Luego la conversación pasaba a cuestiones familiares: yo le hablaba de nuestra vida en Cambridge y nuestro trabajo en la casa. «Espero que los Hawking te traten bien», me dijo una vez con cautela, pues no era ningún secreto que no se fiaba de la familia. Llena de confianza, disipé sus temores respecto a mí. Todo el mundo sabía que los Hawking eran excéntricos, incluso raros; en Saint Albans, donde se los miraba con una mezcla de recelo y temor reverencial, la mayoría admitía que eran distantes y que estaban convencidos de su superioridad intelectual sobre el resto del género humano. Había desaires y exabruptos, y durante nuestro noviazgo y la boda había habido tensiones en el ambiente, pero yo las había considerado parte de la tónica general de la vida familiar. No tenía razones de peso para quejarme de cómo me trataban. De hecho, le dije a Herman que siempre parecían encantados de vernos a Stephen y a mí y que siempre se nos recibía con afecto en Hillside Road.