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En campaña

En 1970, el año del nacimiento de Lucy, se aprobó en el Reino Unido la Ley de Enfermos Crónicos y Personas Discapacitadas. Aunque se celebró en todo el mundo como un avance histórico en la defensa de los derechos de los discapacitados, durante muchos años el gobierno se negó a ponerla en práctica en su totalidad, de modo que unas personas ya bastante agobiadas asumieron la tarea de realizar campañas a favor de su aplicación local. No obstante, sí proporcionó una base a nuestras múltiples quejas contra los diversos organismos públicos cuyos edificios dificultaban el acceso a los discapacitados.

Cargada con una niña pequeña en un portabebés y empujando la silla de ruedas de Stephen mientras Robert, que por entonces tenía tres años, trotaba a mi lado, estuve en la vanguardia de los manifestantes que hacían campaña en favor de los discapacitados y sus cuidadores. Un bordillo alto o un escalón mal emplazado, por no hablar de un tramo de escaleras, representaban la clase de obstáculo que podía convertir un paseo familiar factible en un desastre. Dado que, con mis escasos cuarenta y ocho kilos, no era lo bastante robusta para superar el obstáculo sin ayuda, tenía que estar alerta y mirar esperanzada a mi alrededor en busca de un transeúnte varón al que pedir ayuda. A continuación debía dejar a la niña en brazos de alguna amable señora que pasara por allí. Entonces el varón abordado, Robert y yo levantábamos juntos la silla de ruedas con su ocupante por encima del escollo, siempre con cautela, no fuera a ser que el ayudante agarrara el apoyabrazos o el reposapiés, que podían soltarse y quedársele en las manos. Finalmente colmaba al hombre de efusivas palabras de agradecimiento antes de proseguir nuestro camino. A menudo, para mi alivio, la gente se ofrecía a echarme una mano sin que tuviera que importunarlos. Y con frecuencia, al levantar la silla con Stephen en ella, preguntaban asombrados:

—¿Qué le da de comer? ¡Pesa una tonelada para ser tan menudo!

—Es que todo lo echa en el cerebro —respondía yo.

En el Departamento de Urbanismo recibían nuestras cartas de protesta con el mayor de los desdenes, lo que nos recordaba las reuniones de Stephen con los tesoreros de Gonville & Caius. En el Departamento de Urbanismo ignoraban que hubiera discapacitados que quisieran cruzar la ciudad hasta Marks & Spencer para comprarse su propia ropa interior, de modo que no veían la necesidad de tal excursión, como si los discapacitados y sus familias no tuvieran derecho a aventurarse tan lejos. La injusticia nos hizo pasar a la acción. ¿Por qué tenía que sufrir Stephen limitaciones en su forma de vida, aparte de las infligidas por una naturaleza cruel? ¿Por qué había que permitir que unos burócratas cortos de miras le hicieran la vida doblemente difícil, cuando él, a diferencia de aquellos funcionarios petulantes, azote de la Inglaterra de los años setenta, sacaba cada día abundante partido a su limitado margen de vida?

Después de muchas batallas logramos persuadir al Arts Theatre y a los cines de que crearan zonas de asientos accesibles para sillas de ruedas. La universidad empezó a revisar poco a poco sus condiciones de acceso, como también lo hicieron algunos de los colleges más progresistas. Llevamos nuestra campaña aún más lejos: a la Ópera Nacional Inglesa, en el Coliseum de Londres, donde de inmediato se reconocieron nuestras necesidades, y a la Royal Opera House, en Covent Garden, donde la ayuda consistió en descargar la responsabilidad en dos ancianos acomodadores apostados en la puerta, los cuales, pobrecitos, mientras subían con gran esfuerzo a Stephen por la escalera del patio de butacas, lo dejaron caer. Por una curiosa coincidencia, la actitud del ayuntamiento con respecto al acceso para los discapacitados mejoraría rápidamente al aumentar la fama de Stephen, pero eso ocurriría mucho después de aquellos años agotadores en los que anduve empujando la silla de ruedas con dos niños pequeños a remolque.

Aparte de los escalones y los bordillos, había muchos peligros imprevistos en el transcurso de la vida cotidiana. Una vez que llevé a Stephen, con Lucy sentado en sus rodillas, a dar un paseo por las marismas, una ruedecilla delantera se atascó en un bache y los asustados ocupantes de la silla cayeron en el camino embarrado.

Como no teníamos tiempo de leer los periódicos, confiábamos a mis padres la obtención de fragmentos de información útil entresacados de los suyos. A menudo nos enviaban montones de recortes, unas veces sobre descubrimientos de astrofísica, otras sobre ayudas para los discapacitados. Dado que en uno de estos últimos se señalaba que las personas discapacitadas podían reclamar el coste del impuesto de vehículos a motor, fuimos a ver al médico de Stephen para que nos lo aclarara. Resultó que el artículo se había adelantado a su tiempo: en 1971 no había aún ningún mecanismo para reclamar dicho impuesto —se crearía unos años después—, pero el doctor Swan apuntó que quizá Stephen quisiera solicitar un vehículo especial para discapacitados.

Aquella extraordinaria posibilidad comenzó a abrir apasionantes horizontes. Si Stephen podía manejar la palanca de mandos de un coche eléctrico, gozaría de una movilidad mecánica que compensaría su menguante movilidad personal. Se aceptó la solicitud y se completaron los trámites burocráticos, pero había un impedimento: el vehículo debía aparcarse a cubierto y cerca de un enchufe eléctrico para cargar las baterías durante la noche. Como en tantas otras ocasiones, la solución llegó de donde menos lo esperábamos: Hugh Corbett, director del centro universitario, situado en el extremo de la calle que daba al río, respondió a nuestras necesidades ofreciendo de inmediato una plaza de aparcamiento cubierta junto a un enchufe.

Aunque se criticaba la inestabilidad de los vehículos para discapacitados, el coche eléctrico, que circulaba a la velocidad de una bicicleta rápida, permitió a Stephen volver a ser dueño de sus movimientos e ir a donde quisiera: al departamento por la mañana y al Instituto de Astronomía a mediodía. Al regresar a casa por la tarde, se detenía a la entrada y tocaba la bocina; Robert salía corriendo entusiasmado y se subía a un saliente lateral para recorrer las últimas cincuenta yardas hasta el centro universitario, y yo les seguía con la silla de ruedas para llevar a Stephen a casa. Sin embargo, este sistema, como todos, presentaba algunos problemas. El coche se averiaba con frecuencia y a menudo lo encontrábamos en su plaza de aparcamiento arrinconado por otros vehículos. En una ocasión volcó; Stephen se llevó un susto, pero por suerte salió ileso.

En verano mis hijos y yo a veces hacíamos un pícnic en los terrenos del Observatorio e íbamos a ver a Stephen a su despacho del Instituto de Astronomía. Las agudas voces de los niños corrían por delante de ellos a lo largo de los lujosos pasillos alfombrados, como ráfagas de aire fresco de primavera, anunciando su presencia a su encantado padre. Las expresiones del rostro de Stephen eran siempre un indicio mucho más concluyente de sus emociones que las palabras que pronunciaba, y en tales ocasiones su sonrisa transmitía una alegría inequívoca al ver a sus hijos. El Observatorio, construido para ese fin en 1823 con una cúpula en el centro y alas residenciales destinadas a los astrónomos, tenía el aspecto de una casa de campo extraña pero imponente. Se alzaba entre huertas y jardines cuidados con esmero, donde adquirimos una pequeña parcela para cultivar nuestros propios productos. Aunque el cementerio era ideal para las rosas y los lirios, yo me resistía a plantar hortalizas en su suelo. En los terrenos del Observatorio los niños se ponían manos a la obra con entusiasmo y parloteaban mientras cavaban, sembraban y veían crecer las semillas. Al final de la jornada llevábamos con orgullo las alubias, zanahorias y lechugas al instituto para enseñárselas a Stephen y partíamos hacia casa seguidos por él.

Aquellas despreocupadas tardes en la linde del campo suponían un respiro entre las crecientes dificultades de la vida en Little Saint Mary’s Lane. Cuando dimos con la callejuela en 1965, era un remanso de tranquilidad, pero a comienzos de los setenta comenzaba a convertirse en una concurrida y peligrosa vía que llevaba al centro universitario, al Peterhouse College y al hotel Garden House, a orillas del río. No era extraño que un camión de diez toneladas la enfilara por error con la intención de dejar su carga en el centro universitario o el hotel y acabara atascado a mitad de camino, donde la calle se estrechaba. Entonces retrocedía marcha atrás hasta Trumpington Street, rozando casi las fachadas de las casas y llenando de humo las habitaciones delanteras.

El tráfico —un auténtico peligro para los pequeños Robert, Lucy e Inigo, a quienes les gustaba recorrer la calle de arriba abajo con el triciclo y realizar visitas de cortesía a los vecinos— constituía un problema espinoso que requirió una campaña bien organizada de reuniones y numerosas cartas, la mayoría de las cuales no tuvieron una respuesta alentadora. Sin embargo, el asunto cambió drásticamente de cariz cuando el hotel Garden House sufrió un incendio devastador en 1972, un par de años después de que hubiera sido el objetivo de una protesta estudiantil por su apoyo al régimen militar de Grecia.

Al final del día del incendio, el escenario de tantas alegres reuniones familiares no era más que un humeante esqueleto carbonizado, que pronto daría pie a ambiciosos planes para ampliar las instalaciones. Consideraciones arquitectónicas aparte, la consecuencia de dicha ampliación sería un tremendo volumen de tráfico, de modo que los vecinos de la callejuela nos opusimos unánimemente al proyecto. Cuando ambos bandos se encaminaban a la confrontación, comprendimos que los dos objetivos, en apariencia contradictorios, no eran tan incompatibles como parecía. La gerencia quería un hotel nuevo y nosotros queríamos que se cerrara la calle a fin de recuperar la paz y la seguridad; si uníamos fuerzas en lugar de enfrentarnos, podíamos lograr ambos objetivos, y ese fue el resultado final de una tensa reunión de los vecinos y la gerencia que los Thatcher presidieron con mano izquierda en el número 9.

Stephen y yo habíamos empezado a encontrar formas de adaptar y controlar nuestro entorno en Cambridge, pero en otros lugares resultaba más difícil. A finales de 1970, a su regreso de Luisiana, los padres de Stephen decidieron comprar una casa de campo. Yo comenté esperanzada que un chalet en la costa este sería ideal para nuestra familia. Tanto en Norfolk como en Suffolk, aunque la arena era blanda, el terreno era llano y practicable, lo que permitía llevar a Stephen hasta el borde de la playa para que viera jugar a los niños. Mi propuesta se rechazó de plano. «La costa este es demasiado fría para papá; no le gustaría nada tener un chalet allí», señaló Isobel.

Fue a ver casas con Philippa, que había regresado al país tras pasar dos años estudiando en Japón, y ambas volvieron eufóricas y entusiasmadas con su hallazgo: una casita de piedra que dominaba un meandro del río Wye, cerca de una aldea llamada Llandogo, en Monmouthshire, Gales; un lugar de paseos y vistas preciosos, con riachuelos y bosques donde los niños podrían jugar y explorar el terreno. Yo nunca había estado en Gales y enseguida se me contagió su entusiasmo, tanto más cuanto que en abril de 1971 habíamos reemplazado el achacoso Mini por un coche nuevo, grande y reluciente, financiado con el primer premio concedido a Stephen en los Gravity por un ensayo escrito a todo correr justo después de navidades.

En el coche nuevo, pese a su tamaño —aproximadamente tres veces mayor que el del Mini—, apenas cabía todo nuestro equipaje, como descubrí al probar diversas formas de cargarlo para el viaje exploratorio a Gales en el otoño de 1971. Una vez colocadas la silla de ruedas, la sillita de paseo y la cuna de viaje en la espaciosa sección trasera, apenas quedaba sitio para las maletas. El siguiente recurso fue una baca, que sin embargo planteó otra serie de problemas: cuando hube preparado el equipaje de los cuatro, cerrado la casa, instalado a Stephen en el asiento delantero, plegado y metido en el maletero la silla de ruedas, sentado a los niños con el cinturón de seguridad, cargado sus trastos, incluidas la cuna de viaje y la sillita de paseo, y subido cuatro pesadas cajas a la baca, estaba tan agotada que el trayecto de doscientas veinte millas, el triple de la distancia a las costas de Suffolk o de Norfolk, fue un calvario más que una aventura. A pesar de que poco después de nuestro primer viaje se inauguró la autopista M4 entre Londres y el sur de Gales, la distancia seguiría siendo un importante inconveniente.

Sin embargo, cuando paramos al otro lado de la frontera galesa para tomar té y vimos los letreros escritos en una lengua extranjera y olimos el cosquilleante aire húmedo, recuperamos el entusiasmo. Por fin podíamos decirle de verdad a Robert, quien desde Cambridge no había dejado de preguntar cuánto faltaba, que ya casi habíamos llegado. Unas cuantas millas de carreteras de montaña y serpenteantes caminos arbolados nos llevaron a nuestro destino. La descripción que nos habían dado de la casita era sin lugar a dudas acertada. Su emplazamiento junto al río Wye era de una belleza impresionante: ofrecía una vista ininterrumpida del río, el valle y las colinas arboladas de la orilla opuesta, donde, en un estallido de radiante colorido, el otoño reinaba en todo su esplendor. Un riachuelo bajaba por la ladera al lado de la casa, detrás de la cual un sendero se internaba en los hayedos y ascendía entre la húmeda maleza de las turberas hasta las cascadas de Cleddon. No muy lejos de allí, en las Montañas Negras y los Brecon Beacons, soplaba sin cesar un viento helado, que ponía a prueba la resistencia de los más curtidos senderistas. La casa en sí era pintoresca —enjalbegada, con tejado de pizarra, situada en la verde ladera, con volutas azuladas de humo de leña que salían de la chimenea—, y su atractivo resultaba innegable.

No obstante, esta fiel descripción había omitido varios detalles importantes; por ejemplo, que la ladera era casi vertical, de modo que el único desplazamiento posible era hacia arriba o hacia abajo, y que la única superficie horizontal adecuada para una silla de ruedas era un sendero de unos cientos de yardas que llevaba hasta un matorral de zarzamora en la linde del bosque. Además, a la casa se accedía por una docena de empinados escalones de piedra, resbaladizos por el musgo y el liquen, y en el interior una escalera larga y asimismo empinada conducía a los dormitorios y al único cuarto de baño. No podría haber resultado más inapropiada para Stephen. Aunque se apoyara en su padre, tardaba diez minutos en subir al cuarto de baño, y todavía más en subir o bajar los traicioneros escalones de la entrada. Todas las excursiones tenían que hacerse en coche, puesto que no había ningún otro sitio al que pudiera ir.

Cuando salía a caminar o a escalar con Robert, me apenaba dejar a Stephen tristemente sentado en casa o en la terraza. Ningún otro lugar podría haber resaltado con mayor eficacia o crueldad las limitaciones de su discapacidad. Yo estaba disgustada y perpleja. Daba la impresión de que los Hawking se consideraban exentos de toda responsabilidad básica para con Stephen. Cuando íbamos a visitarlos se mostraban dispuestos a ayudar, pero por lo demás parecían no tener en cuenta los inconvenientes de la enfermedad de la motoneurona.