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Matemáticas y música

Dieciocho meses antes las posibilidades de supervivencia de Stephen se habían considerado prácticamente insignificantes, pero él había vuelto a dejar perplejos a los pesimistas: había sobrevivido y se hallaba de nuevo en la vanguardia de la investigación científica, elaborando teorías sobre hipótesis abstrusas acerca de partículas imaginarias que viajaban en un tiempo imaginario a través de un universo que era como un espejo y no existía salvo en la mente de los teóricos. Su extraordinaria resurrección y la consiguiente transformación de sus perspectivas lo habían animado a trabajar con mayor intensidad que nunca. Volvía a viajar, por la tierra y por el universo, cuando y donde quería. Y sobre todo, poco más de un año después de sus primeras y concienzudas tentativas de dominar el funcionamiento del ordenador y de su cauteloso regreso al departamento, había completado el segundo borrador del libro y estaba buscándole un título. Su estado de salud seguía siendo extremadamente precario y objeto de constante preocupación, pero con todas las ayudas de la medicina moderna y veinticuatro horas de atención sanitaria a su disposición, era como si llevara consigo su propio minihospital allá adonde fuera.

El gran acontecimiento de 1987 que, entre trayectorias imaginarias y universos ilusorios, ocupaba a Stephen y cuantos estaban atrapados en su órbita era la celebración del tricentenario de la publicación de los Principios matemáticos de Newton con un congreso internacional que tendría lugar en Cambridge. Stephen se hallaba en el mismo centro de aquel acontecimiento, ya que siguiendo la tradición newtoniana de liderar la investigación cosmológica en Cambridge se le confió la presidencia como catedrático lucasiano; además, su trabajo era la prolongación lógica de la física newtoniana modificada por la influencia de la teoría de la relatividad de Einstein en el siglo XX.

Isaac Newton nació en 1642, el mismo año en que murió Galileo y tres siglos antes del nacimiento de Stephen. Aunque su educación como alumno en Grantham y como sizar, o estudiante sirviente, en el Trinity College fue conservadora, su principal obra, los Principios matemáticos, estaba directamente influida por los principios mecánicos y matemáticos formulados por René Descartes, el gran filósofo francés del siglo XVII. En Cambridge, en la década de 1660, las teorías de Descartes provocaron una «gran conmoción; algunos despotricaron contra él y prohibieron la lectura de su obra como si hubiera puesto en tela de juicio el mismísimo Evangelio. Y, sin embargo, hubo una propensión general, sobre todo en la parte más briosa de la universidad, a recurrir a él». Newton se llevó consigo los principios de Descartes a Woolsthorpe Manor justo después de su graduación, cuando estalló la epidemia de peste. Durante aquel extraordinario período de creatividad en Woolsthorpe Manor, Newton, con veintitrés años, desarrolló sus tres grandes descubrimientos: el cálculo, la teoría de la gravitación universal y la teoría de la naturaleza de la luz.

Puede que Newton fuera «brioso» al adoptar las teorías de Descartes, pero no lo fue a la hora de sacar a la luz los resultados a los que estas le habían llevado. Los Principios matemáticos se publicaron finalmente en 1687 a instancias de Samuel Pepys, presidente de la Royal Society, y del joven astrónomo Edmond Halley. En aquella obra maestra, Newton no solo proponía la Ley de la Gravitación Universal, que predecía los movimientos elípticos de los planetas alrededor del sol, sino que asimismo desarrollaba las complicadas fórmulas matemáticas que describían dichos movimientos. En los Principios matemáticos, las matemáticas se ponen al servicio de la física y se aplican de manera rigurosa al universo visible. Óptica, la otra gran obra de Newton, desarrollada también en los años de la peste pero no publicada hasta 1704, describía la luz como un espectro de colores cuya combinación formaba la luz blanca, pero que podía descomponerse en las siete bandas que la integraban. Si los Principios matemáticos se inspiraron en la caída de una manzana en el jardín de Woolsthorpe Manor, la inspiración de la Óptica fue de índole comercial: la mejora de las lentes del telescopio, el instrumento que Galileo había dirigido por primera vez hacia el firmamento en el invierno de 1609. Aunque Newton se había descrito a sí mismo como un filósofo natural, se le podría considerar el primer gran matemático y físico moderno.

Newton, fruto de una niñez infeliz, podía ser tiránico y no poco retorcido. Se ganó la reputación de vengativo en su trato con el filósofo alemán Gottfried Leibniz, que afirmaba haber descubierto el cálculo antes que él. El descubrimiento newtoniano del cálculo —o de las «fluxiones», como él las llamaba— nació de su necesidad, a mediados de la década de 1660, de disponer de un método general de cálculo matemático, esencial para abordar la dinámica de los movimientos planetarios. Acto seguido lo aplicó a su teoría de la gravitación pero, como de costumbre, no publicó los resultados, de modo que se enfureció cuando Leibniz dio a la luz sus propias conclusiones en 1676. No obstante, había un aspecto más humilde de aquel genio amargado que me atraía. Al escribir sobre su papel en la ciencia, reflexionó sobre su propia importancia, inseguro de la trascendencia de sus descubrimientos: «No sé qué le pareceré al mundo; pero yo mismo tengo la impresión de que solo he sido como un niño que juega en la playa y se divierte de vez en cuando al encontrar un guijarro más liso o una concha más bonita de lo normal, mientras el gran océano de la verdad se extiende, inexplorado, ante él». «Recoger guijarros en la playa» era la misma imagen que había utilizado Stephen en 1965 para ridiculizar los estudios medievales.

Newton no dejó piedra por remover en su playa particular. Aunque, en opinión de sus contemporáneos, carecía de oído musical, en 1667 elaboró una teoría de la música. Sobre la música era un tratado bastante corriente que no contenía ninguna novedad; el autor abordaba cuestiones relativas a la afinación de la escala y comparaba en términos logarítmicos los temperamentos justo e igual. También utilizaba la música para establecer analogías sinestésicas entre las siete notas de la escala diatónica y las siete bandas de color del espectro; analogías que se basaban en la anchura de las bandas de color y las siete longitudes de cuerda necesarias para producir una escala.

El vínculo entre los gustos personales de Newton y la música era más bien tenue pero, junto con otras consideraciones, su interés teórico era lo bastante fuerte para justificar que se ofreciera un concierto de música de su época para celebrar su tricentenario. Otra consideración se centraba en que el estímulo inicial para la genialidad de Newton fue el nuevo enfoque de la ciencia proveniente de Francia, mientras que, con la restauración de la monarquía en 1660, hubo en Inglaterra una oleada de entusiasmo por el innovador estilo francés en música que llegó de la mano de Carlos II, lo cual inspiró al otro gran genio inglés de aquel período: Henry Purcell. Dado que, junto con las composiciones de Bach y Händel, las de Henry Purcell constituían la base del repertorio de la Cambridge Baroque Camerata, no podría haber un modo más apropiado de entretener a los asistentes al congreso del tricentenario de Newton que un concierto de música de aquella época. Por mucho que Stephen hubiera preferido una interpretación de El anillo del nibelungo, esta apenas resultaba factible. La gran ventaja del prestigioso acontecimiento, que se celebraría en el Trinity College, consistió en que la orquesta consiguió por fin un patrocinio comercial, lo cual permitió a Jonathan dotar a su iniciativa musical de una base segura e incluso realizar una grabación del concierto, titulado Principia Musica.

Una vez más, parecía que Stephen, Jonathan y yo habíamos logrado con esfuerzo una especie de síntesis de nuestros respectivos talentos e intereses. Aunque la moderna física de la teoría cuántica se hallaba completamente fuera de mi alcance, sí podía estudiar la física newtoniana entendiendo los conceptos, aunque no las matemáticas, y podía ser útil relacionando los aspectos matemático y musical de la gran empresa de aquel verano. Disfrutaba organizando el concierto: era un trabajo duro pero, al igual que la enseñanza, me proporcionaba cierta autoestima. Además de las cuestiones prácticas de la promoción del concierto, la preparación de la sala, la publicidad, la venta de entradas, etcétera, estaba el estímulo intelectual de investigar el contexto de la música para los programas de mano. Buscando información sobre el panorama musical de finales del siglo XVII, me encontré de nuevo en la biblioteca universitaria, donde el frenético ritmo de la existencia cotidiana se apaciguaba para adoptar un paso reverente y pausado. En el curso de mis investigaciones hallé una feliz conexión entre Newton y Purcell en los escritos de un eminente musicólogo del siglo XVII y estudiante universitario contemporáneo de Newton, Roger North, quien concluía que las grandes «diversiones prácticas» de su vida se habían «reducido a dos principales: las matemáticas y la música». El placer que le procuraban las matemáticas culminó en la hipótesis, «nueva y más exquisitamente pensada, del señor Newton» de la luz «como una mezcla fusionada de todos los colores». En cuanto a la música, apenas cabía dudar de que «el divino Purcell» le proporcionaba el mayor de los placeres por cuanto alcanzaba «plenamente la superioridad de la facultad musical».

Como en el pasado, las horas que podía pasar en la biblioteca universitaria eran, por desgracia, escasas. Entraba corriendo a comprobar unas pocas referencias y salía disparada con una pila de libros bajo el brazo. Antes de las celebraciones de Newton, en julio, había que encajar en el calendario otras muchas actividades. No descansaba nunca, impulsada por una tensión interior que impregnaba todos los aspectos de mi ser: físico, mental, intelectual, creativo y espiritual. Sin embargo, una vez más tenía que probarme a mí misma que era una compañera digna del genio de Stephen, al tiempo que debía demostrar ante el mundo que seguíamos funcionando como una familia normal. Aparte de nuestras actividades académicas, había más fiestas y cenas, más colaboraciones con organizaciones benéficas, más conciertos y conferencias, más viajes y más doctorados honoris causa. Otras familias llevaban vidas ajetreadas pero, en comparación con las suyas, la nuestra no era una vida normal: era demencial. Mi supervivencia dependía del aliento y las fuerzas que pudieran proporcionarme mis múltiples actividades, junto con mi familia, mis amigos y Jonathan. Sin embargo, las enfermeras que acompañaban a Stephen, carentes tanto de perspicacia como de imaginación, consideraban que aquellos puntales iban en contra del interés de este más que apoyarlo. No tardé en tener la impresión, como el resto de la familia, de que debíamos pedir perdón por nuestra presencia, por nuestra propia existencia, por respirar el mismo aire que el genio. La mayoría de las veces era Lucy quien me ayudaba a mantener la perspectiva, y Jonathan quien me animaba a conservar algo de amor propio. Pero la frecuente y reconfortante presencia de Jonathan provocaba cada vez más susurros disimulados y silencios bruscos entre aquellas personas ajenas a la familia que, en su superficialidad, querían que los demás se rigieran por unos valores morales que, como los hechos demostrarían, ni ellas mismas eran capaces de respetar.

Lucy seguía estudiando ruso y cursaba su primer año de bachillerato cuando, en mayo de 1987, volvió a Moscú, en esta ocasión con Stephen, que debía asistir a otro congreso en la Academia de las Ciencias, y conmigo. La academia, como muchas otras instituciones rusas, iba desprendiéndose discretamente de la antigua nomenclatura «soviética» ante el cambio drástico que se producía en la sociedad rusa. Las palabras perestroika y glásnost danzaban en los labios de todo el mundo con un entusiasmo contagioso que rayaba en la euforia.

—¿Qué opinan de la situación de cambio que vive el país? —nos preguntaron los periodistas a Lucy y a mí tras la conferencia pública de Stephen.

—El hecho mismo de que ustedes puedan formular esa pregunta es prueba suficiente del extraordinario cambio —respondimos.

Libertad de expresión, liberación de la opresión, libertad de circulación: todas estas libertades poseían un valor increíble para un pueblo que había tenido que vivir entre los límites grises y escalofriantes de un sombrío Estado de partido único.

También nosotros nos sentimos mucho más libres que en los viajes anteriores a Moscú. Podíamos ir a donde quisiéramos sin que nadie nos acompañara ni nos siguiera, y el entretenimiento que nos proporcionaron no se limitó a la obligada visita al Bolshói, sino que incluyó un concierto en una iglesia de las afueras de Moscú. El fervor religioso se había apoderado de la capital rusa. En la iglesia del monasterio de Novodévichi, por ejemplo, el aire estaba cargado del humo de cientos de velas, en torno a las cuales los fieles salmodiaban y hacían genuflexiones como si quisieran recuperar el tiempo perdido.

Por estar en Moscú, me perdí un hecho sucedido en Cambridge que tenía una profunda trascendencia no solo para mis hijos, para Jonathan y para mí, sino también para toda la parroquia de San Marcos: Bill Loveless se jubiló. La congregación se sentía tan desolada por la pérdida de su queridísimo pastor que vivió en un estado parecido a un luto colectivo durante un largo período después de su marcha. En la primavera, Lucy había aprovechado la oportunidad de asistir a la última serie de clases de Bill de cara a la confirmación. Más o menos por entonces, y en honor a su inminente jubilación, el coro dio un concierto en el que canté un par de los lieder de Schubert que más le gustaban, entre ellos Die Forelle, y después celebramos una gran cena de despedida en West Road. Aun así, me entristecía no estar presente en su último oficio dominical. Loveless poseía un caudal de sabiduría del que yo apenas había arañado la superficie; de hecho, uno de sus últimos sermones, sobre la búsqueda de la paz mental, me había impresionado sobremanera. En él reveló todos los aspectos de mi propia falta de paz: las preocupaciones, los temores —por Stephen, por mis hijos y por mí—, la imposibilidad de descansar, las tensiones e inquietudes, las frustraciones e incertidumbres. Habló asimismo del otro conjunto de perturbaciones emocionales asociadas a una mente agitada, las que provoca la culpa, a las cuales yo no era ajena: el remordimiento me seguía como una sombra amenazadora. Le escuché buscando las migajas de consuelo que pudiera lanzarme. Vivid el presente —dijo— y confiad en Dios en medio de la oscuridad, el dolor y el miedo. Luego, cuando citó el pasaje bíblico de los Corintios que dice: «Dios no permitirá que seáis probados más allá de lo que podáis soportar», sentí que sus palabras se dirigían solo a mí. La culpa —prosiguió— es el riesgo derivado de esforzarse siempre por lograr lo más alto y lo mejor; el amor es la única respuesta a la culpa. Solo en el amor podemos sostenernos unos a otros. Sus palabras ofrecían una nueva solución al punzante dilema de la culpa. El amor era ciertamente la fuerza que sostenía nuestra familia. Según ese argumento, yo era fiel a mi promesa, pues sentía amor por todos: un abundante amor maternal para cada uno de mis hijos, amor para Stephen y también para Jonathan. El amor poseía muchas facetas, era Ágape además de Eros, y yo todavía quería demostrar mi amor a Stephen haciendo todo lo posible por él; pero a veces ese amor se enredaba de tal modo en la multitud de preocupaciones generadas por la responsabilidad de su cuidado que resultaba difícil saber dónde terminaba la ansiedad y empezaba el amor. Al propio Stephen lo ofendía cualquier atisbo de compasión, que comparaba con la piedad y el sentimentalismo religioso. Se negaba a entenderla y la rechazaba de plano.