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Orbes celestes
Aunque tácticamente era lógico que estuviera matriculada en la Universidad de Londres, en realidad eso significaba que me encontraba muy aislada en Cambridge. Los seminarios de Londres y las sesiones con Alan Deyermond, mi director de tesis, siempre eran estimulantes, pero se me presentaban pocas oportunidades de viajar a Londres. En Cambridge, donde leía en la biblioteca y redactaba la tesis en casa, no tenía ningún foro de debate.
La solución al problema del aislamiento académico llegó de la forma más inesperada: gracias a la amistad, cada vez más estrecha, entre Robert e Inigo Shaffer, el hijo de nuestros vecinos. A la fiesta del primer cumpleaños de Inigo acudió Cressida Dronke, una niña vivaracha de seis años con cabello castaño rojizo, quien, mirando por encima de unas espantosas gafas de sol con cristales de espejo multicolores, obsequió a los chiquillos y a las atónitas madres y niñeras con un largo y fascinante relato de la función de Romeo y Julieta que sus padres la habían llevado a ver hacía poco. Al parecer, aquella iniciación tan temprana en la obra Shakespeare no tenía nada de raro, dado que Cressida estaba acostumbrada a ir al teatro desde que era bebé.
Yo ya conocía a Peter Dronke, que enseñaba latín medieval, por su impresionante reputación de ser uno de los cerebros más prodigiosos de Cambridge, pues no se limitaba al latín medieval, sino que abarcaba toda la gama de estudios literarios medievales, incluido el mío. La feliz casualidad de conocer a los Dronke me permitió adquirir un director de tesis sustituto no oficial en Cambridge. Peter siempre estaba dispuesto a compartir sus vastos conocimientos y a hacerme sugerencias valiosas, críticas constructivas e indicaciones útiles, mientras que su esposa, Ursula, especialista en sagas nórdicas e islandesas antiguas, me brindaba un afecto y apoyo constantes. Otra importante consecuencia de conocer a Peter y Ursula fue que me invitaron a asistir a los codiciados seminarios no oficiales que organizaban en su casa los jueves por la tarde durante el año académico. Los alumnos nos sentábamos en la moqueta color mostaza con mucho respeto, a los pies, literalmente, de algunos de los eruditos más grandes de aquella época.
Me sorprendió y divirtió descubrir que aquellos seminarios me acercaban, desde un punto de vista filosófico, al estudio de la cosmología, aunque fuera la cosmología medieval. De forma inevitable, muchas conversaciones se centraban en la expansión intelectual del siglo XII que partió de París, concretamente de la escuela catedralicia de Chartres, donde se creía que Dios, el universo y la humanidad podían estudiarse y comprenderse por medio de números, pesos y símbolos geométricos, lo cual convertía, a todos los efectos, la teología en matemática. Las nuevas universidades tanto de París como de Oxford constituían el epicentro de un continuo e intenso debate intelectual, en el que estudiosos y teólogos reflexionaban sobre la naturaleza de Dios, la creación y los orígenes del universo. El vigoroso resurgimiento intelectual que tuvo lugar en el siglo XII debía mucho a las innovadoras ideas provenientes de España, donde en 1085 el ejército cristiano había reconquistado Toledo a los árabes, con lo cual aquella ciudad mestiza y plurilingüe se había convertido en uno de los centros culturales más ricos de Europa, famoso como floreciente escuela de traductores gracias a su patrimonio de literatura árabe y obras de la antigüedad clásica supuestamente perdidas.
En el siglo XIII, Alfonso X el Sabio de Castilla acrecentó el papel de Toledo como importante centro de traducción y saber al participar personalmente en sus actividades. Fue el primero en redactar los documentos en castellano en vez de latín y acometió diversos proyectos históricos en esa lengua. Las traducciones realizadas en su corte fueron aún más importantes que sus otros proyectos e incluyeron un libro de ajedrez; las teorías científicas sobre la naturaleza de la luz escritas por Alhacén, el científico árabe más destacado del siglo XI, las cuales sentaron las bases de la perspectiva, que Leonardo da Vinci desarrollaría en el norte de Italia en el siglo XV; y, más importante aún, el Almagesto, la gran obra de Tolomeo, el matemático y astrónomo alejandrino del siglo II d. C.
Escrito originalmente en griego, el Almagesto solo existía en una versión árabe hasta que Alfonso encargó su traducción en Toledo. El modelo cosmológico del universo de Tolomeo se basaba en el concepto aristotélico de una tierra inmóvil, alrededor de la cual giraban el sol, la luna, los planetas y las estrellas. En el modelo tolemaico, o geocéntrico, la tierra está fija como centro del universo, mientras que los astros —el sol, la luna y los planetas— giran alrededor de ella fijos en sus orbes. El modelo introduce un sistema de movimientos circulares menores, o epiciclos, para explicar irregularidades reconocidas en los movimientos de los cuerpos celestes. Más allá del orbe de Saturno se halla el orbe que, al girar, arrastra por el cielo a las estrellas, que son fijas, y más allá se encuentra el primum mobile, la misteriosa fuerza divina responsable del movimiento cíclico de los orbes. Este movimiento circular perfecto que impulsaba a los planetas en su órbita creaba una música celestial: la armonía de los orbes. En realidad, el modelo tolemaico no coincidía con la noción bíblica de que el universo estaba formado por el cielo, una tierra plana y el infierno debajo, pero, como era posible adaptarlo a ella sin alterar de manera drástica las concepciones anteriores sobre el lugar de Dios en el cielo y del infierno en las profundidades de la tierra, se convirtió en un dogma religioso de la cristiandad hasta que el astrónomo polaco Copérnico lo cuestionó en el siglo XVI. Para la Iglesia cristiana, la consecuencia más importante de este modelo geocéntrico era que el hombre, el habitante de la tierra, se hallaba en el centro del universo y que la atención divina se centraba exclusivamente en él y su conducta.
Stephen asistió a uno de aquellos seminarios sobre modelos cosmológicos antiguos en el salón de los Dronke con un compañero del departamento, Nigel Weiss, cuya esposa, Judy, era miembro del seminario. Los dos científicos hubieron de reconocer que el pensamiento de los filósofos del siglo XII (Thierry de Chartres, Alan de Lille) y del XIII (Roberto Grosseteste y Roger Bacon, entre muchos otros) era extraordinariamente visionario, acertado y perspicaz. En las filas de los filósofos había una mujer, la resuelta abadesa alemana Hildegarda de Bingen, quien desarrolló su propia cosmología, en la que el universo tenía forma de huevo. Hildegarda de Bingen se adelantó mucho a su tiempo. No solo fue una de las primeras cosmólogas, sino que también defendía que las mujeres debían corregir los defectos sociales y religiosos causados por las debilidades de los hombres, para lo cual, siguiendo su propio ejemplo, deberían emprender expediciones misioneras a lo largo del Rin, predicar, condenar a los herejes y enmendar las injusticias sociales.
En el transcurso de los seminarios me llamaron la atención una serie de ironías, en especial durante aquel al que asistieron Stephen y Nigel Weiss. Por supuesto, la más evidente era que, en la segunda mitad del siglo XX, la posición de las mujeres en la sociedad, sobre todo en la ciencia, había avanzado a paso de tortuga desde el siglo XII, pese a la energía y perseverancia con que Hildegarda había ensalzado la fuerza y grandeza de las mujeres. Con respecto a las cosmologías, me divertía pensar que, pese a los revolucionarios avances que la ciencia había experimentado en el siglo XX, ciertos vínculos conceptuales con las teorías antiguas se resistían a morir. El sistema tolemaico, aceptado rápidamente en el siglo XIII pero sustituido más adelante por el sistema solar de Copérnico, aún tenía un punto de contacto, por tenue que fuera, con un importante principio cosmológico del siglo XX: el principio antrópico.
Este era un tema sobre el que, en aquel período entre finales de los años sesenta y principios de los setenta, Stephen discutía durante largas horas con Brandon Carter, en general los sábados por la tarde que salíamos de Cambridge para ir a la bucólica casa de campo que Brandon y su esposa belga, Lucette, estaban reformando desde su reciente boda. Lucette y yo dábamos largos paseos por los campos con Robert, durante los cuales conversábamos en francés acerca de nuestros escritores, pintores y compositores preferidos; preparábamos el té y la cena…, y Brandon y Stephen seguían librando una batalla intelectual sobre las sutilezas del principio antrópico, en la que ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder.
Dicho principio, por lo que yo entendía a partir de las explicaciones de Stephen en los escasos momentos en que conversábamos sobre su investigación, me sorprendía por su estrecha afinidad filosófica con el universo medieval. Al igual que en el universo tolemaico medieval, el hombre se sitúa de nuevo en el centro de la creación por obra del principio antrópico o, más concretamente, de lo que se ha dado en llamar su «versión fuerte». Los partidarios del principio «fuerte» sostienen que el universo en el que existimos es la única clase posible de universo en que podríamos existir, puesto que desde el momento del Big Bang, hace unos quince mil millones de años, se ha expandido conforme a las condiciones exactas —las cuales a menudo implican coincidencias químicas aleatorias y ajustes físicos muy precisos— que se requieren para el desarrollo de la vida inteligente. La vida inteligente es entonces capaz de preguntarse por qué el universo es como es, pero se trata de una pregunta tautológica, cuya respuesta es: si nuestro universo fuera distinto, la vida inteligente no existiría para plantear la pregunta. Por consiguiente, en la práctica se podría seguir afirmando que la humanidad ocupa un lugar especial en el centro del universo, del mismo modo que la ocupaba en el sistema tolemaico. Mientras que para el hombre medieval esta posición especial constituía un argumento concluyente de la singular relación de los seres humanos con su creador, a los científicos modernos parecía irritarles o simplemente divertirles que se sacaran semejantes conclusiones del principio antrópico.
Si bien es evidente que el universo moderno no está limitado por los conceptos medievales de cielo e infierno, en muchos aspectos constituye un entorno más hostil que su ordenado equivalente medieval, aunque solo sea por sus extremos de temperatura y las vastas extensiones de espacio y tiempo en que la raza humana parece vivir en solitario aislamiento. En 1968, por un fugaz momento, pareció que quizá no estábamos solos en la oscura inmensidad del espacio. Una tarde de febrero de ese año, cuando me pasé por el departamento, había mucho alboroto en el bar. Jocelyn Bell, estudiante de investigación en radioastronomía, y su director de tesis, Antony Hewish, habían captado señales de radio regulares y pulsantes procedentes del espacio exterior con la batería de radiotelescopios instalados a unas tres millas de Cambridge, en la estación de Lord’s Bridge, en la antigua línea ferroviaria entre Cambridge y Oxford. ¿Acaso aquellas señales serían nuestro primer contacto con formas de vida extraterrestre…, con hombrecillos verdes, quizá? En clave de humor, llamaron LGM (de little green men) a los primeros emisores de aquellas ondas de radio. El entusiasmo se disipó al descubrirse que los emisores de los pulsos de radio eran estrellas de neutrones, restos de estrellas minúsculos, posiblemente de solo veinte millas de diámetro, con densidades altísimas, de cientos de millones de toneladas por pulgada cúbica. Era imposible que las estrellas de neutrones pudieran albergar vida.
Aunque los cosmólogos del siglo XX tal vez compartieran una tenue base conceptual con el sistema tolemaico mediante el principio antrópico y respetaran el intelecto de los filósofos del siglo XII de Chartres, de Oxford e incluso de Bingen, los seminarios medievales de los Dronke me sirvieron para adquirir una perspectiva clara de la tremenda diferencia del enfoque moderno con respecto a la creación. El principal propósito de los filósofos del siglo XII consistía en conciliar la existencia de Dios con el rigor de las leyes de la ciencia y, de ese modo, unificar la imagen del Creador con la complejidad científica de su creación. A tal fin, Alan de Lille trató de reconstruir la teología como una ciencia matemática, y otro alumno de Chartres, Nicolás de Amiens, que intentó adaptarla a la geometría euclidiana, se valió de símbolos geométricos para explicar la Trinidad. Por muy excéntricas que puedan antojarse estas nociones en la actualidad, fueron sin la menor duda serios intentos de aportar objetividad científica a la doctrina teológica y de explorar y explicar el misterio divino por medio de números y estructuras matemáticas.
Por el contrario, al cabo de unos ochocientos años sus herederos intelectuales parecían resueltos a separar todo lo posible ciencia y religión y a excluir a Dios de la creación. La idea de un Dios creador representaba un incómodo obstáculo para un científico ateo cuyo objetivo estribaba en reducir los orígenes del universo a una serie cohesionada de leyes científicas, expresadas en ecuaciones y símbolos. Para los no iniciados, esas ecuaciones y símbolos eran mucho más difíciles de comprender que la noción de Dios como primer móvil, la fuerza motriz de la creación. Curiosamente, para la afortunada comunidad de los iniciados, las ecuaciones ponían de manifiesto una belleza matemática milagrosa y apabullante. Esta revelación, que reflejaba las maravillas ocultas del universo, era casi una versión moderna del mundo de las formas de Platón. En el siglo V a. C., Platón, el maestro de Aristóteles y una influencia fundamental en el pensamiento medieval, describió la teoría de las formas, o de las ideas perfectas, no relacionadas con los sentidos, discernibles solo para la mente. Cada forma o idea perfecta tenía su equivalente en las formas tangibles, corruptibles e imperfectas que se manifestaban en la tierra. La reverencia con que los científicos modernos trataban la matemática del universo invitaba a pensar en atisbos de una perfección sublime similar, pero por desgracia las personas que no dominaban la jerga matemática y para quienes las ecuaciones eran incomprensibles ni tan siquiera podían vislumbrar esos atisbos de perfección. Otra dificultad, al parecer consecuencia directa de la obsesión de esos científicos con las matemáticas, era la irrelevancia que para ellos tenía el concepto de un Dios personal. Si con sus cálculos reducían cualquier posible radio de acción para un Creador, era lógico que no pudieran concebir ningún otro lugar o papel para Dios en el universo físico.
Ante argumentos racionales dogmáticos, no tenía sentido formular preguntas sobre espiritualidad y fe religiosa, sobre el alma y un Dios dispuesto a sufrir por la humanidad; preguntas que eran del todo contrarias a la realidad egoísta de la teoría genética. Más valía no sacar a la palestra cuestiones relacionadas con la moralidad, la conciencia o el aprecio de las artes, no fueran a convertirse también en víctimas del enfoque positivista. Yo todavía me rebelaba contra la religión organizada de mi infancia y no frecuentaba ninguna de las dos iglesias de mi calle, pero seguía buscando la espiritualidad en el jardín de la parroquia de Santa María la Menor, donde Thelma Thatcher me encargó el cuidado de una pequeña parcela junto a la verja, enfrente de nuestra casa. Bajo los rosales trepadores, me dedicaba a desherbar, rastrillar, remover la tierra y plantar bulbos para la primavera y rosales para el verano mientras reflexionaba sobre misterios, teorías y realidades. Entretanto, Robert e Inigo correteaban por los tortuosos senderos y se encaramaban a las tumbas cubiertas de musgo. El antiguo jardín sagrado cobró vida con la música de sus alegres y tiernas voces, y en nuestra franja de tierra creció la rosa estriada blanca y rosada que Stephen me había regalado para mi cumpleaños. Era la famosa Rosa gallica versicolor, también llamada Rosa mundi en honor a la Bella Rosamunda, la amante de Enrique II.