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Los pasos de Chéjov

Mientras que las impresiones que me llevé de Polonia eran confusas, Moscú ofrecía una tranquilidad perversa por cuanto entre sus ciudadanos no había la menor duda acerca de su identidad política y la nuestra. Nosotros sabíamos —como lo sabía todo el mundo— que la Unión Soviética era un Estado policial totalitario y que poco se ganaba anhelando una democracia liberal. Los moscovitas reconocían educadamente, sin echárnoslo en cara, que nosotros procedíamos de una sociedad privilegiada. Durante el vuelo de Varsovia a Moscú, Kip nos aconsejó que nos comportáramos como si en la habitación del hotel hubiera micrófonos, no solo por nuestra seguridad, sino también por la de todos los colegas a los que veríamos. Stephen había estado una vez en Moscú, cuando era estudiante, con un grupo de baptistas; una extraña compañía para un ateo convencido. Aún más extraño era que los hubiera ayudado a introducir biblias en Rusia clandestinamente, escondidas en los zapatos.

Tales recuerdos no resultaban muy apropiados en aquella ocasión, que había adquirido la importancia de un intercambio oficial de alto nivel, con el correspondiente tratamiento de VIP. Al llegar al hotel Rossiya, una imponente mole cúbica entre la Plaza Roja y el río Moscova, echamos un vistazo a la habitación, provista de samovar y frigorífico, medio esperando encontrar un micrófono colocado estratégicamente para grabar nuestros pensamientos privados.

Ya nos habíamos fijado en que el ascensor pasaba de largo por el primer piso, al que estaba prohibida la entrada. Se decía que esa planta estaba reservada de punta a punta —un cuarto de milla cuadrada— para la «administración», que nosotros interpretamos como «aparatos de escucha». Además, muchos de los rusos que habían ido a recibirnos al aeropuerto, con ramos de rosas y claveles, se negaron a pasar más allá del vestíbulo del hotel. Un detalle significativo, dada esta renuencia, fue que el doctor Ivanenko, un científico ya mayor y de reputación modesta, estuviera encantado de quedarse varias horas en la habitación de Kip, donde explicó con dicción clara, como si hablara para oídos ocultos, cuanto había hecho por la ciencia soviética. Ivanenko era quien acompañaba a los grupos de jóvenes astrofísicos rusos a los congresos celebrados en Occidente. En general suponíamos que era su vigilante, sobre todo porque ellos estaban siempre tramando planes para eludirlo.

La visita de Stephen a Moscú tenía un doble propósito. Aunque era principalmente un teórico, empezaba a interesarse por la cuestión práctica de la detección de agujeros negros. En esto seguía el ejemplo del físico estadounidense Joseph Weber, quien se había esforzado en solitario por construir un aparato capaz de captar las minúsculas vibraciones de las ondas gravitatorias que, según la predicción, producían las estrellas al colapsar y formar agujeros negros. En Cambridge habíamos pasado varias tardes hurgando en vertederos en busca de cámaras de vacío desechadas a las que se pudieran incorporar cilindros detectores sumergidos en nitrógeno líquido, para complementar en Europa el trabajo de Weber. Esta área de investigación sobre los agujeros negros también se desarrollaba en la Universidad de Moscú, a cargo de Vladímir Braginsky, un físico experimental, quien nos enseñó su laboratorio y tuvo la amabilidad de regalarme los restos de un cilindro de rubí sintético que había utilizado en el experimento. Braginsky poseía un carácter extravertido que ocultaba el alcance de su visión científica y que se manifestaba en su afición a los chistes políticos atrevidos, incluso en entornos semipúblicos. Durante una cena, cautivó a los comensales con un torrente de chistes, intercalados con brindis con vodka y champán de Georgia. No todos los chistes eran desternillantes. La mayoría tenía un matiz político, como por ejemplo el del transporte. Un norteamericano, un inglés y un ruso comparan medios de transporte. El americano dice: «Por supuesto, nosotros necesitamos tres coches: uno para mí, otro para mi mujer y una caravana para las vacaciones». El inglés dice con modestia: «Bueno, nosotros tenemos un cochecito de dos plazas para la ciudad y un coche familiar para las vacaciones». Y el ruso dice: «En Moscú el transporte público es muy bueno, de modo que no necesitamos coche en la ciudad, y cuando salimos de vacaciones vamos en tanques…».

Stephen también había ido a Moscú para hablar con algunos rusos, muchos de ellos judíos, que tenían muy limitada la libertad de circulación. Yákov Borísovich Zeldóvich, un hombre vehemente e impetuoso, había estado al frente del desarrollo de la bomba atómica soviética en los años cuarenta y cincuenta. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, al igual que el estadounidense John Wheeler, quien también había trabajado en la bomba atómica, dirigió su atención a la astrofísica, dado que las condiciones en el interior de una estrella que implosiona son similares a las de la bomba de hidrógeno. En consecuencia, Zeldóvich se había convertido en una autoridad en la investigación de los agujeros negros. Sin embargo, debido al secretismo que rodeaba a sus anteriores trabajos, no tenía esperanzas de cruzar el telón de acero y viajar al Este para compartir el entusiasmo internacional generado por los agujeros negros. La investigación pionera de su equipo en torno a la implosión de estrellas se había conocido en el mundo exterior gracias a Ígor Nóvikov, un colega más joven, bastante tímido y muy nervioso, con el que Stephen estableció una sólida relación de trabajo.

Al igual que Zeldóvich, Yevgeni Lifshitz, otro físico judío, sufría limitaciones para viajar, y lo mismo les ocurría a muchos estudiantes con talento que sabían que tendrían que esperar años para obtener el codiciado primer permiso de viaje, que garantizaría la aprobación de futuros permisos.

Kip mantenía conversaciones sobre esta cuestión con sus amigos rusos, mientras Stephen y yo proporcionábamos una útil tapadera de actividad social. Una noche esta artimaña, que hasta entonces había tenido éxito, salió mal. Durante la estancia en Moscú, nuestros anfitriones nos obsequiaron con numerosas entradas para asistir a óperas (Borís Godunov, El príncipe Ígor) y ballets (La Bella Durmiente y El Cascanueces) en el Bolshói. Aunque Stephen estaba muy interesado en ir a la ópera, se mostraba muy reacio en el caso del ballet. De hecho, en la única ocasión en que habíamos ido juntos a un espectáculo de danza —un montaje de Giselle en el Arts Theatre de Cambridge—, se había quejado de dolor de cabeza en el primer acto; así pues, en el descanso tuve que llevarlo a casa y observé que experimentaba una inmediata y milagrosa recuperación. En Moscú siempre estábamos en nuestros asientos antes de que empezara la ópera, pero, cuando llegamos al Bolshói para ver El Cascanueces, ya iban a cerrar las puertas. Nos condujeron a toda prisa a un pasillo lateral y las puertas se cerraron detrás de nosotros. Kip, que tenía pensado escaparse a las calles de Moscú con un colega, Vladímir Belinsky, para hablar furtivamente de asuntos políticos además de científicos, se encontró atrapado. Había entrado en el teatro para ayudarnos hasta que nos hubiéramos acomodado, y cuando las puertas se cerraron no tuvo más remedio que aguantar pacientemente todo el primer acto del Cascanueces, hasta el intermedio, mientras Belinsky lo esperaba en el vestíbulo. Por lo menos Stephen tuvo un compañero en la adversidad.

Si bien éramos muy conscientes de estas actividades clandestinas que se desarrollaban entre bambalinas, empezamos a darnos cuenta de que los colegas científicos de Stephen disfrutaban, aunque de manera limitada, de una libertad que se negaba al resto de la población: la libertad de pensamiento. En su ignorancia, los funcionarios comunistas eran incapaces de apreciar la importancia de las abstrusas investigaciones científicas. En consecuencia, solían dejar en paz a los científicos, siempre que se comportaran con prudencia y respetaran las reglas…, o sea, a menos que hicieran como Andréi Sájarov y criticaran en público al régimen con argumentos políticos.

La libertad de circulación de Lifshitz llevaba mucho tiempo limitada cuando en 1969, en un gesto que le honraba, había persuadido con el mayor apremio a Kip, que estaba de visita en Moscú, de que pasara clandestinamente un artículo en el que se retractaba de una hipótesis y reconocía su error. El artículo se publicó en el Este. Como dice Kip con gratitud: «Las autoridades soviéticas ni se enteraron».

Stephen congenió con sus colegas rusos porque estos compartían su enfoque intuitivo de la física. Como a él, solo les interesaba el meollo de un problema; los pequeños detalles les tenían sin cuidado. Y para Stephen, que llevaba todas sus teorías en la cabeza, los pequeños detalles entorpecían la claridad de ideas. Al igual que él, sus colegas rusos quitaban las ramas muertas para tener una visión más clara de los árboles. Aplicaban este método a cualquier tema, ya fuera la física o la literatura. Daba la impresión de que habían surgido del pasado, de las páginas de Turguéniev, Tolstói o Chéjov. Hablaban de arte y literatura, tanto de los maestros rusos como de Shakespeare, Molière, Cervantes y Lorca. Al igual que los estudiantes a los que yo había conocido en la España de Franco, recitaban poesía y componían versos con cualquier pretexto, incluso poemas en honor de Stephen. Parecía que para ellos un régimen represor más tenía poca importancia, ya que su país siempre había estado sometido a regímenes totalitarios y no había conocido nunca la democracia, de modo que, como generaciones de rusos antes que ellos, encontraban consuelo en el arte, la música y la literatura. En una sociedad dominada por el materialismo soviético, la cultura constituía su recurso espiritual. A mí me parecía que a través de ellos podía conectar con el alma de la nación, el alma doliente de la Madre Rusia, que siempre atrae a sus hijos exiliados de vuelta a sus solitarios y ondulados paisajes de ríos y bosques de abedules. El brillo de sus personalidades destacaba sobre el fondo de sus tristes vidas como las cúpulas doradas de las iglesias, bien conservadas pero en desuso, que aparecían de repente tras los sombríos bloques de hormigón del Moscú moderno e iluminaban la gris monotonía con su radiante esplendor.

Al parecer a aquellos colegas les gustaba acompañarnos a visitas culturales tanto como hablar de ciencia. Muchas de nuestras jornadas combinaban ambas cosas: las conversaciones científicas amenizaban los recorridos turísticos. Paseamos entre las catedrales de cúpula dorada del Kremlin, despojadas de la función religiosa por un comunismo entrometido que, aun así, no había conseguido erradicarles el aura de santidad. Nos quedamos cautivados ante los iconostasios y examinamos suelos de piedras semipreciosas. Recorrimos la galería de arte Tretiakov y el museo Pushkin e hicimos la peregrinación a la casa de madera de Tolstói, con su oso disecado, listo para recibir las tarjetas de visita, en el chirriante descansillo y la pequeña habitación del fondo donde el gran hombre se entregaba a su otra pasión: la zapatería. En el jardín de Tolstói recogí un puñado de hojas de arce caídas, de rico colorido ocre, naranja y amarillo.

Pedí ver una iglesia que funcionara y me llevaron a la de San Nicolás, en Moscú, con su profusa decoración en rojo, verde y blanco, y al monasterio de Novodévichi, en las afueras. A pesar de los cánticos lastimeros y de los murmullos de los ancianos devotos al besar los iconos, no lograban transmitir la esencia de lo sagrado con la fuerza de las dos pequeñas iglesias clausuradas y vacías que se alzaban frente a nuestra ventana, abandonadas y empequeñecidas por la mole del hotel. Una era de ladrillo, rematada con una cruz dorada; la otra, poco más que una cúpula dorada. Parecía que, al prohibir la religión organizada, el régimen comunista hubiera fomentado el crecimiento de una espiritualidad interior, que estaba siempre presente para las personas receptivas y resultaba invisible para las demás.

En la era de los viajes espaciales, retrocedimos al pasado a través de la vida de aquellos individuos dignos y poéticos con quienes tratamos. Sus posesiones materiales eran escasas y sus ropas, grises. Apenas circulaban automóviles por las calles. Los ciudadanos disponían de atención sanitaria gratuita, pero lo que vimos de ella indicaba que convenía evitar a toda costa los hospitales y médicos soviéticos. Durante la segunda semana, Stephen necesitó una dosis de hidroxocobalamina, la inyección fortificante que la hermana Chalmers iba a ponerle cada dos semanas en Cambridge. Con cierta dificultad, sus colegas convencieron a una médica de que acudiera al hotel. Al verla pensé que la mujer que entraba en la habitación era la señorita Meiklejohn, la terrorífica y esforzada profesora de educación física del colegio de Saint Albans. Sacó el instrumental de una bolsa negra: un cuenco de acero en forma de riñón, una jeringuilla metálica y un surtido de agujas reutilizables. Stephen y yo nos estremecimos. Estoico como siempre, él permaneció en silencio mientras la doctora le clavaba en la delgada carne una aguja de punta roma. Aprensiva como siempre, yo aparté la mirada.

Las infinitas colas de personas con impermeables grises en las tiendas donde nuestros amigos compraban alimentos me recordaron mi infancia en el Londres de posguerra. Tanto en los GUM, los grandes almacenes estatales de la Plaza Roja, como en los comercios de barrio, el sistema parecía concebido expresamente para disuadir a los clientes de que compraran. Primero debían guardar cola para averiguar si los artículos deseados estaban en los estantes; después debían guardar cola para pagar por adelantado en la caja, y por último, con el recibo en la mano, tenían que volver a la primera cola para obtener los productos adquiridos. Como extranjeros privilegiados, nosotros podíamos comprar en los comercios para turistas, las tiendas Berioska, ávidas de nuestros dólares y libras, y provistas en abundancia de juguetes de madera, chales de colores vivos, cuentas de ámbar y bandejas pintadas.

En algunas tiendas Berioska los extranjeros podían adquirir alimentos frescos e importados, como uvas, naranjas y tomates, que para el ruso corriente constituían artículos de lujo. Si la comida que nos daban en el hotel, que en teoría era de primera clase, podía usarse como baremo, el ruso medio vivía con una caprichosa dieta de subsistencia compuesta de yogur, helado, huevos duros, pan negro y pepinos. La poca carne que servía el hotel solía ocultarse, en cantidades minúsculas, entre la harina de las croquetas o era dura e insípida como la suela de un zapato.

No nos sorprendió que a nuestros anfitriones rusos no se les permitiera invitarnos a su casa, pero hubo una notable excepción. La última noche que pasamos en Moscú, cenamos en casa del profesor Isaac Jalatnikov, un personaje risueño y comunicativo, al que habíamos conocido en Londres, en el Congreso de Relatividad General de 1965, poco antes de nuestra boda. El taxi nos llevó a un impresionante bloque de pisos cerca del río, en el centro de Moscú. Las personas de nuestra edad nos habían hablado de las dificultades de la vida familiar en Moscú. Los apartamentos eran escasos. El derecho a una vivienda dependía de la posición que se ocupara en el Partido. Muchos recién casados tenían que vivir con sus padres en apartamentos de dos dormitorios. Más adelante, a menudo las familias acogían a los miembros de la generación anterior, sobre todo a la babushka (abuela), cuya presencia era casi imprescindible, incluso en aquellas condiciones de hacinamiento, porque por lo general se ocupaba de la casa y cuidaba de los niños mientras la hija o la nuera trabajaban. Así pues, nos asombró ver que el piso de los Jalatnikov era excepcionalmente grande, con varias habitaciones espaciosas y bien amuebladas, televisión y equipo de alta fidelidad. Además, nos sirvieron un verdadero festín que no tenía nada que envidiar a los banquetes del Oeste. Las raciones de caviar, carne, verduras, ensaladas y frutas eran abundantes y estaban presentadas con buen gusto. Stephen y yo nos sentimos agradecidos pero intrigados. ¿Por qué, en una sociedad que pregonaba su igualdad, esa familia disfrutaba de un estilo de vida tan ostentoso? Como de costumbre, Kip nos dio la respuesta: no tenía nada que ver con el considerable prestigio científico de Isaac Jalatnikov, sino que era consecuencia de las influencias de su mujer. Valentina Nikolaevna, una señora rubia y bastante robusta, a quien no le sentaba nada bien la delicada bisutería que le regalé, era nada menos que la hija de un héroe de la revolución. En virtud de su nacimiento, le correspondían todos los privilegios de la nueva aristocracia, incluidos el derecho preferente a una vivienda y la posibilidad de comprar en las tiendas Berioska.

Las hojas de arce que había recogido en el jardín de Tolstói resultaron ser una elocuente metáfora del Moscú que vimos durante aquellas semanas. Con auténtico alivio nos unimos a los aplausos de los pasajeros cuando el avión con destino a Londres despegó en plena nevada a mediados de septiembre. Al igual que la nieve, las hojas otoñales constituían un anuncio del invierno en un país donde las libertades de palabra y expresión, pensamiento y circulación que nosotros dábamos por sentadas estaban permanentemente suspendidas. Y, sin embargo, sus vivos colores eran un canto a nuestros irrefrenables amigos, personas valerosas atrapadas en aquel desierto político. En Cambridge, mientras se acercaba el invierno, nos dimos cuenta de que, junto con las hojas y los souvenires, los osos de madera y la porcelana pintada a mano, habíamos llevado a casa un molesto legado de la opresión soviética. Durante varias semanas después de nuestro regreso, fuimos incapaces de hablar libremente en nuestro propio hogar, por miedo a que las paredes oyeran. Si esto constituía una muestra de la presión psicológica a la que estaban sometidos nuestros amigos en todo momento, nuestra admiración por ellos no podía sino aumentar. Por más que nos emocionara estar de nuevo con nuestros hijos, aquello daba que pensar. ¿Cómo reaccionaríamos nosotros en tales circunstancias?

En las navidades de aquel año, mi madre y yo llevamos a los niños a ver la versión londinense de El Cascanueces en el Festival Hall. Lucy, cautivada por el espectáculo, insistió después en que la llamáramos Clara, como la niña protagonista del ballet. Se pasaba el tiempo bailando al son de un disco gastadísimo y creó una versión propia del baile cosaco: corría hasta una punta del salón y levantaba una piernecita en el aire, daba media vuelta y corría hacia el otro extremo. Robert —de tal palo, tal astilla— quedó mucho menos fascinado con la función y habría preferido asistir al espectáculo navideño favorito de su padre: la revista musical. Se removió inquieto durante la primera parte del ballet y, en cuanto empezó la segunda, sacó a su abuela de la sala con el irrefutable pretexto de que había bebido demasiado zumo de naranja durante el intermedio. Como no se les permitió volver a sus asientos, mi madre tuvo que conformarse con ver el resto de la representación en el vestíbulo, en un televisor de circuito cerrado, mientras Robert miraba satisfecho las barcazas que subían y bajaban por el Támesis.