8
La Reina Roja
El viaje a Oriente Próximo fue un preludio de las dificultades de aquel verano, que serían aún mayores que de costumbre. Aunque era imposible huir de las incesantes riñas de las enfermeras, el epicentro del retumbante descontento se había desplazado al departamento, que era donde Stephen pasaba la mayor parte del día. Nick Phillips, el joven ayudante, me escribió para disculparse por haber dejado su puesto, un paso que se había visto obligado a dar porque era el blanco más frecuente del mal humor y las críticas de una de las enfermeras. «Maldiciente» era la palabra que utilizaba en la carta. Las enfermeras imponían la ley y ni yo ni Judy Fella teníamos ninguna influencia. Lo que ocurriera en el departamento estaba por completo fuera de mi alcance; tenía que concentrarme en mantener una atmósfera civilizada en casa.
Con el comienzo de los exámenes de acceso a la universidad y el final de mi tarea docente por aquel año, centré la atención en los preparativos de la fiesta del vigesimoprimer cumpleaños de Robert. Lo celebramos el mismo día con una gran comida familiar en casa. Al cabo de una semana ofreceríamos una fiesta nocturna en el jardín, con una banda, una repetición de la fiesta de su decimoctavo cumpleaños, solo que esta vez la banda sería de jazz, y Robert envió invitaciones para una «Fiesta de disfraces del Sombrerero Loco». Tres semanas después de nuestro regreso de Jerusalén, cuando los preparativos de la fiesta estaban en pleno apogeo, una mañana me desperté con un terrible dolor de cabeza y manchas que me producían picazón alrededor de la cintura. El único dolor de cabeza comparable que recordaba era el que había precedido a la varicela que había tenido en España cuando era estudiante. Lucy llevó a su hermano pequeño al colegio y yo volví a acostarme. No vi a nadie hasta que Eve llegó a las diez, como siempre. Oí con claridad su reconfortante voz con acento de Birmingham al otro lado de la puerta del dormitorio.
—¿Dónde está Jane? —preguntó.
La voz lánguida de Elaine Mason respondió con prontitud:
—Ah, está en la cama… haciéndose la enferma.
Eve no le hizo caso y entró en mi habitación. Le bastó una mirada.
—¡Tiene que verte un médico! —dijo con firmeza y en voz lo bastante alta para que todos la oyeran.
El médico diagnosticó herpes zóster, la reactivación del virus de la varicela, exacerbado por el estrés. Prescribió reposo en cama y un medicamento nuevo para aliviar el picor. Me acordé apesadumbrada de un niño cubierto de ronchas al que había visto en la piscina que había en la azotea del hotel de Jerusalén, y me pregunté cómo iba a encajar el reposo en la larga lista de tareas pendientes.
Gracias a Eve —que, por su parte, tenía un brazo roto—, a Lucy y a Jonathan, pude descansar un poco. Afortunadamente la orquesta barroca de Jonathan ya no necesitaba que me ocupara de las tareas administrativas, pues ahora disponía de una base económica lo bastante sólida para contratar a un administrador que se encargara de todos los detalles de cada concierto. Como la Camerata iba sobre ruedas y daba muchos conciertos, incluso en los lugares más remotos del país, Jonathan se ausentaba de Cambridge con frecuencia. Estaba muy atareado con los ensayos y actuaciones y muchas veces llegaba de madrugada tras ofrecer un concierto en algún sitio lejano. Sus horarios irregulares, característicos de la vida de un músico, eran incomprensibles para las enfermeras. No habiendo presenciado ni apreciado su talento en acción, las menos imaginativas suponían que la presencia de Jonathan en casa durante el día indicaba que era un inútil, un holgazán, que se aprovechaba de la generosidad de Stephen. Su presencia daba lugar a murmuraciones.
Entretanto Lucy combinaba la vida social y los ensayos para el Festival de Edimburgo con los exámenes de verano. Como el herpes zóster mejoraba muy despacio, tuvo que hacer un hueco en su ajetreada vida para atender otra obligación imprevista. Yo había tenido la intención de acompañar a Stephen a Leningrado, donde se celebraba un congreso la tercera semana de junio, pero era evidente para todos, excepto para Stephen y sus adlátares subversivos, que no estaría en condiciones de viajar. Como él realizaba esfuerzos sobrehumanos para superar todos los obstáculos, le costaba entender que otros, y en especial su esposa, no tuvieran un empeño y una fuerza de voluntad similares, sobre todo habida cuenta de que, en comparación con la enfermedad de la motoneurona, todas las demás eran insignificantes. Estaba claro que yo ya no podía estar a la altura de sus expectativas. Me di cuenta de que iniciaba cada frase con una disculpa, y cada intento de disculparme por ser como era me hacía más consciente de mi incapacidad. Cuanto más crecía mi sensación de insuficiencia, más se exacerbaba el herpes zóster. La neuralgia y los mareos se intensificaron hasta adquirir proporciones cegadoras, y los nervios me picaban como mil picaduras de abeja, hasta la punta de los dedos, cada vez que intentaba expresar mis sentimientos o ideas sobre cualquier asunto familiar, por trivial que fuera.
Pero había un acto que no podía perderme, por muy enferma que estuviera: la presentación de Historia del tiempo, que tendría lugar durante una comida para parientes y amigos en la Royal Society el 16 de junio, una semana después de que me atacara el herpes zóster. Historia del tiempo constituía la expresión tangible del triunfo de Stephen sobre las fuerzas de la naturaleza y las de la enfermedad, sobre la parálisis y la muerte misma. Era un triunfo y un logro en el que ambos habíamos participado de una manera que recordaba las apasionadas luchas y embriagadoras victorias de los primeros años de matrimonio. Sin embargo, este triunfo no era un asunto privado, sino un acontecimiento muy público, rodeado de intensa publicidad. La imagen que ofrecí en aquel banquete era poco menos que espectral: me faltaba energía incluso para mantener una conversación coherente, y más aún para afrontar con cierta confianza el asalto de los medios de comunicación.
El día siguiente a la presentación volví a levantarme del lecho de enferma, me puse mi disfraz rojo y una corona de papel del mismo color, me apliqué colorete escarlata en las mejillas y aparecí en la fiesta de Robert como la Reina Roja: era una broma triste sobre el hecho de que, al igual que esta, estaba siempre corriendo para permanecer en el mismo sitio. Constantemente cansada y desconcentrada, bregué hasta el final del trimestre con una larga serie de compromisos y con las últimas clases del año académico. Sin apenas fuerzas, no tenía ganas de intervenir de nuevo en las febriles y explosivas rivalidades entre las enfermeras, que se volvieron aún más venenosas con el meteórico ascenso de Historia del tiempo a lo más alto de la lista de ventas. Mientras las riñas en que se enzarzaban no supusieran una amenaza mayor al equilibrio de la vida doméstica, yo procuraba tratarlas con la indiferencia que merecían. El poco tiempo que, en teoría, estaba dispuesta a dedicarles se alargaba hasta la eternidad cuando exponían por teléfono sus quejas, cada vez más numerosas, sin darse cuenta de que tenía cosas mejores que hacer, pero prontas a sentirse profundamente ofendidas si les colgaba dejándolas con la palabra en la boca. Al final me vi en la obligación de pedirle a una, Elaine Mason, cuya conducta parecía estar en la raíz de todos los problemas, que viniera a hablar conmigo. Me proponía decirle que no podía quedarme cruzada de brazos viendo cómo se iban al traste los turnos de enfermería, mi hogar y mi familia. Podía haberme ahorrado el aliento. Con ufano regodeo y aires de superioridad, negó toda intención maliciosa y llamó a su marido para que confirmara su inmaculado carácter, tras lo cual salió de casa con la cabeza bien alta mientras yo me hundía en un pozo de desesperación que lo envolvía todo.
En comparación, los pesados chiflados que llamaban, por lo general desde Estados Unidos, en plena noche, sin tener en cuenta la diferencia horaria, parecían una molestia menor. A cualquier hora, exigían hablar al instante con «el profesor». Al igual que un tal señor Justin Case, todos ellos, del primero al último, habían resuelto el misterio del universo y estaban impacientes por explicarle al profesor dónde se había equivocado en sus cálculos. El señor Justin Case tenía que competir por la línea telefónica a las tres de la madrugada con un tal señor Isaac Newton, quien llamaba con frecuencia desde Japón. Lucy respondió a una llamada de un hombre que le pidió matrimonio. «Hermosa Lucy —dijo—, ¿quieres casarte conmigo? Pero antes léele mi tesis a tu padre». Otro llamó desesperado desde Florida e insistió en hablar con Stephen porque tenía la certeza de que el mundo iba a estallar al cabo de media hora.
—Lo siento —dijimos—, no está en casa.
—Pues entonces es el fin del mundo —respondió angustiado— y no puedo hacer nada para salvarlo.
Algunos se presentaban ante nuestra puerta y se quedaban plantados aguardando a Stephen, aunque no siempre con buenos resultados. Uno, con el torso cubierto con solo una camiseta de malla, no esperaba que la puerta se abriera hacia fuera. Cuando se abrió de par en par para que Stephen saliera a toda velocidad en su cuadriga, el pobre hombre se vio lanzado sobre un rosal. La malla de la camiseta se le enganchó en las espinas y Stephen estaba ya muy lejos cuando logró desenredarse. También estaban la estrella de Hollywood que quería poner a prueba su disparatada teoría mística del universo; los periodistas embusteros, que prometían pagar las entrevistas que les concedíamos haciendo un donativo a alguna organización benéfica que nunca lo recibía; y los biógrafos no autorizados, que claramente solo querían sacar dinero rápido a nuestra costa. Yo esperaba con impaciencia las vacaciones de verano, en las que íbamos a exorcizar el fantasma del episodio de Ginebra regresando a la ciudad. Cualquier sitio tenía que ser mejor que Cambridge.
A pesar de las estrellas de Hollywood y las dificultades domésticas, cuando conseguíamos comunicarnos, Stephen y yo nos planteábamos la cuestión práctica de cómo gastar la dotación del Premio Wolf. Ese dinero y los anticipos de Historia del tiempo, más los modestos ahorros que yo había reunido a lo largo de los años, sumaban una cantidad suficiente para adquirir una segunda vivienda. Stephen estaba interesado en comprar un piso en Cambridge como inversión, pero yo soñaba con una casa de campo, lejos del alboroto, las tensiones y las persistentes invasiones de nuestra vida privada. El lugar ideal habría sido la costa norte de Norfolk, pero aquello estaba fuera de nuestras posibilidades. Una casa en el campo podría aportarnos la paz y el anonimato que tanto deseábamos; tiempo y quietud para que Stephen reflexionara y los chicos prepararan los exámenes; y yo sería señora de mis dominios, con casa y jardín.
La idea de comprar una propiedad en Francia no se me pasó por la cabeza como una posibilidad viable hasta que me tropecé con un inglés excéntrico cuando recorría el norte de Francia con Jonathan y Tim, de camino hacia el sur para reunirnos con Stephen en Ginebra en agosto. Dicho caballero, que tenía un dominio mínimo del franglés, acababa de emprender alegremente un negocio consistente en comprar y renovar casas rurales del país para venderlas a británicos a precios de ganga en comparación con los de Inglaterra. Mientras él exponía sus planes en un restaurante de carretera ante un público absorto de franceses perplejos e ingleses fascinados, empezó a cobrar forma la estimulante verdad de que aquella era una manera posible de invertir nuestro dinero. Disfrutaríamos de todas las ventajas de una casa de campo, en un país extranjero pero no tan lejano como Gales, y nosotros y nuestros hijos seríamos verdaderos europeos, con un pie en el continente, y —con suerte— bilingües por añadidura.
Nada más regresar a Inglaterra, en medio del ajetreo del comienzo del nuevo curso académico, dejé caer la idea, que pasó a la categoría de castillo en el aire. Las vacaciones en Ginebra con Stephen habían sido un éxito alentador desde el momento en que nos reunimos con él en el aeropuerto. Después de aquellos días armoniosos y reparadores, Jonathan, Tim y yo habíamos pasado diez días de acampada en el sur de Francia. Volvimos a Cambridge frescos y dispuestos a tomar las riendas, pero no teníamos ni idea del nuevo caos que nos aguardaba.
Stephen, ya una personalidad científica muy conocida en Gran Bretaña y Estados Unidos, había adquirido de pronto fama mundial: se había convertido en una figura de culto gracias al éxito del libro. El primer atisbo lo tuvimos en octubre de 1988, cuando Tim y yo lo acompañamos a Barcelona para la presentación de la edición española de Historia del tiempo. Lo reconocían en todas partes, atraía multitudes, que se paraban a aplaudirle en la calle. Se me pidió que hiciera de intérprete para los periodistas en ruedas de prensa y entrevistas en televisión, y me entrevistaron a mí misma para revistas femeninas. Era una satisfacción trabajar otra vez en equipo con Stephen, como compañera intelectual. Sin embargo, la demanda de entrevistas estaba alcanzando niveles demenciales, no solo en España, sino en el mundo entero. Era más fácil sobrellevar la publicidad en los países extranjeros, porque íbamos expresamente a promocionar el libro y aquel pacto mefistofélico exigía que nos pusiéramos a disposición de los medios. En Inglaterra, donde teníamos que cumplir con nuestras obligaciones cotidianas en tranquilo anonimato, la intromisión de la prensa se convirtió en una fastidiosa perturbación de la vida familiar. No era ningún problema que los equipos de televisión hubieran pasado a ser un elemento habitual en el despacho de Stephen, donde las enfermeras competían entre sí por posar ante las cámaras. El problema surgía cuando los periodistas querían hacer entrevistas o fotos en casa. Yo me resistía cuanto podía y los chicos se oponían a voz en grito. Ya era suficiente molestia tener enfermeras en casa a todas horas; si además entraban las cámaras de televisión y los reporteros, no habría intimidad para nadie en ninguna parte.
La tensión general se relajó un poco cuando Stephen decidió viajar a California con su séquito para pasar allí todo un mes. La calidad de vida mejoró de forma espectacular en casa y todos dejamos escapar un largo suspiro de alivio al recuperar una paz y soledad relativas.
El fin de semana siguiente, con un abandono desacostumbrado, hojeaba distraída el periódico del domingo cuando me llamó la atención un artículo sobre la oferta de propiedades en Francia. Debajo había un discreto anuncio de una agencia inglesa que se ofrecía a buscar casas en la campiña francesa para sus clientes. Llamé al número de teléfono y a los pocos días empezaron a llegar por correo fotocopias del norte de Francia. Parecían fotografías tomadas con una espesa niebla o durante una nevada, y la terminología empleada me obligaba a consultar con frecuencia el diccionario, pero los precios eran bajísimos. Los inmuebles costaban la mitad que una casa victoriana adosada de dos dormitorios en el sur de Inglaterra y, si bien era imposible saber en qué estado se encontraban, eran sin duda más grandes. Desde luego, había que investigar más, motivo por el cual Tim, Jonathan y yo embarcamos con destino a Francia un sábado de mediados de noviembre.