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Extremos
Con una pequeña ayuda de Shakespeare, Stephen había encontrado un título para su libro: A Brief History of Time. Tras las revisiones, el original había adquirido una forma que el editor juzgó satisfactoria y se fijó una fecha de junio de 1988 para la publicación. La edición norteamericana saldría en primavera, antes que la británica. A última hora hubo que destruir aquella primera edición norteamericana por temor a que se presentaran demandas por difamación, debido a algunos comentarios contenidos en el texto acerca de la integridad de un par de científicos norteamericanos. Este contratiempo permitió subsanar una pequeña omisión: Stephen me había dedicado a mí Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros, un gesto que entendí con suma gratitud como un reconocimiento público, pero la dedicatoria se había omitido en la edición norteamericana.
Mientras Stephen estaba en Estados Unidos para la presentación, Tim y yo fuimos a pasar unos días con su mejor amigo, Arthur, que ahora vivía con sus padres en Alemania. Últimamente los dos niños apenas se veían y ninguno de los dos había hecho otros amigos íntimos; cuando se encontraron, recuperaron felices sus costumbres de siempre, como hermanos que hubieran estado separados durante mucho tiempo. Dado que había caído una nevada tardía en la Selva Negra, Kevin, el padre de Arthur, nos sorprendió preguntándonos si nos gustaría ir a esquiar. Yo no había esquiado en la vida y no esperaba hacerlo nunca, aunque se rumoreaba que Stephen había sido un buen esquiador y Lucy iba a esquiar a menudo con sus amigos. De hecho, en aquel momento se encontraba en los Alpes, recuperándose de una dura serie de ensayos de una obra que ella y sus compañeros del Cambridge Youth Theatre iban a representar en Cambridge en abril, antes de actuar en el Festival de Edimburgo, en verano. Tim y yo aceptamos encantados la oportunidad de aprender a esquiar. Él aprendió con rapidez: se lanzaba por las pendientes a velocidad de vértigo, con el peligro de acabar en el aparcamiento de coches que había abajo. Yo lo miraba impotente mientras Belinda, la madre de Arthur, le gritaba desesperada que juntara la punta de los esquís para frenar. Como recordaba las veces que me había roto los brazos cuando aprendí a patinar sobre hielo, estaba nerviosa e iba con más cuidado que él…, hasta que me di cuenta de que la nieve es un lecho blando, aunque frío y húmedo, en el que caer. Durante aquel fin de semana en la Selva Negra, recuperé parte de mi antigua audacia. En lo alto de la ladera, con el viento en la cara y el reflejo del sol en la blanca y reluciente nieve, me alegraba de haberme liberado de las preocupaciones y las responsabilidades, así como de las tediosas discusiones y desavenencias con enfermeras malhumoradas que habían convertido nuestra vida hogareña en una lucha interminable y deprimente. Esquiar exigía una concentración máxima, tanto física como mental: el objetivo inmediato era el pie de la pendiente, y la única pregunta que el cerebro debía plantearse era cómo llegar allí indemne.
Stephen pasó más de tres semanas en Norteamérica. Poco después de su regreso, teníamos que viajar juntos a Jerusalén, donde él iba a recoger el prestigioso Premio Wolf, compartido con Roger Penrose, por sus trabajos de física.
Mis reparos al viaje a Jerusalén no se debían solo a la renuencia a dejar a mis hijos o a quitarle tiempo a la enseñanza. Aunque estaba deseando ver a Hanna Scolnicov, mi amiga del Lucy Cavendish, no tenía tantas ganas de visitar la ciudad más sagrada y antigua del mundo en compañía de un grupo de físicos. Habría preferido una peregrinación con personas de ideas más afines a las mías, pero no tenía otra opción. Se percibía la tensión en el aire cuando Stephen dijo que, si yo no quería ir, sin duda Elaine Mason, la enfermera que lo había acompañado a Norteamérica, estaría encantada de sustituirme.
Le había sentado mal mi negativa a viajar a Norteamérica en marzo, cuando Tim y yo habíamos estado esquiando, y desde su regreso las líneas de comunicación entre nosotros se habían vuelto tirantes y quebradizas. Mi sugerencia de que despidiera a algunas de las enfermeras más problemáticas se topó con esta fría e incontestable respuesta: «Necesito buenas enfermeras». Cuando me ofrecí a colaborar con él en una autobiografía que le habían propuesto, un proyecto que yo esperaba que nos uniese, su reacción fue despectiva: «Me alegraría oír tu opinión». Solo entonces empecé a percatarme de que era cierto lo que algunas enfermeras intentaban decirme desde hacía cierto tiempo: que una de ellas ejercía una influencia excesiva sobre él, sembraba cizaña entre nosotros y se aprovechaba de nuestras desavenencias. Naturalmente, mi relación con Jonathan ocupaba un papel central en la cada vez más enrevesada red de tretas y engaños que se tejía y, en ese aspecto, poco podía decir yo en mi defensa, pues estaba claro que el mundo condenaba nuestra relación.
Antes de partir hacia Oriente Próximo tuvimos tiempo de ver actuar a Lucy en el animado espectáculo Corazón de perro, adaptación teatral de la sátira política escrita en los años veinte por el autor ruso Mijaíl Bulgákov. La novelita, en la que Bulgákov expresaba su preocupación por el dominio del proletariado en la sociedad rusa, se consideró demasiado cáustica para publicarla en su época y no vio la luz en la Unión Soviética hasta 1987, el año de nuestra última visita. Al domingo siguiente, dejando a mis padres a cargo de la casa, partimos hacia Israel.
Aunque hubo retrasos en Heathrow, la mayor parte del vuelo transcurrió sin incidentes. Jonathan, que estaba de gira con la Cambridge Baroque Camerata, me había regalado por mi cumpleaños un walkman y cintas de la Misa en si menor de Bach, y con eso ocupé el tiempo, mirando de vez en cuando por la ventanilla las lejanas y azules profundidades del Mediterráneo. Cuando cayó la noche y se oscurecieron el cielo y el mar, apareció abajo una franja de luces de neón que dibujaban con claridad la línea de la costa y nos dijeron que nos abrocháramos los cinturones para aterrizar en Tel Aviv. El avión inició el descenso y contemplé cómo sobrevolábamos edificios iluminados y carreteras. Oí el ruido del tren de aterrizaje que bajaba y esperé la sacudida que se produciría cuando tocáramos la pista. La sacudida no llegó. Por el contrario, el avión volvió a elevarse hacia el cielo nocturno. Para mi propia sorpresa, yo estaba fascinada, no aterrada. No se nos dijo nada. El silencio se apoderó de la cabina de pasajeros e intuí que por la mente de todos nosotros pasaba la misma pregunta: ¿nos habían secuestrado y volábamos hacia Líbano?
Diez minutos después, la voz del capitán sonó por megafonía. No habíamos podido aterrizar en Tel Aviv debido a una niebla repentina y nos habían desviado a la única otra pista disponible: la de una base militar en el desierto de Néguev, el cuello del territorio israelí que se estrecha hacia el mar Rojo entre Egipto y Jordania. Acompañados del zumbido del avión, atravesamos la noche hasta el desierto, donde efectuamos un aterrizaje brusco y accidentado en una pista corta, que no estaba construida para un 747…, y allí nos quedamos. Cuando se hubo despejado la niebla en Tel Aviv, el turno de la tripulación había acabado, de manera que tuvimos que esperar con ellos a que llegara otra de Tel Aviv. Bajé la cortinilla, me acurruqué y me quedé dormida. Nick Phillips, el ayudante de Stephen, me dio un codazo a la mañana siguiente, cuando se pusieron en marcha los motores. Subí la cortinilla y contemplé una perfecta presentación de Tierra Santa. Era un paisaje de paz y belleza intemporales: arenas doradas, dunas sedosas y colinas áridas y violáceas, todo teñido del suave tono rosado del amanecer.
El punto central de nuestra visita era la entrega del Premio Wolf en la Knéset, con el inmenso tapiz de la historia del pueblo israelí, obra de Chagall, como telón de fondo. La ceremonia se celebró en presencia del presidente de Israel, Chaim Herzog, hombre liberal y muy respetado, y del primer ministro, el derechista Isaac Shamir, conocido partidario de la línea dura. Representaban los dos extremos del espectro político en un país donde el sentido común y el fanatismo se daban a partes iguales. Una vez terminados los ceremoniales, Stephen y Roger Penrose estaban tan ocupados con reuniones, conferencias y seminarios científicos con sus colegas israelíes que muchas veces salía a pasear sola por Jerusalén y a explorar la ciudad. «No dejes de ir al barrio judío de la Ciudad Vieja —me habían aconsejado—, pero no entres en el barrio árabe; es muy peligroso debido a la Intifada». En mi impaciencia por independizarme del grupo oficial, no hice mucho caso de la advertencia, pues me había alegrado descubrir que el hotel, un bloque moderno, no quedaba lejos de la Puerta de Jaffa de la Ciudad Vieja. Como un imán, los muros grises que se alzaban en la colina de enfrente, tan austeros y formidables como los de la Alhambra de Granada, me atrajeron hacia sí. No estaba preparada para la bulliciosa y ajetreada masa de pintoresca humanidad que entraba y salía por la puerta bajo la Torre de David, de modo que me detuve. Miré a mi alrededor preguntándome hacia dónde ir, si a la derecha o a la izquierda. Estuve tentada de dejarme llevar por la multitud hasta la calleja de la izquierda pero, recordando el consejo de evitar el barrio árabe, me dirigí hacia la derecha, dejé atrás la catedral anglicana de piedra gris y entré en una calle que discurría paralela a las murallas. Era tranquila y aburrida, lo que me decepcionó. Se oía algún que otro martilleo en un taller, unas cuantas personas se ocupaban de sus quehaceres cotidianos, unas notas de piano salían de una ventana alta pero, por lo demás, había poco que despertara mi interés. Era un lugar agradable pero corriente. Seguí andando y llegué a una zona recién urbanizada que era aún más decepcionante. Sin embargo, una callejuela entre las casas nuevas de la izquierda conducía a un tramo de escaleras empinadas que descendían hasta una placita arbolada, donde me detuve a tomar una bebida antes de bajar el siguiente y largo tramo. Abajo había una gran explanada, cerrada en el otro extremo por un alto muro de piedra vieja, tostada por el sol. Hombres vestidos de negro rezaban y besaban la pared, y parejas de recién casados se hacían fotos junto a ella. Había llegado al Muro de las Lamentaciones. Deambulé por la explanada mirando a la multitud de personas, algunas de las cuales se mostraban serias y devotas, mientras que otras reían y charlaban.
A un lado había un túnel corto, vigilado por soldados, bajo una masa de edificios. La gente lo cruzaba con total libertad, de modo que me uní a ellos. Al atravesarlo descubrí —sin ayuda de complejas ecuaciones matemáticas— que el viaje en el tiempo es una posibilidad real. Desde el punto de vista práctico y político, el túnel separaba los barrios judío y árabe de la Ciudad Vieja. Desde el punto de vista histórico, separaba la modernidad laica de un pasado antiguo que vibraba con los sonidos, los colores y las tradiciones de tiempos bíblicos. Peregrinos y turistas se mezclaban como visitantes de otros planetas con los lugareños, que, con sus hijos y sus burros, vivían como si el siglo XX no hubiera llegado. Caminé sola, parándome de vez en cuando junto a un grupo de peregrinos. Escuché las explicaciones del guía sobre cada lugar y recé y canté himnos con ellos en un par de estaciones de la Vía Dolorosa.
Era una experiencia extraña estar sola de repente, con la libertad de realizar mis propios descubrimientos y formarme mis propias opiniones. Me estremeció la lúgubre y repulsiva sensación de intriga que impregnaba la iglesia del Santo Sepulcro, donde sectas rivales discutían y los turistas hacían cola para pasar al sanctasanctórum. Estaba impaciente por salir de aquella atmósfera morbosa a la brillante luz del día. La vista desde la torre era el único aspecto positivo. El panorama de azoteas blancas era tan llamativo como la imagen de los tejados rojos de Venecia desde el Campanile. Muy abajo, las gallinas cacareaban, los gallos cantaban y un burro rebuznaba.
A regañadientes salí de la iglesia de Santa Ana, cerca de las excavaciones de la piscina de Betesda, a solo cien yardas de la Puerta del León, con sus vistas del Monte de los Olivos. La iglesia de Santa Ana, inmensa y abovedada, luminosa y etérea, estaba vacía cuando entré. Chasqueé los dedos —un truco que me había enseñado Jonathan para probar la acústica de un edificio— y me sorprendió descubrir que el templo era aún más resonante que la capilla del King’s College. Animada por el silencio del espacio vacío, tarareé unos cuantos compases del Evening Hymn de Purcell: «Ahora, ahora que el sol ha velado su luz y dado las buenas noches al mundo…». Escuché asombrada cómo las columnas recogían el sonido de mi voz y lo lanzaban hacia la cúpula, donde la canción adquirió vida propia y remolineó con júbilo antes de descender hacia la tierra en un susurro.
El barrio árabe de la ciudad no me daba miedo. Así pues, otro día me dirigí a la Cúpula de la Roca, el espectacular lugar sagrado del islam y el sitio donde se hallaba la piedra sobre la cual Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac. La entrada estaba cerrada y vigilada por soldados israelíes. Seguiría cerrada, excepto para el culto, en el futuro inmediato. Decepcionada, volví sobre mis pasos atravesando el bazar árabe, con su variopinto surtido de artículos para turistas: cristal azul de Belén, cerámica y cuero. Curioseé en los puestos de antigüedades, que exhibían pedazos de cristal, cobre y monedas romanos, y en los de comidas, rebosantes de exquisiteces del Mediterráneo oriental, frutos secos y aceitunas, delicias turcas y halva, además de toda clase de frutas y verduras. Como los tenderos que había visto en Tánger veinticinco años antes, aquellos árabes eran corteses y amables. Después de regatear por una bonita cuenta de cristal romana en un puesto de antigüedades, me llamó la atención un collar de malaquita y plata que se vendía en una tienda a un precio irrisorio. El vendedor salió a hablar conmigo sin intentar presionarme para que lo comprara. Hablaba bien el inglés y, cuando me contaba que tenía un primo en Middlesex, echó un vistazo a la calle y me metió de un empujón en la tienda. A continuación se plantó en la entrada con los brazos en jarras. Su sobresalto era comprensible. Una patrulla de soldados israelíes armados se abría paso con estruendo por la callejuela. No parecía que les preocupara respetar las mercancías, los carros y tenderetes que encontraban en su camino y, a juzgar por la postura que habían adoptado el tendero y otros cercanos, debían de tener fama de ser ligeros de gatillo. Cuando se apagaron el ruido de sus botas sobre el empedrado y sus gritos, el tendero volvió a entrar suspirando. Me pidió perdón por haberme empujado y se limitó a decir: «Verá, es que debemos tener mucho cuidado». Le compré el collar y un plato muy ornamentado pintado a mano y me despedí prometiendo volver. Regresé el último día y lo encontré todo cerrado: las tiendas estaban selladas con tablas y, aparte de los gatos callejeros, no había ni un alma en las calles. El antiguo espectáculo de luz, vida, bullicio y color se había desvanecido. Todas las calles, plazas y rincones aparecían sombríos, inquietantes, amenazadores: una ciudad fantasma que había cerrado las puertas a los viajeros del tiempo.
Además de mi simpatía por los árabes, sentía una inclinación natural hacia los judíos, pues muchos de nuestros amigos lo eran: personas muy inteligentes, capaces y sensibles, cuyas familias habían sufrido los estragos del Holocausto. Sin embargo, no comprendía las tácticas inhumanas del ejército israelí, de las que había sido testigo en el barrio árabe de Jerusalén, y mucho menos al odioso chófer que nos habían asignado: un judío norteamericano de origen centroeuropeo, que expresaba sus opiniones a voz en grito y sin el menor tacto dondequiera que fuésemos. Cuando íbamos por la sinuosa carretera que lleva al mar Muerto, señaló una hilera de casas blancas en lo alto de un monte. «Miren —dijo con orgullo—. Es un asentamiento nuestro. Estamos construyendo todas esas casas. Los árabes tuvieron esta tierra durante dos mil años y no hicieron nada con ella. Han tenido su oportunidad, pero ahora nos toca a nosotros y ellos quieren empujarnos al mar». Había oído aquellos tediosos comentarios antes, pronunciados con el mismo americanizado tono monocorde por otros inmigrantes. Más adelante, en la misma carretera, vimos un sencillo campamento beduino.
—¿Qué se puede hacer con gente como esa? Miren cómo son —se quejó el chófer—. No han avanzado nada en dos mil años.
No pude contener mi indignación.
—Quizá les guste su modo de vida tradicional —repliqué.
Me apenaba que la paz fuera tan difícil entre dos pueblos del mismo grupo étnico que tenían tanto que ofrecerse mutuamente.
Como no podía ser de otra manera, hubo muchas salidas oficiales. Las cámaras de televisión y los periodistas seguían a Stephen a todas las reuniones, deseosos de conocer su respuesta a una amplia variedad de preguntas. Pero había una que surgía en todas y cada una de las entrevistas. Yo observaba y escuchaba desde un lado, y se me partía el corazón cuando la oía, en una u otra forma. «Profesor Hawking, ¿qué le dicen sus investigaciones sobre la existencia de Dios?». O: «¿Hay sitio para Dios en el universo que usted describe?»; o, más directamente: «¿Cree usted en Dios?». Y la respuesta era siempre la misma. No, Stephen no creía en Dios y no había sitio para Dios en su universo. Roger Penrose era más diplomático. Cuando le planteaban las mismas preguntas, reconocía que hay diferentes maneras de acercarse a Dios: algunas personas lo encuentran en la fe religiosa; otras, en la música; y quizá otras en la belleza de una ecuación matemática. Pero las respuestas de Roger no podían disipar mi tristeza. Mi vida con Stephen se había construido sobre la fe: fe en su valor y su genialidad, fe en nuestros esfuerzos conjuntos y, en último término, fe religiosa. Y, sin embargo, allí estábamos, en la cuna de las tres grandes religiones del mundo, predicando una especie de ateísmo mal definido, basado en valores científicos impersonales que apenas guardaban relación con la experiencia humana. La negación absoluta de todo en lo que yo creía era verdaderamente amarga.
Yo iba, triste y callada, en el asiento trasero de la furgoneta cuando el chófer nos llevó a todos los lugares sagrados del Antiguo y el Nuevo Testamento: la oscura cueva de Belén, las piedras blanqueadas de Jericó, las abrasadas montañas del desierto, el curso verde y ondulado del río Jordán y el mar de Galilea. Silenciosa en mi rincón mientras el vehículo daba bandazos, reflexioné que aquella tierra trágica parecía engendrar conflictos. Ante el impenetrable paisaje, la insidiosa sensación de conflicto lo impregnaba todo. Incluso Stephen y yo corríamos el peligro de sucumbir a él, ya que al parecer casi nunca estábamos de acuerdo.
El último día nos bañamos todos en el mar Muerto. Animado por mí y ayudado por su séquito y por la alta salinidad, Stephen flotó de espaldas en el agua templada, y así volvió a tener contacto, aunque breve, con la realidad de la naturaleza, que durante tanto tiempo se le había negado, en lugar de con su teoría, con la que siempre estaba en comunión. A nuestro alrededor, todo era silencio. Los únicos testigos del apacible baño de Stephen fueron las neblinosas montañas de Jordania en la lejanía, el cielo azul y una solitaria ave de presa. Era imposible hundirse e incluso nadar.