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«Honoris causa»
En el verano de 1989, toda la atención se centraba en los múltiples triunfos de Stephen y en el amplio interés mediático que despertaban. La concesión del doctorado honoris causa por parte del rector honorario de Cambridge, el duque de Edimburgo, tendría lugar el jueves 15 de junio. La distinción del palacio de Buckingham, de la que solo nosotros teníamos noticia, se confirmaría al día siguiente y se publicaría en los medios de comunicación el sábado día 17. Por una feliz coincidencia, aquella era asimismo la fecha de un concierto que Jonathan y la Camerata interpretarían en honor de Stephen, dos días después que lo nombraran doctor honoris causa, en la Senate House. Las celebraciones y el concierto dedicados a Newton en 1987 habían sido un atractivo señuelo para que los patrocinadores comerciales se fijaran en la Camerata, pero estos se habían vuelto extremadamente vulnerables a las duras vicisitudes de la vida en la Gran Bretaña de Margaret Thatcher. Apenas se había secado la tinta de las firmas de un generoso contrato de patrocinio cuando el patrocinador, una empresa británica muy formal, fue engullido por una corporación estadounidense dedicada a la informática que no tuvo ningún escrúpulo en declarar que su objetivo era ganar dinero, no financiar las artes, la música ni organizaciones benéficas. Rescindió el contrato de inmediato. En consecuencia, Jonathan, que había programado conciertos para los dos años siguientes contando con el dinero del patrocinio, corría el riesgo de acabar con una enorme deuda, cuando con la música ganaba, en el mejor de los casos, lo justo para vivir. En aquel momento tan desfavorable para la Camerata, la fama y el éxito de Stephen ofrecían a Jonathan una esperanza de salvación. Sin duda un concierto en honor de Stephen atraería a un nutrido público que acudiría para aplaudir a este además de para escuchar la música. También cabía la posibilidad de que atrajera a nuevos patrocinadores con intereses científicos. Se honraría a Stephen con sus composiciones barrocas favoritas, y el dinero que la gente dejara como donativo al salir de la sala se repartiría entre las organizaciones benéficas que todos apoyábamos. El proyecto nos pareció prometedor a todos y Stephen le dio el visto bueno, además de dar su aprobación a la carta de la primera ministra, antes de irse a Estados Unidos en mayo. En otras ocasiones, el reto de planificar un concierto, siempre arriesgado desde el punto de vista estrictamente económico, había aportado cierto sabor y arrojo a mis diversas aficiones artísticas. El dedicado a Stephen no habría sido una excepción, de no ser por las incesantes incursiones de los medios de comunicación. Los periodistas que me entrevistaron eran de lo más variopinto: algunos se mostraron agradables dentro de lo que cabe; otros, fríos; algunos, avasalladores. Era imposible saber de antemano qué tono imprimirían a la entrevista. Venían sin cesar periodistas franceses, periodistas españoles, representantes de todas las naciones, y cada uno quería una perspectiva distinta sobre los aspectos científico y biográfico. Ponían en práctica sus someras técnicas de interrogatorio y yo, a mi vez, desarrollaba mis propias técnicas para tratar con ellos decidiendo con antelación cuánta información estaba dispuesta a revelar. No entendía por qué debía confiar las complejidades de mi vida personal a un periodista, un desconocido cuyo interés por mí obedecía al imperativo de vender más periódicos. Si quería confesarme, acudiría a un sacerdote; si necesitaba tratamiento psiquiátrico, acudiría a un médico; y si tenía una historia que contar quizá un día la escribiera yo misma, aunque era muy posible que el respeto a la intimidad, la mía y la ajena, pesara más que mis ganas de contarla. Así pues, si las preguntas de los periodistas traspasaban los límites fijados por mí, transformaba la entrevista en una conversación y les preguntaba por sus opiniones y reacciones en lugar de explicarles las mías. Como no podía ser de otra manera, me convertí en blanco de comentarios despectivos. Por ejemplo, un periodista escribió que yo había «cuidado de Stephen durante solo un par de años después de casarnos». La fiel señorita Gent, la directora de la escuela donde yo había estudiado, escribió al director del periódico, el Times, para que corrigieran el error. La arrogante respuesta que recibió la dejó estupefacta: lejos de ofrecer una rectificación o una disculpa, el hombre afirmó que tenía más experiencia que ella, y que estaba seguro de que la información del artículo era correcta.
Si, como hice en una entrevista para el Guardian, me permitía manifestar cierto desagrado respecto a los manidos tópicos sobre las recompensas de vivir con un genio —lugares comunes que destacaban la fama y el dinero, como si la enfermedad y la discapacidad no fueran factores fundamentales en nuestra vida—, me acusaban de deslealtad a Stephen. Sin embargo, yo creía que perpetuar la ilusión de alegre autonomía sin siquiera mencionar las dificultades sería engañar a los numerosos discapacitados y sus familias, quienes probablemente sufrían lo mismo que nosotros habíamos soportado en el pasado: el dolor, las preocupaciones, los apuros, las tensiones y los agobios. A una sociedad insolidaria le resultaría demasiado fácil señalar de forma acusadora a los otros discapacitados y decir: «Si el profesor Hawking puede hacerlo, ¿por qué no podéis vosotros?». Los cuidadores, sometidos ya a una gran presión, podrían verse obligados a realizar labores incluso más arduas por culpa de la imagen poco realista de nuestra vida que ofrecían los medios de comunicación. Sinceramente, ya no podía mantener mi fachada alegre y sonriente ni dar la impresión errónea de que nuestra vida era feliz y fácil, ensombrecida tan solo por inconvenientes sin importancia. En aquella entrevista para el Guardian, mis palabras fueron francas y fieles a la verdad: mencioné los triunfos pero no resté importancia a las dificultades. Expresé nuestras críticas al Servicio Nacional de Salud y recalqué que el éxito de Stephen, incluso a la hora de conseguir dinero para pagar su atención sanitaria, era exclusivamente fruto de nuestros esfuerzos. Expliqué que oscilábamos entre las resplandecientes cumbres del triunfo y los negros pozos de enfermedad y desesperación, con muy poco terreno llano entre ambos extremos.
Aquellas verdades tan simples y bastante obvias resultaron ser inaceptables para quienes habían llegado a creer en la inmortalidad e infalibilidad de Stephen y se habían distanciado cómodamente de la realidad de su enfermedad; a saber: su familia y cierta enfermera. Mis comentarios se interpretaron como una traición allí donde no se admitían las críticas. Aquellas reacciones solo sirvieron para acrecentar mi sensación de aislamiento. ¿Estaban ciegas o locas las personas que me rodeaban, o acaso la loca era yo? ¿Vivían en un universo paralelo en el que los papeles se habían invertido y donde, como parecían insinuar, la enferma era yo? Me llovieron más acusaciones de deslealtad tras la proyección de una película de la BBC rodada aquel verano. En ella repetía las dudas que había expresado en dos entrevistas para la prensa, en un intento vano de restablecer un equilibrio razonable tanto en la descripción de nuestro estilo de vida como en la presentación de las teorías científicas de Stephen como la base de una nueva religión. A mi actuación ante las cámaras, que filmaron durante todo el período de las distinciones y celebraciones y también después, no le ayudaron nada un fuerte resfriado y una grave irritación de garganta: dos de las infecciones y enfermedades recurrentes que se sucedieron con rapidez a lo largo de aquella década. El catarro imprimió a mi voz un deje resentido que amortiguó las notas de humor y reveló un atisbo de amargura involuntaria.
Sin duda había tristeza en mi voz: era la desafortunada manifestación externa de un hondo sentimiento de desconsuelo y aprensión. Ni la propia Casandra podría haber vaticinado con más precisión, o con mayor espanto, la catástrofe que yo sabía que se cernía sobre todos nosotros. Incluso Nikki Stockley, la joven productora de televisión, había explicado cómo Elaine Mason había interrumpido el rodaje cuando intentaban filmar en el departamento. Tanto en público como en casa, Elaine se afanaba en usurparme el puesto a la menor ocasión, unas veces imitándome, otras desautorizándome, siempre alardeando de su influencia sobre Stephen. Se había hecho con el control absoluto del sistema de turnos de enfermeras y se había ganado a todo el mundo hasta el punto de que era inútil protestar: Stephen, a quien se informaba de todos mis comentarios, me castigaba por inmiscuirme. Cuando pedí ayuda al secretario del Real Colegio de Enfermería para que impusieran el cumplimiento del código de conducta de su profesión, se negó en redondo a intervenir a menos que yo presentara pruebas fotográficas de malas prácticas. La tradicional ceremonia de nombramiento de doctores honoris causa, que tuvo lugar con aquel caos físico y tormento emocional como trasfondo, nos transportó de forma fugaz a un reino fantástico de esplendor teatral y celebraciones con champán, donde el oropel de los trajes de gala, los rituales arcaicos, las sonrisas falsas, las conversaciones banales y los interminables apretones cubrieron con un frágil manto blanco la realidad latente.
El 15 de junio, el día que Lucy tenía los dos exámenes de bachillerato más largos, amaneció caluroso y sin una nube, lo cual a ella no iba a serle de mucha ayuda. En cambio, para la ceremonia de nombramiento de Stephen como doctor honoris causa era el tiempo ideal. Jamás había sido tan marcada la diferencia entre lo que era más conveniente para dos miembros de la familia. Lucy se marchó temprano, ya nerviosa, mientras los demás estábamos ilusionados con aquella jornada de pompa y júbilo, un verdadero respiro entre tantas tensiones y voces discrepantes.
Cuando llegamos al Gonville & Caius College, encontramos un alegre bullicio del todo insólito: el college entero se había reunido en el Patio de Caius, el patio renacentista próximo a la Senate House, para aplaudir a Stephen. Tardamos unos minutos en vestir al doctorando honoris causa en la antecapilla y otros tantos en acomodarlo en la silla con la recia toga roja, que habría sido muy conveniente en pleno invierno, pero que daba un calor insoportable en pleno verano. Se negó a ponerse el birrete negro de terciopelo con orla dorada, que al final se encasquetó Tim. Cuando salimos de la capilla, los miembros de la junta del college, todos togados, se colocaron a lo largo del camino que conducía a la Puerta del Honor. En otra puerta, la de la Virtud, sonó una fanfarria y, a continuación, el coro entonó el himno «Laudate domino». Resonó otra fanfarria cuando, a toda velocidad, Stephen cruzó la Puerta del Honor, avanzó por el Senate House Passage y entró en el patio de la Senate House.
Robert había buscado unos cuantos amigos musculosos para que subieran la silla de ruedas y a su ocupante por la larga escalera de caracol que conducía a la Sala de Profesores de las Old Schools, donde se estaban congregando los otros doctorandos honoris causa, entre ellos Javier Pérez de Cuéllar, el secretario general de las Naciones Unidas. Stephen solo tuvo tiempo de tomar un sorbo de zumo de manzana antes de que llegara el príncipe Felipe, el rector honorario, quien, de buen humor, se acercó a hablar con nosotros y recordó que nos había ido a ver a West Road en 1981. Hizo una broma a Tim por el birrete que llevaba puesto y, antes de que se lo llevaran a toda prisa para que se reuniera con el resto de los dignatarios, Stephen le enseñó cómo funcionaba el ordenador.
El cortejo, que ya estaba formado cuando nos incorporamos a él, comenzó a desfilar. En la cola del grupo, los cuatro —Stephen, Robert, Tim y yo— rodeamos despacio la Senate House, observados por la multitud que se agolpaba tras las rejas y las cámaras que había en el recinto. Las nubes de tensión, desavenencia y confusión se disiparon con el fuerte sol, y por un instante fugaz costaba creer que hubieran existido siguiera. El interior de la Senate House era fresco, oscuro y solemne. Los directores de los colleges y los profesores, todos con toga roja, y el rector honorario, con la toga negra adornada con galones dorados, ocuparon sus puestos, y el público, formado por familiares y amigos, vestidos con la elegancia que exigía la pompa de la ceremonia, esperó en un silencio expectante. Cuando las enormes puertas de madera de roble se cerraron al brillo del mediodía y a la multitud de turistas ataviados con camiseta, los coros unidos del Saint John’s College y el King’s College iniciaron la ceremonia con un himno de Byrd, seguido de una pieza del siglo XX, y luego comenzaron los nombramientos. El portavoz de la universidad presentó a un teólogo alemán, al lord canciller —lord Mackay—, a Pérez de Cuéllar y a Stephen en un discurso en latín muy ingenioso y pronunciado con tanta gracia y tantas florituras que, cuando concluyó el elogio de Stephen, Tim, que no destacaba por sus conocimientos de latín, aplaudió de forma espontánea. Sobre Pérez de Cuéllar afirmó que había «llevado la paz a los persas y mesopotámicos», y para la presentación de Stephen se inspiró en la primera teoría atómica, descrita por Lucrecio en De rerum natura.
Entre muchas reverencias, apretones de manos y actos de quitarse el sombrero, el duque de Edimburgo otorgó las distinciones. Cada nombramiento terminó con aplausos, que, cuando le llegó el turno a Stephen, alcanzaron proporciones apoteósicas. Algunos de los doctorandos, como la menuda y frágil Sue Ryder, parecían tan nerviosos como jóvenes universitarios; otros, como la cantante de ópera Jessye Norman y el propio Stephen, ya eran veteranos y recibieron sus ovaciones con seguridad y elegancia. La ceremonia concluyó con más himnos y dos estrofas del himno nacional. Tras dejar a Tim con sus abuelos, Robert y yo desfilamos con Stephen hacia la salida del edificio, volvimos a rodear despacio la Senate House y enfilamos King’s Parade bajo un sol cegador. La gente, sonriente, saludaba y aplaudía, y se oían los chasquidos de las cámaras de fotos.
En casa se había congregado un selecto grupo de parientes y amigos, y en el jardín el college había preparado una merienda: sándwiches de salmón ahumado, fresas con nata y champán. Robert no participó en la fiesta porque tenía otro compromiso: esa tarde remaba en el segundo bote del Corpus Christi College, en una carrera en fila en la que había que chocar contra el bote de delante para eliminarlo de la competición. Conseguí escabullirme de los invitados que aún quedaban para ir a verlo remar. La jornada, larga y llena de emociones, no había terminado aún. Lucy regresó muy acongojada porque ninguno de los dos exámenes le había ido bien, y por la noche, cuando ya se habían ido todos los invitados y yo había empezado a recoger, sonó el teléfono. Era Robert. Después de charlar un rato me dijo de sopetón que se habían hecho públicas las calificaciones de los exámenes finales y que las suyas no eran tan buenas como esperaba. Lógicamente, estaba muy disgustado, y sentí en lo más hondo su amargura y la ironía de la situación.
Robert, tan leal y sumiso como de costumbre, había ayudado diligentemente a su padre en la Senate House, había desfilado con él y había buscado amigos para que lo subieran por la escalera y le permitieran salvar otros obstáculos del Corpus Christi College. Con considerada circunspección, había sido testigo de la buena suerte de su padre sin aprovecharse de ella, aunque siempre lo había eclipsado. Había aguantado toda la ceremonia en honor de su padre, toda la atención mediática, todos los halagos, ovaciones y honores, sin revelar la mortificante noticia de que sus notas finales, hechas públicas ese mismo día, eran decepcionantes. En el fondo, aquella situación se debía a que su marcado individualismo se había rebelado contra la arrolladora sombra del genio de su padre negándose en silencio a competir con él. No pude evitar sentir mucho más dolor por la consternación de mi hijo que alegría por el éxito glorioso de mi polifacético marido. Me identificaba más con Robert: yo nunca participaba de los éxitos de Stephen.