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Expansión universal
Una crisis menos dramática que la desastrosa experiencia de Robert con los medicamentos se cernió sobre nosotros cuando la década de los sesenta tocaba a su fin: el puesto de investigador de Stephen —renovado en 1967 por un período de dos años— en 1969 estaba a punto de expirar. No había ningún mecanismo para volver a renovarlo, pero, dado que Stephen no podía dar clases, tampoco podía seguir el proceso normal de la mayoría de los otros investigadores y solicitar un puesto de docente universitario.
En 1968 Stephen se había convertido en miembro del recién inaugurado Instituto de Astronomía, un edificio alargado de una sola planta, muy bien equipado y situado entre árboles en los verdes campos de los terrenos del Observatorio, en Madingley Road, en las afueras de Cambridge. Eso le proporcionó un despacho, que compartía con Brandon, y un escritorio, pero no un salario, y era improbable que se le pagara mientras Fred Hoyle fuera el director, ya que este no le había perdonado la sonada intervención en la conferencia de la Royal Society de hacía unos años. A diferencia de lo que ocurría en Estados Unidos, en Gran Bretaña los puestos de investigación remunerados eran escasos.
Sin embargo, era tal el entusiasmo generado por la investigación sobre los agujeros negros durante los últimos cuatro años que Stephen no carecía de poderosos partidarios: Dennis Sciama aceptó el reto de buen grado, al igual que Hermann Bondi, cuya ayuda mi padre recabó en nuestro nombre. Se rumoreaba que el King’s College tenía un puesto remunerado de miembro investigador titular, que el consejo de administración estaba dispuesto a ofrecer a Stephen. Las autoridades de Gonville & Caius, indignadas por aquellos rumores, intervinieron en la puja con una categoría especial de puesto de investigador —un puesto de seis años por méritos científicos— antes de que el King’s tuviera la posibilidad de hacer su oferta.
Con un empleo seguro y unos ingresos estables, había llegado el momento de que reconsideráramos nuestras condiciones de vida. George y Sue Ellis, nuestros emprendedores amigos, habían comprado y renovado una casa en Cottenham, un pueblo de las tierras bajas cercano a Cambridge, y Brandon y Lucette habían hecho lo mismo con la casita de campo de sus sueños, en el corazón de la campiña, poco después de su boda en 1969. Incluso en Little Saint Mary’s Lane varios vecinos habían reformado y ampliado hábilmente sus desvencijadas viviendas para convertirlas en casas espaciosas y atractivas. Tras ver, no sin cierta envidia, lo versátiles que podían ser las casas, comprendimos que la nuestra no constituía una excepción. Sin embargo, nos hallábamos atrapados en el proverbial círculo vicioso. Habíamos ahorrado suficiente dinero para pagar la entrada de una nueva propiedad y pedir una hipoteca, y además había subvenciones municipales para la renovación de inmuebles antiguos, pero nuestra casa, precisamente debido a su antigüedad, no reunía las condiciones necesarias para la concesión de una hipoteca y, naturalmente, el college, aconsejado por su agente inmobiliario, había descartado la propiedad por considerarla una mala inversión.
Mientras cavilábamos sobre el dilema, un cambio de política de nuestra sociedad de crédito inmobiliario resolvió el problema, ya que las hipotecas pasaron a estar disponibles también para las viviendas antiguas, aunque a un tipo de interés más elevado. Una hipoteca pactada con una sociedad de crédito inmobiliario tenía la ventaja adicional de que nos permitía pedir un préstamo suplementario —con un tipo de interés bajo— a la universidad. De repente todo empezaba a encajar. Un topógrafo jubilado, el señor Thrift, que resultó ser un auténtico y genial maestro en su profesión, dibujó unos planos detallados que ampliaban la casa más allá de lo que parecía posible aprovechando cada pulgada de espacio.
Los dos nos informamos sobre posibles subvenciones —tanto para rehabilitación como para discapacitados— y, en cuanto tuvimos los proyectos preparados, Stephen y yo pudimos solicitar una hipoteca a una sociedad de crédito inmobiliario. A diferencia del odioso agente del college, el tasador de la sociedad de crédito inspeccionó muy animado la casa y, echando un vistazo a los proyectos propuestos, asintió con la cabeza. «Quedará muy bonita, ¿verdad?», nos dijo, y señaló que aprobaría gustoso la hipoteca. Entonces acudimos de nuevo a nuestra casera con una oferta más realista por la vivienda, y esta vez aceptó. Realmente parecía que todo era posible. Pero apenas tuvimos la oportunidad de disfrutar de la condición de propietarios: poco después de firmar el contrato de compraventa, hubo que almacenar todos los muebles en los dormitorios delanteros y tuvimos que mudarnos para permitir que los albañiles invadieran la casa.
George y Sue Ellis, junto con Maggie y Andy, que ya tenía un año, se habían ido a Chicago, donde pasarían seis meses en casa del profesor indio Subrahmanyan Chandrasekhar, físico teórico y premio Nobel sumamente respetado.
Mientras se realizaban las obras en el número 6 de Little Saint Mary’s Lane, ocupamos agradecidos la remodelada casita de los Ellis en Cottenham, eminentemente práctica y pensada para los hijos. Viviendo en el campo fui muy consciente de las comodidades de la vida en la ciudad. La casa era preciosa, pero su aislamiento me resultaba angustioso, máxime porque durante todo el embarazo me sentí mal. Había que llevar a Stephen a su departamento de Cambridge todas las mañanas e ir a recogerlo por las tardes, excepto cuando estaba preparado a tiempo para ir en el coche de otros vecinos de Cottenham que también se desplazaban al trabajo. Robert se mostraba intranquilo, pues echaba en falta tanto a Inigo como su guardería. Yo añoraba muchísimo a mis amigos de Little Saint Mary’s Lane, en particular a los Thatcher, y todos mis intentos de trabajar en la tesis resultaban vanos. En mi estado depresivo, no me animaba precisamente el constante martilleo de noticias sobre Oriente Próximo, que apuntaban a otra inminente confrontación entre egipcios e israelíes, y por consiguiente entre las superpotencias. No solo esos dos países realizaban constantes incursiones en el territorio del otro, sino que además un nuevo aspecto de la guerra había asomado su fea cabeza en forma de secuestro de aviones civiles. Yo estaba tensa, irritable y —me avergüenza decirlo— de mal humor con mis seres queridos.
Por fin, contra todo pronóstico, a mediados de octubre nuestra casa, que durante meses había parecido una zona bombardeada, con un solitario poste metálico que sostenía lo que quedaba de ella, fue lo bastante habitable para que pudiéramos volver. Todavía no estaba terminada y cada día llegaba una cuadrilla de artesanos, fontaneros, enlucidores, pintores, electricistas…
Al cabo de quince días, el 31 de octubre, cuando los trabajadores ya se habían marchado, dimos una fiesta e invitamos a cuarenta amigos a apretujarse en nuestra casa, que era una feliz combinación de lo antiguo (la parte delantera) y lo nuevo (la de atrás). El entusiasmo y el esfuerzo de organizar la fiesta dieron resultados positivos y el día siguiente, desfallecida y con cierto malestar, lo pasé en el diván que acababa de tapizar. Aquella noche fui al hospital, pues, decidida a que ni un hijo mío ni yo volviéramos a estar nunca más a merced de las viejas y gruñonas comadronas de la clínica, había insistido en que aquel nacimiento tuviera lugar en la maternidad, asistido por nuestra matrona, una mujer serena y risueña.
En un despliegue de actividad matutina sin precedentes, di a luz a una niña, Lucy, a las ocho de la mañana del lunes 2 de noviembre. Nuestra comadrona me prestó toda la atención debida y luego —como era natural, ya que había estado de guardia toda la noche— se fue a casa y el bebé y yo quedamos al cuidado de las enfermeras del hospital. Pero las ocho de la mañana de un lunes no era el mejor momento para nacer. Las enfermeras que nos habían atendido terminaron su turno en cuanto hubieron lavado y vestido a mi hija. Se marcharon dejándome en la mesa de partos mientras la pobre criatura —en la cuna, colocada a mi lado pero fuera de mi alcance— lloraba hasta que la cara se le puso colorada. Yo ansiaba consolarla, pero me habían indicado que no me moviera; además, temía que, aturdida tras el parto, pudiera dejarla caer. Helada y desvalida, continué sobre la dura mesa, viendo angustiada cómo la diminuta niña de rostro enrojecido tenía una primera experiencia tan desagradable de la vida.
Después de dos días en el hospital estaba deseosa de regresar a casa y preparada para marcharme —hasta el punto de que me había puesto el abrigo y había envuelto a mi preciosa muñequita de cara sonrosada, ahora mucho más tranquila, en chales de encaje—, cuando apareció un médico y me ordenó que volviera a la cama porque, antes de darme el alta, iba a ponerme un gotero para que recuperara los niveles de hierro, muy menguados en ese momento. Obedecí a mi pesar y, en lugar de regresar junto a Stephen y Robert, me refugié apenada en Los Buddenbrook, de Thomas Mann, la historia de una familia prusiana de finales del siglo XIX. La paciencia que mostré en la maternidad tuvo su recompensa al día siguiente, cuando por fin volví a casa con Lucy, probablemente en mucha mejor forma gracias a los suplementos de hierro que me habían administrado. Fue agradable estar de nuevo en la callejuela, donde a primeros de noviembre las últimas rosas, más dulces e intensas que las del verano, empezaban a abrirse en el jardín. Poco después del mediodía Robert llegó del parvulario con Inigo. Nervioso, levantó la tapa del buzón para mirar por el hueco y luego entró en casa como un rayo preguntando: «¿Dónde está el bebé?, ¿dónde está el bebé?». En cuanto vio a su diminuta hermana tendida sobre una alfombra en el suelo, fue derecho a darle un beso. A partir de entonces, aunque Lucy, una vez que adquiriera la facultad de hablar, apenas le dejaría meter baza, aquella relación fraternal sería un área en la que nunca harían falta los buenos consejos del doctor Spock, puesto que Robert jamás mostraría el menor signo de rivalidad respecto a su hermana.
El padre de Stephen y su hermano, Edward, habían ido a Luisiana para pasar el año académico trabajando por la medicina tropical, mientras que la madre se había quedado en Inglaterra a fin de estar en Cambridge tras el nacimiento de Lucy, ya que Stephen empezaba a requerir mucha más ayuda para las necesidades cotidianas. Todavía podía subir solo las escaleras, pero su paso era tan lento e inestable que hacía poco que había tenido que recurrir, con el mayor de los disgustos, al uso de una silla de ruedas. Durante los cuatro días que pasé en el hospital, mi sustituto en el frente doméstico tenía que ser una persona paciente, comprensiva y fuerte en quien Stephen confiara sin reservas. George era su fiel ayudante en el departamento, pero tenía una joven familia que lo esperaba por las noches, de modo que lógicamente Stephen prefirió que lo cuidara su madre mientras yo estaba fuera de combate. Isobel se quedó unos días más en casa cuando yo regresé y se mostró amable, enérgica y jovial, aunque distante. Las jornadas eran agotadoras: había que hacer la compra y la colada, limpiar la casa, preparar las comidas y cuidar de Robert y Stephen sin ayuda de nadie. La época en que Stephen había cogido una vez un trapo para secar los platos había quedado muy atrás. La enfermedad le impedía echar una mano en casa, puesto que no había nada de carácter práctico que pudiera hacer. La ventaja de aquella incapacidad era que le permitía dedicar un tiempo ilimitado a su pasión torrencial por la física.
Yo me sentía afortunada viendo crecer a mis dos hijos. En cambio Stephen estaba preocupado por Lucy. La niña dormía durante períodos prolongados a lo largo del día y era un angelito por las noches, hasta el punto de que su padre estaba convencido de que le pasaba algo, pues esperaba que todos los bebés fueran como Robert, activos y enérgicos a todas las horas del día y de la noche. Yo no compartía esa preocupación. Disfrutaba sobremanera de aquella etapa de feliz tranquilidad que siguió al nacimiento de Lucy, una de las más estables y satisfactorias de nuestra vida, y especialmente grata tras la actividad de las obras de remodelación.
La casa era una delicia con sus vivos colores y su relativa amplitud, y la niña, una fuente de inmensa alegría; era tan diminuta que podía sostenerla en la palma de la mano, y tan tranquila que, cuando la auxiliar sanitaria pasó por casa, ni siquiera se fijó en que estaba tendida a mi lado en la cama. La pequeña Lucy dormía a sus horas, lo que me permitía tener la casa bastante ordenada, cuidar de Stephen y Robert y dormir lo necesario. Pude volver a leer novelas por la noche mientras Stephen se preparaba para acostarse. Coincidíamos tácitamente —ya que lo ofendía cualquier alusión a su enfermedad— en que era importante que siguiera haciendo por sí solo cuanto pudiera, por más tiempo que le llevara. Una vez que le aflojaba los cordones de los zapatos y le desabrochaba los botones, se desvestía y se ponía el pijama con esfuerzo mientras yo leía en la cama, un preciado lujo al final de cada larga jornada. Stephen se movía con lentitud, no solo a causa de las limitaciones físicas, sino también porque estaba concentrado en otra cosa, por regla general, un problema relativista. Una noche tardó aún más que de costumbre en meterse en la cama, pero hasta la mañana siguiente no descubrí por qué. Aquella noche, mientras se ponía el pijama y visualizaba en la mente la geometría de los agujeros negros, había resuelto uno de los principales problemas en la investigación sobre estos. La solución era que, si dos agujeros negros colisionan entre sí y forman uno solo, la superficie de los dos juntos no puede ser menor, y casi siempre debe ser mayor, que la suma de los dos agujeros negros iniciales; o, de forma más concisa: le ocurra lo que le ocurra a un agujero negro, su superficie nunca disminuye. Esta solución convertiría a Stephen, a los veintiocho años, en la figura más influyente en la teoría de los agujeros negros. Y, dado que estos habían pasado a ser un tema de conversación corriente, también lo convertiría en un personaje reconocido que despertaría cierta fascinación en la población general. En Seattle habíamos orbitado en torno al fenómeno recién bautizado en aquel entonces como agujero negro; ahora habíamos cruzado su horizonte de sucesos, la frontera tras la cual no hay escapatoria posible. La teoría predecía que el desafortunado viajero que atravesara el horizonte de sucesos sería estirado y alargado como un espagueti y perdería toda esperanza de salir o de dejar indicios de cuál había sido su destino.