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Carta de América

—¡Eh, hola! Me llamo Mary Lou y vivo en Sierra Madre. ¿Y vosotros? ¿De dónde sois?

La mujer, menuda y bronceada, nos alentó a responder con una gran sonrisa. Como acabábamos de llegar a la fiesta, ofrecida por unos expatriados ingleses aproximadamente una semana después de que hubiéramos aterrizado en Los Ángeles, no estábamos acostumbrados a semejante desenvoltura en el trato. Siguió un largo silencio mientras nos sobreponíamos a la sorpresa y comprendíamos que la mujer esperaba una respuesta igual de espontánea por nuestra parte. A fin de cuentas, en Cambridge habían hecho falta casi diez años para que nos reconocieran en las fiestas, e incluso entonces siempre se dirigían a nosotros con cierta vacilación. Últimamente algunos de los investigadores adjuntos, y de manera muy especial sus esposas, habían empezado a mostrar un interés benévolo por nosotros, pero durante años lo habitual había sido que nos quedáramos aislados en un extremo de la mesa, o solos en un rincón, sin esperar que nadie nos dirigiera la palabra, y siempre representaba una grata sorpresa ver una cara amiga en el transcurso de la velada. De hecho, uno de los jefes de cocina me había confesado una vez que resultaba difícil colocarnos en la mesa en los banquetes que organizaba el college porque nadie quería sentarse con nosotros. No era de extrañar, pues, que la iniciativa de Mary Lou nos pillara desprevenidos. Su efusividad era contagiosa, e intenté transmitir nuestro entusiasmo por California en las cartas que mandaba a nuestras familias y amigos; por ejemplo, en la primera que escribí a mis padres, en una época en que el contacto telefónico regular no era viable desde el punto de vista económico:

South Wilson Avenue, 535

Pasadena, CA 91106, EE.UU.

30 de agosto de 1974

Queridos papá y mamá:

¡Esto es muy emocionante! El viaje en avión fue larguísimo, pero muy tranquilo comparado con la última vez que sobrevolamos el Polo, cuando Robert era un bebé. Como un viajero nato que vuelve sobre sus pasos, Robert quedó extasiado con el paisaje: picos negros que se elevaban sobre campos cubiertos de nieve; montañas que se alzaban en un mar helado, donde se había formado alguna que otra laguna de un intenso brillo verde esmeralda; puntos blancos de icebergs en la bahía de Hudson, y luego los desiertos de Estados Unidos, el Lago Salado y, por último, la cordillera costera. En cambio Lucy, nada impresionada por la aventura, cuando sobrevolábamos el Atlántico preguntó si ya habíamos llegado…

Todos nos reanimamos al aterrizar, aunque eran alrededor de las dos de la madrugada (hora vuestra), y nos fascinó ver tantas cosas nuevas y desconocidas: palmeras, automóviles enormes, nuestro propio coche familiar, reluciente, en el que Kip vino a buscarnos, y autovías que entraban y salían de la ciudad por todos los lados, rascacielos y, por último, la casa de madera blanca, mucho más bonita que en las fotos. Anochecía cuando llegamos y había luz en todas las ventanas: ¡una fantasía de Disney hecha realidad! Es tan elegante por dentro como bonita por fuera. ¡Y muy acogedora! Sofás enormes y mullidos, y cuartos de baño por doquier, ¡y todo de colores que combinan entre sí, por supuesto! Todo es nuevo: los muebles antiguos de imitación, las toallas, la porcelana, ¡hasta las ollas! Esta gente debe de creer que estamos acostumbrados a un nivel de vida astronómico. ¡Si ellos supieran! Desde el fregadero veo las montañas, y el despacho de Stephen queda más cerca que en Cambridge, porque la casa está junto enfrente del campus. Entusiasmado como un niño con un juguete nuevo, está aprendiendo a manejar la silla de ruedas eléctrica, la misma que la que tiene en el instituto, pero mucho más rápida. Hacía años que no disfrutaba de tanta libertad de movimiento, aunque hay que levantar la silla para subir bordillos y escalones, lo cual es un problema: los bordillos son muy altos, porque aquí nadie camina por la calle, y el armazón es muy pesado. Las dos macizas baterías de gel pesan una tonelada cada una, y no digamos ya el ocupante. Hemos tenido técnicos en casa durante todo el día porque hay que hacer retoques en la silla de ruedas y en los electrodomésticos. Al parecer, aquí nada es demasiada molestia.

El jardín está bastante pelado y lo cuida un equipo de jardineros. ¡Es todo tan exótico! La primera mañana, al salir al patio, encontramos un colibrí suspendido junto a una planta muy extraña, con flores espinosas naranjas y azules. La casa está rodeada de camelios que, más que arbustos, parecen árboles, y al lado del patio hay una enorme encina de California seca que está esperando a que trepen por ella. En el perímetro del jardín tenemos un naranjo que ha dado flores y frutos al mismo tiempo, dos aguacates, un abeto y una palmerita. De momento hace tanto calor que hemos hecho todas las comidas en el patio, y menos mal, porque el comedor es tan bonito, con su mullida alfombra roja y la mesa de caoba, que apenas nos atrevemos a entrar, y aún menos a comer dentro.

Los niños y yo hemos ido a la piscina del Caltech esta tarde. Lucy se cayó al agua y no le gustó nada. Aquí piensan que está retrasadísima porque con tres años aún no sabe nadar, pero Robert aprenderá en menos de una semana; de momento, bucea. Estamos todos tan cansados, aunque sea un cansancio sano y feliz, que Lucy se ha quedado dormida delante de la televisión (pese a ser una novedad, casi no la vemos porque los anuncios son interminables) y hasta Robert está dando cabezadas. Aun así, creo que es posible que yo me duerma antes que él.

Besos,

JANE

Mi padre iba a jubilarse en diciembre de 1974, al cumplir los sesenta años, tras una larga y entregada carrera en el Ministerio de Agricultura, y mi madre y él planeaban celebrarlo con un viaje a California para estar con nosotros. Entretanto nos visitaron numerosas personas. Algunas se quedaron un fin de semana y otras, más tiempo, como Peter De’Ath, el alumno de doctorado de Stephen, que se instaló en casa y ayudó a Bernard a ocuparse de Stephen hasta que encontró alojamiento. Yo había adquirido más seguridad al volante y comprar para tantas personas no me suponía un esfuerzo porque los sonrientes dependientes metían las compras en bolsas de papel marrón (no de plástico) y me las llevaban al coche. Además, Robert, a sus siete años, era un guía extraordinario: parecía llevar el mapa de carreteras en la cabeza y, a diferencia de su padre, me indicaba con mucha antelación dónde tenía que girar.

La primera mañana que llevé a los niños a la Town and Country School de Pasadena, los dejé con cierta aprensión en la entrada del edificio. A las doce regresé para recoger a Lucy de la guardería y me sumé a la lenta cola de coches de madres, que ya rodeaban la manzana. Cuando por fin llegué a la entrada, di el nombre de mi hija al profesor que montaba guardia en la acera y él la llamó por el altavoz. «¡Luusii Hokking, Luusii Hokking!», bramó. No se presentó nadie y no había ni rastro de Luusii Hokking entre la multitud de niños que esperaban pacientemente dentro del edificio. Se produjo un gran revuelo. ¿Podía ser que Luusii Hokking hubiese sido secuestrada —el peor temor de la escuela— en su primer día? Se desató el caos. Aparqué el coche y entré. La directora salió corriendo del despacho y un grupo de mujeres maduras se dispersó en todas las direcciones para iniciar una frenética búsqueda de la alumna extraviada. No fue difícil encontrar a Luusii Hokking. La escuela le había gustado tanto que se había ido sola a comer y tenía intención de quedarse hasta las dos y media. A partir de entonces siempre salía de la escuela un poco cansada, y a veces también de mal humor, pues eran muchas horas para una niña de tres años.

Mis hijos hicieron un amigo: Shu, de ocho años, hijo de nuestros vecinos japoneses, Ken e Hiroko Naka, quienes habían vivido una temporada en Cambridge antes de mudarse a Estados Unidos. Ken era biólogo y estaba especializado en los ojos del siluro, una curiosidad científica, muy similares al ojo humano. Además de llevar a Robert y Lucy a la escuela todas las mañanas después de aquel primer día, los Naka organizaban toda clase de salidas a parques de atracciones y playas para los tres niños. Como descubrí cuando iba a recogerlos al colegio por la tarde, la conversación de Shu estaba salpicada de jerga informática. Mientras Lucy balbuceaba sin parar, Shu realizaba su propio monólogo y Robert lo escuchaba asintiendo con complicidad, sin duda atraído por aquel primer contacto con la tecnología de la información, la ciencia que con el tiempo se convertiría en su profesión. Feliz con su nueva independencia, Stephen también se alegraba en su fuero interno de ser la estrella del campus, donde se pasaba el día en un despacho con aire acondicionado. Aparecieron rampas por todo el campus, así como en el camino de entrada de nuestra casa. Tenía su propia secretaria, Polly Grandmontagne, y una fisioterapeuta habitual, Sylvie Teschke, cuyo marido, un relojero suizo, preveía con preocupación el final de su medio de vida con la llegada de los relojes de cuarzo. Bernard Carr, el alumno de Stephen, comenzó a adaptarse a las costumbres de nuestro hogar y se mostraba siempre jovial pese a su estilo de vida un tanto irregular: después de ayudarme a acostar a Stephen por la noche, se iba de fiesta y al regresar se quedaba despierto hasta la madrugada viendo películas de terror porque, según decía, sufría de insomnio…, y luego dormía hasta la hora de comer. En una ocasión subí a despertarlo a media mañana y lo encontré dormido como un tronco, ¡con el cuerpo en la cama y la cabeza en el suelo!

Aquel otoño Mary Thatcher viajó a Estados Unidos para dar unas charlas acerca del archivo fílmico sobre la vida de los británicos en India que acababa de presentar. Como a todas nuestras visitas, la llevamos a la atracción local: los Jardines y Galería Huntington, fundados por el señor Huntington, quien había amasado su fortuna con el ferrocarril y, para mantenerla en la familia, se había casado con su tía. El retrato de esta induce a pensar que el hombre pagó muy caro el privilegio, pero la acumulación de riqueza le permitió adquirir Vista sobre el Stour, de John Constable, diversos manuscritos de Chaucer y la Biblia de Gutenberg, entre otras obras destacadas de su colección de arte, así como crear un hermoso jardín. Este estaba dividido en áreas geográficas y botánicas fascinantes: un jardín de cactus del desierto con peligrosos pinchos; una zona australiana con eucaliptos pero sin canguros; una zona selvática; innumerables hileras de camelios; un jardín geométrico con plantas mencionadas en la obra de Shakespeare; un jardín clásico japonés con puente, casa de té y gongs; y un jardín zen misteriosamente filosófico, compuesto en su mayor parte de grava rastrillada con unas pocas piedras cuyo emplazamiento tenía un sentido. De hecho, no había que alejarse mucho para ver algunos de los mejores ejemplos de arte europeo. Si no estaban en la Galería Huntington, debían de estar en el Museo de Arte de California en Pasadena, el Museo J. Paul Getty de Malibú o el castillo Hearst, camino de San Francisco. A veces me ponía bastante sentimental, e incluso añoraba mi país, viendo arte europeo, en particular el cuadro de Constable, en la deslumbrante luminosidad de California. Apenas había espacio para las sutilezas de la vida que nosotros conocíamos tan bien, los cielos grises, la elegancia marchita, los edificios ruinosos, el recato, el esnobismo. Los cielos californianos, los colores, los paisajes, la gente, su conducta y su uso de la lengua me parecían extremadamente bien definidos, sinceros y carentes de matices. En cuanto a la comida, era pantagruélica, pero le ponían tantos aditivos que nos alegrábamos de tener frutales en casa. Cincuenta y dos aguacates cayeron del árbol un fin de semana de octubre que fuimos a Santa Bárbara. Al regresar los recogimos a toda prisa y los guardamos en los cajones del frigorífico para salvarlos de la operación de limpieza que los jardineros realizaban una vez a la semana.

A principios de diciembre Stephen se fue con su séquito al congreso de Dallas. Cuando los niños y yo estábamos solos en casa, una noche me desperté y noté que la cama y el suelo temblaban. Se nos había indicado que debíamos salir corriendo al porche si había un terremoto, pero yo estaba demasiado aterrorizada para moverme, petrificada literalmente. Cuando por fin reaccioné, corrí escaleras arriba para ver si los niños estaban bien y me asombró encontrarlos dormidos a los dos. Regresé a la cama, apagué la luz y, al momento, volvió a ocurrir. Incluso la réplica fue fortísima, muy distinta a los ligeros temblores que estremecían las ventanas todas las tardes. No obstante, si en Navidad se hubiera producido un terremoto, es probable que no lo hubiéramos notado (de igual forma que Stephen no notó uno de gran magnitud que hubo en Persia en 1962, porque estaba atravesando el país en un autocar y tenía disentería). Mis padres, George Ellis y Stephen, de regreso de Dallas, y mi cuñada Philippa llegaron en noches consecutivas, y luego dimos una fiesta para unos cuarenta amigos y colegas, quienes se lo pasaron tan bien que se quedaron hasta las dos de la madrugada. Para demostrarlo, tenemos una fotografía de Willy Fowler, un físico de edad avanzada muy distinguido, practicando yoga en el salón ¡exactamente a las dos de la madrugada!

A la comida de Navidad acudieron dieciséis personas, de modo que los niños tuvieron público para su espectáculo de ilusionismo. A Robert le regalaron un juego de magia y, junto con su entusiasta ayudante, nos entretuvo probando sus primeros números de prestidigitación con una candidez irresistible: un cambio respecto a las constantes adivinanzas y chistes que a nosotros nos desconcertaban y con los que ellos se morían de risa. El contraste entre su frase de presentación, casi de profesional —«Si queréis hacer preguntas, por favor, hacedlas después del espectáculo, y no antes»—, y el desorden de la caja de artículos de magia, su alegría cuando un truco le salía bien y su irritación contenida cada vez que la ayudante le robaba la atención de los espectadores, y no digamos ya su gran sonrisa desdentada, fueron adorables.

A principios de año nuevo fuimos al desierto de Death Valley, el parque nacional, situado a trescientas millas al nordeste de Pasadena. Fue un gran alivio contar con mis padres, que se turnaron conmigo al volante, me ayudaron a subir al coche a Stephen y la silla de ruedas —junto con las baterías— y entretuvieron a los niños mientras yo me ocupaba de Stephen. Nos impresionó el paisaje, extraño y primitivo, un gigantesco parque recreativo con dunas en algunas partes del valle, cráteres volcánicos en otras, y taludes pedregosos y rocas pardas por doquier. Vastos salares por debajo del nivel del mar es cuanto queda de un hondo lago de la Edad del Hielo. El valle está circundado de abruptas montañas coronadas de nieve, cuyos estratos de múltiples colores son testimonio de convulsiones geológicas acaecidas en el origen de los tiempos. Death Valley es, según dicen, el desierto más caluroso del mundo y está prácticamente desprovisto de vegetación: solo los cactus, el chamizo y la gobernadora sobreviven entre las hostiles rocas y piedras, y solo un minúsculo pez prehistórico llamado cachorrito del hoyo del diablo soporta la extrema salinidad de sus riachuelos, escasos y poco profundos. El paisaje, que cambia constantemente de color con el movimiento del sol, es impresionante pero no hermoso. Los patéticos relatos de los pioneros que intentaron atravesar el valle en 1849 y los pueblos fantasmas, únicos vestigios de los sueños de los buscadores de oro, junto con la aridez y el silencio del lugar, le confieren un ambiente inhóspito y amenazador.

Cuando llegamos a casa nos encontramos con una grata sorpresa. Ya habíamos organizado una pequeña fiesta de despedida para mis padres, de modo que fue una feliz coincidencia que pudiéramos aprovechar la ocasión para celebrar que la Royal Astronomical Society hubiera concedido la Medalla Eddington a Stephen y Roger Penrose. La condecoración era muy prestigiosa, pero de hecho no estábamos muy seguros de qué suponía, dado que el anuncio había sido totalmente inesperado. En cualquier caso, sirvió para recordar a Stephen que debía pagar las cuotas atrasadas. En aquella época hizo todo tipo de travesuras. Como una especie de póliza de seguros, se apostó con Kip Thorne a que la constelación Cygnus X-1 no contenía un agujero negro, pues creía que necesitaría consolarse con una suscripción de cuatro años a la revista Private Eye si en efecto se demostraba que así era. Kip, por su parte, se contentó con una suscripción de solo un año a la revista Penthouse si, como parecía probable, Cygnus X-1 contenía un agujero negro. Por otra parte, Stephen había empezado a relacionarse con físicos de partículas, lo cual indicaba que su interés había rebasado el horizonte de sucesos para centrarse en el núcleo del agujero negro. Asistía a las clases de dos eminentes físicos de partículas, Richard Feynman y Murray Gell-Mann, quienes se trataban con educación pero en el fondo eran grandes rivales. Stephen se encontraba en el aula cuando Feynman se presentó a la primera sesión de un curso monográfico impartido por Gell-Mann. Este, al ver a su colega entre el público, anunció que utilizaría el curso para realizar un análisis de las últimas investigaciones en física de partículas y empezó a leer sus notas con voz monótona. Al cabo de diez minutos, Feynman se levantó y se marchó. Para gran diversión de Stephen, a continuación Gell-Mann suspiró y declaró: «Ah, bien, ¡ahora podemos entrar en materia!», y se puso a hablar de sus propias innovadoras investigaciones en física de partículas.

El invierno apenas se notó, aunque llovió mucho, a veces durante dos o tres días seguidos. Luego el sol volvía a brillar en un cielo azulísimo y las nubes se disipaban en las montañas, lo que permitía contemplar el esplendor de los picos cubiertos de centelleante nieve recién caída. Con la lluvia, la primavera llegó de golpe a los cañones, que, marrones a nuestra llegada, se volvieron verdes y frondosos, mientras las cunetas y acantilados próximos a la playa rebosaban de flores silvestres: amapolas naranjas, altramuces azules, girasoles y margaritas. No permitimos que la lluvia afectara a nuestras actividades. El día del aniversario de George Washington, en febrero, salimos a dar una vuelta en coche y regresamos al cabo de varias horas después de hacer trescientas cincuenta millas, la distancia más larga que he recorrido al volante en un solo día. Ascendimos por el monte Palomar, entre gélidos remolinos de bruma, hasta el mayor telescopio del mundo y luego atravesamos el abrasador y seco desierto de Anza-Borrego, donde se abrían infinidad de flores.

En abril Stephen recibió la Medalla de Oro del Papa Pío XI a la ciencia en una sesión plenaria de la Academia Pontificia. Al parecer la noción del Big Bang como momento de la creación atraía al Vaticano, y Galileo por fin encontró un defensor cuando Stephen, al dirigirse a los presentes, pidió expresamente que se rehabilitara la memoria de Galileo, trescientos treinta años después de su muerte.

Cuando aquel año de estancia en California tocaba a su fin, intuí que, aunque había sido positivo y estimulante en muchos aspectos, había empezado a definir una brecha creciente entre nuestra brillante imagen pública y nuestra vida privada, cada vez más oscura. También me había obligado bruscamente a enfrentarme a mis propias limitaciones. Puede que Lucy fuera una niña rezagada por no saber nadar a los tres años, pero por lo visto yo estaba tremendamente retrasada como madre. En Estados Unidos, en los albores del movimiento de liberación femenina, una mujer que no trabajaba cuando su hijo ya tenía dos años se consideraba una completa fracasada, que estaba lejos de alcanzar su «realización personal». Así pues, me lancé de cabeza a una actividad frenética. Las continuas visitas que recibíamos, la febril vida social, los libros de la biblioteca y, por supuesto, los niños me mantenían ocupada y me distraían del efecto deprimente que una vida en el borde del vórtice del Caltech producía en cualquiera que no fuera un genio científico de fama internacional. El Caltech, el templo al que los fieles acudían para rendir culto a la ciencia, particularmente a la física, excluía todo lo demás. El Club de las Esposas realizaba valerosos esfuerzos para entretener a las mujeres con salidas a lugares como el Museo J. Paul Getty y, de vez en cuando, conciertos y obras de teatro, pero había muchas esposas infelices y descontentas, desmoralizadas por la total obsesión de sus maridos con la ciencia.

Conseguí que el abismo del Caltech no me engullera, pero de todas formas me llevó a cuestionarme mi situación. Un fin de semana en Santa Bárbara, me senté en la playa, abrigada para protegerme del viento glacial, y contemplé el mar mientras los niños jugaban y Stephen mantenía interminables conversaciones con su colega Jim Hartle. Dejando que la arena me resbalara entre los dedos, me pregunté hacia dónde iba mi vida. ¿Qué había logrado a mis treinta años? Tenía a los niños, «mis cosas buenas», como diría la querida Thelma Thatcher, y a Stephen. Aunque sin duda me enorgullecían sus extraordinarios éxitos, no me sentía verdaderamente partícipe de su triunfo y, no obstante, todo lo que le sucedía era importante para mí, ya fuera un galardón, con su lustre de fama y gloria, o uno de los peligrosos ataques de asfixia que tenía sin previo aviso. Lo amaba por su valor, por su ingenio, por su noción de lo ridículo y lo absurdo y por ese carisma pícaro que le permitía, y aún le permite, meterse en el bolsillo a la mayoría de las personas, yo incluida. Así pues, estaba logrando lo que me había propuesto: dedicarme a Stephen, brindarle la oportunidad de desarrollar su genialidad. Pero al hacerlo empezaba a perder mi propia identidad. Ya no podía considerarme hispanista ni tan siquiera lingüista, y tenía la sensación de que no inspiraba respeto en ninguna parte, ni en California ni en Cambridge. Puede que mi febril vida social y mis cenas con invitados solo fueran, de hecho, una manera freudiana de decir: «¡Por favor, fijaos también en mí!».

Fue en California donde por primera vez conocimos a una familia con circunstancias similares a las nuestras: los Ireland. David, Joyce y John vivían en Arcadia, a solo unas millas de Pasadena. Al igual que Stephen, David era científico. Estudiaba y enseñaba matemáticas. Debido a una enfermedad neurológica, tenía una grave discapacidad física. Iba en silla de ruedas y apenas podía hacer nada por sí mismo. Joyce, una mujer organizada, enérgica y con una actitud muy positiva, se había casado con él con pleno conocimiento de la enfermedad. Stephen estaba muy nervioso antes de conocer a los Ireland, y yo me compadecí de él al verlo tan preocupado; quería protegerlo. No obstante, aunque sin duda le impresionó el estado de David, consiguió lucir una sonrisa radiante y juntos mantuvimos una alegre apariencia de normalidad. Me pregunté qué pensarían de nosotros los Ireland. Tal vez admiraran nuestra determinación, pero la fachada no les habría engañado. Conocían demasiado bien las batallas y dificultades.

En muchos aspectos, sus batallas eran parecidas a las nuestras, pero había una diferencia fundamental entre nosotros. La diferencia radicaba en que ellos se mostraban francos respecto a la enfermedad de David: francos el uno con el otro y francos con los demás; no ocultaban las dificultades y el dolor tras una sonrisa valerosa. David reflejó aquel espíritu de franqueza en un libro, escrito para presentarse a su hijo, John, por si moría antes de que este naciera o tuviera edad suficiente para conocerlo. Cartas al hijo que no ha nacido es un autorretrato muy sincero y una descripción conmovedora de las batallas que libraban David y Joyce. También relata un proceso de conocimiento personal, ya que David afronta su mayor defecto: ocultar su verdadero yo tras una fachada de simpatía y jovialidad. El libro me enseñó que las frustraciones que me llevaban al llanto, e incluso los arranques de ira ante la falta de tacto y consideración, en general cuando estaba tan agotada que ya no podía más, eran emociones legítimas porque, en palabras de David, «expulsan los venenos que nos enferman o matan». Por el contrario, según él, el autodominio impasible que reprime emociones poderosas y rechaza las ajenas es malsano y peligroso. Me pareció paradójico descubrir estas verdades mediante las palabras de una persona que estaba incluso más discapacitada que Stephen; una persona que, a través de su propio sufrimiento, había aprendido a comunicarse para ayudar a otras.