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¿Qué provocó la crisis del software español?

A lo largo de este relato han aparecido varios de los factores que dieron pie a la crisis que acabó no sólo con la Edad de Oro del software español sino con la gran mayoría del tejido industrial creado durante los ochenta. En España somos expertos en estas lides, expertos en vivir épocas doradas que pasan ante nosotros sin que seamos capaces de sentar las bases para convertir esos destellos en una constante.

Al videojuego, desgraciadamente, le sucedió algo por el estilo. Entre finales de los ochenta y los primeros noventa se fraguó la gran crisis que acabó con los 8 bits. Encontrar una sola causa es muy complicado, aunque varias voces apunten a la bajada de precios de ERBE. Como suele suceder en estos procesos, existen una serie de motivos que, coordinados, desembocaron en dicha situación fatal más allá de una o dos decisiones aisladas.

Voy a intentar esbozar, con algunos de los testimonios que ya han aparecido en este relato, el contexto que llevó a la crisis, al fin de la Edad de Oro y al inicio de una travesía del desierto para el videojuego español sin intención de pontificar ni de sentar cátedra. La idea, más bien, es tomarlo como un primer acercamiento a un tema del que existen pocos análisis.

¿Por qué murió la Edad de Oro? Para comprender el fenómeno hay que ponerse en situación. Podría decir que la maquinaria productiva española, que vivió una explosión a partir de marzo del 87 con la famosa bajada de precios, comenzó a dar muestras de agotamiento durante el 89 para entrar de lleno en decadencia a partir del 90. César Astudillo, “Gominolas”, me dio en su día una explicación sobre la falta de respuestas a la crisis por parte de la industria. Posiblemente no sea el argumento más científico, pero sí que expresa muy bien cómo se veía el negocio desde dentro.

«No había conciencia de que esa época fuera a tener un final. La Edad de Oro de los 8 bits fue seguida de un gran cataclismo, pero no había conciencia de que fuera a ocurrir. Hay que tener en cuenta que Dro y Topo pertenecían a discográficas y que tenían un modelo de negocio igual al de la música. Del mismo modo que la música había existido desde hacía mil años se tenía la sensación de que se estaba explotando una veta que no iba a tener fin. Era el comienzo de algo muy importante, se estaba creando una nueva categoría de entretenimiento pero no se tenía la conciencia de vivir en una Edad de Oro sino el nacimiento de una Edad de Oro que no iba a acabar nunca».

Es interesante recordar que en ese momento histórico el resto de países europeos habían hecho su transición hacia los ordenadores de 16 bits (Amiga, Atari, PC) mientras que en España el parque de dichas máquinas —de nuevo, la falta de cifras mata cualquier intento de análisis riguroso aunque ni por asomo tenían la popularidad de los Spectrum, Amstrad o MSX— no se asemejaba al de sus vecinos.

Peor aún, dichas máquinas de 16 bits fueron una bendición para la piratería. Si hacer una copia de un juego de 8 bits en casete provocaba copias imperfectas fruto del propio soporte, la llegada de las unidades de disco permitió, ahora sí, tener juegos calcados al original en cuestión de segundos.

El drama era aún mayor si tenemos en cuenta que los costes para desarrollar en 16 bits se habían encarecido. Los tiempos en los que un solo tipo era capaz de sacar los gráficos y la programación de un juego adelante eran cosa del pasado: los nuevos sistemas exigían grupos de trabajo más numerosos y mayores tiempos de desarrollo. En definitiva, la complejidad del producto desembocó en un aumento de los costes de fabricación que se vio reflejado en el precio de los juegos.

Los títulos de 16 bits eran, lógicamente, más caros que los de sus hermanos pequeños por una pura cuestión financiera: a mayores costes de desarrollo era necesario aumentar los precios para recuperar la inversión con unos volúmenes aceptables de ventas. La traducción en España fue una caída en picado de las ventas de 16 bits. Entre que los precios eran más altos y que la piratería se había puesto más a tiro que nunca, no salía a cuenta hacerse con un original. Un par de testimonios reflejan esta situación.

«Los 16 bits no triunfaron en España porque en diskete se pirateaba todo —recuerda Pablo Ruiz—. El Atari ST y el Amiga se vendían bien, pero no vendían un juego. No teníamos mercado interno: Navy Moves vendió en España trescientas copias, literalmente. Todo el mundo se copiaba el 3½. Los 16 bits dieron fuerzas a las compañías inglesas que vendían muchas unidades a veinte libras. En España no teníamos mercado interno, y cuando nos quedamos sin mercado interno…»

«Hacer un juego en máquinas de 16 bits, PC, empezaba a costar mucho más —reconoce Charlie Granados—. Necesitabas gráficos y músicas mucho mejores: no valía un juego de tres fases, tenía que tener treinta. Se volvieron más complejos y para lo que antes bastaba un grupo de cuatro personas, ahora necesitabas a veinte. Los gastos se dispararon y no supimos crecer lo suficiente para meternos en esos costes, no supimos dar ese salto».

En esa tesitura, todas las grandes sin excepción optaron por una vía intermedia que las llevó indefectiblemente a su fin: seguir produciendo a muerte para 8 bits y dar apoyo esporádico a los 16[251], principalmente en los grandes lanzamientos del año. La consecuencia de esta relación comenzó a tornarse fatal para las productoras cuando el parque de ordenadores de 16 bits comenzó a crecer, y con él la piratería, y las ventas de 8 bajaron por el paso del tiempo y la natural transición hacia máquinas más modernas.

Por decirlo de alguna manera, el software español encalló, entró en una espiral viciosa en la que su mercado estaba basado en los 8 bits, donde cada vez vendía menos, y lo poco que producía para 16 no vendía nada en nuestro país y en el extranjero no hacía el mismo ruido que antaño. Dicho en pocas palabras: España lo hizo todo mal en esa transición.

«Antes producíamos en Spectrum, vendíamos un montón, y al ir a Inglaterra estaba amortizado y teníamos fuerza para luchar —explica Pablo Ruiz—. En 8 bits había piratería pero había ventas. En 16 no se vendía ni un juego: ni de Atari ni de Amiga, ni uno. Quien compraba un Atari o un Amiga era un expertillo y, como sucede ahora, el que tenía un original era un gilipollas».

«El cambio nos pilló con el paso cambiado —aduce Paco Pastor—. Nadie estaba preparado técnicamente para los 16 bits. Y cuando entraron en el mercado, fundamentalmente con Atari, la consola que más se usaba, el desarrollo nacional no supo reaccionar. En ese momento, por la razón que fuera, no estábamos preparados, ni técnicamente. Topo intentó hacer un juego para 16 bits, Viaje al Centro de la Tierra y, joder, era interminable. Solo la pantalla de carga y la presentación eran meses. Nosotros podíamos soportarlo económicamente, pero imagínate eso para otras compañías que no tenían ni la estructura ni el background económico necesario. Fue la puntilla».

En ese contexto en el que el mercado de 8 bits comenzaba a ser más escaso, sobre todo a partir de la entrada de la nueva década, fue donde la bajada de precios hizo más daño a las compañías. La medida, que sigue siendo polémica casi treinta años después, ayudó a levantar una industria que necesitaba como el comer un golpe de efecto que incentivara las ventas para poder profesionalizarse y abandonar ese estado semiamateur en el que vivía.

Pero también es cierto que en el contexto de crisis que comenzó a barruntarse un par de años más tarde, era un arma de doble filo para grandes y pequeñas. Las primeras, Dinamic y Topo básicamente, con una estructura considerable de costes tenían que afinar muy bien sus tiros para que sus lanzamientos no se convirtieran en un lastre. Para las medianas y pequeñas, caso de Opera, Zigurat y todas aquellas que no aparecen en este relato pero que contribuyeron a llenar horas y horas de vicio, supuso una soga al cuello: al más mínimo proyecto que se fuera al garete, el negocio se asfixiaba. El mejor ejemplo de todo esto es Mot: era el proyecto estrella de Opera para el 89 y las devoluciones dejaron más que tocado al estudio, que no vendió lo suficiente de un juego llamado a ser un hit.

«No es fácil de entender que los 8 bits muriesen —piensa Gonzo Suárez, el más crítico con la bajada—. Lo que murió en España fue el mercado. La dificultad principal era que el coste de producción de un proyecto no se amortizaba. Había un índice de pirateo muy alto, cosa que no importaba especialmente, nunca he estado en contra del fenómeno. La bajada a 875 pesetas permitía un ingreso aceptablemente bueno en grandes ventas. Pero si no estabas en esa franja de grandes ventas, estabas frito. No podías amortizar y el hábito del consumidor ya estaba hecho. No había retorno. Para juegos externos podía funcionar porque no estaban apoyados en nuestro mercado, pero la producción española sí se cimentaba en el mercado local y el nuestro no era capaz de absorber la capacidad de producción. A pesar de nombrarse como la Edad de Oro, nuestro mercado era la base principal de amortización de un juego, a pesar de que se exportara. Sin mercado interno no hubo manera de reflotar las ventas».

De las palabras de Gonzo se puede extraer una conclusión clara y que se pudo observar durante los años que componen este último bloque: con los precios derivados de la bajada y el volumen de ventas que manejaban las compañías, cada vez menor, la industria española entró en una espiral autodestructiva: se redujeron los ingresos, se redujeron los lanzamientos y, con un menor número de lanzamientos al año, era imposible crecer y volver a las cifras de finales de los ochenta.

Microhobby reunió a algunos de los personajes que pueblan este relato para hablar de la piratería y la crisis del videojuego español. Gabriel Nieto, a la izquierda; Víctor Ruiz, en el centro a la izquierda; José Antonio Morales, en el centro a la derecha; o Jorge Granados, a la derecha, protagonizaron el debate.

«A los productores que producían poco, la bajada les ponía en una tesitura muy compleja. Esa medida tenía potencial si producías mucho», sentencia Gonzo.

Aunque haya quedado más que claro que nuestro país no supo hacer la transición a los 16 bits, ésta no fue una causa terminal para la Edad de Oro. De hecho, el éxito de Atari y de Amiga, que tan bien comenzaron a finales de los ochenta, se fue por el retrete cuando en los últimos meses de 1990 Mega Drive y Game Boy, o lo que es lo mismo, Sega y Nintendo, entraron en escena y cambiaron de un plumazo el paradigma del videojuego en Europa para las próximas dos décadas.

De nuevo, lo que podría haber sido una oportunidad para los estudios españoles, fue una puerta cerrada a cal y canto por completo por culpa de las reticencias de Sega y Nintendo ante el software venido de fuera por una pura cuestión cultural. Los nipones querían control sobre un mercado que en los 8 bits era, si se me permite el vulgarismo, una casa de putas, una tierra de nadie en la que cada estudio campaba a sus anchas y producía resultados muy dispares en la calidad de los estrenos. Con el nuevo paradigma, Japón establecía unos controles y unos requisitos que había que cumplir. Aunque la técnica no fuera motivo de aislamiento, España ya había demostrado sobradamente que la tenía, era necesario ganarse el favor de los ejecutivos de Tokyo para dar ese salto.

«Opera tenía una capacidad descomunal para adaptarse a cualquiera —apunta Gonzo—. Una consola era una broma para Opera, seguro. Técnicamente había la capacidad de adaptarse, de contratar licencias de consolas».

No adaptarse a los 16 bits, la muerte del mercado de los 8 y las consecuencias de lo que supuso la bajada de precios en un contexto de pocas ventas fueron los grandes males que llevaron al videojuego español a ese punto final. ¿Cuál fue la gota que colmó el vaso? Todas las grandes —a excepción de ese extraño movimiento de Topo al publicar dos juegos en 1994— extendieron su vida hasta 1992. No es casualidad que fuera el primer año después de muchos de bonanza en el que la economía española entraba en recesión.

La crisis económica de principios de los noventa no acabó de por sí con la Edad de Oro, pero supuso la puntilla para el consumo. Plagó de nubarrones negros un paisaje en el que salir a buscar inversores, la única tabla de salvación para la mayoría de las compañías, se convirtió en una misión imposible a excepción de Dinamic, que gracias a su asociación con Hobby Press pudo seguir adelante con otro nombre.

«Necesitábamos un inversor para darlo —asegura Charlie Granados—. Pero creo que a muchos nos asustó dar ese paso, meter a alguien que invirtiera un dinero importante ante el que ibas a tener que responder y con quien tendrías que cumplir unos plazos de desarrollo estrictos».

Granados, y Zigurat, no tuvieron problema frente a la crisis ya que les surgió la posibilidad de desarrollar para recreativas. Topo murió en el seno de ERBE, olvidada entre la marea de las consolas y el aluvión de aventuras gráficas. Opera habría sido la única candidata a recibir ayuda externa, además de Dinamic. ¿Por qué no la recibió? Muy simple, en 1992, el videojuego no dejaba de ser el ocio de unos pocos adolescentes. Una industria que movía dinero, sí, pero que ni por asomo se había convertido en el mastodonte que es ahora y tampoco daba síntomas de serlo. Dicho en otras palabras, apostar por un estudio de videojuegos en una situación de recesión económica era una frivolidad. De las gordas.

Por todo esto, y por algún otro factor que se me puede escapar, murió la Edad de Oro del software español. Uno de los momentos más brillantes de creación de videojuegos en nuestro país finalizó de manera abrupta por culpa de la coyuntura económica, de un mercado moribundo, de la piratería y de una industria que no supo adaptarse a los nuevos tiempos. Con la muerte de los grandes estudios desapareció una forma de hacer y de entender el videojuego, pero también se pusieron las primeras piedras del camino para que las generaciones futuras, que ya están dando muestras de su talento en la actualidad, pudieran recoger su testigo y poner en marcha un renacimiento. Ese testigo quizá no signifique que cualquier tiempo pasado fue mejor pero, por lo menos, demuestra que, aquella, fue una aventura maravillosa.