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La interminable sangría del parche en el ojo
Con escasos tres años de vida, el software español llegó a 1987 en una situación más delicada de lo que pudiera parecer. A pesar de que hasta este momento la piratería ha aparecido en contadas ocasiones en este relato, era un problema patente desde el primer día[4]. En pleno siglo XXI desayunamos, comemos y cenamos con las quejas de la industria cultural al respecto del daño que le producen las copias ilícitas (ya sea de música, cine o videojuegos) a su sector particular. Y, ojo, son las quejas propias de un modelo de negocio que se viene abajo por culpa, en gran medida, de Internet y de no saber adaptar los modelos de negocio a las necesidades actuales.
La piratería en el sector del videojuego fue un problema bastante más serio. A diferencia del cine o la música, el videojuego ha tenido que luchar contra ella desde sus mismos inicios, por lo que lo ha tenido doblemente difícil para levantar unas estructuras estables desde las que afianzarse y poder mirar hacia el futuro. Esta amenaza inicial también despertó a la industria, que ha tenido que combatirla desde el principio. No es casualidad que hoy se encuentre en mejor situación que sus compañeros de viaje.
Para las compañías de las que he hablado, la creación de videojuegos era un hobby ocasional hasta la profesionalización (Dinamic, Made in Spain) o se reducía a una división de entretenimiento de un grupo empresarial dedicado al hardware (Indescomp). La profesionalización de las dos primeras y la aparición de Opera Soft las ponía en un aprieto ya que, a partir de principios del 86, el éxito de sus empresas estaba más que amenazado por la piratería.

Estampa de un puesto del Rastro que anunciaba juegos de Spectrum y Amstrad.
Una piratería que, a pesar de no existir Internet, lo tenía muchísimo más fácil de lo que parece. Por lo general, los juegos se vendían en cintas de casete o en discos de 5 ¼ o 3 ½. Para copiarlos tan solo hacía falta un ordenador con una unidad de disco o un equipo de música con doble pletina y el juego en cuestión.
El Rastro en Madrid, el Mercat de Sant Antoni de Barcelona o el Mercadillo de La Alameda de Sevilla se convirtieron, a mediados de los ochenta, en los centros neurálgicos de la piratería en España. Se podían encontrar todas las novedades a precios hasta seis veces inferiores a los del mercado, y eso en el caso de que aquí estuvieran a la venta, ya que en repetidas ocasiones los lanzamientos del Reino Unido llegaban antes a los hogares por la vía ilegal que por la legal. Las copias en muchas ocasiones estaban a la venta tal cual, en las paradas, expuestas al público aunque en ocasiones el pirata de turno también tenía todo su catálogo compuesto por originales. Como si de un trapicheo en el Baltimore de The Wire se tratara, el jugador le pedía un juego, le pagaba por adelantado y recibía su copia unos minutos más tarde sin saber de dónde había salido.
De todos los tipos que poblaban la plaza madrileña, hay un testimonio muy valioso por su bagaje. No sólo por su papel de pirata de la época, sino porque reúne experiencia en varios ámbitos de la industria en una sola persona.
Me refiero a Miguel Ángel Villas, más conocido como Abraxas[5]. Madrileño de toda la vida, es toda una institución en lo referente a Amstrad en España, microordenador del que posee una colección interminable de juegos y documentos que se encarga de preservar como lo que son, un tesoro.
Contra la imagen demonizada que los medios y el imaginario colectivo tienen del pirata informático, Abraxas se presenta como lo que es, un tipo totalmente normal. Peina canas, lleva gafas y puede sacar pecho para contar cómo era uno de los pocos que manejaba el cotarro en el Rastro.
Su relato, como el de tantos, comienza ligado a un Spectrum. «Mi hermano mayor compró uno nada más salir. Yo tenía dieciséis años y para mí era el vicio del momento, como para toda persona que probaba un ordenador. Éramos unos viciados de las recreativas y el Spectrum era lo más parecido a tener una en casa. Te gustaba y querías más. Aprendí a programar y, claro, [llegó] el problema de siempre: la economía», ríe.
Hasta principios de 1987, el estándar en los precios de los videojuegos se había colocado alrededor de las 2.000 pesetas (unos 12€) del momento. Incluso Dinamic, que comenzó vendiendo sus juegos a mil pesetas[6], también subió el precio de sus productos en cuanto delegó la distribución en una medida que impuso ERBE, dominadora del sector en suelo español, y a la que el resto de mayoristas se unieron. «Habíamos comenzado con mil pesetas y pasamos a 1.800 porque ERBE nos dijo que era el precio al que vendía los juegos de U.S. Gold o de Ocean —apunta Pablo Ruiz—. Y tuvimos que hacerlo por exigencias. Pero nosotros siempre habíamos apostado por mil».

Usuarios madrileños frente a un puesto del Rastro.
De vuelta con Abraxas, es interesante comprobar cómo treinta años después la relación entre lo que costaba un juego y un sueldo medio no anda muy desencaminada: «Los juegos en aquella época costaban 2.000 pesetas, ¡las copias en tienda![7] He comprado copias en tienda, de Ultimate, que costaban más de 2.000 pesetas. Y los originales de Spectrum estaban a 2.000 y pico. Las copias costaban unas 1.800 y los originales unas 2.500. Te hablo de 1983, quince euros de la época, cuando un sueldo normal a lo mejor era de 40.000 o 50.000 pesetas al mes[8]. No había economía que soportase eso. Sí era verdad que se compraban originales en la medida que podías, pero querías más».
El primer método para saciar ese ansia fue algo tan sencillo como el intercambio: «Empezamos a tener una pequeña colección de juegos, una veintena, y pusimos un anuncio para intercambiar. No había ningún motivo salvo querer jugar más y no tener capacidad económica para comprar. Colocamos el anuncio en Segunda Mano, el eBay de entonces, y a base de intercambios conseguimos pasar a una colección de cerca de cien juegos. La cuestión era tener más. Todo el tiempo que me dejaba en los estudios lo dedicaba al ordenador. Los fines de semana podía estar dieciocho horas frente a la pantalla tranquilamente. Desde las doce de la mañana hasta las cuatro de la madrugada, sólo paraba para comer».
Desde el punto de vista de un jugador en 1983, vender copias piratas de juegos en la calle que también se vendían pirateados en las tiendas no era una práctica reprobable. Poco a poco comenzaron a aparecer vendedores particulares que detectaron una oportunidad de negocio en el incipiente mercado del videojuego: «Existía la red oficial de tiendas, que una parte a su vez era pirata, y luego había gente que empezó a vender. Una vez que tenías una cierta cantidad [de juegos], entraba el punto autodidacta. Cómo copiar, cómo desproteger[9] juegos. En general, cada compañía siempre usaba la misma protección, aunque a veces había evoluciones, era complicado. En Inglaterra las empresas productoras de juegos tenían muchas protecciones comunes porque era una tecnología que se revendía a los desarrolladores».
¿Y en España? El juego español fue mucho más sencillo de piratear: «Aquí cada compañía desarrollaba su propia protección. Las españolas en general eran fáciles porque no gastaban muchos recursos. La realidad transmitió que te podías dedicar tres meses a hacer las más rimbombantes protecciones pero que siempre había alguien que en un día se la saltaba. El primer ejemplo fue Camelot Warriors. El original, la primera versión, salió con un una pieza de hardware que se conectaba al Spectrum. La primera versión que salió en el Rastro, a la semana siguiente, era con un prototipo de madera que lo hacía funcionar. Y al cabo de dos o tres semanas ya estaba completamente desprotegido».
Pero antes de pasar al submundo que se creó en el Rastro, voy a volver sobre la pista de Abraxas para entender mejor su llegada hasta allí. Antes de acabar en el famoso mercadillo callejero se hizo un nombre en los circuitos de venta de segunda mano: «Supimos que había gente que vendía. Era una retroalimentación del vicio: no lo hacíamos por el negocio, todo lo que ganábamos nos lo gastábamos en comprar juegos originales que a su vez copiábamos. No recuerdo bien la fecha pero puede que en el 83 o así los vendiéramos a quinientas pesetas, cuando el original costaba 2.000 o 2.500, cinco veces más. Llegamos un poquito tarde y tuvimos que pelear los precios, ser más agresivos: comenzamos a vender a trescientas pesetas. Tuvimos muchísima demanda».
Esa elevada demanda no comportaba unos ingresos considerables. Ya lo ha explicado Villas, casi todo lo que se ganaba se reinvertía en novedades: «No ganábamos dinero. Todo el que se sacaba servía para comprar originales. Había que vender cinco, seis, siete copias. En nuestro caso, a 300 pesetas, había que vender unas ocho copias para comprar un original. En ese momento no era negocio, era un método para ampliar la colección[10]. Era vicio, colección, quería más y era una forma de obtenerlo. Al final, nos conocíamos cuatro o cinco y cada uno que conseguía una novedad la intercambiaba».

Varios tenderetes del Rastro en los que se pueden ver carteles anunciando Amstrad, Commodore o Spectrum.
En un reportaje que el extinto canal C: de Canal Satélite Digital emitió hace años, un pirata de rostro oculto y que supuestamente responde al nombre de David, discrepa. Asegura que los motivos que empujaban a los piratas a vender juegos eran puramente económicos: «En aquello nos metimos por dinero. Esto que cuentan que te metías en los programas y hacías historias, todo como muy tecnólogico y de guante blanco, no. Todo era para sacar pelas más o menos fácil con los mínimos medios. Te metías en el Rastro con una mesa y a sacar dinero, nada más. No era el ambiente romántico que venden los hackers».
De vuelta a Villas, en 1984 cambió su modelo de negocio cuando Indescomp comercializó el Amstrad de Alan Sugar en España y el madrileño decidió hacerse con uno para convertirlo en el centro de su emporio: «Soy famoso por el Amstrad. En el 84, cuando salió, el Amstrad CPC 464 era un ordenador bastante más potente: monitor incorporado, más gráficos, mayor capacidad de trabajo. Lo compramos en cuanto salió. El Spectrum lo vendimos porque era un mercado saturado, mucha gente se dedicaba a ello. El de Amstrad era un terreno virgen. Ahí sí que fuimos los primeros. A mí me pilló en la mili. Tuve que hacerla cuando era obligatoria y estando de servicio, más o menos en el 85, ya teníamos una colección de unos treinta, cuarenta o cincuenta juegos. Nos enteramos que, además de la segunda mano, que era donde se había movido todo el mercado, había un lugar en el Rastro donde se juntaba toda la gente que se dedicaba a las copias».
Un grupo que se había comenzado a reunir a lo largo de 1984[11] y al que se juntó Abraxas un año más tarde: «Entré muy tarde, en el 85. Compramos una mesa de estas de camping para merendar y llevé unas cuarenta o cincuenta copias a quinientas pesetas, porque los originales de Amstrad siempre fueron más caros que los de Spectrum. Pude subir el precio por la escasez y la falta de títulos y competencia. Monté una mesita en mitad del Rastro cuando no había que pedir permiso al Ayuntamiento[12] ni nada».
El éxito de Abraxas, que llegó para cubrir una necesidad de mercado, fue inmediato: «Vendimos todo lo que llevamos, o prácticamente todo. A quinientas pesetas, unas cuarenta copias: 20.000 pesetas. Ahí empezó el negocio de la piratería». Gracias a esa inversión inicial, convirtió en un modo de vida lo que había comenzado como un método para conseguir todos los juegos posibles.
«Era mi trabajo. Tenía diecinueve años, me ubiqué en un sitio mejor, fui creciendo. Ser el primero me permitió crecer porque no era competencia de los que estaban, que eran de Spectrum o de Commodore, sistemas anteriores. Luego me salió competencia[13], que bajó los precios. Yo los mantuve porque, sin pecar de falsa modestia, era el mejor. Utilizaba cintas de mejor calidad y tenía originales de todo con lo que mis copias eran más fiables. Hacía fotocopias de las carátulas originales, de las instrucciones. Era lo más parecido posible al original».
El negocio del Rastro comenzó a crecer de tal manera que los cabecillas, Abraxas entre ellos, tuvieron que organizarse. El objetivo, conseguir todos los estrenos aunque ello implicara hacer una visita presencial al principal distribuidor del país.
“Mi trabajo, de lunes a viernes, era visitar todas las casas de soft y las tiendas de videojuegos a por novedades. Ellos no sabían que yo vendía en el Rastro. De hecho, compraba directamente a Paco Pastor en ERBE cuando estaba en Santa Engracia. Llamaba:
—«¿Qué novedades tenéis?»
—«Esta, esta y esta».
—«Resérvamelas, que voy a buscarlas».
«Estaba incluso su mujer, que era la que atendía al público, y te lo vendía. No sabían nada. Pero daba igual que compraras en ERBE o en El Corte Inglés. La diferencia era que ERBE normalmente las tenía un día o dos antes que El Corte Inglés. Me interesaba tenerlas cuanto antes porque las podía desproteger[14]».
Para Abraxas, ser el referente de Amstrad le llevó a convertirse en un experto de las desprotecciones y las colecciones de juegos grabados en un solo diskete: «Desproteger para Amstrad te facilitaba las copias. Una grabación en cinta estaba en torno a diez minutos si la hacías de casete a casete. En copia rápida de doble pletina a lo mejor eran siete u ocho. Pero si hacías la carga desde disco en Amstrad, tardaba unos quince segundos. El tiempo era prácticamente nulo. Podías hacer muchas más copias en menos tiempo. Cargar desde cinta eran diez minutos, cargar desde disco eran veinte o treinta segundos».
Con Amstrad y Spectrum afianzados en el mercado español, ambos con un parque que crecía exponencialmente, el volumen de negocio paralelo al del comercio tradicional fue creciendo a lo largo del 84, del 85 y del 86. El nivel de adelanto que tenía el núcleo duro del Rastro era tal que los lanzamientos ingleses llegaban a España unos pocos días más tarde de su lanzamiento en las islas.
«Las novedades, tanto extranjeras como españolas, llegaban antes a los circuitos de compra-venta callejeros que a las tiendas habituales. Desde la salida de un juego en Inglaterra y su llegada a España había unos dos o tres meses de diferencia. Al Rastro podía llegar en una semana. Dependía de cómo nos cuadrara el viaje. Si en Inglaterra salía el martes y daba la casualidad que alguien iba el miércoles y volvía el jueves, el domingo estaba a la venta. Era un circuito muy rápido, cuatro o cinco días. Estaba tan bien organizado que los juegos españoles aparecían incluso antes de que se publicaran por las filtraciones. Siempre las ha habido».
Abraxas no se cansa de repetir que su trabajo de pirata en el Rastro no le retiró de la vida laboral. Al contrario, ganaba lo justo para mantener su ritmo de vida, tener las novedades preparadas y poco más. ¿Quién era el encargado de traer el último hit desde Inglaterra en unos tiempos en los que ni Ryanair, ni Easyjet, ni el turismo low cost existían?
«Un billete de avión costaba 100.000 pesetas a mediados de los ochenta. Del Rastro no viajaba casi nadie pero había contactos, gente que tenía un padre piloto o algo por estilo, que se utilizaban de correos. Se les pagaba una cantidad, les dábamos una lista de juegos y los traían en un viaje. Yo sólo viajé una vez. Estuve una semana pero vine con muchas novedades. Me salió gratis».
Si por algo tuvo éxito el Rastro, además de por tener todos los juegos imaginables a los pocos días de su lanzamiento, fue por venderlos a precios irrisorios. Hasta que ERBE, a principios del 85, no comenzó a ejercer su posición de dominio, el rango de precios en tiendas oscilaba entre las mil pesetas con las que comenzó Dinamic, sin ir más lejos, hasta las 2.500 de algunos títulos de importación. Cuando ERBE comenzó a manejar el cotarro, las cifras se estabilizaron en torno a las 1.800 y las 2.100 pesetas, un precio más caro si hablamos de juegos en disco. Obviamente, había juegos de gama económica que se movían en registros mucho menores, pero las novedades nunca se encontraban por debajo de esos números. Ante tales precios, conseguir los mismos títulos por un valor seis veces inferior al del mercado era un caramelo para los compradores, que hasta se podían arriesgar a comprar una copia defectuosa. La inversión y el riesgo eran mínimos.
«En el Rastro, el precio de Spectrum terminó en doscientas cincuenta pesetas, y el de Amstrad bajó a cuatrocientas cuando creció bastante el mercado. Siempre hubo gente que vendía un poquito más barato, diez juegos de Spectrum por 1.500 o 2.000 pesetas. El mercado de las cintas era más amplio, pero se han vendido las dos cosas. Al principio sólo cintas y luego discos, que eran muy caros. Un disco virgen de tres pulgadas costaba 1.500 pesetas. Los juegos en discos originales, entre 4.000 y 5.000 y yo pedía 2.000 o 2.500 por ellos con lo que cupiera en un disco. Desproteger también te permitía mezclar juegos, en un disco podías meter tres, cuatro o cinco, dependiendo de la longitud. Podía venderlos por 3.000 o 4.000 en función del número de juegos o de la dificultad».
Con unos precios tan reducidos, el éxito era tal que Abraxas confirma que en el Rastro tenían salida hasta títulos desconocidos que no habían tenido exposición mediática: «Los que más se vendían eran las novedades y los más conocidos. Pero la ventaja es que de cualquier título, por desconocido o raro que fuera, podías vender cuarenta unidades en un domingo normal. Siempre recuperabas la inversión de tener un original, por eso compraba todos los originales. Por calidad, porque me gustaba y porque quedaba mucho mejor».
Una vez apreciada la magnitud del éxito del Rastro es mucho más sencillo apreciar el fracaso comercial que suponía para estudios y distribuidores. Para Microhobby fue un problema capital casi desde el primer número. La popular revista hizo varios llamamientos para condenar la práctica y para concienciar a los jugadores de que, si no compraban originales, no habría manera de mantener la incipiente producción de juegos nacionales.
La industria española del videojuego, un recién nacido que apenas gateaba y era capaz de dar dos pasos sobre sus propios pies, corría peligro de muerte casi antes de su nacimiento. De vuelta a lo que he explicado al principio del capítulo, una cosa era afrontar la piratería cuando el videojuego era poco más que un hobby como en los primeros años de Dinamic o Made in Spain y otra bien distinta tener que lidiar con ella cuando cada mes había que pagar facturas, alquileres, nóminas y llenar la cesta de la compra.
Así, a principios de 1987, tras un año de negociaciones, estudios de mercado y demasiados quebraderos de cabeza, Paco Pastor aprovechó la fuerza de ERBE como principal actor de la distribución en nuestro país e hizo, posiblemente, el movimiento clave que permitió crear una industria del videojuego en España a la altura de otros países europeos.