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Depresiones posventa y abandonos en Opera

El 89 marcó, sin duda, el principio del fin de Opera Soft, aunque de buenas a primeras la situación pareciera idílica: el equipo había dejado las famosas oficinas de Ópera en el centro de Madrid para instalarse en un chalet en el barrio de Arturo Soria.

Es hablar del famoso chalet y a Morales se le encienden los ojos. «La primera oficina se nos quedó pequeña y nos fuimos a un sitio que era una chulada, un chalet de dos plantas, en Arturo Soria. Ahí vivíamos bien… ¡no se podía vivir mejor! Teníamos cocinera, una chica que contratamos que se casó con un trabajador de Opera. Ella se encargaba de la oficina, de la limpieza y nos hacía la comida. Por lo tanto, estábamos en nuestra casa. Todos los días a las dos de la tarde, puntualmente, sonaba la campana. ¡Tilín, tilín! Y a comer. En invierno en la cocina, que era enorme; en verano, en el patio. ¡Y qué comidas! ¡Gloriosas! Era nuestra casa».

No sólo Morales babea al recordarlo. Hasta Ruiz, ese tipo tan pragmático y poco amigo de los excesos, en palabras de Gonzo, no puede disimular la mueca de satisfacción al recordar el traslado y sus consecuencias: «Creo que llegamos a ser trece en la empresa en el momento álgido. La ventaja del chalet: teníamos una cocina y había que aprovecharla. Estábamos todo el día. De diez a dos programando como descosidos, bajábamos a comer, nos relajábamos un poco y luego subíamos otra vez. No había horarios, cada uno llegaba a la hora que le daba la gana y se iba a la que quería. Pero se echaban muchísimas horas. En el chalet se vivió bien, era un sitio agradable y la gente se relajaba, sobre todo, por la comida. Todo el día trabajando, metida en el ordenador, y llegabas a comer y había cada burrada. Los días que había tarta…»

Fue en ese chalet donde se dio una de las situaciones más surrealistas que rodearon al estudio. Lo explica Morales: «Conocíamos el Eliza, aquel programa que simulaba mantener una conversación inteligente con el usuario y organizamos un terminal para que la gente pudiera hablar con la máquina. Lo que nadie sabía es que cada vez que alguien se ponía frente a la pantalla, uno de nosotros se escondía en un cuarto, con la espalda pegada a la puerta, para interactuar con quien estuviera al otro lado. Tuvimos que revelar la verdad porque la bola se hizo muy grande e incluso hubo gente decepcionada cuando se enteró de que era mentira».

Al cambio de ubicación había que unir un fichaje de primera línea para completar la ya de por sí lujosa alineación de Opera: Alfonso Azpiri. Después de abandonar Dinamic para pasarse a Topo, el antiguo equipo de Indescomp decidió que el ilustrador podía ayudarles a dar un golpe de efecto —«creo que fui yo el que dijo que fuéramos a por él», apunta Gonzo— y éste se sumó al carro en un periquete, dibujando las carátulas de los dos primeros juegos que lanzaría con la compañía: Ulises y Gonzzalezz.

La medida se puede entender, además de por el golpe de efecto visual, desde el silencio informativo al que se veía sometida Opera en los medios especializados. Si Dinamic había dominado las páginas de las publicaciones desde aquella primera portada de Saimazoom en Microhobby y Topo había tomado el relevo en el 88, las otras dos grandes no veían reflejado su trabajo con el mismo entusiasmo.

Los mismos socios de Opera lo reconocen, aunque atribuyen a diferentes causas este aislamiento que sufría el estudio en comparación con sus congéneres. Para Morales, el problema radicaba en lo poco cuidadas que estaban las relaciones con la prensa: «Parte de la culpa la teníamos nosotros. Éramos raros, porque la gente de Opera era rara. Yo he acabado de director de sistemas, Pedro en un perfil muy técnico. Siempre teníamos buena puntuación en la parte técnica, es cierto, pero teníamos unos grafistas que eran lo que eran. Charlie era un tío muy especial, que no tenía una formación gráfica especial pero que daba ese toque a los juegos. Sí es cierto que no éramos las niñas bonitas de Micromanía y Microhobby, en Micromanía eran duros con nosotros. Lo sabíamos y sabíamos que teníamos parte de culpa. Siempre íbamos pillados en las campañas. ¡Siempre! La mayoría de las veces que enseñábamos un juego no lo llevábamos terminado. ¡El sonido se lo pondremos más tarde! Quitando nuestros dos juegos estrella, Livingstone, Supongo y La Abadía del Crimen, que no se hizo en Opera al principio, los demás sí que fueron castigados».

Gonzo lo tiene más claro. En una de esas sentencias inapelables tan suyas, achaca el poco peso de Opera en los medios al impacto que tuvo entre los jugadores: «Cuando lees el pasado, lees el pasado mercantil. Dejas rastros arqueológicos según hayas impactado en el mercado. Opera fue una pieza imprescindible en ese momento pero era más discreta, no producía tantos juegos. Lo que hicimos fue abrigar el sustento, la base tecnológica de todo el desarrollo».

Morales añade un último punto: la publicidad. Los dos titanes del mercado lo eran, además de por una producción desmesurada de títulos, por ser capaces de llenar páginas y páginas con anuncios de sus títulos. Opera, como Zigurat, era bastante más discreta en este sentido. «Era muy importante la publicidad que ponías en las revistas. El dinero que te gastabas en una revista era una contrapartida. No tenía color. Coge las revistas y mira la publicidad de Opera… nos ganaban con diferencia. Me miro al ombligo y siempre llegábamos con los juegos sin acabar. Si ves el perfil de Opera, Ernesto era el único comercial. Pablo, de Dinamic, era un tío de empresa, se dedicaba a eso. Nosotros no teníamos a nadie específico con los conocimientos de Pablo que nos defendiera los juegos, que los peleara. Estábamos en el laboratorio haciendo lo que nos gustaba. Porque lo que hacíamos en ese tiempo era pasárnoslo de puta madre», afirma.

Mot imitó el estilo visual del cómic para algunas de sus fases.

Y eso fue lo que Opera siguió haciendo durante el 89, pasárselo de puta madre. El año se cimentó sobre dos títulos que debían ser capitales para el buen funcionamiento de las cuentas internas: Mot y Livingstone, Supongo 2.

El primero nació fruto de la colaboración con Azpiri. El dibujante vivía por aquel entonces uno de los momentos de su carrera y había llegado hasta las páginas de El Pequeño País, el suplemento infantil de los fines de semana de El País. Lo hizo con una historia creada junto a Ignacio Moreno en la que narraba las peripecias de un monstruo de barriga cervecera capaz de abrir puertas interdimensionales y de Leo, un adolescente con los problemas habituales de su edad.

Mot, además, nació con una idea revolucionaria para el momento: hacer del título una traslación casi literal del cómic, trasladando el juego de viñetas al monitor. «Hay alguno que no se me atribuye a mí y lo he hecho yo —recuerda Morales—. Por ejemplo, Mot. Me apetecía hacer ese sistema que luego fue mucho trabajo, el de cómic, que Mot siempre lo está abriendo. Muy penoso, pero adictivo».

Opera apostó fuerte por Mot. La historia había llegado a El Pequeño País y parecía una apuesta segura, pero el mercado no respondió como debería.

Con la idea en mente, y con Azpiri como colaborador habitual desde unos meses atrás, fue la propia Opera la que vio el filón después de leer las historias del dibujante en el suplemento de El País: «Ellos me lo pidieron —señala Azpiri—. Había alcanzado mucho éxito en el periódico y querían adaptarlo[202]».

El juego mezclaba una adaptación literal del cómic, implementando un sistema de viñetas al estilo del Hulk de Ang Lee, con otras fases de estilo arcade más clásicas y, por qué no decirlo, mucho más convencionales que las que se basaban en el tebeo. Con todo, Mot fue uno de esos juegos originales como pocos, que sólo por ello merece su lugar en esta historia. Eso sí, las críticas fueron desmesuradamente buenas en su día.

Pero al enorme éxito crítico, Opera sufrió un batacazo considerable en las ventas. No tanto en las iniciales, sino en las devoluciones que llegaban a los pocos meses desde los grandes almacenes. Lo explica Pedro Ruiz: «Con Mot tuvimos muchos problemas financieros. Nos devolvieron cantidad de juegos. Produjimos muchos, porque nos habían pedido 12.000 o 15.000 y luego llegaron las devoluciones, que nos llegaban a nosotros. El Corte Inglés no quería saber nada, el distribuidor tampoco y al final las asumías tú».

Antes de llegar a las consecuencias que tuvo el batacazo de Mot, que se sintieron a partir del 90, nos queda mucha tela que cortar. Porque si Mot fue la apuesta principal y la gran novedad, Opera optó por un valor ya conocido para jugar sobre seguro en la campaña navideña: Livingstone, Supongo 2.

Con el paso de los años, y ante la incipiente crisis, los estudios españoles decidieron rescatar viejas glorias para animar a los compradores a revivir tiempos mejores. Livingstone, Supongo 2, fue uno de estos casos aunque Morales descarte que la secuela estuviera planteada cuando se programó el primero: «No había ninguna intención de repetirlo. Malditas las ganas que yo tenía, ¡ninguna! El segundo se hizo porque no encontrábamos un guión. La Abadía del crimen y Livingstone, en la salida, nos marcaron mucho».

Esa marca, ese recuerdo, ese lugar que se habían ganado en el corazoncito del jugón, al que habían puteado de mala manera en el primer Livingstone, fue el que llevó a Morales y a Opera a embarcarse en una segunda aventura de corte muy similar a la primera: «No tenía nada mejor que hacer, intenté aprovechar el tirón y mejorar un poco los gráficos. El primer Livingstone terminaba como terminaba, sin ninguna intención de nada, por mucho que digan que tenía en mente el segundo. ¡De eso, nada!».

La secuela de Livingstone, Supongo era un producto excepcional pero carecía de la frescura del primero.

Entonces, ¿por qué se dio el visto bueno al proyecto? «Sucedió como con todas las secuelas en el mundo. Livingstone funcionó muy bien incluso fuera de España, aunque no ganamos dinero porque nunca llegamos a cobrar royalties. Se hizo la secuela porque, aunque tuvieras ideas, el mercado se comenzaba a inundar. Se te ocurría una y ya la había hecho Dinamic. Se te ocurría otra, la estaba haciendo Topo. Se te ocurría otra y… Era así, te lo prometo. Y llegaba la última novedad y decías, ¡si se me acaba de ocurrir!».

Como ya ha dicho Morales, la secuela se hizo teniendo en mente el original y respetando las bases que éste había sentado: aventuras, una gran dificultad, un apartado técnico sensacional y mucha mala leche granadina.

El problema de Livinsgtone, Supongo 2 era su antecesor, porque esta segunda entrega, lo ha explicado Morales, era un calco de la primera con algunos retoques. Lo que hacía un par de años había sido la releche, ahora no dejaba de ser un título simpático pero que no aportaba una gran mejora a lo que ya existía.

Pero no solo de Mot y de la aventura africana vivió Opera durante el 89. El equipo, como los grandes estudios ya tenían por norma, dividió el curso en dos grandes bloques. La apuesta durante el periodo primaveral la representaron Ulises y Gonzzalezz, las dos primeras portadas de Azpiri para Opera.

Ulises era la carta de presentación de Comix en Opera, un grupo de desarrollo que después de haber publicado varios títulos, consiguió convencer al estudio para editar bajo su sello. La primera colaboración fue un arcade correcto y poco más, basado en las aventuras de La Odisea. Gonzzalezz sí que fue un programa hecho desde la misma Opera, un título de doble carga que mezclaba plataformas con un arcade más convencional.

Pese al bajón propio de ventas originado por los meses de verano, Opera mantuvo presencia en el mercado con propuestas no tan ambiciosas. Porque la firma también apoyó la salida del Gunstick con Trigger, Solo y Guillermo Tell.

Los dos primeros, obra de Pedro Ruiz, eran exclusivos para jugar con el arma de plastiquete. Ruiz recuerda que el Gunstick era presa de la misma enfermedad que sufría cualquier pieza de hardware en aquel momento: sin juegos que lo apoyaran, no se iba a ninguna parte.

«No vendía nada si no venía con juegos. Nos encargaron varios, nos dieron el hardware, los hicimos y los vendimos. No los distribuíamos, los vendíamos al fabricante de las pistolas y ellos lo añadían dentro del paquete».

La troika la completó Guillermo Tell, creado por Comix, un arcade algo diferente, ya que en lugar de luchar por nuestra vida debíamos defender al protagonista del juego, Guillermo Tell, de todas las amenazas que poblaban el monitor.

Ya lo dice el refranero, no hay dos sin tres. Lo mismo debió pensar Comix, que en tiempo récord, después del desarrollo de Guillermo Tell, lanzó Corsarios en octubre, inaugurando así la campaña navideña que completaron los citados Mot y Livinsgtone, supongo 2. Corsarios era un beat ‘em up de los que se comenzaban a estilar en medio planeta ambientado en el mundo de la piratería. No fue precisamente el mejor de los lanzamientos navideños, aunque también es cierto que la competencia era más que considerable.

De vuelta a los motivos que hicieron del 89 un mal año para Opera, hay uno todavía más importante que las devoluciones de Mot. Al golpe económico, y que presagiaba la crisis que estaba a punto de aterrizar, se unió otro a la línea de flotación del grupo humano: Paco Suárez se desligaba del estudio. «Al contrario de lo que crees, a Paco Suarez le encantan los videojuegos pero cuando estaba en Opera hizo… Cosa Nostra. Luego se dedicó a las herramientas con las que trabajábamos, que eran suyas», explica Morales.

El mismo Suárez da las razones de su marcha: «Estábamos inmersos en la famosa crisis, o más bien se veía venir. No estaba muy de acuerdo en el inmovilismo. No estábamos de acuerdo con la bajada de precios pero aquello no fue el problema. El problema fue que no invertimos nosotros, no subimos la apuesta. Venían máquinas más potentes y los juegos tenían que ser más costosos de desarrollar, tenías que meter mucho más contenido, dedicar más tiempo, más recursos, más gente. Más inversión, en definitiva. Nosotros no lo hicimos, seguíamos haciendo portings de Z80 a las máquinas de 16 bits. De hecho, hice un par de programas que traducían el código fuente de ensamblador de 8 bits a los lenguajes de ensamblador de 16, a Motorola o a Intel. Lo hacíamos tal cual, el mismo juego. Los lanzamos en PC, en Atari, sin aprovechar la capacidad que tenía. Eso era un desastre y yo no estaba de acuerdo. Me decían que necesitábamos más dinero, un dinero que no teníamos. Invertíamos todo lo que ganábamos. El mercado español, que era nuestro principal sustento, tampoco daba para invertir diez veces más, que era lo que calculábamos que hacía falta para los juegos de la siguiente generación. Tampoco había, como hoy, fondos de capital riesgo con lo que no había una salida».

Ante la inminente llegada de una nueva época en la que los métodos de trabajo tradicionales no valían, Suárez tuvo claro que debía evolucionar o morir: «Dejó de ser divertido porque era hacer lo mismo sin saltar a otra liga o a otra fase. Si hubiésemos hecho esta revolución, porque era una revolución lo que hacía falta; si hubiésemos sido capaces, no sé si hubiéramos querido; y si lo hubiésemos hecho, habría sido divertido de nuevo. Pero con otra dinámica, ya no sería el equipo de dos o tres personas sino que habría que cambiar a un sistema mucho más profesional, de equipos más profesionalizados, mejor dirigidos, más grandes, con mucha más gente. Nos tocaba pasar de programadores a directores de proyectos. Creo que hubiera sido divertido, pero habríamos cambiado».

Sin uno de sus fundadores y con unas perspectivas de futuro no muy halagüeñas tras las ventas de Mot, Opera encaraba una nueva década con un cambio de mentalidad en la que iban a primar los deportes y en el que se iban a acumular los problemas por la fuga de talentos. El barco se hundía poco a poco.