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La franqueza de ser importante

La simetría me calma. La falta de simetría me vuelve loco.

Yves Saint Laurent

Tiempos especiales y lugares especiales

No hay un Paralelo de Latitud, pero habría sido el Ecuador si hubiese tenido sus derechos.

Mark Twain

Nicolás Copérnico ha prestado su nombre a toda una filosofía del mundo. En ciencia, una «visión anticopernicana» es una descripción peyorativa de una forma de pensar que presupone la posición central de la humanidad. En astronomía se suele hablar del «Principio» copernicano para dotar de prestigio a la idea de que debemos asumir siempre que nuestra posición en el universo no es especialmente privilegiada. En lugar de pensar que la Tierra es el centro del universo, como los antiguos, debemos asumir que el universo es más o menos parecido en todas partes, y construir nuestras teorías de acuerdo con ello. Por tanto, se espera que la Tierra sea un planeta típico orbitando una estrella típica en una típica galaxia del universo.

Aunque apartar la Tierra y la humanidad del centro del universo es una lección general importante para los científicos, nos hemos dado cuenta de que contiene sus propias dificultades si se reivindica con un exceso de afán. Aunque no tenemos motivo alguno para esperar que nuestra posición en el universo sea especial en todos los sentidos, nos engañaríamos si supusiéramos que no puede serlo en ningún sentido.

Ahora sabemos que la vida solo puede existir en lugares del universo que posean determinadas características: es obvio que no podríamos existir en el centro de una estrella, en donde ni siquiera los átomos pueden sobrevivir, o en una región del universo en la que la densidad de materia es demasiado baja para que se formen estrellas[26]. Si los lugares «típicos» del universo son los que tienen un entorno que no permite el desarrollo y la persistencia de la vida, entonces no podemos encontrarnos en una situación típica. Esta moderación simple de la perspectiva copernicana desempeña un papel crucial en la comprobación de las predicciones de la cosmología moderna[27].

La ubicación no lo es todo, como dicen los agentes inmobiliarios. También debemos tener en cuenta nuestro lugar en la historia. Si las propiedades globales del universo cambian con el tiempo (por ejemplo, se calienta o se enfría al envejecer), quizá hallemos que las estrellas, los planetas y la vida solo pueden existir durante intervalos específicos de la historia cósmica. Este tipo de sesgo está vinculado a una de las características más significativas del universo en expansión que observamos en nuestros días. El universo parece muy viejo, porque los bloques de construcción de la complejidad química, los núcleos de elementos como carbono, nitrógeno y oxígeno se fabrican en las estrellas mediante un lento proceso de combustión nuclear que culmina en una explosión de supernova que esparce por el espacio estos elementos de soporte de la vida. Con el tiempo, estos ingredientes encuentran su camino hacia los planetas y hacia las personas como tú o yo. Este proceso de alquimia estelar tiene un recorrido de miles de millones de años. Así que no debe sorprendernos hallar que nuestro universo es tan viejo. No podríamos existir en un universo significativamente más joven: no habría habido tiempo para generar los bloques constituyentes necesarios para dar lugar a la complejidad de la vida.

En el futuro, llegará un momento en que la última de las estrellas agote su combustible nuclear y «muera», colapsando en un resto de gran densidad que se enfriará eternamente, o en un agujero negro. Quizá eso signifique que llegará un momento en que ninguna vida podrá sobrevivir en el universo. Para algunas personas, este estado de cosas es muy insatisfactorio, así que creen que la vida nunca se extinguirá[28]. Desde luego, la vida tal como la conocemos (bioquímica y basada en el carbono) no puede sobrevivir de forma indefinida. Pero si miramos en la dirección de la evolución de nuestra tecnología, hay esperanza. La continua miniaturización permite ahorrar recursos, aumentar la eficiencia, reducir la polución y sacar provecho de la notable flexibilidad del mundo cuántico. Puede que civilizaciones muy avanzadas en otros lugares del universo se hayan visto forzadas a seguir este mismo camino tecnológico. Sus sondas espaciales a nanoescala, sus máquinas de escala atómica y nanoordenadores, serían imperceptibles para nuestros bastos métodos de exploración del universo. También expulsarían una cantidad reducida de desechos energéticos, dejando muy poco rastro. Quizá este sea el camino evolutivo que haya que seguir para poder sobrevivir en el futuro más lejano.

Leyes democráticas

Una ley para todos

Ley romana

Después de Copérnico, la imagen heliocéntrica de nuestro sistema solar se refinó gradualmente hasta llegar a ser descrita matemáticamente por una nueva teoría del movimiento y la gravedad creada por un joven de Lincolnshire llamado Isaac Newton (1643-1727). La ley de la gravitación y las tres leyes del movimiento de Newton dominaron la forma de entender el mundo de los físicos e ingenieros durante casi 250 años, y transformaron las anteriores descripciones visuales del movimiento en una matemática y precisa. Proporcionaron ecuaciones («leyes» de cambio) cuyas soluciones (los «resultados» de esas leyes) predecían satisfactoriamente lo que podríamos ver en cada momento, los movimientos de la Luna y de los planetas. Una de esas predicciones fue que la órbita de un planeta alrededor del Sol no será circular, como había supuesto Copérnico, sino elíptica, con el Sol situado en uno de los focos de la elipse (Figura 2.1).

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FIGURA 2.1. Órbita elíptica exagerada de un planeta, mostrando la ubicación del Sol en un foco de la elipse.

Las tres leyes del movimiento de Newton se pueden expresar de la siguiente forma:

Primera ley: los cuerpos sobre los que no actúa ninguna fuerza seguirán en reposo o en movimiento a velocidad constante en línea recta.

Segunda ley: el ritmo de cambio del momento de un cuerpo es igual a la fuerza que se aplica sobre él.

Tercera ley: para toda fuerza hay una fuerza de reacción igual y opuesta.

Estas leyes ocultan numerosas ideas notables. La primera hace referencia a los cuerpos sobre los que no actúa «ninguna fuerza». Pero ¿alguien ha visto alguna vez un cuerpo así? Se trata de una idealización que Newton reconoce como punto de referencia fundamental. En el pasado, la mayoría creía que los cuerpos sobre los que no actúa ninguna fuerza simplemente reducen su velocidad y se detienen. Pero Newton se dio cuenta de que esta reducción la causaban otras fuerzas, como la fricción y la resistencia del aire. Newton era plenamente consciente de todas las fuerzas en juego en una situación determinada, y era capaz de imaginarse lo que sucedería si ninguna de ellas actuase, una situación completamente idealizada.

Cuando Newton habla de cuerpos en movimiento o en reposo, podemos preguntar: «¿En reposo respecto a qué?». De hecho, él refiere todos los movimientos a un escenario espacial imaginario indicado por las estrellas distantes que supone inmutable e inmóvil, que se dio en denominar «espacio absoluto». Las leyes de Newton dictaban el movimiento de los objetos y cumplían su misión en ese escenario. Nada de lo que pudiesen hacer podía cambiar el tejido de ese escenario.

Newton se dio cuenta de que únicamente actores especiales de esta escena cósmica podrían ver la verdad de sus leyes. Tendrían que moverse sin acelerar ni girar con respecto a las estrellas distantes que fijaban su inmutable espacio «absoluto». Supongamos que un astronauta mira por la ventana de una astronave en rotación. Lo que verá serán las estrellas girando en la dirección contraria a la del giro de su nave. Estas estrellas estarán girando en círculos y, con respecto a él, están acelerando, pero no hay fuerza alguna que actúe sobre ellas. Entonces, para el astronauta en rotación, la primera ley de Newton no se cumple, y la forma de la segunda ley que él deduciría sería más complicada[29].

Las formulaciones de Newton de sus leyes del movimiento destacan la existencia de una especie de principio copernicano para las leyes de la Naturaleza, además de para sus resultados. Exigían observadores especiales, para los que las leyes del movimiento tenían un aspecto más simple que para todos los demás. Pero sin duda las verdaderas leyes de la Naturaleza, correctamente expresadas, deben tener el mismo aspecto para todos los observadores, sea cual sea su movimiento o su posición. Nadie debería gozar del privilegio de hallarlas más simples que todos los demás.

Armados con las leyes de Newton, los físicos y astrónomos podían intentar averiguar el sentido de todos los movimientos que veían en los cielos. Podían intentar comprender las distribuciones de las estrellas, y cómo las cosas habían llegado a ser como eran a partir de un simple comienzo. Les faltaba el poder de los telescopios de los que disponemos hoy, de modo que el ámbito de su paisaje cósmico era limitado. Sin embargo, poco a poco construyeron descripciones que explicaban la distribución de las estrellas, y vincularon estas imágenes astronómicas con lo que sabían sobre física y movimiento. Y lo más importante: empezaron a reflexionar sobre lo que las leyes de Newton podían decirnos sobre la forma en que el universo cambia.

El universo cambiante

Redondo como un círculo en una espiral. Como una rueda dentro de una rueda

Alan y Marilyn Bergman

En los siglos posteriores a Newton, nuestra percepción del ámbito y la escala del universo no dejó de crecer. Thomas Wright (1711-1786), un relojero, astrónomo autodidacta, topógrafo y arquitecto de Durham, en el norte de Inglaterra, fue el primero en querer obtener una imagen detallada de la Vía Láctea, la banda de estrellas, gas, polvo y luz conocida y admirada por todos los que habían estudiado los cielos desde la antigüedad[30]. Wright reconoció que las pruebas que ofrecían los primeros telescopios mostraban que las estrellas no estaban esparcidas aleatoriamente por el cielo, sino que mostraban unos distintivos patrones de acumulación de los que nosotros formábamos parte, mirando hacia fuera desde uno de esos cúmulos. ¿Cuál era el modelo tridimensional real que daba a la Vía Láctea el aspecto que observábamos?

Wright proponía dos posibilidades. En la primera imaginaba un cúmulo de estrellas en un disco de anillos planos —como los que conocemos de Saturno— girando alrededor del centro de la Vía Láctea. El centro era el «centro de la creación», en el que «todas las leyes de la naturaleza tienen su origen». La segunda posibilidad era que las estrellas estuviesen dispuestas como si ocupasen la superficie de una esfera. La Vía Láctea sería una tajada de esta cáscara, reflejando el hecho de que no nos hallábamos cerca del centro de la galaxia (véase Figura 2.2a).

Pero la imaginación de Wright aún iba más allá. No veía razón alguna para que solo hubiese una de estas colecciones de estrellas. Imaginaba un número incontable de ellas por todo el universo; cada una de ellas sería un centro de estrellas creadas en forma de esfera, en algunos casos, o de disco en otros. Las tenues imágenes en el cielo nocturno le sugerían que todas ellas podían ser Vías Lácteas en una «infinita inmensidad […] no distinta del universo conocido», que se muestra en la Figura 2.2b.

Wright ponía mucho énfasis en las descripciones poéticas y gráficas del universo: dibujó un gran plano (3 × 2 metros) del universo en el que ilustraba una gran gama de fenómenos astronómicos, como los eclipses y las órbitas de los cometas. La mención de soles y otros mundos en el Paraíso perdido de John Milton le sirvió de inspiración para concebir un universo infinito de sistemas solares, cada uno de ellos con su propio sistema de planetas orbitando alrededor de su estrella central. Para Wright, nuestro Sol suponía la existencia de otros soles, y la Tierra debía de ser uno de muchos planetas. Sus estimaciones eran que debían de existir más de 3 888 000 estrellas en la Vía Láctea, y «60 000 000 de mundos planetarios como el nuestro», aunque esto solo es una pequeña parte del cielo nocturno.

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FIGURA 2.2. (a) El modelo de Thomas Wright de la galaxia Vía Láctea, en el que las estrellas están uniformemente distribuidas en una porción de espacio en forma de disco. (b) El universo interminable de Wright, que contiene un número infinito de galaxias que parecen burbujas en el espacio infinito. Ambas ilustraciones están tomadas de su libro de 1750, An Original Theory of the Universe.

Las especulaciones y los modelos construidos por Wright supusieron una importante extrapolación del énfasis copernicano en nuestro sistema solar, con la finalidad de armonizar con un universo mayor. La idea de que el universo estaba poblado por un inmenso número de galaxias (o «universos isla»), de las que nuestra Vía Láctea no es más que una, no logró ser aceptada hasta 1921, después del famoso debate público entre el astrónomo norteamericano Heber Curtís y Harlow Shapley, en el Smithsonian Institution de Washington DC, sobre el hecho de que las nebulosas espirales observadas en el cielo nocturno eran en realidad distantes galaxias como la nuestra. Shapley, que no convenció a los astrónomos de la época, argumentaba que la Vía Láctea constituía todo el universo.

Irónicamente, el visionario trabajo de Wright se recuerda principalmente por los desarrollos posteriores de otros científicos, que estaban mejor equipados para dotarlo de más sustancia. Wright no hizo ninguna otra contribución útil a la astronomía observacional, ya que pasó a seguir una carrera en arquitectura[31], pero uno de los más perspicaces de entre sus jóvenes lectores quedó fascinado por la imagen del universo que Wright había creado. En 1751, a la edad de 27 años, Immanuel Kant leyó una versión relatada (y no totalmente fiable) del trabajo de Wright en un periódico de Hamburgo. Cuatro años más tarde, como respuesta, escribió una explicación anónima del universo, titulada Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, que tuvo una distribución muy limitada debido a que los editores quebraron y las copias impresas acabaron en manos de los alguaciles. Salió a la luz un siglo más tarde, cuando Hermann von Helmholtz llamó la atención sobre ella a los astrónomos en una conferencia pública, en Alemania[32].

Kant hizo suya con entusiasmo la imagen de Wright de la Vía Láctea, sugiriendo que sus anillos de estrellas eran en realidad un disco de estrellas en rotación en el que la atracción de la gravedad hacia dentro quedaba compensada por la fuerza de reacción a su rotación alrededor del centro de la galaxia, hacia fuera. Sin la gravedad, el disco de estrellas se dispersaría; sin la rotación, las estrellas se desmoronarían sobre sí mismas. Todas las nebulosas[33] que los astrónomos podían ver mediante sus telescopios, sostenía Kant, eran también discos de estrellas en rotación.

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FIGURA 2.3. Immanuel Kant (1724-1804).

Esta similitud en el universo entero era un reflejo de la universalidad de las leyes de gravedad y movimiento de Newton. Los sistemas de estrellas variaban únicamente en su brillo aparente, reflejando así las distintas distancias respecto de nosotros. Sus distintos patrones en el cielo se explicaban por sus diferentes orientaciones con respecto a nuestra línea de visión (de forma parecida a mirar una pelota de rugby desde distintos ángulos). Kant iba entonces un poco más allá, buscando patrones que cabía la posibilidad de que existiesen. Si las estrellas estaban acumuladas en galaxias como la Vía Láctea, quizá esas galaxias se reunían en grandes cúmulos de galaxias, que a su vez se reunían en cúmulos de cúmulos, y así eternamente. Este esquema no parece del todo coherente, ya que exigiría que las galaxias girasen alrededor del centro de su cúmulo para formar discos, y estos cúmulos formar también grandes discos en rotación, pero era un intento brillante de utilizar las leyes de Newton para comprender las estructuras del universo más allá de nuestro sistema solar[34].

La característica más sorprendente de la imagen del universo de Kant era que se trataba de un universo en evolución: era un cosmos que cambiaba con el tiempo a medida que las estrellas iban y venían[35]. Su universo tenía una extensión infinita, de modo que carecía de un verdadero centro, pero en él podía haber lugares especiales, destacados por el hecho de que, en ellos, la densidad era la más alta: nuestro sistema solar se hallaba en uno de esos lugares. La vida y la organización se percibían propagándose hacia fuera desde el centro, como una onda esférica que dejaba nuevos mundos tras el paso de su estela. A cada escala se formaban nuevas estructuras, que se mantenían en equilibrio por el balance entre la fuerza de la gravedad que las atraía hacia el centro y la fuerza centrífuga de rotación que las empujaba hacia fuera, como sucedía en la Vía Láctea[36]. Mientras que el frente de esta onda estaba repleto de otros sistemas solares, la cola estaba poblada de mundos muertos que habían agotado sus recursos y se deterioraban (Figura 2.4). La evolución de nuevas y fructíferas estructuras tiene lugar en el exterior del frente de expansión, la frontera creativa del universo de materia. El material viejo y deteriorado de la región central es un residuo de las primeras estructuras que se formaron. Pero no es únicamente un cementerio cósmico. Este material podía reorganizarse y reciclarse para crear las estrellas y sistemas planetarios ordenados del futuro, como un «Fénix de la Naturaleza», y así el universo continuaría eternamente. En palabras de Kant: «La creación nunca está terminada ni completa. De hecho, empezó una vez, pero ya nunca cesará» y «Los mundos y los sistemas perecen y son deglutidos en el abismo de la eternidad, pero al mismo tiempo la creación está siempre ocupada construyendo nuevas formaciones en los cielos y compensando con creces las pérdidas»[37].

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FIGURA 2.4. El universo en evolución de Kant constaba de un número infinito de cáscaras en expansión como esta, en las que el borde frontal de cada cáscara produce estrellas que se apagan gradualmente.

Kant veía todo esto como parte de un Plan divino, en el que Dios se dedica a la incesante creación de nuevos y mejores mundos. Toda la vida conocida tiene una duración finita, y no podemos esperar quedar exentos de esta ley. Sin embargo, la riqueza de la Naturaleza es inagotable, y permite que «nuevos mundos y sistemas se aparten del escenario del universo, una vez interpretado su papel» y se exploren gradualmente nuevas combinaciones de materia.

Kant identifica lo que llama «una cierta ley» que produce ciclos en los que primero se degradan las estructuras más viejas, mientras se forman nuevas estructuras. Así, «el mundo desarrollado está atrapado entre las ruinas de la naturaleza que ha sido destruida y el caos de la naturaleza que aún no se ha formado».

En un punto posterior de su carrera, Kant pasaría de la astronomía y la física newtoniana a la filosofía crítica del conocimiento que lo convirtió en uno de los más famosos filósofos del mundo. En su Crítica de la razón pura de 1787 presentó importantes distinciones entre la realidad y la percepción de la realidad. Debemos distinguir entre la verdad objetiva y la verdad que nuestras mentes, con sus particulares categorías de pensamiento, pueden comprender. Comparó el impacto de sus argumentos filosóficos con la revolución copernicana que había tenido lugar en la astronomía:

Hasta ahora las personas han asumido que todo nuestro conocimiento debe orientarse a los objetos […] [Pero] ahora nos gustaría mejorar nuestro progreso en los proyectos de la metafísica asumiendo que son los objetos los que deben estar orientados a nuestro conocimiento […] Seguimos así la misma línea principal del pensamiento de Copérnico. Cuando no pudo avanzar en la explicación de los movimientos de los cielos suponiendo que toda la miríada de estrellas del cielo giraban alrededor del observador, trató de llegar a un resultado satisfactorio dando la vuelta a esta hipótesis, es decir, dejando que fuera el observador el que girase y manteniendo las estrellas en reposo. Podemos tratar de llevar a cabo un proceso similar en metafísica en lo que respecta a la intuición de los objetos[38].

Para Kant, la verdad absoluta de las cosas era incognoscible. Solo era posible aprehender una parte de ella, condicionada por nuestras categorías de pensamiento[39].

La hipótesis nebular

Siempre está oscuro. La luz se limita a ocultar la oscuridad.

Daniel K. McKiernan

Kant aportó también una contribución a la más importante de las teorías cósmicas rivales. En su Teoría del cielo de 1755 esbozó otro escenario en el que el sistema solar se formaba de una nube giratoria de gas y escombros. Esta idea la desarrolló de una forma mucho más precisa el astrónomo francés Pierre Laplace (1749-1827) en su célebre libro Exposition du système du monde, publicado en 1796. Este relato extremadamente ameno de sus ideas acerca de la naturaleza del universo tuvo un gran impacto en la vida intelectual de Francia (y posteriormente, de toda Europa).

Laplace era una figura principal en Francia, consejero científico de Napoleón y distinguido astrónomo, matemático y físico. El Emperador acabó incluso nombrándolo marqués. También era un apasionado racionalista que pretendía mostrar que era posible explicar cómo los planetas llegaron a existir sin necesidad de intervención sobrenatural alguna. En el último capítulo de su libro explicaba los orígenes del sistema solar a partir de una nube de material en rotación y en contracción, material del que se habían formado un conjunto de planetas que orbitaban en el mismo plano alrededor de un Sol en posición central, y que giraban alrededor de su eje en el mismo sentido[40]. Esta imagen se conocía como «hipótesis nebular» de Laplace, y se generalizó entre los astrónomos, que ahora creían que cualquier glóbulo de luz en el cielo nocturno era un sistema planetario en formación. Este escenario era muy distinto del de Wright, que identificaba esas manchas de luz como galaxias enteras similares a la Vía Láctea, cada una de ellas con miles de millones de estrellas y sistemas planetarios.

La concepción del marqués de Laplace se convirtió en el modelo estándar del universo en la época victoriana. En 1890, la principal historiadora de la astronomía de la época, Agnes Clerke, llegó incluso a sostener que:

Es razonable decir que ningún pensador competente […] puede en estos tiempos afirmar que cualquier nebulosa es un sistema estelar de categoría coordinada con la Vía Láctea. Se ha llegado a una razonable certidumbre de que todo el contenido, estelar y nebular, de la esfera forma parte de una colosal acumulación[41].

El universo Victoriano era una gran noria de estrellas que formaban la Vía Láctea. La idea de que cualquiera de esos puntos de luz en el firmamento nocturno podía ser una galaxia externa por derecho propio era un concepto que languidecía temporalmente.

La vida en un universo eduardiano

¿Por qué estamos aquí? Porque no estamos allí.

New Tricks[42]

Alfred Russel Wallace (1823-1913) fue un gran científico del siglo XIX que actualmente recibe menos crédito del que merece por descubrir que los organismos vivos evolucionan a través de un proceso de selección natural. Por suerte para Charles Darwin, que había estado pensando en esa misma idea y reuniendo pruebas de forma independiente durante mucho tiempo, Wallace le escribió para contarle sus ideas en lugar de limitarse a publicarlas en la literatura científica, y las teorías de selección natural de Wallace y Darwin se dieron a conocer públicamente al mismo tiempo. Wallace estaba interesado en física, astronomía y ciencias de la tierra, y llevaba mucho tiempo apoyando a Darwin como colega, suministrándole especímenes de lugares lejanos para su trabajo. En 1903, con el título El lugar del hombre en el universo, Wallace publicó un amplio estudio de los factores que hacen de la Tierra un lugar habitable, y de las conclusiones filosóficas que se pueden deducir a partir del estado del universo[43].

Wallace quedó impresionado por el simple modelo cosmológico que Lord Kelvin[44], el principal científico británico de la época y presidente de la Royal Society (1890-1895), había desarrollado a partir de la ley de la gravitación de Newton para explicar el destino de las inmensas nubes de materia en el universo. Los intereses de Kelvin eran extremadamente amplios, y los inició con precocidad: a partir de los diez años empezó a asistir a clases en la Universidad de Glasgow, y solo tenía quince años cuando ya escribía importantes documentos de investigación sobre la estructura de la Tierra. Desarrolló nuestra comprensión de la conservación de la energía y de las leyes de la termodinámica, e introdujo la escala de temperatura absoluta, pero su intervención fue también crucial en la creación y operación del primer cable telegráfico submarino transatlántico, en 1858. También tuvo tiempo de inventar un grifo de agua estándar, crear la bomba de calor utilizada para calefacción central y aire acondicionado y jugar un papel fundamental en el diseño de los primeros ferrocarriles eléctricos.

Cuando decidió fijarse en los universos, la mente de Kelvin no fue menos penetrante. Kelvin fue capaz de demostrar que la gravedad provocaría la implosión de una gran bola de materia hacia su centro. La única forma de evitar precipitarse hacia el centro era orbitar a su alrededor, como Kant había propuesto. El modelo de Kelvin contenía cerca de mil millones de estrellas del mismo tamaño que el Sol, de forma que su fuerza gravitatoria crearía movimientos estelares a las velocidades que podíamos observar en nuestra cercanía del universo[45].

El universo de Kelvin, dibujado por Wallace, se muestra en la Figura 2.5[46]. Lo más fascinante de su comentario del modelo de universo de Kelvin es que adopta una actitud superficialmente no copernicana, porque percibe que algunas zonas del universo son más propicias a la presencia de vida que otras, y que por tanto estamos cerca del centro de las cosas, aunque no exactamente en él.

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FIGURA 2.5. El universo de Lord Kelvin dibujado por Alfred Russel Wallace en 1903, con el sistema solar situado lejos del centro.

En el modelo cosmológico de Kelvin, la materia caería hacia las regiones centrales, en donde se halla la Vía Láctea, y se fusionaría con otras estrellas que ya se hallaban allí, generando calor y manteniendo la producción de energía a lo largo de inmensos períodos. Vale la pena citar en su totalidad la explicación de Wallace acerca del vasto tamaño del universo:

Hemos hallado una explicación adecuada de la duradera y continua capacidad de emisión de luz y calor de nuestro sol, y probablemente de muchos otros en una posición similar en el cúmulo solar. Estos soles empiezan por acumular una masa considerable a partir del lento movimiento de la materia difusa de las regiones centrales del universo original; pero en un período posterior se reforzarían por la llegada permanente de materia desde las regiones exteriores, a unas velocidades tales que ayudarían a producir y mantener la temperatura necesaria para un sol como el nuestro, durante los prolongados períodos que exige el desarrollo continuo de la vida. La enorme extensión y masa del universo original de materia difusa (postulado por Lord Kelvin) es entonces de la máxima importancia en lo que respecta a este producto último de la evolución, porque sin ella las regiones centrales, comparativamente lentas y frías, podrían no haber sido capaces de producir y mantener la energía necesaria en forma de calor; la acumulación de la mayor parte, con diferencia, de su materia en el gran anillo giratorio de la galaxia fue igualmente importante, a fin de impedir una entrada demasiado grande y demasiado rápida de materia hacia esas regiones favorecidas […] Porque [en] aquellos [planetas alrededor de estrellas] cuya evolución material ha sido más rápida o más lenta no ha habido, o no habrá, tiempo suficiente para el desarrollo de la vida[47].

Wallace percibe la conexión entre estas peculiares propiedades globales del universo y las condiciones necesarias para que la vida evolucione y prospere:

Podemos vislumbrar la importancia de todas las propiedades del universo estelar para el desarrollo apropiado de la vida, a saber: sus vastas dimensiones, la forma que ha adquirido en el imponente anillo de la Vía Láctea y nuestra posición cercana a su centro, aunque no exactamente en él[48].

También ve que este proceso de llegada de materia y generación de energía solar a partir de la energía gravitatoria será muy probablemente entrecortado, con largos períodos de entrada de la materia que impulsa el calentamiento de las estrellas seguidos de generación neta de calor y subsiguiente enfriamiento, un período que estamos empezando a experimentar.

Wallace completa su explicación de las condiciones cósmicas necesarias para la evolución de la vida cambiando su foco de atención a la geología y a la historia de la Tierra. En estos campos ve una situación mucho más complicada que en astronomía. Wallace se da cuenta de los numerosos accidentes históricos que han marcado el recorrido evolutivo que ha llegado a la vida humana, y opina que es «improbable en grado sumo» que toda la colección de propiedades que han propiciado la evolución de la vida se den en otro lugar. Esto le lleva a especular que:

Un universo tan vasto y complejo como el que sabemos que existe a nuestro alrededor puede haber sido totalmente imprescindible […] para producir un mundo exactamente adaptado en todos y cada uno de sus detalles para el desarrollo ordenado de la vida que ha culminado en el hombre[49].

Wallace sentía aversión psicológica por la idea de un universo poblado por otras formas de vida, pero creía que la uniformidad de las leyes de la física y la química[50] garantizaban que:

Los seres vivos organizados, estén donde estén en el universo, deben ser fundamentalmente, y en la esencia de su naturaleza, los mismos. Las formas de vida externas, si es que existen en otros lugares, pueden variar casi infinitamente, igual que varían en la tierra […] No afirmamos que la vida orgánica no pueda existir en condiciones totalmente distintas de las que conocemos o somos capaces de concebir, condiciones que pueden ser las predominantes en otros universos construidos de forma muy distinta al nuestro, en los que otras sustancias ocupen el lugar de la materia y el éter de nuestro universo y en los que reinen otras leyes. Pero, dentro del universo que conocemos, no hay la más mínima razón para suponer que la vida orgánica sea posible, salvo en las mismas condiciones y con las mismas leyes generales que prevalecen aquí[51].

El enfoque cosmológico de Wallace muestra cómo la consideración de las condiciones necesarias para la evolución de la vida no está ligada a ninguna teoría específica sobre la formación y el desarrollo de las estrellas, sino que se debe usar de la forma apropiada en cualquier cosmología que se plantee.

El universo en decadencia

[…] si tomamos en consideración el caso del universo entero deberíamos poder, suponiendo que disponemos de suficiente papel y tinta, escribir una ecuación que nos permita comprender la historia del mundo tan hacia el futuro como queramos; pero si intentásemos calcular la historia del mundo hacia atrás, llegaríamos a un punto en el que la ecuación dejaría de tener sentido, un estado de cosas que no podría haberse producido a partir de un estado cualesquiera mediante ninguna de las leyes naturales conocidas.

William Clifford[52]

Durante el siglo XIX empezó a surgir una nueva forma —lo que ahora llamamos un paradigma— de contemplar el universo. La Revolución Industrial dominó la era victoriana. Ingeniería, máquinas, barcos, máquinas de vapor y hornos impulsaban la economía, y los avances científicos reflejaban esas inquietudes, lo que culminó en el descubrimiento de las leyes de la termodinámica[53]. El proceso de cambio y progreso se convirtió en artículo de fe para los filósofos y los ingenieros. No es sorprendente que los científicos empezasen a concebir todo el universo como una gran máquina, y se preguntasen qué podían decirnos las leyes de la termodinámica acerca de su pasado y de su futuro. El descubrimiento más trascendental que habían llevado a cabo los físicos acerca de los motores térmicos era que procesaban formas de energía ordenadas (como electricidad o movimiento de rotación) para dar formas totalmente desordenadas, como radiación térmica. En 1850, Rudolf Clausius (1822-1888) demostró que, en un sistema cerrado y finito, del que nada puede salir, este procesamiento de energía era una vía de una sola dirección. El desorden de las formas de energía, que en 1865 denominó «entropía», nunca podía disminuir. Esta afirmación, conocida como «segunda ley» de la termodinámica, es uno de los grandes principios explicativos de la ciencia[54]. Y sin embargo, no es una ley de la Naturaleza en el sentido newtoniano tradicional. No dice lo que sucederá al aplicar una fuerza, o cuando un objeto cae debido a la fuerza de la gravedad: se trata de una ley estadística que gobierna el comportamiento de grandes cantidades de moléculas.

Las leyes de Newton permiten que sucedan muchas cosas que, en la práctica, jamás ocurren. Por ejemplo, permiten que un vaso de vino caiga al suelo y se haga añicos (algo que vemos), pero también la versión hacia atrás, en la que muchos fragmentos de vidrio se unen espontáneamente para formar un vaso de vino entero (algo que no vemos jamás). La razón de la diferencia es que no es difícil lograr que se den las circunstancias que llevan a la rotura del vaso, pero es extraordinariamente improbable ingeniárselas para lograr una situación en la que todos los fragmentos de vidrio del tamaño correcto se empiecen a mover a las velocidades justas y en las direcciones necesarias para crear un vaso de vino entero. En consecuencia, aunque las leyes de Newton lo permiten, nunca vemos una secuencia de eventos como esta última, en la que el desorden se convierte en orden, sino que vemos la degradación del orden para crear desorden. Es mucho más probable.

¿Y si esta «segunda ley» gobierna todo el universo? En palabras de Clausius, significa que «la entropía del mundo tiende a un máximo». En particular, exponía, esto descartaba un universo cíclico en el que las mismas condiciones generales se repetían, o un universo que moría y se alzaba de nuevo, como un ave fénix, de sus cenizas. Esta cuestión fue la que llevó a plantearse el concepto de «muerte térmica del universo». El tobogán de una sola dirección del orden al desorden significaba que, al parecer, el universo estaba condenado a degradarse continuamente, pasando de estados de orden a estados de desorden, en un futuro lejano.

Al final no quedaría más que un océano de radiación térmica. No habría estrellas ni planetas, ni diferencias de temperatura y energía entre las cosas ni entre un lugar y otro. Esta homogeneidad térmica significa la muerte del cambio y del progreso, la extinción del fenómeno al que llamamos «vida». Mirando hacia atrás en el tiempo, esta continua disolución debe de haber partido de un pasado más ordenado. ¿Quizá el universo tuvo un principio, en un estado con el máximo orden posible? ¿O quizá la conclusión correcta sería que el universo no puede ser infinitamente viejo o ya habría llegado a un estado de equilibrio térmico completo y de muerte térmica?[55].

Este concepto atrajo a los que seguían intentando conciliar la idea de un universo aparecido de la «nada» hace una cantidad finita de tiempo con las nuevas ideas sobre evolución y cambio. Y sin embargo, el mensaje para el futuro de la humanidad era sombrío. El progreso revolucionario y los cambios tecnológicos que estaban transformando el mundo de la industria avanzaban inexorablemente hacia un final al que la existencia del ser humano no parecía importar. De repente, el universo ya no parecía un lugar tan bonito en el que vivir.

Estas ideas fueron adoptadas por Kelvin en una serie de escritos y conferencias entre 1851 y 1854. Kelvin estaba interesado en lo que la segunda ley podía decirnos, tanto acerca del pasado como acerca del futuro. Kelvin tenía una fuerte motivación religiosa para deducir un principio y excluir el concepto de un universo cíclico eterno[56]. Sin embargo, no estaba muy contento con el mensaje de la muerte térmica, que se negaba a aceptar como consecuencia inevitable de la segunda ley. Él creía, en cambio, que el universo era infinito (y no finito, como requería el argumento de Clausius) y pensaba que era posible que las leyes de la Naturaleza cambiasen en el futuro. También otros, como Ernst Mach, intentaban confinar las consecuencias de la segunda ley en objetos individuales, como estrellas y planetas, negando al mismo tiempo que las leyes de la termodinámica pudieran aplicarse al universo en su conjunto. Para ellos no era obvio que el universo fuese un sistema termodinámico cerrado, o siquiera que se pudiese afirmar que estaba afectado por la entropía.

El uso de la segunda ley para deducir que el universo tuvo un principio no se limitaba a los apologetas cristianos. También había materialistas apasionados, como el lógico, filósofo y economista William Jevons (1835-1882)[57], que creían que la segunda ley implicaba que el universo debía tener un principio, o que hubo un tiempo anterior en el que las leyes de la Naturaleza eran distintas. Sin embargo, los filósofos políticos como Friedrich Engels, defensor del materialismo dialéctico, solo podían tolerar el incremento de la entropía si el universo era cíclico, y trataban todos los argumentos acerca de su finitud o de su inevitable disolución en una muerte térmica como argumentos encubiertos de la existencia de Dios, que rechazaba rotundamente.

La única persona que parecía haberse tomado en serio la sencilla realidad matemática de que la naturaleza eternamente creciente de la entropía no implicaba que hubiese tenido que ser cero un período de tiempo finito antes[58] era el físico e historiador de la ciencia católico Pierre Duhem (1861-1916). Duhem rechazaba la idea de utilizarlo como argumento para la creación del universo a partir de la nada en un pasado finito, o para la muerte térmica total en el futuro, porque el continuo incremento de la entropía del universo no significaba que hubiese experimentado nunca un valor mínimo, ni que llegase a un valor máximo en el futuro. En la Figura 2.6 se muestra un ejemplo simple.

La última vuelta de tuerca de la perspectiva termodinámica la ofrecieron en 1895 Ludwig Boltzmann y Ernst Zermelo, que exploraron la idea de que el universo es infinito y ya se encuentra en un estado de equilibrio térmico global. Sin embargo, existen fluctuaciones locales aleatorias de este estado de equilibrio en diferentes lugares. Algunas de estas fluctuaciones pueden ser tan grandes como nuestra galaxia Vía Láctea y ofrecer ubicaciones en las que puede existir la vida[59]. Estas grandes fluctuaciones son muy poco comunes, pero también lo es la vida.

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FIGURA 2.6. Una curva siempre creciente, pero que nunca fue cero en el pasado y cuyo valor tiene un límite en el futuro.

De hecho, el argumento de las fluctuaciones de Boltzmann ya había sido sugerido anteriormente, en 1879, por el físico inglés Samuel Tolver Preston. Preston tenía formación como ingeniero telegráfico, pero se convirtió en una especie de experto en termodinámica y gravedad y acabó por obtener un doctorado (a los cincuenta años) en 1894, después de estudiar en Alemania. Preston estaba impresionado por la inmensidad del universo, y creía que no podíamos generalizar a partir de la pequeña región visible para nosotros y sacar conclusiones acerca del conjunto. Sugería que había zonas en el universo que poseían propiedades que las hacían propicias para la vida, pero que no podíamos concluir que todo el universo fuera así. En particular, debemos observar el aumento de la entropía en nuestra parte del universo que permite que se lleven a cabo los procesos bioquímicos porque «por el hecho de nuestra propia existencia, debemos de estar en un área adaptada a las condiciones de la vida». Además:

el universo poseería la peculiar característica de permitir un número prácticamente indefinido de fluctuaciones locales de temperatura, de estados de agregación, y de composición, de la materia que forma el universo, en regiones muy extensas […] al tiempo que la constitución de su integridad total (examinada en su conjunto) permanecería uniforme[60].

La teoría de Preston eludía la terrible conclusión de que las leyes de la física debían de haberse descompuesto en algún momento del pasado si la entropía aumentaba de la misma forma en todas partes[61]. En el capítulo 10 comentaremos esta idea con mayor profundidad, ya que sigue siendo relevante en cosmología más de 130 años después de su formulación original.

Karl Schwarzschild: el hombre que sabía demasiado

The Everly Brothers[62]

Durante el siglo XIX, los matemáticos se dieron cuenta finalmente de algo que habían tenido delante de sus narices durante siglos. No habían asumido la existencia de sistemas geométricos distintos de la descripción clásica de Euclides de líneas, puntos y ángulos sobre superficies planas. Los prejuicios que consideraban la geometría de Euclides como el único sistema lógico de su tipo estaban arraigados en profundas creencias sobre su correspondencia con el universo. No se trataba simplemente de un «juego» matemático, de un sistema de posiciones iniciales y reglas mediante el que se podían deducir todas las consecuencias geométricas posibles. Era la verdadera esencia del mundo: un fragmento de verdad absoluta acerca de la naturaleza de las cosas. Cuando los teólogos, los científicos y los filósofos ahondaban en cuestiones sobre la naturaleza última de Dios o del universo recibían las críticas de aquellos que ponían en duda la posibilidad de saber nada de estas cosas, señalaban la geometría de Euclides como ejemplo de cómo el pensamiento humano había logrado captar una parte de la verdad última. Por eso a veces planteaban sus tratados al estilo de Euclides: él era el «patrón oro».

El descubrimiento de que podían existir geometrías lógicamente coherentes sobre superficies curvas, como sillas de montar o esferas, no habría supuesto sorpresa alguna para los navegantes o los artistas, que llevaban siglos usándolas de forma intuitiva, pero fue una revolución para el pensamiento humano en sentidos inesperados. De pronto había muchas geometrías posibles, y cada una de ellas no era más que un sistema de reglas e hipótesis iniciales. Ninguna de ellas tenía un derecho especial a ser considerada parte de la verdad última. En consecuencia, la geometría, y todas las matemáticas, modificaron su actitud hacia los sistemas de axiomas y reglas. Todos ellos «existían» en el sentido de que eran posibilidades lógicas coherentes por sí mismas, pero eso no las dotaba de una existencia física real o inevitable.

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FIGURA 2.7. (a) Triángulos sobre superficies curvadas, formados por las distancias más cortas entre dos puntos. En una región con curvatura positiva en la parte superior del jarrón invertido, los ángulos interiores de los triángulos suman más de 180 grados, en una zona de curvatura positiva, cerca del borde, suman menos de 180 grados; entre ambas hay un lugar en el que la curvatura es cero y los ángulos interiores de los triángulos suman 180 grados, (b) Las hojas de kale, una variedad de col, tienen curvatura negativa.

Los ejemplos más simples de geometrías no euclídeas son los que describen superficies con una curvatura positiva o negativa. Como puede verse en la imagen del jarrón (Figura 2.7a), es posible que una superficie sea bastante complicada y contenga lugares con curvatura positiva, negativa o cero (es decir, «planos»). Una forma simple de decidir con qué tipo de curvatura estamos tratando es tomar tres puntos próximos, A, B y C, y trazar las líneas más cortas posible entre A y B, entre B y C y entre C y A. En una superficie plana, estas líneas de longitud mínima serán rectas, y ABC será un triángulo cuyos tres ángulos interiores sumarán 180 grados.

En una superficie con curvatura positiva, como la superficie de una esfera, las distancias más cortas posibles entre A, B y C no serán líneas «rectas» en el mismo sentido que lo eran en la superficie plana, sino arcos de circunferencia centrados en el centro de la esfera. Estos son los «grandes círculos» que siguen los vuelos intercontinentales para minimizar el consumo de combustible (suponiendo que los vientos no son fuertes). Se cierran para formar un triángulo abultado cuyos ángulos interiores suman más de 180 grados, el sello distintivo de una curvatura positiva. De forma similar, en una superficie con curvatura negativa, como una silla de montar, una patata frita Pringle, una hoja de acebo o una hoja de col rizada (Figura 2.7b[63]), los ángulos interiores del triángulo curvado suman menos de 180 grados.

A veces, «curvado» no acaba de adaptarse a nuestras ingenuas intuiciones. Por lo que acabamos de ver, se puede pensar que un cilindro es curvado. Pero no es así; si se toma una hoja rectangular de papel y se dibuja un triángulo en ella, los tres ángulos interiores sumarán 180 grados, como se espera que suceda. Vamos ahora a pegar entre sí los dos lados largos del papel para construir un tubo cilíndrico con el triángulo en el exterior. Tendrá el mismo aspecto, y sus tres ángulos interiores sumarán 180 grados. La superficie de un cilindro no está localmente curvada en el sentido que nosotros le damos al concepto (Figura 2.8).

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FIGURA 2.8. Se puede construir un cilindro uniendo los lados opuestos de un cuadrado plano. El cilindro sigue teniendo, como el cuadrado, una geometría localmente plana. Sobre su superficie, los ángulos interiores de un triángulo suman 180 grados, como en el cuadrado.

Karl Schwarzschild fue un genio que no llegó a vivir lo bastante para ver la importancia real de sus ideas. Murió en marzo de 1916, a una edad de tan solo cuarenta y dos años. Efectuó numerosos descubrimientos en el estudio de las estrellas, las galaxias y la gravitación, halló una descripción precisa de los agujeros negros que pueblan nuestro universo y preparó el terreno para las pruebas experimentales, que exigían gran precisión, de la revolucionaria teoría de la relatividad de Einstein. Y sin embargo, antes de todo ello, en 1900, presentó una nueva imagen del universo astronómico surgida de la reciente comprensión de las geometrías curvadas. En una conferencia que pronunció en la reunión de la Sociedad Astronómica Alemana en Heidelberg en julio de 1900, Schwarzschild propuso que la geometría del universo no era plana como Euclides nos había enseñado, sino que podía ser curvada, como las geometrías no euclídeas que habían imaginado en primer lugar Johannes Lambert y el matemático jesuita italiano Giovanni Saccheri, a principios del siglo XVIII y que fueron desarrolladas en mayor detalle por Riemann, Gauss, Bolyai y Lobachevsky[64] a principios del XIX[65]. No todos los físicos y astrónomos acogieron con los brazos abiertos estas nuevas posibilidades, e incluso un físico con visión de futuro como James Clerk Maxwell se refería a los que proponían tales extensiones geométricas como «abolladores del espacio» en una postal[66] enviada a un viejo amigo[67], el escocés Peter Tait, en 1874.

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FIGURA 2.9. Karl Schwarzschild (1873-1916).

Schwarzschild fue el primero en darse cuenta de que, si el universo poseía una curvatura negativa habría entonces un ángulo de paralaje mínimo para las estrellas, como había señalado antes Lobachevsky, de modo que dedujo que el radio de curvatura del espacio debía de ser mayor de sesenta años luz. Y lo que es más interesante, luego pasó a considerar la situación de un universo con curvatura positiva. Eso querría decir que el universo sería finito pero ilimitado —como la superficie de una esfera—, cerrado sobre sí mismo[68].

Schwarzschild halló que las 100 estrellas de las que se había medido el paralaje, junto con aquellas cuyo paralaje era demasiado pequeño para medirlo (menos de 0,1 segundos de arco) podían caber perfectamente sin hacinamiento en una superficie esférica de curvatura positiva con un radio no menor de 2500 años luz. También señaló que en un espacio de esas características, si miramos en la dirección contraria al Sol, podríamos, en principio[69], «ver» el propio Sol, porque los rayos de luz viajan alrededor de toda la esfera antes de llegar a nuestro ojo.

Con el estallido de la primera guerra mundial, Karl Schwarzschild se presentó voluntario para servir en el ejército; durante su servicio en Rusia escribió dos notables trabajos de investigación sobre teoría cuántica[70] y sobre la teoría de la relatividad de Einstein, ambos dignos de un premio Nobel. Por desgracia, en 1916 contrajo pénfigo, una grave enfermedad de la piel sin tratamiento conocido, causada por un colapso del sistema inmunitario. Regresó a su casa en marzo de aquel año, pero murió al cabo de tan solo dos meses.

Esto supuso el final de la antigua visión del mundo. La concepción decimonónica del universo había rehuido la novedad hasta el final, y en aquella época las ideas de Schwarzschild apenas atrajeron atención alguna. Solo dos cartas seguían en la baraja, ofreciendo la opción entre un universo lleno de galaxias y otro en el que la Vía Láctea es la única galaxia y todas las nebulosas distantes se encuentran dentro de ella. Los antiguos hubiesen reconocido estas alternativas. Pero el ámbito de la mente humana estaba a punto de expandirse de forma extraordinaria.