XXX
El tren está llegando a la estación de Braunau. Es el final del trayecto. Jakob está recogiendo nuestras cosas. El revisor ha avisado que quedan menos de cinco minutos para llegar a nuestro destino. Abajo, en la vía, nos espera Otto Skorzeny, que ha pedido permiso en la división Leibstandarte para acompañarnos en nuestra despedida. El tiempo de las explicaciones está llegando a su fin porque todas las piezas del puzzle al fin se encuentran en su sitio: o casi todas.
—Qué casualidad que tu hermano y tú nacieseis en Braunau, la misma ciudad donde lo hizo Adolf Hitler —comenta Jakob, mientras cuenta los bultos y comprueba que todo está en su sitio.
—A estas alturas, no creo que sea una casualidad.
Jakob vuelve a sentarse; inclina la cabeza sin mostrar ninguna emoción especial. Sin embargo, su voz se dulcifica.
—Me hace mucha ilusión visitar a tu hermano.
No digo nada. Sigo escribiendo, frenético, línea tras línea de este diario, resuelto a terminarlo antes de que mi vida recomience entre las arenas del desierto.
—Skorzeny llamó el otro día. Me dijo que está en un sitio muy bonito.
—¿El qué?
—Rolf.
—¿Rolf?
Mi pluma no se detiene. Las lágrimas asoman a mis ojos. El tren comienza su frenada, lenta, espasmódica. Las letras se tuercen, se salen de la línea. Es el momento de decir adiós.
—Me hubiese gustado conocer a tu hermano. En vida, se entiende —me acaba de decir Jakob, viendo como se oscurecía mi semblante.
—Hubieseis hecho buenas migas tú y él. Ambos sois igual de inteligentes.
Jakob tartamudea, intentando expresar que le gustaría que no fuese solo una visita a su tumba sino… Deja la frase incompleta. Me mira. Yo también querría poder volver a hablar con él, abrazarle, y no solo haber de contemplar su lápida, fría y solitaria, en un cementerio. Skorzeny ya estuvo una vez aquí, el día del entierro de mi hermano. A mí también me ha dicho que Rolf está en un sitio muy bonito, al final de un parterre de flores, rodeado de todas esas criaturas de la tierra que él tanto amaba. Si mi padre y yo no le hubiésemos obligado a trabajar en un campo de concentración, hubiese sido jardinero. Ese era su sueño. Y a pesar de tener un sueño tan pequeño, tan común, nunca pudo verlo cumplido. Recibía demasiadas presiones de su familia para que sirviese a la patria, para que se convirtiese en lo que otros querían para él. Ahora, rodeado de naturaleza, de alguna forma rara y siniestra, su sueño se ha hecho realidad.
Una lápida sencilla y clásica, al final de una vereda: esas fueron las palabras exactas de Skorzeny. Ahora las recuerdo. Yo no pude ir al entierro de Rolf en su momento; no tuve fuerzas. Pasé dos días en casa, solo, mientras trasladaban el cuerpo a Braunau. Nunca me he sentido tan desgraciado, tan vacío, en toda mi vida. Mi padre, mi tío, que hoy sé que no es una cosa ni otra, se hizo cargo de todo, pero tampoco fue a las exequias. El gran Theodor Eicke tenía trabajo en Berlín, o en el frente, manipulando, engañando, tergiversando la realidad y creando monstruos donde no los hay. Un poco lo que ha hecho siempre.
—Nunca me has dicho cómo murió.
Jakob comprende la vastedad de mi dolor. Sabe que debo hablar de mi hermano, que es él quien protagonizó este diario y quien debe concluirlo. Y debo hablar de lo que me enseñó el día de su muerte: la lección final que inició mi transformación en un mal nazi y en una mejor persona: