VII
Me había desmayado. Y soñaba…
Soñaba en qué o quién soy yo: Rolf Weilern.
¿Quién soy yo, en realidad? ¿Un mal aspirante a nazi, un falso creyente o un traidor? Sé que en los capítulos precedentes, cuando intentaba explicaros lo que había sucedido en la primera jornada de mi diario, dije que me valdría de un escrito autobiográfico como este para explicar mi proceso de transformación en un verdadero nacionalsocialista. También dije que quería alabar la persona de nuestro Führer y su dedicación a nuestro pueblo y al combate racial que libramos por nuestra supervivencia. Creo que dije muchas cosas y seguramente algunas no las dije de corazón. Mi hermano me repite a menudo que debo ser esto o aquello, y mi mente quiere ser todo lo que mi hermano me pide que sea, pero mi corazón me dice que todo eso está mal, y mi corazón y yo lloramos nuestra incomprensión desde la soledad de estas páginas. En los últimos años, Otto me ha insistido sin descanso en que mejorase mi caligrafía y mi forma de expresarme cuando escribo. Me ha hecho leer algunos libros clásicos de la literatura alemana e incluso algunos prohibidos por el Führer. Yo sé que eso fue para él un gran sacrificio, pero pensó que yo necesitaba ampliar horizontes. Lo que nunca pudo imaginar es que a medida que me hago menos tonto soy más y más incapaz de comprender todos esos conceptos y normas del nacionalsocialismo de los que él está tan orgulloso. Antes, cuando era solo un tonto sin aristas, y no había partes de mí que matizasen mi estupidez, las enseñanzas de mi hermano me resultaban claras como el agua: raza, nación, pueblo… esas palabras manaban diáfanas en mi mente. Ahora ya no es así, y cuanto más me esfuerzo en ser un buen patriota, más me doy cuenta de que no quiero ser el tipo de patriota que desean mi hermano y Adolf Hitler. Creo que no soy ya lo bastante tonto como para querer ser un nazi.
Pero volvamos a mi sueño. En él, todavía entre brumas, vi el rostro de mi progenitor, y el sueño se volvió gris, vacío, como si las olas de un mar imposible golpeasen una playa cuyas calas solo yo conozco y estoy autorizado a transitar. En el firmamento, el rostro de mi tío, que es también mi padre, parecía tomar la forma de las nubes que se perdían en lontananza.
Theodor Eicke, mi tío, cuando aún era mi padre, parece ser que tuvo la mala fortuna de que yo me resbalase entre sus brazos. Caí al suelo de cabeza y estuve casi un año sin llorar. Tardé dos años más en hablar que el resto de los chicos de la escuela y casi cinco más en aprender a escribir. También he oído otra versión, de labios de mi madre, que me dijo que tuve meningitis siendo muy pequeño. No me curé del todo o tan bien cómo los médicos esperaban y esa, siempre según mi madre, era la verdadera causa de mis problemas. Mi tío, cuando aún era mi padre, me miraba con ojos tristes y culpables que desmentían la teoría de la meningitis. Estoy seguro de que él nunca creyó que ninguna enfermedad fuese responsable de lo que soy. La culpa es algo muy malo, la culpa nos convierte en lo contrario de aquello que en verdad somos. Mi tío, mi padre, que tanto ha luchado porque los enemigos de la Nación sean aislados en los campos de concentración, creo que entendió mi retraso mental como un castigo divino. Él fue el primero en aplaudir las leyes de eutanasia para lo retrasados. De haber estado en su mano, los homosexuales, los asociales, los judíos y cualquier otro subhumano, habrían sido enviados a las cámaras de gas sin pasar por los trabajos forzados. Yo, Rolf Weilern, soy una especie de recordatorio para él de la fragilidad del hombre; su culpa es de alguna manera mi culpa, y también la de mi hermano, que ha heredado la de ambos.
Pero todo lo anterior solo es palabrería y digresión. Me había desmayado en el patio de revista; eso es lo que cuenta. Perdido el conocimiento, había comenzado a soñar. En mi fantasía, de alguna forma, todas mis dudas cobraron por fin la forma de un laberinto. Ahora lo sé, pero entonces huía de mí mismo, de mi tío y de mi hermano dentro de una pesadilla, y mis terrores me perseguían, algunos desde el presente y otros desde el pasado. Recuerdo que corría descalzo, enloquecido, por sinuosos corredores tallados en la roca. Chillé, grité un nombre que no conozco y continué mi loca carrera camino de ninguna parte. Al fondo del último corredor había una puerta, un gran portón de bronce con el emblema conocido como SA Sportabzeichen, la insignia deportiva de las Tropas de Asalto SA. Se trata de una esvástica enmarcada en hojas de laurel y atravesada por una espada: un viejo símbolo nazi ahora ya olvidado, especialmente desde que las SA cayeron en desgracia y nosotros, las SS, somos los hijos predilectos de Adolf Hitler.
Pero en mi sueño no había tiempo para reflexionar sobre símbolos y el portón cedió, abriéndose ante mí, incluso antes de que hubiera apoyado una de mis manos sobre su superficie. Dentro me esperaba una oscuridad aún mayor de la que venía huyendo corredor tras corredor. Supe instintivamente que, si atravesaba aquel umbral, me convertiría en un monstruo o, al menos, en algo que no quería ser. Di media vuelta y traté de huir, pero ya era tarde. En uno de esos saltos temporales y espaciales tan propios de los sueños, me vi delante de una celda. Se trataba de un pequeño cuarto de apenas cuatro o cinco metros cuadrados con tan solo un camastro y un orinal. Sobre el lecho, había un hombre cansado, roto, que me miraba con ojos brillantes, como pidiendo clemencia. Conocía a ese hombre: conocía sus mejillas regordetas, su absurdo bigotito prusiano, su expresión de complacencia, de superioridad y de endiosamiento enmarcados en un gesto de idiota capaz de hacer la competencia a mi propio gesto de idiota.
Su nombre: Ernst Julius Röhm.
Entonces descubrí que no estaba solo. A mi derecha se encontraba un Obersturmbannführer-SS, un hombre todavía joven pero con la cara ajada como un viejo y la típica pose envanecida de los altos oficiales de la Schutzstaffel. Ese hombre se parecía a de Adolf Hitler, con su mismo flequillo rebelde y esa expresión entre furiosa y alucinada que he visto en sus discursos en el cine. A mi izquierda estaba mi padre, Theodor Eicke, vestido con uniforme de Brigadeführer-SS, un rango que ocupó hace ya bastantes años. Theodor me alargó su viejo revólver Mauser, una antigualla de la Primera Guerra Mundial. Soporté su peso con ambas manos y le lancé una mirada suplicante:
—¿Por qué yo?
—Porque debes hacerte un hombre —replicó mi padre.
—Pero yo no quiero hacerme un hombre —objeté—, solo quiero ser un buen hijo para usted.
El Obersturmbannführer se echó a reír tras escuchar mis últimas palabras. Theodor subió el tono de su voz, airado, y restalló:
—Tú no puedes ser un buen hijo para mí porque, para empezar, no eres mi hijo. Ya te lo he explicado muchas veces. Yo soy tu tío, tu jefe, y te ordeno que mates a ese mariquita de ahí dentro.
—Pero antes usted era mi padre.
—Por Dios, Rolf, me he casado con una mujer importante, bien relacionada en Berlín y con las altas esferas del partido. Hasta tú deberías entender que ahora eres solo mi sobrino. No puedo reconocer que soy un adúltero y tengo dos hijos bastardos. ¿Eres tan tonto para no entender eso? ¿O estás como siempre haciéndote pasar por más tonto de lo que eres para no hacer lo que te pido?
Me encogí de hombros. Prefería hablar de mi madre y de por qué nunca quiso casarse con ella que matar a nadie. Ernst Röhm se removía nervioso en su celda mientras escuchaba nuestra discusión; aprovechando una pausa, replicó en mi nombre:
—No tendrá valor para matarme. Tendrás que ensuciarte las manos personalmente, Theodor.
Entonces, los acontecimientos se precipitaron: el Obersturmbannführer cogió el arma de mis manos y, acercándose hasta los barrotes de la celda, levantó el Mauser y apuntó con pulso tembloroso al preso.
—Nadie debe saber nunca por qué hemos matado realmente a Röhm —dijo, mirando a mi padre—. Nunca, ¿me entiendes?