XIX
Atravesamos la primera planta a la carrera y descendimos las escaleras hasta llegar al patio porticado. Lonauer daba grandes zancadas, mirando nervioso en derredor como si temiera que alguna sombra fuese abalanzarse sobre él para mandarle al frente de batalla, lejos de su vida regalada de verdugo. Cuando llegamos a la puerta del crematorio, el doctor muerte nos invitó a pasar, solícito, a una pequeña sala, ocupada casi totalmente por un horno gigantesco en el que cadáveres humanos se cocían a miles de grados de temperatura. Luchando contra un calor sofocante, cruzamos un estrecho pasillo y bajamos otro tramo de escalera, para, por fin, al volvernos a la izquierda, encontrarnos un curioso artilugio que emitía un ruido sordo y repetitivo, lanzando al aire volutas de un polvillo gris que lo envolvía todo. El aparato, dispuesto sobre una mesa, era operado por un hombre bajo, moreno y extremadamente fornido, de tal forma que sus hombros parecían comenzar directamente debajo de la barbilla, como si no tuviera cuello. El Unterscharführer-SS Hubert no tendría más de treinta años pero manejaba un molinillo eléctrico con la habilidad del que lleva ya toda una vida desempeñando un oficio. Pero aquel no era un molinillo corriente sino un aparato pensado para moler huesos humanos: por un extremo, Hubert dejaba caer una falange y, luego que esta era aplastada produciendo aquel ruido sordo y penetrante, solo quedaba de ella unas cenizas esparcidas formando bocanadas de aquella neblina plomiza que nos envolvía.
—A veces —murmuró el Maestro de los Hornos, a modo de presentación, al ver nuestra mirada de sorpresa—, los cadáveres no terminan de consumirse en el horno crematorio. Gracias a mi molinillo he conseguido aumentar la productividad de mi sección en un treinta por ciento. ¿No es así, doctor Lonauer?
Rudolph, detrás nuestro, carraspeó.
—Sí, sin duda, Unterscharführer, un esfuerzo loable el suyo. Pero estoy seguro de que a nuestros invitados no les interesan demasiado sus logros personales. Han venido aquí buscando otras respuestas.
Hubert arrojó un último hueso a su invento infernal, se levantó y saludó con el brazo en alto. Luego se quitó su delantal de trabajo y nos dio a Otto y a mí un fuerte apretón de manos.
—Estoy seguro de que los señores, aunque haya venido por cualquier otro tema, se sentirán felices al saber que en Berlín se ha calculado que cualquiera de esos retrasados e idiotas de ahí afuera gastan entre tres y cuatro reichmarks al día. Gracias al sistema de depuraciones que ha implantado el estado alemán, nos estamos ahorrando aproximadamente ochenta millones de reichmarks. Gracias a avances en la ciencia de la depuración como mi molinillo eléctrico, estoy seguro de que podría llegarse incluso a los cien millones de reichmarks en poco tiempo.
Se hizo el silencio. Aquella atmósfera densa, con la penumbra artificial del polvo de huesos, podía volver loco a cualquiera. Yo llevaba allí unos segundos y ya contemplaba al Maestro de los Hornos con el rostro desencajado. Si él pasaba toda su jornada laboral en aquel lugar, sin duda había acabado por volverse loco, si no lo estaba ya antes, y por eso se dedicaba en sus ratos libres a inventar máquinas para aplastar restos de difuntos. Lonauer, por su parte, tenía una explicación más sencilla a todo el asunto.
—El cabo Hubert es un nacionalsocialista devoto, como pueden comprobar, un hombre de mi total confianza. —El doctor se acercó a su subordinado y le puso una mano en el hombro.
»Hasta hace un momento yo había confiado ciegamente en su gestión. Era la última persona de la que esperaba que me defraudase o que traicionase su sagrado juramento de servir al Führer y a las SS.
—Pero yo… no es posible que hable en serio… —balbuceó el Maestro de los Hornos, tras dar un respingo. Con manos temblorosas, cubrió su molinillo de huesos con el delantal que acababa de quitarse, como si su apreciado molinillo no debiera oír aquella conversación en que se ponía en duda la fidelidad de su progenitor. Por mi parte, creo que suspiré aliviado al no tener que volver a contemplar aquel instrumento demoníaco.
—Me has traicionado —afirmó Lonauer—. Has faltado a tu deber y has ayudado a otro a faltar al suyo.
—Yo le prometo que nunca…
—¡No prometas! Sé que ayudaste al soldado Ferrat. Sé que él se llevó a un muchacho del centro y que tú lo encubriste.
—¡Ah, es eso! —Por increíble que parezca, Hubert pareció aliviado—. Eso no tiene la menor importancia, señor.
—¿No la tiene, imbécil? —Al ver el gesto y las palabras de su superior, el Maestro de los Hornos ya no pareció tan aliviado y tartamudeó su respuesta:
—William Fe-fe-ferrat, él, él, a veces se llevaba a chi-chicos…
—¿A chicos? —intervino mi hermano—. ¿A cuántos chicos?
—Seis, siete, no creo que llegasen a diez. —Hubert miraba nervioso el rostro de Lonauer y el de mi hermano intentando discernir el grado exacto de su falta; de momento, comenzaba a ser consciente que estaba metido en un lío. Sin embargo, desde su perspectiva, aún no tenía muy claro cuál era el problema—. Pero realmente no se perdió ni un solo reichmark de la institución y William siempre devolvía a los niños, ya cadáveres, puntualmente, a los pocos días. Al menos, todos menos el último.
Otto tuvo que reformular su pregunta un par de veces porque las respuestas del Maestro poco a poco se hacían más nerviosas, menos inteligibles. Al final, pudimos entender que un par de veces al mes, el soldado Ferrat escogía a alguno de los niños que debían ser gaseados e incinerados y lo sustituía por otro cadáver. Al cabo de unos días, de una semana a lo sumo, los devolvía ya muertos para que su amigo el Maestro de los Hornos los incinerase y pasase por su molinillo de huesos, .
—¡Pero no se perdió ni un solo reichmark! ¡Ni una vez! —El cabo insistía una y otra vez en este punto, pensando desde la pequeñez de su cerebro enajenado, que eso justificaba todos sus actos—. Los días que el idiota estaba fuera, corrían de cuenta de Ferrat. El estado no gastaba nada en la manutención del condenado y luego, al regresar ya cadáver, lo introducíamos en el horno y es como si no hubiese pasado nada. Yo nunca le pregunté a William qué hacía con los niños. No era cosa mía. Al fin y al cabo, esos idiotas valen menos que nada. Por mí como si se los comía asados a la parrilla —dijo finalmente, soltando una carcajada nerviosa.
Si aquello fue un intento de hacer un chiste, fue el intento más patético de la historia de la humanidad.
—¡Por el amor de Dios, cierre la boca, Unterscharführer!
Lonauer tenía los ojos inyectados en sangre. Descargó un puño airado sobre la mesa de trabajo del «Maestro».
—Estoy rodeado de estúpidos. Da igual en quién deposite mi confianza: al final no es más que un maldito estúpido como el resto de malditos estúpidos que pululan a mi alrededor. ¿No sabes en qué lío nos has metido?
Hubert se encorvó, como si quisiese hacerse más pequeño, y dio un paso atrás.
—Perdone, señor. Yo solo quería. —No pudo seguir hablando porque vio que el doctor se abalanzaba sobre él y levantó las manos, en postura defensiva.
—¡Maldito estúpido! —reiteró Lonauer, mientras forcejeaba, buscando su cuello. Por suerte para el Maestro, su torso de toro le confería una singular ventaja para cualquiera que quisiese encontrar un espacio para atacarle debajo de su mentón.
—¡Dejen eso para luego! ¡Ya se asesinarán cuanto quieran cuando yo me haya ido!
Otto se interpuso entre los dos hombres cuando ya parecía que Lonauer iba a conseguir estrangular a su subordinado.
—Háblanos del último niño, Maestro.
—El último niño… —comenzó Hubert, pero se le quebró la voz, mientras se mesaba la nuez, pensando acaso en lo poco que había faltado para pasar a mejor vida.
—Adolf Schule —le ayudó mi hermano.
—Sí, sí Adolf Schule… este no era tan niño. No sé por qué le interesaba a Ferrat, que los prefería algo más jóvenes. Cuanto más pequeños, más manejables y dóciles. Yo, yo… se lo dije a William pero él no me escuchaba y quiso llevárselo a pesar de mis advertencias. Creo que fue idea del propio Adolf, que le envenenó la cabeza y lo convenció. Ya saben… era un crío condenadamente listo y manipulador.
—¿Y qué pasó entonces? —inquirió Otto, impaciente, mirando su reloj.
—¡Que se escapó, naturalmente! No sé dónde los escondía William pero un día vino muy nervioso diciéndome que se había marchado. Fue unos cuatro o cinco días antes de su muerte; de la de Ferrat, digo. Me pareció que le tenía miedo. No dejaba de repetir que ese muchacho era capaz de cualquier cosa. Le consolé, diciéndole que seguro que no pasaba nada. Yo estaba algo preocupado por las consecuencias de que se descubriese nuestro pequeño desliz pero como, al fin y al cabo, no se había perdido ni un solo Reichmark…
Fue entonces cuando perdí los nervios. Creo que es la primera vez que me ha pasado en la vida. No es que sea una persona flemática pero sí es verdad que no me gusta perder el control y prefiero ponerme de morros y guardarme mis sentimientos. Cuando lo hago, parezco más tonto de lo que yo soy en realidad pero me salvaguarda de cosas peores; cuando un tonto pierde los papeles, la gente suele ser menos paciente que con alguien normal. Se supone que los tontos no tenemos derecho ni a enfadarnos. Así, hasta ese momento, había asistido a toda aquella escena en segundo plano, viendo las evoluciones de mi hermano o del doctor Lonauer y la confesión de cierto torturador llamado Unterscharführer-SS Hubert, Maestro de los Hornos. Sabía que yo era una mera comparsa en toda aquella función, que nada de lo que dijera o hiciera, iba a modificar un ápice, para bien o para mal, el resultado de las pesquisas. Pero, de pronto, no pude más. Me cansé de Mauthausen y de Hartheim por un igual, de tener que lidiar con niños gaseados que acaban con sus huesos en un molinillo de café gigante, jóvenes con latigazos en las nalgas, presos atados a anillas como animales en el Muro de los Aulladores, españoles muertos de fatiga durante la revista sangrienta en la Appellplatz… Algo se removió en mi interior, algo terrible, esa cosa terrible que sin duda deben tener hombres como el comandante Ziereis, Lonauer o Hubert en su interior, una inclinación hacia la maldad y hacia el asesinato que solo podemos encontrar muy en el interior de nosotros mismos los hombres que no nacemos con las manos manchadas de sangre. Rechinando los dientes, eché mano a la funda de mi pistola y extraje la Luger. Era la misma arma con la que había asesinado cuarenta y ocho horas antes a Juanita, el Kapo español. Entonces comprendí que no era la primera vez que esa ansia asesina había revuelto mis entrañas, pero no me importó. Avancé con la pistola apretada en mi mano derecha y empujé a mi hermano un lado. Antes de que nadie pudiese reaccionar, apoyé el cañón en la sien del Maestro de los Hornos.
—Si vuelves a hacer referencia al dinero que se ha gastado o no se ha gastado la Nación con «esos» a los que llamas idiotas, te juro que te meto un tiro entre ceja y ceja. Es más, como solo pronuncies otra vez la palabra «reichmark» te juro que te mato aquí mismo como a un perro.
No pude ver la cara de Otto, que estaba a mi espalda, pero sin duda debía estar tan sorprendido como yo mismo de mis propios actos. Lonauer, por el contrario, dio un paso al frente y dijo:
—Y yo declararé que se le disparó el arma mientras la limpiaba. A menos que nos digas todo lo que queremos saber y dejes de justificarte como un imbécil, soy yo el que ahora te juro que no saldrás de esta habitación si no es con los pies por delante.
Hubert se derrumbó por completo y se meó en los pantalones. Pidiendo perdón, entre sollozos que se redoblaban constantemente, y lamentos, y juramentos de eterna fidelidad al Führer y la Gran Alemania, nos juró que no sabía nada más, que Ferrat nunca le había explicado lo que hacía con los niños ni a dónde los llevaba, y que después de desaparecer Adolf, había estado muy nervioso y apenas se habían cruzado dos o tres palabras hasta el día de su muerte. Nos prometió por su madre, por su padre fallecido y hasta por la pureza de su sangre aria, que no sabía nada más.
Salimos del Crematorio apenas diez minutos después. El Maestro seguía sollozando y yo había enfundado de nuevo mi arma. Mi hermano me miraba con un brillo en los ojos parecido al respeto y Lonauer seguía temblando de ira mientras avanzábamos por el final del patio porticado camino de la salida.
—¿Dónde está su automóvil? —preguntó de pronto el doctor.
—Se estropeó apenas a poca distancia de aquí —repuso mi hermano. Un mecánico de su institución nos lo está arreglando estos momentos.
—Entonces cogeremos el mío.
—¿El suyo?
—Sí, quiero acompañarles a su siguiente destino.
Mi hermano, por un momento, pareció perplejo.
—Y ese destino es…
—La casa de la señora Schule, naturalmente.
Mi hermano estuvo de acuerdo.
—La misión principal de nuestra visita era que nos dijese dónde vive para poder interrogarla en persona.
—Pues lo haremos entre los tres —concluyó Lonauer, incluyéndome para mi sorpresa. Acaso no me conocía lo bastante para darse cuenta de que yo no estaba a su altura ni a la de mi hermano—. Si Adolf está vivo eso significa que la buena mujer decía la verdad cuando afirmaba verlo en ocasiones en torno a su vivienda, vigilándola y dejando regalos al final de su estancia. ¿Qué dijo exactamente qué eran? ¿Unos muñecos de barro?
—¡Un Golem! —exclamé yo entonces.
Otto asintió. Al cabo, decidió que era mejor dar una explicación de mis palabras al doctor.
—Creemos que el asunto del muñeco de barro va más allá de un pasatiempo o del mero valor sentimental de la pieza para la señora Schule. Tal vez utilizara una de esas figuras para convencer a un tercero de no sabemos qué locura. Consiguió de esta forma que un tal Braun le ayudase en sus fechorías.
—¿Y cómo hizo algo semejante, Herr Weilern?
—Los detalles exactos los desconocemos; al menos de momento.
—A ese muchacho le encantaba modelar con arcilla —dijo el doctor—. Ya vieron el otro día en el taller, en la sala de espera, que tenemos a muchos idiotas ocupando su tiempo en tareas manuales.
—No les llame idiotas —dije de forma casi espontánea, con la voz fría.
—¿Y cómo quiere que les llame? Son idiotas; les llamamos tal y como nos indican desde arriba que…
Delante del automóvil del doctor Lonauer, un Kübelwagen, un hombre carraspeaba. Por el rabillo del ojo yo le había visto seguirnos desde la Institución del Sueño y girar por un lateral para encontrarse con nosotros de frente. Era uno de los administrativos, un hombre muy alto de casi dos metros y cara muy chupada, con la nariz aquilina y un gesto como de buitre. Me recordó a Joseph Goebbels.
—Perdone, Herr Doctor.
Lonauer se volvió y miró al desconocido un instante, como si no valiese la pena perder el tiempo mucho más con él.
—Hoy no, Helmut. Ha sucedido un hecho inesperado y no tengo tiempo para tonterías.
—Pero es que mi petición no es ninguna tontería, señor.
—Helmut…
—Ya he elevado a usted dos veces por escrito la queja de los administrativos por lo que está sucediendo con los idiotas.
—Ya le he dicho que hoy no puedo, Helmut —repitió entonces Lonauer, volviéndose para zanjar la cuestión.
—Pero es que nos molestan, señor. Nosotros estamos tranquilamente realizando nuestro trabajo, recontando el número de depurados, los gastos de la institución o cualquiera de las otras tareas burocráticas que llevamos a cabo, y nos distraen los gritos de esos malditos retrasados. Incluso alguno supera el muro que usted hizo construir para separarlos del patio y entra en nuestras dependencias llorando porque tiene hambre o frío. Así no se puede trabajar.
De buena gana hubiese vuelto a sacar mi arma, pero esta vez me contuve y me limité a subir al vehículo del doctor, la versión militar del famoso «escarabajo» de la Volkswagen, y sentarme en el asiento de atrás. Mi gesto fue aprovechado por Lonauer, que intentaba quitarse de encima a su interlocutor.
—Como ve, estamos muy ocupados y tenemos prisa. Tal vez mañana pueda atenderle.
Pero Helmut no estaba dispuesto a dejarnos en paz.
—Lleva mucho tiempo dándome largas, señor, y las interrupciones y las molestias que nos causan los idiotas no nos permiten desempeñar nuestro trabajo con la diligencia adecuada. Es inadmisible que esos malditos tarados…
Aquel hombre era un buen ejemplo de lo que está sucediendo en la Gran Alemania en los últimos años. Nuestros ciudadanos, deshumanizados, no son capaces de ver el mundo más que a través de la estrecha óptica del nacionalsocialismo. La radio nos dice que los enemigos de la patria no tienen derechos, ni la dignidad más elemental; también nos lo dicen de la gente con retraso mental, de los judíos y de tantos otros… El ser humano, acostumbrado a vivir en civilización, es capaz de cualquier cosa por parecer civilizado, y la gente se vanagloria de ser aún más ruin y despreciable que sus vecinos. Helmut solo era un hombre más, un buen ciudadano que quería servir a su patria y al que le estorbaban para ejecutar ese servicio, los lamentos, las quejas de unos niños retrasados y moribundos.
—Esos malditos tarados —prosiguió Helmut—, no mueren con la rapidez que sería necesaria. Si les metiésemos un tiro en la nuca nada más entrar por la Ankunftsort tal vez así nos ahorraríamos sufrir sus quejas, y de esta forma podríamos ser más productivos y…
La mano de Otto se movió veloz hacia adelante. Al retirarla, comprendí que no había sido la mano sino el puño. Se escuchó un grito ahogado. Mi hermano le había roto la nariz a Helmut de un puñetazo certero. El administrativo cayó hacia atrás sobre el suelo de cemento. Luego se tocó la nariz, y cuando sus manos se tiñeron de sangre, comenzó a gritar, esta vez mucho más fuerte. Varios empleados salieron del Castillo y nos contemplaban con ojos desorbitados. Mi hermano esperó pacientemente a que se calmase, y luego le dijo:
—¿Cómo se llama? ¿Cuál es su apellido?
Helmut no respondió y se limitó a levantar los brazos sobre su cabeza, como si quisiese protegerse de un nuevo golpe imaginario.
—Respóndame si no quiere que le rompa alguna otra cosa aparte de la nariz.
—Helmut Michel, Herr Oberstumführer-SS —repuso, con voz forzosamente nasal.
Mi hermano sacó una libreta y tomó nota.
—Muy bien, señor Michel. Hoy mismo voy a hacer unas llamadas. Mañana quiero que se presente en la oficina de reclutamiento más próxima. Tengo un buen amigo que trabaja en Berlín. Se hará cargo gustoso de su caso. Es un honor para Alemania que se haya presentado voluntario para luchar en la Wehrmacht. Le puedo asegurar que, sirviendo a la patria en infantería, no tendrá que oír nunca más los lamentos de esos que usted llama idiotas, retrasados y tarados, que tanto le ofenden. Como mucho, ofenderán a su oído los cañones pesados de los ingleses. Diga a sus compañeros de administración, algunos aquí presentes por lo que veo, que cualquiera que como usted considere intolerable las molestias que les causan, puede tomar ejemplo de su caso y presentarse voluntario. Buenos días y… Heil Hitler!